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Índice
1. El hombre, instrumento del Espíritu
2. La letra mata, mas el Espíritu vivifica
3. Sermones que matan
4. La oración determina la predicación
5. La primacía de la oración
6. El ministerio fructífero
7. El secreto de la vida de oración
8. Valor para orar
9. El primer deber
10. La oración, creadora de devoción
11. Una vida de oración
12. El alma de la predicación
13. La unción y la predicación
14. La unción y la oración
15. Orad sin cesar
16. La dinámica espiritual
17. Perseverancia en la oración
18. Hombres de oración
El descanso para el ministro debe ser como la maquina de afilar para la hoz: que se usa solamente cuando es necesario para el trabajo. ¿Puede un médico durante una epidemia descansar más de lo indispensable para su salud mientras los pacientes están esperando su ayuda en casos de vida o muerte? ¿Puede el cristiano contemplar a los pecadores en las agonías de la muerte, y decir: «Dios no me pide que me afane por salvarlos?» ¿Es esta la luz de la compasión ministerial y cristiana o más bien hablan la pereza sensual o la crueldad diabólica?
Richard Baxter
1. El hombre, instrumento del Espíritu
Busca la santidad en todos los detalles de tu vida. Toda tu eficiencia depende de esto, porque tu sermón dura solamente una o dos horas pero tu vida predica toda la semana. Si Satanás logra hacerte un ministro codicioso, amante de las adulaciones, del placer, de la buena mesa, habrá echado a perder tu ministerio. Entrégate a la oración para que tus textos, tus oraciones y tus palabras vengan de Dios. Lutero pasaba en oración las mejores tres horas del día.
Robert Murray McCcheyne
Constantemente nuestra ansiedad llega a la tensión, para delinear nuevos métodos, nuevos planes, nuevas organizaciones para el avance de la iglesia y para la propagación eficaz del evangelio. Esta tendencia nos hace perder de vista al hombre, diluyéndolo en el plan u organización. El designio de Dios, en cambio, consiste en usar al hombre, obtener de él más que de ninguna otra cosa. El método de Dios se concreta en los hombres. La iglesia busca mejores sistemas; Dios busca mejores hombres. «Hubo un hombre enviado de Dios, el cual se llamaba Juan». La dispensación que anunció y preparó el camino para Cristo estaba ligada al hombre Juan. «Niño nos es nacido, hijo nos es dado.» La salvación del mundo proviene de este hijo del pesebre. Cuando Pablo recomienda el carácter personal de los hombres que arraigaron el evangelio en el mundo nos da la solución del misterio de su triunfo. La gloria y eficiencia del evangelio se apoyan en los hombres que lo proclaman. Dios proclama la necesidad de hombres para usarlos como el medio para ejercitar su poder sobre el mundo, con estas palabras: «Los ojos de Jehová contemplan toda la tierra, para mostrar su poder a favor de los que tienen corazón perfecto para con él». Esta verdad urgente y vital es vista con descuido por la gente de nuestra época, lo que es tan funesto para la obra de Dios como sería arrancar el sol de su esfera, pues produciría oscuridad, confusión y muerte. Lo que la iglesia necesita hoy día, no es maquinaria más abundante o perfeccionada, ni nuevas organizaciones ni métodos más modernos, sino hombres que puedan ser usados por el Espíritu Santo: hombres de oración, poderosos en la oración. El espíritu Santo no pasa a través de métodos sino de hombres. No desciende sobre la maquinaria, sino sobre los hombres. No unge a los planes sino a los hombres: los hombres de oración.
Un historiador eminente ha dicho que los accidentes del carácter personal tienen una parte más importante en las revoluciones de las naciones que la admitida por ciertos historiadores filosóficos o políticos. Esta verdad tiene una aplicación plena en lo que se refiere al evangelio de Cristo, porque el carácter y la conducta de sus fieles seguidores, cristianizan al mundo y transfiguran a las naciones y a los individuos.
El buen nombre y el éxito del evangelio están confiados al predicador, pues o entrega el verdadero mensaje divino, o la leche a perder. Él es el conducto de oro para el aceite divino. El tubo no sólo debe ser de oro, además tiene que estar limpio para que nada obstruya el libre paso de aceite, y sin agujeros para que nada se pierda.
El hombre hace al predicador, Dios tiene que hacer al hombre. El mensajero, si se nos permite la expresión, es más que el mensaje. El predicador es más que el sermón. Como la leche del seno de la madre no es sino la vida de la madre, así todo lo que el predicador dice está saturado por lo que él es. El tesoro está en vasos de barro y el sabor de la vasija impregna el contenido y puede hacerlo desmerecer. El hombre –el hombre entero– está detrás del sermón. Se necesitan veinte años para hacer un sermón, porque se requieren veinte años para hacer un hombre. El verdadero sermón tiene vida. Crece juntamente con el hombre. El sermón es poderoso cuando el hombre es poderoso. El sermón es santo cuando el hombre es santo.
Pablo solía decir «Mi Evangelio», no porque lo había degradado con excentricidades personales o desviado con fines egoístas, sino porque el evangelio estaba en el corazón y en la sangre del hombre Pablo como un depósito personal para ser dado a conocer con sus rasgos peculiares, para que impartiera al mismo el fuego y el poder de su alma indómita. ¿Qué se ha hecho de los sermones de Pablo? ¿Dónde están? ¡Son esqueletos, fragmentos esparcidos, flotando en el mar de la inspiración! Pero el hombre Pablo, más grande que sus sermones, vive para siempre, con la plenitud de su figura, facciones y estatura, con su mano modeladora puesta sobre la iglesia. La predicación no es más que una voz. La voz muere en el silencio, el texto es olvidado, el sermón desaparece de la memoria; el predicador vive.
El sermón con su poder vivificador no puede elevarse sobre el hombre. Los hombres muertos producen sermones muertos que matan. Todo el éxito depende del carácter espiritual del predicador. Bajo la dispensación judía el sumo sacerdote inscribía con piedras preciosas sobre el frontal de oro las palabras: «Santidad a Jehová». De una manera semejante todo predicador en el ministerio de Cristo debe ser modelado y dominado por el mismo lema santo. Es una vergüenza para el ministerio cristiano tener un nivel más bajo en santidad de carácter y de aspiración que el sacerdocio judío. Jonathan Edwards decía: «Perseveré en mi propósito firme de adquirir más santidad y vivir más de acuerdo con las enseñanzas de Cristo. El cielo que yo deseaba era un cielo de santidad». El evangelio de Cristo no progresa por movimientos populares. No tiene poder propio de propaganda. Avanza cuando marchan los hombres que lo llevan. El predicador debe personificar el evangelio, incorporarse sus características más divinas. El poder compulsor del amor ha de ser en el predicador una fuerza ilimitada y dominadora; la abnegación, parte integrante de su vida. Ha de conducirse como un hombre entre los hombres, vestido de humildad y mansedumbre, sabio como serpiente, sencillo como paloma; con las cadenas de un siervo, pero con el espíritu de un rey; su porte independiente y majestuoso, como un monarca, a la vez que delicado y sencillo como un niño. El predicador ha de entregarse a su obra de salvar a los hombres, con todo el abandono de una fe perfecta y de un celo consumidor. Los hombres que tienen a su cargo formar una generación piadosa, han de ser mártires valientes, heroicos y compasivos. Si son tímidos, contemporizadores, ambiciosos de una buena posición, si adulan o temen a los hombres, si su fe en Dios y su Palabra es débil, si su espíritu de sacrificio se quebranta ante cualquier brillo egoísta o mundano, no podrán conducir ni a la iglesia ni al mundo hacia Dios.
