«Entonces Jesús, mirándole, le amó, y le dijo: Una cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven, sígueme, tomando tu cruz». Mar. 10:21
Como otros muchos lo han de observar en el trajinar diario por nuestra capital –corazón palpitante y pulso del país todo– nos ha hecho pensar los hechos que se ven y observan.
Se ve por todas partes la actividad del martillo del trabajo y el rodar de miles de vehículos, motorizados en su mayor parte transportando los productos de la industria y del comercio. Se ve, asimismo, las altas chimeneas de diversas fábricas arrojando los encrespados penachos de humo en la activa labor diaria. Y se oye el crepitar de la máquina eléctrica en su pujante esfuerzo productivo.
Los bancos y casas de créditos desarrollan ardua labor en las operaciones financieras, en ese juego diario del capital que va y viene en proceso de alimentar el desarrollo de la vida del trabajo.
A pesar del racionamiento de la fuerza eléctrica el carro económico del país prosigue el ritmo, más o menos normal hacia adelante, hacia un futuro que se nos promete mejor.
Con todo, ese aporte de esfuerzo muscular y del cerebro, de la técnica promisora en general, se oyen por todas partes acentos de cansancio y una voz triste, desalentada, a veces que repite: ¡una cosa falta!
¿Qué cosa hace falta en nuestra colectividad?
Alguien piensa en la política como la panacea de esta gran cuestión, en los regímenes que, en concepto de éstos, pueden satisfacer los anhelos generales. Para otros es todo lo contrario: es su bandera quien puede arreglar los desperfectos y domina el desacuerdo.
Otros, con ribetes de sociólogos y hasta de filósofos, sostienen teorías sociales donde mueran los privilegios, y agonice el imperialismo del capital, etc.
Y no falta quienes sostengan que la solución de los encrespados problemas de la vida se solucionarían con la unidad religiosa, teniendo el timón directivo un determinado sistema eclesiástico-religioso, con dogmas absolutistas y predominantes.
Y así van por los diversos callejones del pensamiento múltiples teorías teñidas de parcialismo, de miras sectarias que, mientras son promesas de ventaja a un círculo, laceran el derecho del otro. Sigue en el ambiente el mismo clamor: ¡una cosa falta!
¿Pobreza en un sector social? Eso se evidencia sin esfuerzo. ¿De dónde procede esa calamidad que empuja al pauperismo? Sobre esto hay muchos doctores en finanza y economía; y pese a ello el mal subsiste.
Pero se ve el despilfarro en diversas direcciones de la vida. Y, va adelante el alcoholismo que destruye fortunas, y mata inteligencias jóvenes. A su contacto muchos, muchísimos empobrecen; mientras otros muchos se enriquecen a costa de los esclavizados a este vicio fatal.
Y por esta puerta de la embriaguez caben otros vicios más, que son diferentes capítulos de miseria y deshonra, tales como el juego, la prostitución, la usura, etc.
Que estos males son rémoras morales, económicos, sociales, y desquiciadores del hogar y la familia no es necesario decirlo. Son males mundiales. Pero, no por eso dejan de ser sembradores del vacío espiritual en el alma humana que cada vez demanda un remedio supremo y eficiente. ¡Una cosa falta!
La guerra subsiste no sólo en los intereses de los pueblos, de las razas y de las ideologías. Está adentrada en el alma, en el espíritu humano. Allí, en el corazón germinan las ambiciones, los odios y las envidias, causa primaria del espíritu de la guerra. ¡Hace falta un cambio del corazón!
Un joven de fortuna, de educación y buena moral preguntó a Jesús: «¿Qué más me falta?» Era creyente de su integridad personal. La pregunta parecía confianza en sí mismo; y si algo restaba a su gran edificio moral, poseía dinero para alcanzarla.
He aquí que el más sabio entre los hombres, el eterno Hijo de Dios le dice: ¡una cosa te falta! Y lo que le faltaba no era sólo moral, o religión, ¡qué la tenía desde edad temprana!
Le faltaba un nuevo corazón, libre del amor al dinero que le retenía el áncora del egoísmo.
Dicen los pensadores de nuestros tiempos: se necesita un desarme de los espíritus para apagar la llama de la guerra. Es cierto; pero lo que no dicen es cómo ir a tal desarme.
Pero Jesús lo dijo siglos ha. Dijo que todos los males que el hombre y el mundo sufre, no salían de los cañones y metrallas sino del corazón, fuente de la vida, pero enturbiada por las pasiones no dominadas de la naturaleza humana.
Y dijo más, «el que no naciere de nuevo no podrá ver el reino de los cielos». No ese cielo monopolizado por un teologismo doctrinal e impositivo, sino esa cierta eternidad hacia donde viajamos todos los humanos.
Una cosa falta: ¡que cambien el corazón! ¿Cómo? Eso no es obra de una o de todas las religiones o idea espiritualista cualquiera. Es obra que ha hecho y que hará Jesucristo, el Salvador y Redentor. Este es el Evangelio. Lo que se necesita es que el hombre lo crea, lo acepte, y consienta que el espíritu de Dios penetre en su alma. Que crea que Jesús murió por él. Así con esta fe será «verdaderamente libre». Y esto no es un determinado credo. Es la enseñanza universal, para toda la especie humana, y para todos los tiempos. Sólo Jesús ha podido decir «amaos los unos a los otros». Y cuando lo dijo es porque él hace este cambio en todo el que quiere y cree.
Revista Evangélica, 1948