El mensaje de evangelización que América necesita es el mensaje eterno que Cristo mismo trajo a la tierra y ordenó a sus discípulos que transmitieran a todos los hombres. Cada generación cristiana ha sido responsable de anunciar a los hombres de sus días ese mensaje y a nosotros nos corresponde ahora esa tremenda responsabilidad.
Ese mensaje es necesario para todos los hombres, de todos los países de América, sin excepción, desde Alaska a Tierra del fuego, en la misma forma que para el resto del mundo.
Partiendo, pues, de este pensamiento tomemos como base el mandamiento de Cristo: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura».
I. «ID» – un mensaje proselitista
América necesita de un mensaje que sea llevado a todos sus confines y que aquellos que quieran cumplir el mandamiento del Maestro vayan imbuidos del santo celo de hacer discípulos en todas las naciones, para que aquellos que crean alcancen la vida eterna.
Hay proselitismo y proselitismo. No ignoramos que esta palabra ha sido desacreditada por el espíritu despectivo con que se la pronuncia y por las pretensiones absolutistas de la Iglesia Católica. No hablamos del proselitismo censurable que pudiera tener por móvil fines estadísticos, políticos, económicos o simplemente eclesiásticos, pues ellos no cuadran con la acción de las iglesias evangélicas, ni entran en sus planes, ni en América ni en ninguna otra parte.
En el «Informe Oficial del Congreso Evangélico» celebrado en 1940, con motivo de la visita del doctor Mott a Buenos Aires, al relatar la discusión sobre «evangelismo», se dice: «… El A-B-C del Evangelio es lo que debemos repetir sin temor. Hay en América latina cien millones que no saben del Evangelio. Tenemos la responsabilidad de predicar el evangelio a esas gentes.»
Esta frase tomada así aislada y al azar fue citada por un sacerdote católico en un curso de estudio sobre el protestantismo en América latina que, en forma mimeografiada, circuló entre los grupos juveniles de la Acción Católica. Dicho sacerdote estaba escandalizado por estas nuestras afirmaciones, por dos razones: Primero porque demostraban una intención proselitista a que no teníamos derecho, ya que la libertad de cultos —según el— no puede implicar libertad de propaganda, y, segundo, por el descaro de afirmar que en esta América cristianizada durante cuatrocientos años por la Iglesia Católica unos cuantos protestantes advenedizos se atrevieran a afirmar que no se conoce el evangelio de Cristo.
Sin embargo, aquí estamos dándole el sentido que pusimos a aquellas palabras, para reafirmar los mismos conceptos, que implican la intención deliberada de ganar a los hombres para Cristo, de llevarlos de un mero conocimiento —si lo tienen— del cristianismo, o del romanismo, a la fe personal en Cristo Jesús como el único Salvador.
Este mensaje lo necesitan tanto los americanos del sur, como los del centro o del norte de América; por eso las iglesias evangélicas «predican el evangelio» por igual en todas partes.
En cuanto al derecho legal de hacer proselitismo, aunque está fuera de nuestro tema, digamos, de paso, que no puede haber libertad de culto sin libertad de propaganda, y que, por otro lado, es parte fundamentalísima del culto cristiano evangélico anunciar a otros el mensaje de vida, comenzando en nuestras propias familias, en nuestras iglesias y no terminando sino allí donde la posibilidad de ir e ir, lejos y más lejos, si hay agotado.
Amorosa agresión
Este mensaje amorosamente agresivo, conquistador de hombres para el reino de los cielos, suele no ser del agrado de los pecadores que se sienten molestos por un llamado insistente, ni mucho menos del agrado de los «escribas y fariseos» que sólo conciben lo de rodear la tierra, y la mar para ganar un prosélito para luego hacerlo hijo del infierno, según el dicho de Jesús.
