¿Qué pensáis del Cristo? Mateo 22:42
Supongo que no hay nadie que no haya pensado algo acerca de Cristo. Ustedes han oído hablar de él, han leído acerca de él, y han escuchado a hombres predicar acerca de él. Durante mil novecientos años los hombres han estado hablando de él y pensando en él; y algunos ya han decidido en su mente acerca de quién es, y sin duda algunos no lo han hecho. Y aunque todos estos años han transcurrido, esta pregunta se dirige a cada uno de nosotros hoy, “¿Qué piensas de Cristo?”
No sé por qué se piensa que es una pregunta inapropiada para hacerle a otro. Si te preguntaran qué piensas acerca de algún hombre prominente, ya tendrías tu mente decidida acerca de él. Si te preguntaran qué piensas de tu noble reina, hablarías y me dirías tu opinión en un minuto. Si preguntara por tu primer ministro, me dirías libremente lo que crees a su favor o a su contra. ¿Y por qué la gente no debe decidirse acerca del Señor Jesucristo, y tomar su posición a favor o en contra de él? Si piensan bien de él, ¿por qué no hablar bien de él y afirmar estar de su lado? Y si piensan mal de él, y creen que es un impostor, y que no murió para salvar al mundo, ¿por qué no alzan su voz y dicen que están en contra de él? Sería un día feliz para el cristianismo si los hombres tomaran lados y así pudiéramos saber positivamente quién está realmente a su favor y quién está en contra de él.
Es de muy poca importancia lo que el mundo piensa de alguien más. La reina y el estadista, los oficiales y los príncipes pronto desaparecerán. Sí; importa poco—comparativamente—lo que pensamos de ellos. Sus vidas sólo pueden interesar a unos pocos; pero cada alma viviente en la faz de la tierra se ocupa de este hombre. La pregunta para el mundo es: “¿Qué piensas de Cristo?”
No le pregunto qué piensas de la iglesia establecida, ni de los presbiterianos, ni de los bautistas, ni de los católicos romanos; no les pregunto qué piensan de este o aquel ministro, de esta doctrina o aquella; pero quiero preguntarte ¿qué piensas de la persona real de Cristo?
Me gustaría preguntar: “¿Era realmente el Hijo de Dios—el gran Dios-Hombre? ¿Dejó el cielo y vino a este mundo con un propósito? ¿Vino realmente para buscar y salvar? Me gustaría comenzar con el pesebre, y seguirlo a través de los treinta y tres años que estuvo aquí en la tierra. Debo preguntarte qué piensas de su venida a este mundo y haber nacido en un pesebre cuando pudo haber sido un palacio; por qué dejó la grandeza y la gloria del cielo, y el acompañamiento real de ángeles; por qué pasó por alto palacios, coronas y dominios y vino aquí solo.
Me gustaría preguntarte que piensas de él como maestro. Habló como nunca habló ningún hombre. Me gustaría que lo vieras como un predicador. Me gustaría llevarte a ese lado de la montaña, para que podamos escuchar las palabras caer de sus labios suaves. ¡Ni hablar de los predicadores actuales! Prefiero mil veces estar cinco minutos a los pies de Cristo que escuchar toda una vida a los sabios del mundo. Él utilizaba cualquier cosa a su alrededor para ilustrar una verdad. Más allá hay un sembrador, un zorro, un pájaro, y él sencillamente reúne la verdad, por lo que no se puede ver un zorro, un sembrador, o un pájaro, sin pensar lo que Jesus dijo. Sí, más allá hay un lirio del valle; usted no lo ve sin pensar en sus palabras, “Considerad los lirios del campo, cómo crecen: no trabajan ni hilan” (Mateo 6:28).
Él causa que el gorrión que canta en el aire nos predique. ¡Qué frescos son esos maravillosos sermones, cómo viven hoy! ¡Nos encanta contarlos a nuestros hijos, y cómo a los niños les encanta escuchar! “Cuéntame una historia acerca de Jesús”, escuchamos con frecuencia; ¡cómo a los más pequeños les encantan sus sermones! Ningún libro de cuentos en el mundo les interesará nunca como las historias que contó. Y sin embargo, ¡cuán profundo era! ¡Cómo desconcertó a los sabios; cómo confundió a los escribas y los fariseos! ¿No crees que era un predicador maravilloso?
Me gustaría preguntarte qué piensas de él como médico. Un hombre pronto tendría una reputación como médico si pudiera sanar como Cristo. Nunca se le trajo ningún caso en el cual fracasó. No tenía más que decir la palabra, y la enfermedad huía delante de él. Aquí viene un hombre cubierto de lepra. “Señor, si quieres, puedes limpiarme”, exclamó (Mateo 8:2). “Lo haré”, dice el Gran Médico, y en un instante la lepra desvaneció. El mundo tiene hospitales para enfermedades incurables; pero no había enfermedades incurables para él.