La predicación más enérgica y más dura del ministro ha de ser para sí mismo. Esta será su tarea más difícil, delicada y completa. La preparación de los doce fue la obra grande, laboriosa y duradera de Cristo. Los predicadores no son tanto creadores de sermones como forjadores de hombres y de santos, y el único bien preparado para esta obra será aquel que haya hecho de sí mismo un hombre y un santo. Dios demanda no grandes talentos, ni grandes conocimientos, ni grandes predicadores, sino hombres grandes en santidad, en fe, en amor, en fidelidad, grandes para con Dios. Hombres que prediquen siempre por medio de sermones santos en el púlpito y por medio de vidas santas fuera de él. Estos son los que pueden modelar una generación que sirva a Dios.
De este tipo fueron los cristianos de la iglesia primitiva. Hombres de carácter sólido, predicadores de molde celestial, heroicos, firmes, esforzados, santos. Para ellos la predicación significaba abnegación, penalidades, crucifixión del yo, martirio. Se entregaron a su tarea de una manera que dejó huellas profundas en su generación y prepararon un linaje para Dios. El hombre que predica tiene que ser el hombre que ora. El arma más poderosa del predicador es la oración, fuerza incontrastable en sí misma, que da vida y energía a todo lo demás.
El verdadero sermón se forma en la oración secreta. El hombre –el hombre de Dios– se forma sobre las rodillas. La vida del hombre de Dios, sus convicciones profundas, tiene su origen en la comunión secreta con el Altísimo. Sus mensajes más poderosos y más tiernos, los adquiere a solas con Dios. La oración hace al hombre, al predicador, al pastor, al obrero cristiano y al creyente consagrado.
El púlpito de nuestros días es pobre en oración. El orgullo del saber se opone a la humildad que requiere la plegaria. A menudo la presencia de la oración en el púlpito es sólo oficial: un número del programa dentro de la rutina del culto. La oración en el púlpito moderno está muy lejos de ser lo que fue en la vida y en el ministerio de Pablo. El predicador que no hace de la oración un factor poderoso en su vida y ministerio, es un punto débil en la obra de Dios y es incompetente para promover la causa del evangelio en este mundo.
2. La letra mata, mas el Espíritu vivifica
«…Pero, sobre todo se distinguió en la oración. La interioridad y gravedad de su espíritu, la reverencia y solemnidad de su discurso y de su actitud, la parquedad y plenitud de sus palabras, han movido a menudo la admiración aún de los extraños, como al mismo tiempo aportaban la consolación para otros. Debo decir que nunca he sentido ni contemplado algo más importante, vivo y respetuoso que sus oraciones. Y de veras fueron un testimonio del poder de Dios. Vivía más cerca del Señor que otros hombres, y lo conocía mejor pues los que lo conocen mejor, encontrarán más razones para acercarse a él con reverencia y temor».
William Penn, hablando de George Fox
Los privilegios más preciosos pueden producir los frutos más amargos por una ligera perversión. El sol da vida, pero la insolación da muerte. El objeto de la predicación es dar vida, pero a veces mata. El predicador tiene las llaves del corazón y con ellas lo abre o lo cierra. Dios ha instituido la predicación para que la vida espiritual germine y madure. Cuando se aplica debidamente, sus beneficios son inmensos; en caso contrario, sus resultados perjudiciales no tienen comparación. Es fácil destruir el rebaño, cuando el pastor está descuidado o los pastos se han acabado; es fácil tomar la fortaleza si los centinelas se han dormido o el alimento y el agua se hallan envenenados. Estando investida de tan espléndidas prerrogativas y expuesta a tan grandes males, encerrando tan graves responsabilidades, sería una parodia de la malignidad del demonio y un libelo de su carácter y reputación, si él no usara sus hábiles influencias para adulterar al predicador y a su mensaje. En presencia de todo, cabe la pregunta de Pablo: «¿Y para estas cosas quién es suficiente?»
El mismo Pablo contesta: «…Nuestra competencia proviene de Dios, el cual asimismo nos hizo ministros competentes de un nuevo pacto, no de la letra, sino del espíritu; porque la letra mata, mas el espíritu vivifica.». El verdadero ministro está influenciado, capacitado y formado por Dios. El Espíritu de Dios unge al predicador con poder, el fruto del espíritu está en su corazón, el Espíritu de Dios vitaliza al hombre y a la Palabra; su predicación da vida, como la fuente da vida, como la resurrección da vida; vida ardiente como la que produce el verano, vida llena de frutos como el otoño. El predicador que da vida es un hombre de Dios, cuyo corazón tiene sed continua de Dios, cuya alma suspira constantemente por Dios, cuyo ojo es sencillo para con Dios, y quien, por el poder del Espíritu Santo ha crucificado la carne y el mundo, y su ministerio es como la corriente generosa de un río vivificante.
