Testigos de Cristo

TEXTO: «Cuando venga el Espíritu Santo sobre vosotros, recibiréis poder, y seréis mis testigos. … hasta lo último de la tierra.» Actos 1:8

El libro de los Actos toma el hilo de la historia en donde lo dejan los Evangelios. En éstos se muestra «lo que Jesús comenzó a hacer y a enseñar» por su ministerio terrenal, y en los Hechos se refiere lo que Jesús siguió haciendo y enseñando en su ministerio por el Espíritu Santo. Así podemos llamar a los primeros, «los Actos de Jesús,» y a los Hechos, «el libro de los Actos del Espíritu Santo.»

La iglesia va a ser bautizada como lo fue Jesús mismo con la venida del Espíritu de Dios. Esto lo dice el Señor a los once. Nos parece que el número «11» es simbólico de la elección. José fue el undécimo hijo de Jacob, y el elegido. José es el único carácter presentado en la Biblia sin defecto alguno. Y él mismo no se dio a conocer a sus diez hermanos, sino hasta que estaba con ellos Benjamín, y así se manifestó a los once. El trabajador que vino a la viña a la hora undécima fue recompensado no por sus obras, sino por la gracia, voluntad y elección de su amo que se complace en dar lo que es suyo a los que son suyos. La puerta del templo que vio Ezequiel tenía once codos de anchura, y sugiere nuestra entrada al cielo mediante la gloriosa elección que es un destello de la soberanía divina.

Cristo hace a sus discípulos una promesa: la promesa del poder. Poro no se trata del poder político, ni del poder intelectual. «Recibirán el poder del Espíritu Santo.» Esta lección es difícil de aprenderse. Los que quieren hacerse sabios y poderosos, apartándose del Espíritu de Dios, fracasan y yerran irremisiblemente. Dios no da a su iglesia ni a sus obreros poder en el gobierno. No tenemos que inmiscuirnos en la autoridad civil, ni el Estado tiene que hacer consorcio con la Iglesia. El papa Julio II, de quien dice la historia «que fue una verdadera desgracia para la iglesia que sus ambiciones políticas hayan eclipsado por completo su oficio espiritual,» consagró todas sus energías a la conquista de territorio y declaró la guerra a los países que se opusieron a sus miras. El fragor de los combates, el exterminio y la matanza le atraían con la fuerza de una pasión. Era hombre cruel y de durísimo carácter. En el sitio de la Mirandola se puso al frente de sus soldados y los animaba a la lucha con furiosos y destemplados gritos. Y de ese modo alcanzó prestigio y poder, pero solamente como guerrillero, pero no tuvo la potencia espiritual que es ofrecida a los siervos verdaderos de Cristo.

No se trata, tampoco, del poder intelectual. Si entra en el pulpito la idolatría de la grandeza y de la excelencia de palabras, la espiritualidad se va. Cuando esa vanidad, hinchazón y soberbia entran por la puerta, la fe sencilla y pura, y el poder espiritual saltan por la ventana, lo mismo que cuando domina el dinero. Los filósofos de la antigüedad decían con Pirrón que el principio de la sabiduría consistía en la suspensión del juicio en no afirmar ni negar nada. Pero nosotros hemos aprendido mejor que «el principio de la sabiduría es el temor de Dios.» … [porción indiscernible en nuestra copia]

Ningún bien hicieron al mundo sentando esos principios vagos e insostenibles. Y tan vanos como ellos son todos los hombres que se fían de su intelecto y se apartan de las enseñanzas de vida del Libro de Dios.

Ha sido una tendencia muy marcada de los jefes del romanismo el buscar poderío y dominio sobre las cosas temporales. Pero, el poder de la intelectualidad ha sido perseguido con igual afán por esos mismos jefes y por todos los hombres de todas las religiones. Nada es más común que ir a un templo y descubrir al predicador haciendo esfuerzos por ser admirado. Se le ve que trata de exhibirse. Quiere atraer la atención sobro sí. Y esa es la ruina de muchos predicadores. Se olvidan que son simples mensajeros de la Verdad, y en vez de proclamar el mensaje que les ha sido dado, se adhieren a sus propios ideales, dejan esa Verdad, y se pierden en discursos necios y completamente vanos.

Cristo, con sus palabras formula todo un programa: Recibiréis poder y seréis mis testigos. Él está hablando del poder espiritual. Sin ese poder todos los actos humanos son letra muerta, y nada más. Y se nos manda ser testigos de Cristo. ¿Y cómo puedes ser testigo de Él si no tienes el poder prometido? ¿Cómo podrás tener éxito si no llenas la condición más precisa que el Señor mismo ha impuesto a sus heraldos?