Ese mensaje es el que América necesita, el mensaje, que, ya sea en el templo, en la calle, por radiotelefonía, o en cualquier parte, tenga el propósito de llegar al corazón con un anuncio que sea proclamado con el ardiente amor de quien siente pasión incontenible de ganar a sus oyentes para Cristo. Es el mensaje llevado por iglesias y ministros de acción extensiva y cristianamente agresiva que no se conforman con la «práctica del culto» y con la «exposición de la doctrina» sino que la voluntad de su corazón y su «oración a Dios» es para salud, para que los hombres con quienes entran en contacto lleguen a confesar con su boca al Señor Jesús y creer en sus corazones que Dios le levantó de los muertos.
Mas «¿Cómo, pues, invocarán aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán a aquel de quién no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿Y cómo predicarán si no fueran enviados? Como está escrito: ¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian el evangelio de la paz, de los que anuncian el evangelio de los bienes!»
Hace unos pocos años oí decir a un pastor de Londres que en esa ciudad había una empresa de construcciones que ostentaba en la puerta este letrero: «Especialistas en conversiones». Es decir, transformaban casas viejas en otras de nuevos estilos y comodidades. Especialistas en conversiones, debieran ser las iglesias y aquellos a quienes Dios ha llamado para ir al pueblo con el mensaje del Evangelio.
II. «Predicad» — un mensaje proclamado
Predicar significa proclamar, anunciar, pregonar. Cicerón dice que significa dar a conocer, decir en alta voz, anunciar. Según Tácito es mencionar con elogio, celebrar, alabar. Plinio decía que era poner una cosa por las nubes, alabarla mucho. Aplicado al Evangelio podríamos decir que la predicación tiene en alguna forma todas estas características y con Natanael H. Shaw, en II Pergamo, podríamos repetir que es «proclamar, hablar claro para hacer conocer a los otros lo que nos ha sido dado para decirles. Hemos recibido una embajada y debemos anunciarla a los hombres de la mejor manera, es decir, de la manera más eficaz para conseguir el objeto para el cual nos fue encargada».
Esta forma de dar el mensaje al pueblo, es decir predicando, es característica —a través de los antecedentes judaicos de los profetas— del cristianismo y, según Broadus, el emperador Juliano, llamado el apóstata, exhortaba los filósofos gentiles a predicar cada semana como lo hacían los cristianos.
Este concepto nos parece fundamental para la determinación del mensaje que debemos dar a los pueblos. No es un mensaje nuestro, sino el mensaje de Dios, no es un producto de liberación teológica, ni de la evolución del pensamiento religioso cristiano, sino la expresión de la voluntad de Dios a través de Cristo y de su palabra.
Embajadores, no creadores
Al afrontar este problema en la Primera Epístola de los Corintios, el apóstol Pablo, dice: «… No fui con altivez —superioridad— de palabra, o de sabiduría, a anunciaros el testimonio de Cristo. Porque no me propuse saber algo —cosa alguna— entre vosotros, sino a Jesucristo y a este crucificado».
La eficacia del mensaje paulino, como de todo siervo de Cristo, no depende tanto de la capacidad intelectual del mensajero sino de la virtud del mensaje mismo. El predicador no es sino un instrumento del Espíritu. Por eso Pablo indica la parte que a él, como mensajero le correspondía, al afirmar que estuvo en Corinto con «flaqueza y mucho temor y temblor». Por eso ni sus palabras ni su predicación fueron con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino «con demostración del Espíritu y de poder», que es la parte que a Dios le corresponde.
Quién sabe si no fue la sobrada elocuencia de Apolos y la forma filosófica de su mensaje que obligó a Pablo a insistir sobre la inconsecuencia de las divisiones dentro de aquella iglesia. «¿Qué pues es Pablo? ¿Y qué es Apolos? Ministros por los cuales habéis creído; y eso según que a cada uno ha concedido el Señor. Yo planté, Apolos regó; mas Dios ha dado el crecimiento. Así que, ni el que planta es algo, ni el que riega; sino Dios que da el crecimiento».
Es decir, no eran los apóstoles ni jefes de escuela, ni creadores de sistemas filosóficos propios que hacían adeptos personales. Eran simplemente «ministros» por los cuales, por cuyo intermedio, habían creído, y por lo tanto nada justificaba aquellas preferencias de los uno sobre los otros.
