El culto divino puede incurrir en uno de dos extremos. Buscando el orden, la reverencia y la solemnidad, puede hacerse monótono, seco, estirado y falto de vida. Buscando el fervor y el entusiasmo espontáneos, puede caerse en el desorden, la irreverencia y la populachería. Acostumbrado nuestro medio al ceremonialismo del culto católico, es natural que los evangélicos hayamos reaccionado en sentido contrario, y buscando en nuestros cultos la espontánea, gozosa y ferviente participación de la congregación. Hemos tendido a reducir la liturgia y el orden preestablecido a su mínimo, a fin de no sofocar las manifestaciones espontáneas de nuestro entusiasmo religioso.
Pero, en términos generales, se puede caer así en la falta de orden y de reverencia, al darles a los cultos un tono ligero de mitin vulgar, con muy poca seriedad y hasta cierta irreverencia. Tal vez necesitamos una dosis de orden litúrgico y de solemnidad reverente a fin de restablecer el justo medio, la feliz combinación de la reverencia y el entusiasmo, del orden y la espontaneidad. Porque en el verdadero culto evangélico ambos elementos de ninguna manera están reñidos entre sí. El mismo Pablo, que exhortaba al fervor, el gozo y la espontánea adoración en el culto, prevenía a los creyentes: “Empero hágase todo decentemente y en orden”. El verdadero fervor no está en pugna con la reverencia, y la inspiración del Espíritu Santo no tiene querella con el orden y la seriedad. Dios, que es el Dios de la vida en abundancia, es también el Dios del orden.
En el fondo se dirime la gran cuestión de cuál sea verdadera índole y propósito central del culto evangélico. No es seguramente, asistir como simples espectadores a una representación o espectáculo impresionante, en que se dramatiza un misterio religioso, que es a lo que propende el culto católico. Pero tampoco es congregarse para pasar juntos un buen rato, y ni siquiera para escuchar a un buen orador, como en cualquier salón de conferencias. El culto evangélico tiene por objeto: a) rendir adoración a Dios; b) entrar en comunión con Él; c) recibir las admoniciones de su Palabra; d) profundizar en el conocimiento de Su Evangelio; e) examinar a la luz de esa Palabra y Evangelio nuestras vidas, con el consiguiente arrepentimiento y contrición; f) buscar y entrar en la experiencia de su perdón misericordioso; g) formar en Su Presencia nuevos propósitos; y h) suplicar y recibir Su ayuda para poder realizarlos andando en sus caminos más fielmente cada día.
Este propósito central determina las varias partes del culto, en un orden más o menos como el siguiente expuesto: 1) recogimiento; 2) alabanza y gratitud; 3) confesión de fe y contrición ante Dios; 4) meditación de la Palabra de Dios (lecturas bíblicas, exposición o sermón); 5) examen personal a la luz del mensaje divino; y 6) arrepentimiento, petición y experiencia de perdón, consagración y confianza en la ayuda divina. El orden no necesita ser estrictamente así, y puede variarse pero conservando los elementos esenciales mencionados.
De lo anterior se deduce que el aspecto central del culto es la presencia de Dios y la comunión con Él mediante nuestro Señor Jesucristo. Lo demás se deriva de ello o a ello conduce. Las doctrinas, el canto de himnos, la ofrenda, la predicación, adquieren importancia y lugar en el culto, en la medida en que contribuyen a esa experiencia de comunión con Dios. El pensamiento dominante durante todo el culto debe ser: “Estamos en la presencia de Dios. Dios está aquí y quiere comunicarse con nosotros».
La índole del templo o salón de culto es adecuada también sólo en la medida en que ayuda a crear la atmósfera propicia a la experiencia de comunión con Dios. De ello es parte de suma importancia la disposición de la plataforma o altar, ya que esto es lo que queda inevitablemente ante la vista de la congregación durante todo el culto. Repetimos que no se trata de una sala de conciertos o un salón de actos, en que hay ejecutantes y espectadores. Y a ello se debe que sea cada vez mayor el número de iglesias evangélicas que optan por arreglar la plataforma de tal modo que la vista de la congregación se centren naturalmente en la mesa de la cena, como símbolo de la comunión con Dios por medio de nuestro señor Jesucristo, y no, como en otras, en el púlpito y al predicador. También se va precediendo cada vez más situar el coro dividiéndolo a uno y otro lado de la plataforma y si es posible no dando la cara al público, sino dándose el frente las dos secciones de él. Con esto se quiere evitar que la congregación se distraiga teniendo delante y de frente al coro; que el coro mismo, como parte de la congregación, y teniendo al centro y al fondo la mesa de la comunión, se sienta más favorablemente impulsado a una actitud de adoración, y que congregación y coro no se sientan inclinados a pensar que aquella está formada de público de concierto y éste de ejecutantes de numerosos musicales para «amenizar» el acto.
Por otra parte, la presentación y actitud personal del pastor y quienes lo acompañan en la plataforma, así como la manera de dirigir el culto, ejercen una gran influencia en favor o en contra de esa atmósfera propia para la reverencia y la comunión con Dios.
En cuanto a la manera de dirigir el culto, no hay como la actitud reposada, digna, reverente, hasta cuando se dan los anuncios (que deben suprimirse o reducirse cuando menos a lo muy indispensable). Ir de aquí para allá en la plataforma, una vez comenzado el culto; guiar el canto de himnos con balanceos y agitando los brazos para llevar el compás; soltar chistes y armar jácara a título de sentirse gozosos; a veces hasta bajar de la plataforma porque se olvidó algo y volver a subir a medio culto; esto y otros detalles que a veces son inconscientes en la actitud y movimientos de algunos pastores, contribuyen a destruir la reverencia y dignidad que, sin afectaciones, debe tener el culto.
Solemnidad, pues, pero que no sofoque el fervor espontáneo. Fervor y gozo, sí, pero que no degenere en desorden e irreverencia.
La Voz Bautista, 1953