¡Salve, madre de Moisés! Tu corazón se hizo lágrimas a la orilla del río donde tu amor estaba en vela por el pequeño desvalido que en una arquilla embetunada lloraba su desvalimiento del niño hebreo perseguido y amenazado de muerte.
¡Salve, Jocabed! porque tú hiciste la suprema renuncia; porque una oportunidad de vivir. Tu grandeza de madre es digna de un monumento en el recuerdo de los hombres. Se piensa en Moisés; se alaban sus proezas; se elogia su personalidad recia y distinguida. Hablan las generaciones del gran legislador, del libertador del pueblo judío, del conductor de un pueblo en marcha por el desierto. Todos hablan de Moisés, pero tú, como todas las madres verdaderas, fuiste la forjadora de esa grandeza y esa gloria.
Tú trajiste a Moisés a la vida; tú lo arrullaste con tus canciones de cuna; tú te jugaste todo el corazón cuando lo dejaste entre los juncos del río; tú lo estrechaste con más amor todavía cuando fuiste al palacio de tu Faraón en calidad de nodriza de tu propio hijo; y tu influencia de madre piadosa, sencilla y buena, salvó a Moisés del ambiente pagano del príncipe egipcio.
¡Quién puede contar tus horas de angustias y quién puede cantar tu suprema felicidad! Sin embargo, madre de Moisés, tu debes compartir su gloria. Sin ti, sin una madre como tú, Moisés no habría sido tan grande.
Dios respondió a tu angustia cuando te jugabas el corazón a la orilla del río. Dios te necesitaba, para que colaboraras con El como forjadora de todas las grandes virtudes del caudillo de su pueblo. Eras mujer sencilla, pero eras madre en todo el profundo sentido de la palabra. No tenías, quizás, una preparación académica, pero conocías la ciencia de la vida.
Por sobre todas las cosas conocías a Dios y la sabiduría de Dios te bastó para ser la madre que fuiste. Para ser la madre de Moisés debiste haber sido grande en tu piedad, grande en tu arrojo, grande en la sabiduría de Dios.
Nada pudo derrotar tu fe de madre: toda la cultura egipcia, todo el ambiente pagano de la corte faraónica, todas las influencias a que estuvo sometido Moisés, no fueron capaces de triunfar sobre tu piedad, sobre tu consagración, sobre tu vida entregada por entero al Señor tu Dios. Tú y Dios modelaron el alma de Moisés; tú y Dios imprimieron en él la piedad hebrea; tú y Dios labraron la grandeza del hombre necesario para una tarea heroica.
¡Salve, Jocabed! Porque ante todas las cosas tú fuiste fiel a tu misión de madre. ¡Salve, Jocabed! Porque no todas las madres han tenido el privilegio de dar al mundo un varón de la grandeza de Moisés ni todos los hijos han tenido el privilegio de tener una madre, de la grandeza tuya.
Tú eres gloria de la maternidad; tú supiste honrar el santo título de madre que más de una mujer arrastrada por el suelo.
¡Salve, Jocabed, madre de Moisés! Que las generaciones te recuerden con honda gratitud por la labor silenciosa que tú llevaste a cabo en el corazón del más grande de los caudillos de tu pueblo…
Parte II
¡Ana! ¡Salve! Tu nombre es breve pero tu corazón de madre no tiene orillas.
¡Salve, madre de Samuel! La de la piedad honda; la que se angustia y derrama su corazón delante de Dios porque no ha podido ser madre, y cuando Dios le concede el primer hijo, se lo entrega como la ofrenda más bella y más costosa de una madre puede dejar en el altar de Dios.
¡Salve, madre de Samuel, porque tú supiste el valor que tienen las promesas hechas por Dios! Porque tú entendiste que los hijos son dones del Señor y que no hay en este mundo ministerio más digno que el ministerio que se hace para Dios,
No llegó a ser legislador ni un libertador, pero le diste un profeta de Dios. Y la gloria tuya es tan grande como la de Jocabed, por cuanto los profetas de Dios abrieron rutas de luz cuando el pueblo se metía en laberintos de tinieblas.
¡Salve, madre de Samuel! Porque tú también hiciste la suprema renuncia cuando llegaste al templo y lo dejaste en los brazos de Elí. Porque tu corazón de madre debió haberse conmovido hondamente al emprender el regreso al hogar sin aquel primer hijo tuyo entre tus brazos.
Tú dedicaste a tu hijo desde antes de nacer la ofrenda tuya fue una ofrenda admirable; tu vida misma se ofrendó en el altar de Dios. Tu corazón no conoció el egoísmo; no pensaste en ti misma, porque estabas penetrada de la Presencia Santa.
