Generalmente, la predicación que se acostumbra en nuestros púlpitos es la expositiva, pero con más frecuencia la textual o por tópicos en las que se hace referencias a las grandes doctrinas, pero sin tratar en particular de alguna de ellas. El pueblo cristiano oye generalidades sobre el ser y atributos de Dios que ha oído desde su niñez, y así mismo del pecado, de la expiación, de la inmortalidad, del cielo y del infierno, etc., pero no aprende lo que nuestra iglesia cree sobre cada una de estas doctrinas, sus diferencias particulares, las razones en que se funda la creencia, y la respuesta a las principales objeciones. A primera vista esto no es de gran importancia, pero vamos a pensar por un momento para ver si esta será la razón de un mal que nos aqueja.
Para cualquiera que lea con alguna atención la vida del Señor como es referida en los Evangelios, notará seguramente la facilidad que tuvo Jesús para hablar de las doctrinas cardinales de la fe, de las cosas más grandes, y presentarlas de la manera más sencilla no solamente a hombres como Nicodemo, sino a personas como la Samaritana y otras semejantes. Alguno dirá que tal cosa no es de extrañarse puesto que Jesús era Dios, y por lo tanto dueño de la sabiduría celestial. Esto es cierto mirándolo del lado de la divinidad del Señor; pero del lado humano hay una razón que lo mismo explica la maestría de Jesús, que la de cualquiera de sus siervos, es decir, que cualquier creyente que cumpla con esa condición, alcanzará algo de la maestría del Señor.
Cuando sus padres le encontraron y le pidieron la razón para que se hubiera apartado de ellos, él les dijo: «¿No sabéis que en los negocios de mi Padre me conviene estar?» y cuando los discípulos lo encontraron con la Samaritana y le invitaron a comer, él dijo: «Mi comida es que yo haga la voluntad del que me envió.» Por esto hemos de suponernos que Jesús de día y de noche pensaba en las doctrinas primordiales, templaba en ellas su corazón, y deseoso de comunicárselas al pueblo que yacía en la ignorancia, le era más fácil hablar de las doctrinas que de las demás cosas de la tierra.
Si nuestra predicación fuera más doctrinaria, si lográramos impresionar a nuestros oyentes con las grandes doctrinas hasta que estas se apoderaran de sus corazones para que pensaran en ellas de día y de noche, no vagamente ni como generalidades, como: «Dios todo lo sabe» «todos somos malos,» «si no creemos nos condenamos,» «somos comprados con la sangre de Cristo,» etc., etc., sino con mayor extensión y conocimiento, esos corazones impresionados serían elevados de las cosas de la tierra a vivir en una atmósfera más elevada y más pura, y tendrían material para hablar con otras personas. Hoy no pueden hacerlo porque están desarmados. No leen los periódicos cristianos, ni los libros cristianos, ni los auxilios para el estudio de la Escuela Dominical, ni la Biblia; la predicación que oyen es de generalidades que escuchan ya con indiferencia y diciendo, «Eso ya lo sé;» no tienen lleno su corazón, y el Señor dijo que de la abundancia del corazón habla la boca,» y por eso son tibios para hablar, y si quisieran, no sabrían cómo presentar la verdad con interés, ni se podrán defender de los ataques de un romanista o incrédulo medianamente ilustrados. Creo que nuestros ministros comprenderán la verdad de lo que les estamos diciendo.
Por otra parte, tenemos que confesar que para nosotros los ministros es difícil la predicación doctrinal, porque nos sentimos tentados a hacerlo como si estuvieran en un cuarto de clase, donde hubiera personas intelectuales capaces de fijarse en las divisiones de I II romano, (a) y (b), y preparando sermones doctrinarios como estudios académicos, el pueblo verá aquello muy árido y se fastidiará sobremanera.
El Señor supo presentar esas doctrinas logrando hacer comprender algo de ellas y despertando la sed de conocer más todavía, y la habilidad para predicar como conviene no podremos aprenderla en la academia o seminario, sino a los pies del Maestro de los maestros. Si nosotros mismos llenamos nuestro corazón de esas verdades primordiales, si ellas llenan nuestro pensamiento, y nuestro corazón arde en deseos de hacerlas accesibles al pueblo, buscaremos, y sin duda hallaremos, la manera de presentarlas claras, poderosas y atractivas al pueblo evangélico, y este será alimentado con jugo substancioso y no con mera palabrería que se desvanece como la niebla de la mañana.
El Faro, 1917