La predicación que mata es la predicación carente de espiritualidad. La habilidad del predicador en este caso no proviene de Dios. Otras fuentes no divinas le han dado su energía y estímulo. El Espíritu no se revela ni en el predicador ni en su predicación. El mensaje que mata pone en juego muchas fuerzas, pero no son fuerzas espirituales. Pueden parecer como tales, pero no son más que una sombra, un engaño; parece que tienen vida, pero es una vida magnetizada. La predicación que mata sólo se preocupa por la letra; está bien ordenada y presentada, pero no es más que la letra seca, hueca, vacía. Aunque la letra tenga el germen de la vida, le falta para brotar el aliento de la primavera; es como las semillas del invierno, dura como el suelo, helada como el aire invernal, sin deshielo ni germinación. La predicación de la letra tiene la verdad. Pero aun la verdad divina no tiene energía por sí sola para dar vida; necesita ser reforzada por el Espíritu, quien se apoya en toda la omnipotencia de Dios. La verdad que no está vivificado por el Espíritu de Dios mata tanto el error o aún más. Aunque sea la verdad pura, si carece del Espíritu, su contacto es mortal, su verdad error, su luz tinieblas. La predicación de la letra no tiene unción del Espíritu, su contacto es mortal, su verdad error, su luz tinieblas. La predicación de la letra no tiene unción del Espíritu, no está madurada por él. A veces lleva lágrimas, pero las lágrimas no mueven la maquinaria de Dios; pueden ser como la brisa del verano sobre una montaña de hielo, que sólo causa un ligero reblandecimiento en la superficie. Puede ser que haya sentimiento y entusiasmo, pero no es más que la emoción del actor, el acaloramiento del abogado. El predicador se siente encendido por sus propias chispas, elocuente en la presentación de su propia exégesis y con afán de presentar lo que produce su propio cerebro; es el profesor usurpando el lugar y el fuego del apóstol; la inteligencia y los nervios simulando la obra del Espíritu de Dios y de esta manera la letra brilla y flamea como un letrero iluminado, pero a pesar del resplandor hay tan poca vida como la de un campo sembrado de perlas. El elemento mortífero se esconde detrás las palabras, del sermón, de la ocasión, de los ademanes y de la acción. El gran obstáculo está en el predicador mismo. Le falta el poder vivificante. Quizá no haya nada que decir de su ortodoxia, de su honradez, de su pureza, de su sinceridad; pero, por alguno que otro motivo, el hombre, el hombre interior, en lo más íntimo de su corazón, no se ha quebrantado ni se ha rendido a Dios y, por lo tanto, su vida interior no es un camino real por donde puedan pasar el mensaje y el poder de Dios. En el lugar santísimo de su alma domina el yo y no Dios. En algún punto, inconsciente para el predicador, ha sido tocado su ser interior y ha sido cortada la corriente divina. En su ser íntimo no ha sentido la bancarrota espiritual, su completa ineficacia; nunca ha sabido clamar con voces inefables de desesperación y desamparo hasta conseguir que el fuego y el poder de Dios entren en él y lo llenen, purifiquen y fortalezcan. La vanidad, la confianza propia en alguna forma perniciosa, han profanado el templo que debería estar consagrado a Dios. La predicación que da vida demanda mucho del predicador –la muerte del yo, la crucifixión del mundo, el sufrimiento del alma–. Sólo la predicación crucificada puede dar vida. Esta predicación sólo puede venir de un hombre crucificado.
3. Sermones que Matan
Durante mi enfermedad me puse a examinar mi vida en relación con la eternidad, de una manera más penetrante de lo que había hecho cuando disfrutaba de completa salud. Mi conciencia me aprobó al revisar lo relativo al cumplimiento de mis deberes hacia el prójimo en mi carácter de hombre, de ministro cristiano y de oficial de la iglesia; pero el resultado fue diferente tratándose de mi actitud hacia mi Redentor y Salvador. Mi gratitud y obediencia no habían estado en proporción con lo que había recibido de él, redimiéndome, preservándome y sosteniéndome a través de las vicisitudes de la vida, desde la infancia hasta la vejez. La comprensión de la frialdad de mi amor para quien me amó primero e hizo tanto por mí, me anonadó y me confundió; y para completar la indignidad de mi carácter, no sólo había descuidado el desarrollo de la gracia que me fue dada hasta donde llegara mi deber y privilegio, sino que por haber permanecido estacionario, perplejo con otras ideas y trabajos, se habían debilitado en celo y el amor que tenía en un principio. Me sentí abatido, me humillé, imploré misericordia y renové mi pacto de poner todo empeño en dedicarme sin reservas al Señor.
Reverendo McKendree
La predicación que mata puede ser ortodoxa y a veces los es –dogmática e inviolablemente ortodoxa–. Nos gusta la ortodoxia. Es buena. Es lo mejor. Es la enseñanza clara y pura de la Palabra de Dios, representa los trofeos ganados por la verdad es sus conflictos con el error, los diques que la fe ha levantado contra las inundaciones desoladoras de los que con sinceridad o cinismo no creen o creen equivocadamente; pero la ortodoxia, transparente y dura como el cristal, suspicaz y militante, puede convertirse en mera letra bien formada, bien expresada, bien aprendida, o sea, la letra que mata. Nada es tan carente de vida como una ortodoxia marchita, imposibilitada para especular, para pensar, para estudiar o para orar.
No es raro que la predicación que mata conozca y domine los principios, posea erudición y buen gusto, esté familiarizada con la etimología y la gramática de la letra y la adorne e ilustre como si se tratara de explicar a Platón y Cicerón, o como el abogado que estudia sus códigos para formar sus alegatos o defender su causa y, sin embargo, ser tan destructora como una helada, una helada que mata. La predicación de la letra puede tener toda la elocuencia, estar esmaltada de poesía y retórica, sazonada con oración, condimentada con lo sensacional, iluminada por el genio, pero todo esto no puede ser más que una costosa y pesada montadura o las raras y bellas flores que cubren el cadáver. O, por el contrario, la predicación que mata muchas veces se presenta sin erudición, sin el toque de un pensamiento o sentimiento vivo, revestida de generalidades insípidas o de especialidades vanas, con estilo irregular, desaliñado, sin reflejar ni el más leve estudio ni comunión, sin estar hermoseada por el pensamiento, la expresión o la oración. ¡Qué grande y absoluta es la desolación que produce esta clase de predicación y qué profunda la muerte espiritual que trae aparejada!
Esta predicación de la letra se ocupa de la superficie y apariencia, y no del corazón de las cosas. No penetra las verdades profundas. No se ha compenetrado de la vida oculta de la Palabra de Dios. Es sincera en lo exterior, pero el exterior es la corteza que hay que romper para recoger la sustancia. La letra puede presentarse vestida en tal forma que atraiga y agrade, pero la atracción no conduce hacia Dios. El fracaso está en el predicador. Nunca se ha puesto en las manos de Dios como la arcilla en las manos del alfarero. Se ha ocupado del sermón en cuanto a las ideas y su pulimento, los toques para persuadir e impresionar; pero nunca ha buscado, estudiado, sondeado, experimentado las profundidades de Dios. No sabe lo que significa estar frente al «trono alto y sublime», no ha oído el canto de los serafines, no ha contemplado la visión ni ha sido sacudido por la presencia de una santidad tan imponente que le haga sentir el peso de su debilidad, y maldad después de clamar con desesperación por ver su vida renovada, su corazón tocado, purificado, inflamado por el carbón vivo del altar de Dios. Es posible que su ministerio despierte simpatías para él, para la iglesia, para el formulismo y las ceremonias; pero no logra acercar a los hombres a Dios, no promueve una comunión dulce, santa y divina. La iglesia ha sido retocada, no edificada; complacida, no santificada. Se ha extinguido la vida; un viento helado sopla en el verano; el suelo está endurecido. La ciudad de Dios se convierte en una necrópolis; la iglesia en un cementerio, no en un ejército listo para la batalla. No hay alabanzas, ni plegarias, ni culto a Dios. El predicador y la predicación han prestado ayuda al pecado y no a la santidad; en vez de poblar el cielo han poblado el infierno.