Se dice de un pobre niño asilado en un hospital en donde fue tratado siempre con aspereza y con desprecio. Y un día lo visitó un caballero, le llevó manzanas y flores, y le hizo tiernas caricias. El niño estaba admirado de tanta bondad, y cuando hubo logrado alguna confianza con su visitante, le preguntó: «¿Señor, es Ud. Jesús?» Esa pregunta es ignorante, pero después de todo es muy bella. El Espíritu del Señor obraba manifiestamente en aquel hombre bondadoso. Y el niño, que poco sabía de Jesús, y eso solo a oídas, pensó que Él así habría de ser, y por lo tanto era natural que hiciese aquel interrogante. ¿Cuántos hay que se parezcan así a Jesús? ¡Que la gente se equivoque al verte! ¡Que en tus acciones y palabras, y en tu carácter se reconozca que eres de Él!

¿Y qué diferencia se notará en los testigos que tienen el poder espiritual y en los que no lo tienen? Parece desde luego, los que tengan poder tendrán la aprobación divina, y agradarán a su Señor, y vencerán en todas las cosas, y serán humildes como Él fue humilde, y serviciales como Él, y pasarán por esta vida, como su Maestro, haciendo bienes a todos y en todas partes. En cambio los otros, serán desaprobados por Dios, desagradables a su vista, vanidosos, intolerantes, y pasarán por el mundo como un azote y como una maldición. Y éstos siempre han existido, y han sido los perseguidores y los opresores de aquéllos. Basta leer la vida del fiel Spurgeon, de Moody, de todos los siervos de Dios, para ver cómo fueron insultados por aquellos falsos testigos que acumularon odiosas calumnias y burlas sangrientas contra ellos. Lo mismo que los sacerdotes, y el mismo Caifás, ocupando un elevado lugar en el orden eclesiástico, calumniaron y crucificaron al Señor.

Tú, que pasas tus ojos por estas líneas, si eres cristiano, debes recordar, que eres puesto por Cristo mismo como testigo suyo en todas partes. Y tu testimonio debe ser fiel y verdadero. En esta semana asistí a un culto que se celebraba al aire libre en la esquina de Broadway y la calle 104, en frente del Tabernáculo Metropolitano. El pastor invitó a un notable médico escocés a dar su testimonio. El médico ocupó la tribuna, y dijo: «No soy ministro, sino doctor, pero creo que puedo deciros unas cuantas palabras como testigo de Jesús. Hace cuarenta años que ejerzo la medicina, y en todas partes me aceptan como un doctor hábil y de renombre. Pero os diré que aunque me distingan esos honores, y aunque por mi larga experiencia y éxito sea digno de que se me confíen casos de enfermedades muy serias, hay una enfermedad que ni yo ni nadie puede curar, y es la enfermedad del pecado, que arruina las almas, y la cual sólo por Cristo puede ser quitada. Para ti, y para mí, no hay sino uno solo, que es el Médico divino, el doctor de nuestras almas, y la única medicina es su sangre preciosa que nos limpia de todo pecado.» Después subió a la tribuna un abogado muy conocido en Nueva York, y dijo a las multitudes: «No sé haldar al aire libre, ni soy un predicador, sino un abogado. Pero sé muy bien que no hay causa, ni pleito, ni negocio alguno que pueda ganarse si faltan los testigos. Y yo vengo delante de vosotros como un testigo de la causa de Cristo. Yo soy un simple abogado para negocios de la tierra. Él es el Abogado que tenemos para con Dios, y el único que puede arreglar nuestros negocios en el cielo.» En seguida, subió al tablado un soldado joven, luciendo su uniforme. Era grande y vigoroso, pero tenía miedo de hablar. Mas dejando su encogimiento, dijo: «Yo no soy orador, pero soy un cristiano, y puedo decir algunas palabras de testimonio. Desde mi niñez he buscado tres cosas: estar satisfecho de mi pasado, de mi presente y de mi porvenir. Y estoy contento porque ya he hallado lo que buscaba. Me siento satisfecho de mi pasado porque mis culpas han sido borradas; y de mi presente, porque el Señor está conmigo y Él me guía; y de mi futuro, porque soy soldado que milito bajo las órdenes del Capitán de nuestra salvación, ¡y en Él está asegurada mi alma para siempre!»

Me retiré del grupo pensando en las palabras del texto que he escogido para este sermón: «¡Seréis mis testigos … hasta lo último de la tierra!» Y pensaba al mismo tiempo en la nube de testigos que hay en México, en España, en Puerto Rico, en Cuba, en Sur América, y en todos los rincones y en las aldeas más apartadas, y en las islas, ¡y por todos los cabos de la tierra! ¡Testigos en la prensa, testigos de palabra, testigos de carácter, testigos de paciencia, testigos de amor, testigos de fe, testigos con el poder del Espíritu Santo! En cada ciudad, y en cada monte, y en cada ranchería, en cada calle, en dondequiera que se encuentre algún ser humano allí hay testigos, a veces el testigo es una mujer, a veces un hombre, ¡y a veces un niño!

¿Eres tú un testigo? ¿Eres testigo con poder del Espíritu? ¿Y eres un testigo fiel? ¡Mira qué dicha, y qué honor, y qué inmerecida gracia servir de testigos al Señor nuestro Jesucristo, y defender su causa con sencillez y denuedo! Que Él le llene de poder para que lleves mucho fruto y para que tu testimonio sea fiel y verdadero.

El Atalaya Bautista, 22 de abril de 1920

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