«Somos embajadores en nombre de Cristo». El mensaje de que somos portadores no es nuestro, es de Dios. Pero no sólo eso, sino que el mensaje ya no nos ha sido dado y nuestra misión es transmitirlo con fidelidad. De allí que no puede consistir en una simple «búsqueda de la verdad» sino en la proclamación de la Verdad, la Vida y el Camino. Nuestro mensaje no puede limitarse a la enseñanza de conocimientos generales que los hombres pueden adquirir por todos los otros medios que el desarrollo de la cultura puesto en sus manos, sino, y nada menos, que a la proclamación del conocimiento de Dios, tal cual nos ha sido revelado en Jesucristo.
Ese es el mensaje que América necesita: el bendito y glorioso mensaje de Dios, único capaz de llevar a los hombres a las fuentes eternas de salud. Y, si bien es cierto, que la idea de predicar lleva implícita la idea del mensaje hablado, proclamado de viva voz y, si también es cierto que cualesquiera que sean los progresos humanos nada podrá llegar a sustituir el valor del púlpito cristiano, no nos referimos tanto a ello en cuanto al método, ya que hay muchos otros métodos modernos de proclamar la verdad, sino a la esencia misma del mensaje que se debe anunciar.
III. «El evangelio» — un mensaje de buenas nuevas
Es natural, que no basta proclamar un mensaje, es necesario predicar el evangelio. La forma de hacerlo debe adaptarse al ambiente, al lugar y a los oyentes, como lo hicieron Jesús y los apóstoles, pero esa variación de métodos y formas no debería esconder, y menos anular, la verdad que lo motiva.
Predicar al mundo inconverso solamente una ética cristiana sería caer en el error de la Iglesia Católica que hace de las obras meritorias el medio de alcanzar la gracia; sería esperar manifestaciones de la vida antes que la vida misma existiese. Hacer de la predicación a los de afuera una simple cuestión de un mayor anhelo de justicia social sería, no solamente presentar los efectos de la vida cristiana sin fundamentar su causa, sino también olvidar el carácter íntimamente personal de la regeneración como célula inicial de todo mejoramiento social, real y permanente. Circunscribir la predicación a un esfuerzo por demostrar la superioridad del sistema doctrinal cristiano, o aún evangélico, sería quedarse en el terreno de la teología o de la filosofía que andan tanteando para hallar un camino que lleve a Dios, mientras que el evangelio es esencialmente el anuncio de las «buenas nuevas» de que Dios busca al hombre, que le busca porque le ama, que le busca por medio de Cristo que «murió por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación»; que le busca para perdonarle, para regenerarle por su Espíritu, para hacerle posible una vida nueva de amor y de servicio en este mundo y asegurarle la salvación en la eternidad. En una palabra, el evangelio implica la gracia de Dios e inclusive el escándalo de la cruz como único medio de redención.
Bienaventurados las iglesias que pueden hacer obra de servicio social, ayudando al pobre, al huérfano, al anciano y a la viuda; las que pueden luchar en pro de la justicia cívica y social, proponiendo a la conquista de las libertades públicas influyendo para una mejor distribución de lo que Dios ha puesto en el mundo para beneficio de los hombres; las que pueden hacer obra educacional sobre todo donde hay ignorancia en las masas para desarraigar, pero necesario es no olvidar que no es esa la primordial misión de las iglesias. En último término eso mismo podrían llegar a realizarlo otras instituciones ya sea seculares o relacionadas con las iglesias, pero solo las iglesias podrán hacer a este pobre mundo el supremo bien de llevarle el evangelio de la redención.
¿Qué predicamos?
Volvamos a la Primera Epístola a los Corintios para procurar determinar la esencia del mensaje cristiano. «Nosotros predicamos», dice Pablo, pero ¿qué predicamos? «A Cristo crucificado». Este mensaje es el anuncio, no de un sistema religioso sino de un medio de salvación, pues Pablo fue enviado: «a predicar el evangelio, no en sabiduría de palabras … porque la palabra de la cruz es locura a los que se pierden, mas a los que se salvan, es a saber, a nosotros, es potencia de Dios». Están de por medio los que se «pierden» y los que se «salvan», pues ese mensaje lleva en sí el secreto de la vida y de la muerte.