La predicación que mata es la predicación sin oración. Sin la oración el predicador crea la muerte y no la vida. El predicador que es débil en la oración es débil también para impartir el poder vivificador. El predicador que ha dejado de considerar la oración como un elemento importante y decisivo en su propio carácter, ha privado a su predicación del poder de dar vida. No falta la oración profesional, pero está apresurada la obra mortal de la predicación. La oración profesional enfría y mata al mismo tiempo la predicación y la plegaria. Gran parte de la falta de devoción y reverencia que muestran las congregaciones cuando se ora, puede atribuirse a la oración profesional en el púlpito. Las oraciones en muchos púlpitos son largas, argumentadoras, secas, vacías. Sin unción y sin espíritu caen como una helada sobre todo el servicio. Son oraciones que matan. Bajo su aliento desaparece todo vestigio de devoción. Cuanto más muertas son, tanto más largas se hacen. Lo que necesitamos son oraciones cortas, vivas, que salgan del corazón, inspiradas por el Espíritu Santo, directas, específicas, ardientes, sencillas, y reverentes. Una escuela para enseñar a los predicadores a orar como a Dios agrada, sería de más provecho para la verdadera piedad, para el culto y para la predicación que todas las escuelas teológicas.
Detengámonos un momento. Consideremos. ¿Dónde estamos? ¿Qué es lo que hacemos? ¿Predicamos y oramos de tal manera que damos muerte? Oremos a Dios, al gran Dios hacedor de todos los mundos, al Juez de todos los hombres. ¡Qué reverencia! ¡Qué simplicidad! ¡Qué sinceridad! ¡Cuánta verdad se demanda en lo íntimo del corazón! ¡Cuán sinceros y entusiastas debemos ser! La oración a Dios es la ocupación más noble, el esfuerzo más elevado, el objeto más real. ¿No descartaremos para siempre la predicación y la oración que matan, sustituyéndolas por las que dan vida y poder, por las que abren a la necesidad y miseria del hombre los tesoros inextinguibles de Dios?
4. La Oración Determina la Predicación
Recordemos a Brainerd que derramaba su alma ante Dios, en medio de los bosques de América pidiendo por los gentiles que perecían, sin cuya salvación nada podía hacerle feliz. La oración de fe, secreta y ferviente, es la raíz de la piedad personal. Un conocimiento suficiente del idioma donde el misionero vive, un carácter suave y agradable, un corazón entregado a Dios en íntima comunión, son cualidades cuya adquisición, más que el saber u otras habilidades, nos capacitarán para ser instrumentos en las manos de Dios, en la gran obra de la redención humana.
Hermandad de Carey, Serampore (India)
Hay dos tendencias extremas en el ministerio. Una consiste en apartarse de los hombres. El ermitaño y el monje se alejan de sus semejantes para consagrarse a Dios. Por supuesto que han fracasado. Nuestra comunión con Dios solamente es de provecho si derramamos sus bienes inapreciables sobre los hombres. En esta época ni el predicador ni el pueblo se concentran mucho en Dios. Nuestras inclinaciones no se enderezan en esa dirección. Nos encerramos en nuestros gabinetes, nos hacemos eruditos, ratones de biblioteca, fabricantes de sermones, nos encubramos como literatos y pensadores; pero el pueblo y Dios, ¿dónde queda? Fuera del corazón de la mente. Los predicadores que son grandes estudiantes y pensadores deben ser todavía más grande en la oración o se convertirán en los más temibles apóstatas, en profesionales cínicos y racionalistas, y en la estimación de Dios serán menos que los últimos predicadores.
La otra tendencia es de popularizar por completo el ministerio. Entonces el predicador ya no es un hombre de Dios, sino un hombre de negocios, entregado al pueblo. No ora, porque su misión es otra. Se siente satisfecho si dirige al pueblo, si crea interés, una sensación en favor de la religión y del trabajo de la iglesia. Su relación personal hacia Dios no es factor en su trabajo. La oración en poco o nada ocupa un lugar en sus planes. El desastre y ruina de un ministerio semejante no puede ser computado por la aritmética terrenal. Lo que el predicador es en su oración a Dios, a sí mimo y por su pueblo, así es su poder para hacer un bien real a los hombres, para servir eficientemente y mantener su fidelidad hacia Dios y los hombres por el tiempo y la eternidad.
Es imposible para el predicador estar en armonía con la naturaleza divina de su alta vocación si no ora mucho. Es un gran error creer que el predicador por la fuerza del deber y la fidelidad laboriosa al trabajo y rutina del ministerio puede conservar su aptitud e idoneidad. Aun la tarea de hacer sermones, incesante y exigente como un arte, como un deber, como una ocupación o como un placer, por falta de oración a Dios, endurecerá y enajenará el corazón. El naturalista pierde a Dios en la naturaleza. El predicador puede perder a Dios en su sermón.
La oración renueva el corazón del predicador, lo mantiene en armonía con Dios y en simpatía con el pueblo, eleva su ministerio por sobre el aire frío de una profesión, hace provechosa la rutina y mueve todas las ruedas con la facilidad y energía de una unción divina.
Spurgeon decía: «Por supuesto, el predicador tiene que distinguirse entre todos como un hombre de oración. Tiene que orar como cualquier cristiano, o será un hipócrita; ha de orar más que otro cualquier cristiano, o estará incapacitado para la carrera que ha escogido. Es de lamentar si como ministro no eres muy dado a la oración. Si eres indiferente a la devoción sagrada no sólo es de lamentar por ti sino por tu pueblo, y el día vendrá en que serás avergonzado y confundido. Nuestras bibliotecas y estudios son nada en comparación de lo que podemos obtener en las horas de retiro y meditación. Han sido grandes días los que hemos pasado ayunando y orando en el tabernáculo; nunca las puertas del cielo han estado más abiertas, ni nuestros corazones más cerca de la verdadera Gloria».
La oración que caracteriza al ministro piadoso no es la que se pone en pequeña cantidad, como la esencia que se usa para dar sabor agradable, sino que la oración ha de estar en el cuerpo, formando la sangre y los huesos. La oración no es un deber sin importancia que podamos colocar en un rincón; no es el hecho confeccionado con los fragmentos de tiempo que hemos arrebatado a los negocios y a otras ocupaciones de la vida; sino que exige de nosotros lo mejor de nuestro tiempo y de nuestra fuerza. Este tiempo precioso no ha de ser devorado por el estudio o por las actividades de los deberes ministeriales; sino ha de ser primero la oración, y luego los estudios y actividades, para que éstos sean renovados y perfeccionados por aquélla. La oración que tiene influencia en el ministerio debe afectar toda la vida. La oración que transforma el carácter no es un rápido pasatiempo. Ha de penetrar tan fuertemente en el corazón y en la vida como los ruegos y súplicas de Cristo, «con gran clamor y lágrimas»; debe derramar el alma en un supremo anhelo como Pablo; ha de tener el fuego y la fuerza de la «oración eficaz» de Santiago; ha de ser de tal calidad que cuando se presente ante Dios en el incensario de oro, efectúe grandes revoluciones espirituales.