Tú no tuviste a tu lado a Samuel; no vigilaste sus primeros pasos por la vida; no te recreaste momento a momento en el claror de sus pupilas de niño y de adolescente; pero nunca lo apartaste de tu corazón; pero siempre estuvo a tu lado; pero tu oración recorría la distancia entre tu hogar y el templo; pero sabías que era de Dios y que las manos divinas se encargarían de encaminarlo por los senderos de santidad que lo soñaste para él; que no solo soñaste, sino que deliberadamente escogiste para ese primer hijo tuyo por el cual toda tu alma se estremeció de lágrimas cuando lo pediste a Dios en plegaria apasionada.
¡Salve, Ana, madre piadosa de Samuel! Tú tienes parte en la grandeza del profeta de Dios. Lo saturaste de tu piedad desde que lo llevabas en tu seno. Tú también, como Jocabed y como todas las madres verdaderas, fuiste colaboradora con Dios para forjar uno de los caracteres más nobles y más santos de tu pueblo.
Que las generaciones te recuerden a ti también, madre de Samuel, por la suprema dedicación que hiciste; por la entrega voluntaria de amor con que perfumaste el altar del Señor…
Parte III
¡Salve, muy favorecida, el Señor es contigo; bendita tú entre las mujeres!
¡Salve, María, la madre de Jesús! Porque de entre todas las mujeres de Israel tú fuiste Verbo divino que se hiciera carne que habitara entre nosotros.
¡Salve, madre admirable! Por la dulzura de tu corazón, por el privilegio sublime que tuviste de ser una madre excepcional; por la humildad que fue aroma de toda tu vida; por la belleza interior de la cual se agradó Dios para distinguirte entre todas las mujeres.
¡Salve, María, madre de Jesús! Por las cualidades que adornaron tu vida. Porque en medio de la pobreza supiste ser madre paciente, buena y digna. Porque nunca le pediste a la vida más de lo que podía darte. Porque formaste a tu familia, una gran familia, con grande esfuerzo, con espíritu de sacrificio. Porque en tu hogar siempre ardió con fuego intenso la fe de tu pueblo. Porque tu hogar de Nazaret fue remanso de paz, rincón de amor, sitio acogedor y sereno. Porque tú te prodigaste con infinita ternura a Jesús, el primogénito, y a tus otros hijos también.
¡Salve, muy favorecida! Porque Jesús encontró en ti un regazo tibio en la desnudez del pesebre; porque tú le enseñaste a dar los primeros pasos por la vida; porque tú alentaste su sentido mesiánico; porque tú fuiste capaz de comprender las cosas raras que desde pequeño hacía. Porque tú debiste enjugar más de una vez sus lágrimas; porque tú también debiste haberle enseñado sus primeras plegarias.
¡Salve, muy favorecida! Porque conociste el gozo del privilegio de los privilegios, pero también conociste el supremo dolor. Porque tu amor de madre se derramó al pie de la cruz cuando el hijo tuyo, entre las torturas de la muerte, pudo asomarse a la dulzura de tus pupilas veladas por las lágrimas. Tu regazo le fue cuna amable en las lágrimas. Tu regazo le fue cuna amable en la desnudez del pesebre y tu corazón miel de ternuras en la hora amarga del Calvario.
¡Salve, madre admirable, madre de Jesús! Porque en tu seno floreció el milagro. Porque trajiste al mundo al varón perfecto, al hijo del hombre y al hijo de Dios.
Vaso de gracia plena
Fuiste, virgen María.
Mujer sencilla y buena
Y de dulzura llena
Un vaso de alabastro
Donde el amor ardía;
Un vaso de belleza
Que en luz resplandecía.
Tu entraña se hizo santa
Dulce virgen María,
Al morar en tu seno
Aquel Hijo divino;
Fuiste la portadora
Del Verbo milagroso
Transmutándose en carne;
y fuiste sierva humilde,
Y eres grande por eso.
Conociste la angustia
Del pesebre desnudo
Donde Cristo naciera;
Pero en tu alma escuchaste
Aleluyas grandiosas
De los cielos abiertos.
Y los clavos punzantes
Que en la cruz desgarraran
A aquel Hijo divino
Que llevaste en tu seno
Hondas marcas dejaron
En tu vida de madre;
Pero tú recogiste,
Con supremo alborozo
En mañana de gloria
El triunfal aleluya
De la tumba vacía.
Y seguiste adelante
Hasta el fin de tus días
Tus pisadas ungidas
De piedad reverente;
Y de Dios fuiste sierva
Recatada y humilde,
Y por eso se exalta
Tu grandeza, María.
¡Salve, muy favorecida, el Señor es contigo; bendita tú entre todas las mujeres! …
Jocabed, Ana, María… Poema musical de tres madres hebreas que colocaron en un pedestal de gloria la maternidad. ¡Salve, Jocabed, madre de Moisés! ¡Salve, Ana madre de Samuel! ¡Salve, María, madre de Jesús!
Puerto Rico Evangélico
Abril de 1958