Ya Isaías había predicho que la inteligencia humana sería dejada de lado como medio de salvación «porque está escrito: destruiré la sabiduría de los sabios y desecharé la diligencia de los entendidos». Los medios humanos corrieron esta suerte por el mal uso que los hombres hicieron de su inteligencia, «diciendo ser sabios, se hicieron necios»: «¿Qué es del sabio? ¿Qué del escriba? ¿Qué del escudriñador de este siglo? ¿No ha enloquecido Dios la sabiduría del mundo?»
Desechada pues la razón, Dios eligió la fe como órgano y la predicación como medio para llevar a los hombres a la salvación: «Porque por no haber el mundo conocido en la sabiduría de Dios a Dios por sabiduría, agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación».
Los judíos pedían señales, es decir, un sistema religioso de portentos y de milagrerías o de mágicos sacramentos, diríamos en nuestros días. Los griegos buscaban «sabiduría», no se conformaban sino con un sistema que siendo perfectamente lógico, pudiera satisfacer a la razón. Y Dios les dio a un crucificado. Eso era «a los judíos tropezadero y a los gentiles locura», pero sin embargo ese medio de salvación encerraba lo fundamental que judíos y griegos necesitaban y buscaban: «Cristo potencia de Dios y sabiduría de Dios».
«Nosotros predicamos a Cristo crucificado». Nada podrá cambiar el valor ni la forma de este mensaje fundamental, única esperanza para el pecador y, finalmente, para el mundo perdido.
¿Cultura versus evangelización?
No es que estemos procurando colocar la cultura versus la fe, ni la elocuencia versus la espiritualidad, sino diciendo simplemente que ni el conocimiento ni la elocuencia pueden sustituir al mensaje de la cruz como medio de salvación porque «lo loco —lo tonto— de Dios es más sabio que los hombres y lo sabio de Dios es más fuerte que los hombres». Por otra parte, creemos que no puede haber nada en una verdadera cultura y en una real elocuencia que no pueda ser usado por el Espíritu para una proclamación más eficaz del evangelio.
Hay algunas expresiones típicas en el Nuevo Testamento que nos revelan cual era el mensaje básico que llevaban los apóstoles: «No cesaban de enseñar y predicar a Jesucristo» (Hechos 5:42). «Iban por todas partes anunciando la palabra» (Hechos 8:4). «Predicaba a Cristo» (Hechos 8:5). «Anunciando el evangelio del Señor Jesús» (Hechos 11:20). «Testificando … arrepentimiento para con Dios y fe en nuestro Señor Jesucristo» (Hechos 20:21).
Pablo es más explícito cuando, ante Agripa, dice que Dios le había enviado a los gentiles, «para que abra sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios; para que reciban, por la fe que es en mí remisión de pecados y suerte entre los santificados» (Hechos 26:18). Luego, al decir como procuró cumplir con esa misión afirma: «Anuncié … que se arrepintiesen y se convirtiesen a Dios, haciendo obras dignas de arrepentimiento» (v. 20). Es indudable pues, que en el mensaje que debemos dar hay algunos elementos indispensables, como ser: arrepentimiento, conversión, fe, obra redentora de Cristo, perdón, regeneración por el Espíritu, santificación por el Espíritu, etc. etc. …
El lenguaje del mensaje neotestamentario es el lenguaje claro como el sonido de la trompeta de plata del heraldo que va y predica el año agradable del Señor a toda criatura, sabiendo que «el que creyere y fuere bautizado será salvo mas el que no creyere será condenado». Mensaje del cual depende la vida o la muerte eterna de los creyentes.