La oración no es un pequeño hábito que se nos ha inculcado cuando andábamos cogidos al delantal de nuestra madre; ni tampoco el cuarto de minuto que decentemente dedicamos para dar las gracias a la hora de la comida, sino que es un trabajo serio para los años de más reflexión. Debe ocupar más de nuestro tiempo y voluntad que las más hermosas festividades. La oración que tiene tan grandes resultados en nuestra predicación merece que se le consagre lo mejor. El carácter de nuestra oración determinará el de nuestra predicación. Una predicación ligera proviene de una oración de la misma naturaleza. La oración da a la predicación fuerza, unción y determinación. En todo ministerio de calidad, la oración ha tenido un lugar importante.
El predicador ha de ser preeminentemente un hombre de oración, graduado en la escuela de la plegaria. Sólo allí puede aprender su corazón a predicar. Ningún conocimiento puede ocupar el lugar de la oración. No puede suplirse su falta con el entusiasmo, la diligencia o el estudio.
Hablar a los hombre de parte de Dios es una gran cosa, pero es más aun hablar a Dios por los hombres. Nunca podrá el predicador transmitir el mensaje de Dios si no ha aprendido a interceder por los hombres. Por esto las palabras sin oración que dirija en el púlpito o fuera de él, son palabras muertas.
5. La Primacía de la Oración
Ya conoces el valor de la oración: es precioso sobre todo precio. Nunca la descuides.
Thomas Buxton
La oración es lo más necesario para el ministro. Por tanto, mi querido hermano, ora, ora, ora.
Edward Payson
La oración en la vida, en el estudio y en el púlpito del predicador, ha de ser una fuerza conspicua y que a todo transcienda. No debe tener un lugar secundario, ni ser una simple cobertura. A él le es dado pasar con su Señor «la noche orando a Dios». Para que el predicador se ejercite en esta oración sacrificial es necesario que no pierda de vista a su Maestro, quien «levantándose muy de mañana, siendo aún muy oscuro, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba». El cuarto de estudio del predicador ha de ser un altar, un Betel, donde le sea revelada la visión de la escala hacia el cielo significando que los pensamientos antes de bajar a los hombres han de subir hasta Dios; para que todo el sermón esté impregnado de la atmósfera celestial, de la solemnidad que le ha impartido la presencia de Dios en el estudio.
Como la maquina no se mueve sino hasta que el fuego está encendido, así la predicación, con todo su mecanismo, perfección y pulimento, está paralizada en sus resultados espirituales, hasta que la oración arde y crea el vapor. La forma, la hermosura y la fuerza del sermón es como paja a menos que no tenga el poderoso impulso de la oración en él, a través de él y tras él. El predicador debe, por la oración, poner a Dios en el sermón. El predicador, por medio de la oración, acerca a Dios al pueblo antes de que sus palabras hayan movido al pueblo hacia Dios. El predicador ha de tener audiencia con Dios antes de tener acceso al pueblo. Cuando el predicador tiene abierto el camino hacia Dios, con toda seguridad lo tiene abierto hacia el pueblo.
No nos cansamos de repetir que la oración, como un simple hábito, como una rutina que se practica en forma profesional, es algo muerto. Esta clase de oración no tiene nada que ver con la oración por la cual abogamos. La oración que deseamos es la que reclama y enciende las más altas cualidades del predicador; la oración que nace de una unión vital con Cristo y de la plenitud del Espíritu Santo, que brota de las fuentes profundas y desbordantes de compasión tierna y de una solicitud incansable por el bien eterno de los hombres; de un celo consumidor por la gloria de Dios; de una convicción completa de la difícil y delicada tarea del predicador y de la necesidad imperiosa de la ayuda más poderosa de Dios. La oración basada en estas convicciones solemnes y profundas es la única oración verdadera. La predicación respaldada por esta clase de oración es la única que siembra las semillas de la vida eterna en los corazones humanos y prepara hombres para el cielo.
Naturalmente que hay predicación que goza del favor del público, que agrada y atrae, predicación que tiene fuerza literaria e intelectual y puede considerarse buena, excepto en que tiene poco o nada de oración; pero la predicación que llena los fines de Dios debe tener su origen en la oración desde que anuncia el texto y hasta la conclusión, predicación emitida con energía y espíritu de plegaria, seguida y hecha para germinar, conservando su fuerza vital en el corazón de los oyentes por la oración del pecador, mucho tiempo después de que la ocasión ha pasado.
De muchas maneras nos excusamos de la pobreza espiritual de nuestra predicación, pero el verdadero secreto se encuentra en la carencia de la oración ferviente por la presencia de Dios en el poder del Espíritu Santo. Hay innumerables predicadores que desarrollan sermones notables; pero los efectos tienen poca vida y no entran como un factor determinante en las regiones del espíritu donde se libra la batalla tremenda entre Dios y Satanás, el cielo y el infierno, porque los que entregan el mensaje no se han hecho militantes, fuertes y victoriosos por la oración.
Los predicadores que han obtenido grandes resultados para Dios son los hombres que han insistido cerca de Dios antes de aventurarse a insistir cerca de los hombres. Los predicadores más poderosos en sus oraciones son los más eficaces en sus púlpitos.
Los predicadores son seres humanos y están expuestos a ser arrebatados por las corrientes del mundo. La oración es un trabajo espiritual y la naturaleza humana rehuye un trabajo espiritual y exigente. La naturaleza humana gusta de bogar hacia el cielo con un viento favorable y un mar tranquilo. La oración hace a uno sumiso. Abate el intelecto y el orgullo, crucifica la vanagloria y señala nuestra insolvencia espiritual. Todo esto es difícil de sobrellevar para la carne y la sangre. Es más cómodo no orar que hacer abstracción de aquellas cosas. Entonces llegamos a uno de los grandes males de estos tiempos: poca o ninguna oración. De estos dos males quizás el primero sea más peligroso que el segundo. La oración escasa es una especie de pretexto, de subterfugio para la conciencia, una farsa y un engaño.
El poco valor que damos a la oración está evidenciado por el poco tiempo que le dedicamos. Hay veces que el predicador sólo le concede los momentos que le han sobrado. No es raro que el predicador ore únicamente antes de acostarse, con su ropa de dormir puesta, añadiendo si acaso una rápida oración antes de vestirse por la mañana. ¡Cuán débil, vana y pequeña es esta oración comparada con el tiempo y energía que dedicaron a la misma algunos santos varones de la Biblia y fuera de la Biblia! ¡Cuán pobre e insignificante es nuestra oración, mezquina e infantil frente a los hábitos de los verdaderos hombres de Dios en todas las épocas! A los hombres que creen que la oración es el asunto principal y dedican el tiempo que corresponde a una apreciación tan alta de su importancia, confía Dios las llaves de su reino, obrando por medio de ellos maravillas espirituales en este mundo. Cuando la oración alcanza estas proporciones viene a ser la señal y el sello de los grandes líderes de la causa de Dios y la garantía de las fuerzas conquistadoras del éxito con que Dios coronará su labor.