Ahora, véalo en la pequeña casa de Betania, curando los corazones heridos de Marta y María, y dime lo que piensas de él como consolador. Es esposo a la viuda y padre a los huérfanos. El cansado puede encontrar un lugar de descanso sobre su regazo, y los que carecen de amistades pueden contar con un amigo. ¡Nunca cambia, nunca falla, nunca muere! Su simpatía es siempre fresca, su amor es siempre libre. Oh, viuda y huérfano, oh, afligido y de luto, ¿no le darás gracias a Dios por Cristo el Consolador?
Pero estos no son los puntos que deseo destacar. Vayamos a los que conocieron a Cristo y preguntemos qué pensaban de él. Si quieres saber qué es un hombre hoy en día, pregunta por él a los que mejor lo conocen. No deseo ser parcial; iremos a ambos sus enemigos y a sus amigos. Les preguntaremos: ¿Qué piensas de Cristo? Le preguntaremos a sus amigos y a sus enemigos. Si sólo acudiríamos a aquellos que le gustaban, dirías: “Oh, él es tan ciego; piensa tanto en ese hombre que no puede ver sus defectos. No puedes sacarle nada a menos que sea a su favor; es un asunto completamente parcial”.
Así que iremos en primer lugar a sus enemigos, a aquellos que lo odiaban, lo perseguían, lo maldecían y lo mataron. Te pondré en el estrado del jurado y les pediré que nos digan lo que piensan de él.
Primero, entre los testigos, hagamos un llamado a los fariseos. Sabemos cómo lo odiaban. Vamos a hacerles algunas preguntas. “Ven, fariseos, dinos lo que tenéis contra el Hijo de Dios. ¿Qué piensas de Cristo?” ¡Escucha lo que dicen! “Este a los pecadores recibe” (Lucas 15:2). ¡Qué argumento para presentar en su contra! Es la misma cosa que nos hace amarlo. Es la gloria del Evangelio. Recibe pecadores. Si no lo hubiera hecho, ¿qué habría sido de nosotros? ¿No tienes nada más que traer contra él que esto? Es uno de los mayores halagos que se le ha hecho. Una vez más: cuando estaba colgando en el madero, tenías esto que decirle: “A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar” (Mateo 27:42). Así entregó su propia vida por la tuya y la mía. ¡Sí, fariseos, habéis dicho la verdad por una vez en vuestras vidas! Salvó a otros. Murió por otros. Fue un rescate para muchos; así que es bastante cierto lo que piensas de él, salvó a los demás, él mismo no se puede salvar.
Ahora, llamemos a Caifás. Que se ponga de pie aquí con sus túnicas que fluyen; vamos a pedirle su evidencia. “Caifás, fuiste principal entre los sacerdotes cuando Cristo fue juzgado; usted fue presidente del Sanedrín; estabas en la cámara del consejo cuando lo encontraron culpable; tú mismo lo condenaste. Cuéntanos; ¿Qué dijeron los testigos? ¿Por qué motivo lo juzgaron? ¿Qué testimonio se dio contra él?” “Ha hablado blasfemia”, dice Caifás. “Dijo: ‘desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo’ (Mateo 26:64). Cuando escuché eso, lo encontré culpable de blasfemia; quebranté mi manto y lo condené a muerte”. Sí, todo lo que tenían contra él era que verdaderamente era el Hijo de Dios; y lo mataron por la promesa de su venida por su novia (la iglesia)!
Ahora convoquemos a Pilato. Déjalo entrar al estrado del jurado. “Pilato, este hombre fue llevado ante ti; usted lo examinó; usted habló con él cara a cara; ¿qué piensas de Cristo?” “Yo no hallo delito en él” (Jn. 19:6), dice Pilato. “Dijo que era el rey de los judíos (tal como lo escribió sobre la cruz); pero no encuentro culpa en él”. ¡Tal es el testimonio del hombre que lo examinó! Y, mientras está allí—el centro de una turba judía—aparece un hombre a toda prisa. Se apresura a Pilato, y, extrayendo su mano, le da un mensaje. Lo abre; su rostro se vuelve pálido al leer: “No tengas nada que ver con ese justo; porque hoy he padecido mucho en sueños por causa de él” (Mat. 27:19). El testimonio es de la esposa de Pilato acerca de Cristo. ¿Quieres saber lo que sus enemigos pensaban de él? ¿Quieres saber lo que pensó un pagano? Bueno, aquí está: “no hallo delito en él”; y la esposa de un pagano, “ese justo”.