Esa es nuestra misión. No es cuestión de hacer pirotecnia oratoria con las frases o con las ideas sino de presentar las buenas nuevas de las grandes verdades que, como aquellas de la parábola del hijo pródigo, siempre hallarán, en cualquier ambiente y bajo cualquier cultura, alguien que las necesite y cuya conversión provoque el gozo de los ángeles en el cielo.
¿Laicismo religioso?
Dejando a un lado los temas más exóticos, preguntémonos si, cuando se predica sobre «el sermón del monte» ¿se ve en él solamente un mensaje social y se pretende que los hombres lo vivan sin la experiencia básica de la obra del Espíritu Santo en el corazón? Si se gusta hablar de que Cristo vino a traer «vida en abundancia», ¿se quiere decir más que abundancia de pan, papas, carbón o kerosén? ¿O aún más que una vida plena de juventud y principios morales sanos? ¿O significa primero el paso de la vida a la muerte por el cual se libra de la condenación eterna?
Aun hablando de «la Cruz» ¿se la presenta como sublime ejemplo de abnegación o como aprecio de la expiación por el pecado? Y cuando se habla de predicar a un «Cristo vivo» ¿se lo hace en el sentido con que Sarmiento, por ejemplo, le da cuando afirma, «Facundo vive aún…» o se quiere expresar que el Cristo resucitó corporalmente, dejando la tumba vacía y que está sentado a la diestra del Padre?
No hay duda que hay mensajes muy hermosos y muy buenos, a los cuales absolutamente nada habría que objetar. Pero quizá, lo malo está no en lo que dicen, sino en lo que callan. Suelen ser sinfonías verdaderamente inconclusas del Evangelio de la gracia: árboles robustos en doctrina y pensamiento, cubiertos de frondosas ramas y, verdes hojas y perfumadas flores, pero estériles, sin fruto, porque les falta la obra engendradora del Espíritu que a través de la sangre de la cruz y del arrepentimiento y la conversión lleva al alma a la seguridad radiante de la salvación y a la manifestación de la nueva criatura en la cual «las cosas viejas pasaron he aquí todas son hechas nuevas».
Algo semejante puede llegar a suceder con el lenguaje; la reforma del carácter, la producción de un carácter cristiano, la integración de la personalidad, la experiencia religiosa, los valores morales y espirituales, servicio cristiano, etc. etc., son términos usuales en ciertos ambientes. No se trata de saber si debemos o no adaptar el lenguaje y el pensamiento a la mentalidad moderna, simplemente como método, sino más bien de aclarar si estamos queriendo expresar las mismas verdades y llegar a los mismos resultados que con el lenguaje del Nuevo Testamento.
¿Damos a estos términos teológicos, pedagógicos, psicológicos y filosóficos el mismo valor y sentir que tienen los términos del Nuevo Testamento?
Como cristianos evangélicos hemos estado luchando en América Latina a favor de la laicidad del Estado y, especialmente de las escuelas del Estado, pero ¿llegaremos a querer laicificar nuestra religión? ¿Dónde podríamos llegar —por querer adaptarnos al lenguaje moderno— si vamos laicificando nuestra predicación, nuestras revistas, nuestros libros? ¿No se nos ocurrirá algún día laicificar también nuestra Biblia? …
Una cosa es, sin duda, la adaptación de la forma del mensaje y los métodos de su propagación a los distintos ambientes y circunstancias y otra la fidelidad de las verdades básicas de su contenido. Las formas y los métodos pueden asumir características caleidoscópicas infinitas pero la verdad y el mensaje deben ser siempre los mismos, pues de lo contrario no sería un mensaje evangélico. No sería lo que América y el mundo necesita.
Desde este punto de vista podríamos analizar algunas características que el mensaje evangélico debiera recalcar en América Latina, debido a la incrustación de un cristianismo fosilizado y de la orientación hacia los ritos y las obras meritorias por un lado y al escepticismo, intelectualismo, y mundanismo por el otro, pero creemos que ello varía tanto de lugar en lugar y de circunstancia en circunstancia que bien merecería un capítulo aparte.
El Predicador Evangélico
Enero-Marzo de 1948