El predicador tiene la comisión de orar tanto como de predicar. Su labor es incompleta si descuida alguna de las dos. Aunque el predicador hable con toda la elocuencia de los hombres y de los ángeles, si no ora con fe para que el cielo venga en su ayuda, su predicación será como «metal que resuena, o címbalo que retiñe», para los usos permanentes de la gloria de Dios y de la salvación de las almas.
6. El Ministerio Fructífero
La causa principal de mi pobreza e ineficacia es debido a una inexplicable negligencia en la oración. Puedo escribir, leer, conversar y oír con voluntad presta pero la oración es más íntima y espiritual que estas cosas y por eso mi corazón carnal fácilmente la rehuye. La oración, la paciencia y la fe nunca quedan sin efecto. Hace tiempo que he aprendido que si llego a ser un ministro será por la oración y la fe. Cuando mi corazón está en aptitud y libertad para orar, cualquier otra tarea es comparativamente sencilla.
Richard Newton
Es necesario establecer como un axioma espiritual que en todo buen ministerio la oración es una fuerza dominante y manifiesta no sólo en la vida del predicador, sino en la espiritualidad profunda de su obra. Un ministro puede ser todo lo dedicado que se quiera sin oración, asegurar fama y popularidad sin oración; toda la maquinaria de la vida y obra del predicador puesta en movimiento sin el aceite de la oración o con un poco apenas para engrasar alguno de los dientes de las ruedas, pero ningún ministro puede ser espiritual y lograr la santidad del predicador y de su pueblo, sin la oración como fuerza dominante y manifiesta.
El predicador que ora tiene la ayuda efectiva de Dios en su obra. Dios no muestra su presencia en la obra del predicador como cosa natural o en principios generales, sino que viene por la oración urgente y especial. Que Dios puede ser hallado el día que le busquemos con todo el corazón, es tan cierto para el predicador como para el penitente. Un ministerio donde hay oración es el único capaz de poner al predicador en simpatía con el pueblo. La predicación le liga tanto a lo humano como a lo divino. Sólo el ministerio donde hay oración es idóneo para los altos oficios y responsabilidades de la predicación. Los colegios, el saber, los libros, la teología, la predicación, no pueden hacer por el predicador lo que hace la oración. La comisión para predicar dada a los apóstoles fue una hoja en blanco hasta que no la llenó el Pentecostés pedido en oración. Un ministro devoto ha ido más alla de las regiones de lo popular, es más que un hombre ocupado de actividad mundana, de atractivo en el púlpito. Ha ido más allá del organizador o director eclesiástico hasta alcanzar lo sublime y poderoso, lo espiritual. La santidad es el producto de su obra; los corazones y vidas transfiguradas son el blasón de la realidad de su trabajo, de su naturaleza genuina y substancial. Dios está con él. Su ministerio no se proyecta sobre principios mundanos o superficiales. Tiene grandes reservas y conocimientos profundos de los bienes de Dios. Su comunión frecuente e íntima con Dios de su pueblo y la agonía de su espíritu luchador le han coronado como un príncipe en el reino de Dios. El hielo del simple profesional se ha derretido con la intensidad de su oración.
Los resultados superficiales del ministerio de algunos, la inercia del de otros, tienen que explicarse en la falta de oración. Ningún ministerio puede alcanzar éxito sin mucha oración, y esta oración ha de ser fundamental, constante y creciente. El texto, el sermón han de ser la consecuencia de la oración. Su cuarto de estudio ha de estar bañado en oración, todos los actos impregnados de este espíritu. «Lamento haber orado muy poco», fue la expresión de pesadumbre que tuvo en su lecho de muerte uno de los escogidos de Dios, remordimiento que nos entristece tratándose de un predicador. «Deseo una vida de muy grande, profunda y verdadera oración», decía otro predicador notable. ¡Que esto digamos todos y para ello nos esforcemos!
Los genuinos predicadores de Dios se han distinguido por esta gran característica: han sido hombres de oración. A menudo difieren en algunos rasgos, pero han coincidido en el requisito central. Quizás han partido de diferentes puntos y atravesado distintos caminos pero están unidos en la oración. Para ellos Dios fue el centro de atracción y la oración ha sido la ruta que los ha conducido a él. Estos hombres no han orado ocasionalmente ni en cortas proporciones a horas regulares, sino que sus oraciones han penetrado y formado sus caracteres; han afectado sus propias vidas y las de otros, y han formado la historia de la iglesia e influenciado la corriente de los tiempos. Han pasado mucho tiempo en oración, no porque lo marcaran en la sombra del reloj o las manos de un reloj moderno, sino porque para ellos fue una ocupación tan importante y atractiva que difícilmente la abandonaban. La oración para ellos ha sido como fue para Pablo, un ardiente esfuerzo del alma; lo que fue para Jacob, haber luchado y vencido; lo que fue para Cristo «gran clamor y lágrimas». «La oración eficaz» ha sido el arma más poderosa de los soldados más denodados de Dios. «Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos». Lo que se dice de Elías respecto de que «Era hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras, y oró fervientemente para que no lloviese, y no llovió sobre la tierra por tres años y seis meses. Y otra vez oró, y el cielo dio lluvia, y la tierra produjo su fruto»–, incluye a todos los profetas y predicadores que han guiado hacia Dios la generación en que han vivido, dando a conocer el instrumento por el que han hecho maravillas.
7. El Secreto de la Vida de Oración
Los grandes maestros de la vida cristiana han encontrado siempre en la oración la fuente más elevada de iluminación. Para no pasar de los límites de la iglesia anglicana de su tiempo, se dice del Obispo Andrews que pasaba cinco horas diarias sobre sus rodillas. Se ha llegado a las resoluciones prácticas más grandes que han enriquecido y hermoseado la vida humana en los tiempos cristianos por medio de la oración.
Cannon Liddon
Aunque muchas oraciones privadas, por su propia naturaleza han de ser cortas; aunque la oración pública, como regla, debe ser condensada; aunque tiene su valor y lugar la oración breve, sin embargo, en nuestras comuniones privadas con Dios el tiempo tiene un valor esencial. Mucho tiempo pasado con Dios es el secreto de la oración eficaz. La oración que se convierte en una fuerza poderosa es el producto mediato o inmediato de largas horas pasadas con Dios. Nuestras oraciones pequeñas deben su alcance y eficiencia a las extensas que las han precedido. Una oración corta no puede ser eficaz si el que la hace no ha tenido una lucha continua con Dios. La victoria de la fe de Jacob no se hubiera efectuado sin esa lucha de toda la noche. No se adquiere el conocimiento de Dios con pequeñas e inopinadas visitas. Dios no derrama sus dones sobre los que vienen a verlo por casualidad o con prisas. La comunión constante con Dios es el secreto para conocerle y para tener influencia con él. El Señor cede ante la persistencia de una fe que le conoce. Confiere sus bendiciones más ricas sobre los que manifiestan su deseo y estima de estos bienes, tanto por la constancia como por el fervor de su importunidad. Cristo, que en esto como en todo es nuestro Modelo, pasó noches enteras en oración. Su costumbre era orar mucho. Tenía un lugar habitual de oración. Largos periodos de tiempo en oración formaron su historia y su carácter. Pablo oraba día y noche. Daniel, en medio de importantes ocupaciones, oraba tres veces al día. Las oraciones de David en la mañana, al mediodía y en la noche eran indudablemente muy prolongadas en muchas ocasiones. Aunque no sabemos exactamente el tiempo que estos santos de la Biblia pasaron en oración, tenemos indicaciones de que le dedicaron buena parte de él, y en algunas ocasiones fue su costumbre consagrarle largos periodos de la mañana.