Y ahora, vea a Judas entrar. Debería ser un buen testigo. Vamos a dirigirnos a él. “Ven, dinos, Judas, ¿qué piensas de Cristo? Conociste bien al Maestro; lo vendiste por treinta piezas de plata; le traicionaste con un beso; lo viste llevar acabo esos milagros; estabas con él en Jerusalén. Tú estabas allí en Betania, cuando convocó a Lázaro. ¿Qué piensas de él? Puedo verlo cuando entra en la presencia de los principales sacerdotes; puedo oír el sonido del dinero mientras lo hecha sobre la mesa, “¡Yo he pecado entregando sangre inocente!” (Mat. 27:4). Aquí está el hombre que lo traicionó, y esto es lo que piensa de él! Sí, aquellos que fueron culpables de su muerte dejaron constancia de su testimonio de que era un hombre inocente.
Oigamos al centurión que estuvo presente en la ejecución. Tenía a su cargo los soldados romanos. Les dijo que lo hicieran llevar su cruz; había dado órdenes para que los clavos fueran clavados en sus manos y en sus pies, y que la lanza penetre su costado. Deja que el centurión se presente. “Centurión, usted tuvo a su cargo a los verdugos; te aseguraste que la orden de su muerte se llevara a cabo; lo viste morir; lo oíste hablar en la cruz. Díganos, ¿qué piensas de Cristo?” ¡Véalo; él está golpeando su pecho mientras declara, “¡Verdaderamente éste era Hijo de Dios!” (Mat. 27:54).
Podríamos ir al ladrón en la cruz, y preguntarle qué pensaba de Cristo. Al principio le injuriaba y lo escarnecía. Pero entonces reflexionó y dijo: “éste ningún mal hizo” (Lucas 23:41).
Podría ir más lejos. Podría convocar a los mismos demonios y pedirles su testimonio. ¿Tienen algo que decir de él? ¡Los mismos demonios lo llamaban el Hijo de Dios! En Marcos tenemos el caso de un espíritu inmundo quien clamó: “Jesús, Hijo del Dios Altísimo” (Marcos 5:7). Los hombres dicen: “Oh, yo creo que Cristo es el Hijo de Dios, y por creerlo de forma intelectual seré salvo”. Te digo que los demonios hicieron eso. Y hicieron más que eso, temblaron (San. 2:19).
Traigamos a sus amigos. Queremos que escuches sus pruebas. Llamemos a ese príncipe de predicadores. Escuchemos al precursor; ninguno jamás predicó como este hombre—este hombre que atrajo a toda Jerusalén y toda Judea al desierto para escucharlo; este hombre que apareció entre las naciones como el destello de un meteorito. Que Juan el Bautista venga con su faja de cuero y su abrigo peludo, y que nos diga lo que piensa de Cristo. Sus palabras, aunque se hicieron eco en el desierto de Palestina, están escritas en el Libro para siempre: “¡He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!” (Juan 1:29). Esto es lo que Juan el Bautista pensaba de él. “Y yo le vi, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios” (Juan 1:34). No es de extrañar que atrajera toda Jerusalén y Judea hacia él, porque predicó a Cristo. Y cada vez que los hombres predican a Cristo, seguro que tendrán muchos seguidores.
Traigamos a Pedro, que estaba con él en el monte de la transfiguración y en la noche en que fue traicionado. Ven, Pedro, dinos lo que piensas de Cristo. Ponte de pie en el estrado del jurado y testifica de él. Lo negaste una vez. Dijiste con una maldición que no lo conocías. ¿Era verdad Pedro? ¿No lo conoces? “Conocerle!” me imagino a Pedro diciendo: “Fue una mentira que dije en aquel entonces. Yo sí lo conocía.” Lo llama “Señor y Cristo” (Hechos 2:36). Tal fue el testimonio del día de Pentecostés. “Dios le ha hecho Señor y Cristo” (Hechos 2:36). Y la tradición nos dice que cuando vinieron a ejecutar a Pedro sintió que no era digno de morir en la forma en que su Maestro murió, y pidió ser crucificado con la cabeza hacia abajo. ¡Tanto pensó Pedro de él!
Ahora oigamos de Juan, el discípulo amado. Sabía más de Cristo que cualquier otro hombre. Se había recostado al lado de Jesús (Juan 13:23). Había oído el latido de ese corazón amoroso. Mira en su Evangelio si quieres saber lo que él pensaba de él.
Mateo escribe de él como el rey real quien vino de su trono. Marcos escribe de él como siervo, y Lucas como el Hijo del Hombre. Juan toma su pluma, y, con un solo toque, resuelve para siempre la cuestión del unitarianismo. Vuelve antes de la época de Adán. “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios” (Juan 1:1). Vea en Apocalipsis. Lo llama “la estrella resplandeciente de la mañana” (Apoc. 22:16). Así que Juan pensó bien de él porque lo conocía bien.