No queremos que se piense por esto que el valor de las oraciones ha de medirse con el reloj, sino que deseamos recalcar la necesidad de estar largo tiempo a solas con Dios; si nuestra fe no ha producido este distintivo, se debe a que es una fe débil y superficial.
Los hombres que en su carácter se han asemejado a Cristo y que han impresionado al mundo con él, han sido los que han pasado tanto tiempo con Dios, que este hábito ha llegado a ser una característica notable de sus vidas. Carlos Simeón dedicaba de las cuatro a las ocho de la mañana a Dios. El Señor Wesley pasaba dos horas diarias en oración. Empezaba a las cuatro de la mañana. Una persona que le conoció bien escribía: «Tomaba la oración como su ocupación más importante, y se le veía salir después de sus devociones con una serenidad en el rostro que casi resplandecía». Juan Fletcher mojaba las paredes de su cuarto con el aliento de sus oraciones. Algunas veces oraba toda la noche; siempre, frecuentemente, con gran fervor. Toda su vida fue una vida de oración. «No me levantaré de mi asiento –decía– sin elevar mi corazón a Dios». Su saludo a un amigo era siempre: «¿Encuentro a usted orando?» La experiencia de Lutero era ésta: «Si dejo de pasar dos horas en oración cada mañana, el enemigo obtiene la victoria durante el día. Tengo muchos asuntos que no puedo despachar sin ocupar tres horas diarias de oración». Su lema era: «El que ha orado bien ha estudiado bien».
El Reverendo Leighton solía estar tanto tiempo a solas con Dios que siempre parecía encontrase en una meditación perpetua. «La oración y la alabanza constituían su ocupación y su placer», dice su biógrafo. El Reverendo Ken pasaba tanto tiempo con Dios que se decía que su alma estaba enamorada del Señor. Estaba en la presencia del Altísimo antes de que el reloj diese las tres de la mañana. El Reverendo Asbury se expresaba así: «Procuro tan frecuentemente como me es posible levantarme a las cuatro de la mañana y pasar dos horas en oración y meditación». Samuel Rutherford, cuya piedad aún deja sentir su fragancia, se levantaba por la madrugada para comunicarse con Dios en oración. Joseph Alleine dejaba el lecho a las cuatro de la mañana para ocuparse en orar hasta las ocho. Si oía que algunos artesanos habían empezado a trabajar antes de que él se levantara, exclamaba: «¡Cuán avergonzado estoy! ¿No merece mi maestro más que el de ellos?» El que conoce bien esta clase de operaciones tiene a su disposición el banco inextinguible de los cielos.
Un predicador escocés, de los más piadosos e ilustres, decía: «Mi deber es pasar las mejores horas en comunión con Dios. No puedo abandonar en un rincón el asunto más noble y provechoso. Empleo las primeras horas de la mañana, de seis a ocho, porque durante ellas no hay ninguna interrupción. El mejor tiempo, la hora después de la merienda, lo dedico solemnemente a Dios. No descuido el buen hábito de orar antes de acostarme, pero pongo cuidado en que el sueño no me venza. Cuando despierto en la noche debo levantarme y orar. Después del desayuno dedico algunos momentos a la intercesión». Este era el plan de oración que seguía Roberto McCheyne. La famosa liga de oración metodista nos avergüenza: «De las cinco a las seis de la mañana y de las cinco a las seis de la tarde, oración privada».
Juan Welch, el santo y maravilloso predicador escocés, consideraba mal empleado el día si no había dedicado ocho o diez horas de él a la oración. Tenía un batín para envolverse en la noche cuando se levantaba a orar. Lamentándose su esposa por encontrarlo en el suelo llorando, le contestaba: «¡Oh, mujer, tengo que responder por tres mil almas y no sé lo que pasa en muchas de ellas!»
8. Valor para Orar
La oración es la más alta prueba de energía de que es capaz la mente humana; porque para orar, se requiere la concentración total de las facultades. La gran masa de hombres mundanos es absolutamente incapaz de orar.
Coleridge
El Reverendo Wilson dice: «En el diario de H. Martyn me han conmovido el espíritu de oración y el tiempo y el fervor que dedicó a esta práctica».
Edward Payson desgastó las tarimas donde sus rodillas se apoyaban frecuentemente por largo tiempo. Su biografía dice: «Su insistencia continua en la oración, cualesquiera que fueran las circunstancias, es el hecho más notable de su vida, y señala el camino para todo el que quiera igualarle en eminencia. A sus oraciones ardientes y perseverantes debe atribuirse en gran parte su éxito enorme y sin interrupción».
El marqués de Renty, para quien Cristo era muy precioso, en una ocasión que se entregaba a sus devociones, indicó a su criado que le llamara después de media hora. Este, al ir a cumplir con la orden que se le había dado, vio tal expresión de santidad en el semblante del marqués que no se atrevió a hablarle. Sus labios se movían, pero en silencio. Esperó hora y media y, cuando le llamó, el marqués dijo que la media hora que había estado en comunión con Cristo le había parecido muy corta.
David Brainerd, decía: «Me agrada estar en mi choza donde puedo pasar mucho tiempo solo en la oración».
William Bramwell es famoso por su santidad personal, por su éxito maravilloso en la predicación y por las respuestas asombrosas que obtenía en sus oraciones. Oraba durante horas enteras. Casi vivía sobre sus rodillas. Al recorrer sus circuitos parecía una llama de fuego, encendida por el mucho tiempo pasado en oración. Pasaba muchas veces cuatro horas en oración continua y a solas.
El Reverendo Andrews pasaba hasta cinco horas diarias en oración.
Sir Henry Havelock empleaba las primeras dos horas del día a solas con Dios. Si el campamento se levantaba a las seis él empezaba sus oraciones a las cuatro.
Earl Carnst dedicaba todos los días una hora y media al estudio de la Biblia y a la oración antes de dirigir el culto familiar a las ocho.