Podríamos traer a Tomás, el discípulo dudoso. ¿Dudaste de él, Tomás? No creías que había resucitado, y pusiste tus dedos en la herida de su costado. ¿Qué piensas de él? “¡Señor mío, y Dios mío!”, declara Tomás (Juan 20:28).
Luego vete a Decapolis y verás que Cristo ha estado allí echando fuera demonios. Llamemos a los hombres de ese país y preguntemos qué piensan de él. “Bien lo ha hecho todo”, responden (Marcos 7:37).
Pero tenemos otros testigos para traer. Toma a Saúl el perseguidor, una vez uno de los peores de sus enemigos. Al respirar amenazas le llega a conocer. “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”, pregunta Cristo (Hechos 9:4). Podría haber añadido: “¿Qué te he hecho? ¿Te he herido de alguna manera? ¿No vine a bendecirte? ¿Por qué me tratas así, Saúl?” Y entonces Saúl pregunta: “¿Quién eres, Señor?” “Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (Hechos 9:5). Como pueden notar, no se avergonzaba de su nombre, a pesar de que había estado en el cielo; “Yo soy Jesús de Nazaret” (Hechos 22:8). ¡Qué cambio resultó con una sola entrevista con Saúl! Unos años después lo oímos decir: “Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Filipenses 3:8). ¡Qué testimonio para el Salvador!
Pero iré aún más lejos. Me alejaré de la tierra hacia otro mundo. Convocaré a los ángeles y preguntaré qué piensan de Cristo. Lo vieron en el seno del Padre antes de que el mundo fuera. Antes del amanecer de la creación, antes de que las estrellas de la mañana cantaran juntos, allí estaba. Lo vieron dejar el trono y bajar al pesebre. ¡Qué escena para presenciar! Pregúntales a esos seres celestiales qué pensaban de él en aquel entonces. Por una vez se les permite hablar; por una vez se rompe el silencio del cielo. Escuchen su canto en las llanuras de Belén, “No temáis; porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo: que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es CRISTO el Señor” (Lucas 2:10-11). Él deja el trono para salvar al mundo. ¿No es una maravilla que los ángeles pensaran bien de él?
Luego están los santos redimidos que lo ven cara a cara. Aquí en la tierra no fue conocido, nadie parecía realmente conocerlo; pero era conocido en ese mundo donde había estado desde la fundación. “¿Qué piensan de él allí? Si pudiéramos oír del cielo, se oiría un clamor que glorificaría y magnificaría su nombre. Se nos dice que cuando Juan estaba en el Espíritu en el Día del Señor, al ser arrebatado, oyó un clamor a su alrededor, su número era millones de millones de voces: “¡El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza!” (Apoc. 5:12). Sí, es digno de todo esto y aún más. El cielo no puede exagerar acerca de él. Oh, que esta tierra tomara el eco y se uniría al cielo en el canto: “Digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza!”
Pero todavía hay otro testigo, uno aún más elevado. Algunos piensan que el Dios del Antiguo Testamento es el Cristo del Nuevo. Pero cuando Jesús salió al Jordán, bautizado por Juan, vino una voz del cielo. Dios el Padre habló. Fue su testimonio a Cristo: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17). ¡Ah, sí! Dios el Padre piensa bien del Hijo. Y si Dios está bien complacido con él, también debemos nosotros. Si el pecador y Dios están bien complacidos con Cristo, entonces el pecador y Dios pueden encontrarse. En el momento en que dices, como el Padre dijo, “Estoy muy complacido con él”, y lo aceptas, estás unido a Dios. ¿No creerás el testimonio? ¿No creerás a este testigo, este último de todos, el Señor de los ejércitos, el mismo Rey de reyes? Una vez más lo repite, para que todos lo sepan. Con Pedro, Jacobo y Juan, en el monte de la transfiguración, clama de nuevo: “Este es mi Hijo amado; a él oíd”. (Marcos 9:7). Y esa voz se hizo eco y resonó a través de Palestina, a través de toda la tierra de mar a mar; sí, esa voz está resonando todavía, ¡Escúchalo! ¡Escúchalo!
Mi amigo, ¿lo oirás hoy en día? ¡Oiga! ¿Qué te está diciendo? “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mat. 11:28-30). ¿No pensarás bien de tal Salvador? ¿No creerás en él? ¿No confiarás en él con todo tu corazón, mente y alma? ¿No vivirás por él? Si él dejó su vida por nosotros, ¿no es lo menos que podemos hacer para dar la nuestra por él? Si llevó la cruz y murió en ella por mí, ¿no debería estar dispuesto a tomarla por él? Oh, ¿no tenemos razón para pensar bien de él? ¿Crees que es correcto y noble alzar tu voz contra tal Salvador? ¿Crees que es justo clamar “¡Crucifícalo! ¡crucifícalo! Oh, que Dios nos ayude a todos a glorificar al Padre, pensando bien de su Hijo unigénito.