El éxito del doctor Judson se atribuye al hecho de que dedicaba mucho tiempo a la plegaria. Dice sobre este punto: «Arregla tus negocios, si es posible, de manera que puedas dedicar tranquilamente dos o tres horas del día no simplemente a ejercicios devocionales sino a la oración secreta y a la comunión con Dios. Esfuérzate siete veces al día por alejarte de las preocupaciones mundanas y de las que te rodean para elevar tu alma a Dios en tu retiro privado. Empieza el día levantándote a medianoche y dedicando algún tiempo en el silencio y la oscuridad a esta obra sagrada. Que el alba te encuentre en esta misma ocupación y haz otro tanto a las nueve, a las doce, a las tres, a las seis, y a las nueve de la noche. Ten resoluciones en su causa. Haz todos los esfuerzos posibles para sostenerla. Considera que tu tiempo es corto y que no debes permitir que otros asuntos y compañías te separen de tu Dios». ¡Imposible!, decimos, ¡son instrucciones fanáticas! Pero el Dr. Judson hizo impresión en un imperio a favor de Cristo y puso los fundamentos del reino de Dios, en imperecedero granito, en el centro de Birmania. Tuvo éxito, fue uno de los pocos hombres que conmovieron poderosamente al mundo en favor de Cristo. Otros más favorecidos en dones, genio e ilustración, no han hecho la misma impresión; su trabajo religioso ha sido como las huellas de paso en la arena, pero él ha grabado su obra sobre granito. La explicación de su profundidad y resistencia se encuentra en el tiempo que dedicó a la oración. Esta lo mantuvo al rojo vivo y Dios le impartió un poder permanente. Nadie puede hacer una obra grande y perdurable si no es un hombre de oración, y no se puede ser un hombre de oración sin dedicar mucho tiempo a esta devoción.
¿Es cierto que la oración es simplemente el cumplimiento de un hábito insensible y mecánico? ¿Es una práctica sin importancia a la cual estamos acostumbrados hasta que la convertimos en algo insípido, mezquino y superficial? «Es cierto que la oración es, como se presume, algo como un juego semi pasivo del sentimiento que brota lánguidamente durante los minutos a las horas de ocio?» El canónigo Liddon continúa: «Que den la respuesta los que realmente han orado. Ellos algunas veces describen la oración como la lucha que sostuvo el patriarca Jacob con un poder invisible, lucha que puede prolongarse frecuentemente en una vida fervorosa hasta altas horas de la noche o aun hasta que rompa el día. En otras ocasiones se refiere a la intercesión de Pablo como una lucha concertada. Cuando han orado han tenido los ojos fijos en el gran Intercesor la noche de Getsemaní, en las grandes gotas de sangre que caían al suelo en aquella agonía de resignación y sacrificio. La importunidad es la esencia de la oración eficaz. La importunidad no significa dejar vagar la mente sino tener una obra sostenida. Por medio de la oración, especialmente, el reino de los cielos sufre violencia y los valientes lo arrebatan. Como dijo el Reverendo Hamilton: «Ningún hombre podrá hacer mucho bien con la oración si no principia por mirarla a la luz de una obra para la cual se prepara o en la que persevera con el afán de ponernos en los asuntos que en nuestro concepto son los más interesantes y los más necesarios».
9. El Primer Deber
Mi deber es orar antes de ver a ninguna persona. A menudo, cuando duermo hasta muy tarde, o recibo visitas en las primeras horas de la mañana, no puedo empezar mi oración antes de las once o las doce. Este es un mal sistema. Es contrario a la Escritura. Cristo se levantaba antes de que amaneciera e iba a un lugar solitario. David dice: «De mañana mi oración se presentará delante de ti». «Oh Jehová, de mañana oirás mi voz».
La oración familiar pierde mucho de su poder y dulzura y me siento incapaz de hacer algún bien a los que me buscan. La conciencia se siente culpable, el alma insatisfecha, la lámpara no está arreglada. La oración secreta resulta fuera de tono. Creo que es mucho mejor comenzar el día con Dios –buscar su rostro, poner mi alma cerca de él antes que de ningún otro.
Robert McCheyne
Los hombres que han hecho para Dios una buena obra en el mundo, son los que han estado desde temprano sobre sus rodillas. El que desperdicia lo mejor de la mañana, su oportunidad y frescura, en otras ocupaciones que en buscar a Dios, hará pocos progresos para acercarse a él en el resto del día. Si Dios no ocupa el primer lugar en nuestros esfuerzos y pensamientos por la mañana, ocupará el último lugar en lo restante del día.
Detrás de este levantarse temprano para orar, se encuentra el deseo ardiente que nos impulsa a comunicarnos con Dios. El descuido demostrado por la mañana es indicio de un corazón indiferente. El corazón que se retrasa para buscar a Dios por la mañana ha perdido su agrado en él. David tenía hambre y sed de Dios y por esto lo buscaba temprano, antes del alba. El lecho y el sueño no encadenaban su alma en su afán de buscar a Dios. Cristo ansiaba la comunión con el Padre, y por eso antes de que amaneciera se iba al monte a orar. Los discípulos, cuando despertaban avergonzados por su negligencia, sabían donde encontrarlo. Si recorremos los nombres de los que han conmovido al mundo a favor de las causas piadosas, encontramos que buscaron a Dios muy de mañana.
Un deseo por Dios que no pueda romper las cadenas del sueño, es algo débil que hará poco que realmente valga para Dios.
No es simplemente el levantarse temprano lo que pone a los hombres al frente y los hace generales en jefe de las huestes de Dios, sino el deseo ardiente que agita y rompe las cadenas de la condescendencia consigo mismo. El saltar temprano del lecho da salida y aumento y fuerza al deseo, de otra manera éste se apaga. El deseo los despierta, y esta tensión por Dios, este cuidado de apresurarse a la llamada hace que la fe se afiance en Dios y que el corazón obtenga la más dulce y completa revelación. La fuerza de esta fe y la plenitud de esta revelación hace santos eminentes, cuya aureola de santidad llega hasta nosotros para que participemos de sus conquistas. Pero sólo no contentamos con disfrutarlas pero no con reproducirlas. Edificamos sus tumbas y escribimos sus epitafios, pero ponemos mucho cuido en no seguir su ejemplo.
Necesitamos una generación de predicadores que busquen a Dios de mañana, que den a Dios la frescura y el rocío de su esfuerzo para que tengan en recompensa la abundancia de su poder que les dará gozo y fortaleza en medio del calor y el trabajo del día. Nuestra pereza en los asuntos de Dios es el pecado de que adolecemos. Los hijos de este mundo son más sabios que nosotros. Están en sus negocios desde que amanece hasta que anochece. Nosotros no buscamos a Dios con ardor y diligencia. Ningún hombre ni ninguna alma se afianza en Dios si no lo sigue con tesón desde las primeras horas del día.
10. La Oración, Creadora de Devoción
Existe en la actualidad una falta manifiesta de espiritualidad en el ministerio. Lo siento en mi propio caso y lo veo en otros. Temo que la condición de nuestra mente sea demasiado artificiosa, mezquina e integrante. Nos preocupamos más de lo debido en complacer los gustos de un hombre y los prejuicios de otro. El ministerio es sublime y puro y debe encontrar en nosotros hábitos sencillos de espíritu y una indiferencia santa pero humilde para todas las consecuencias. El defecto principal en los ministros cristianos es la falta de hábitos devocionales.
Richard Cecil
Nunca ha habido una necesidad más urgente de hombres y mujeres consagrados, pero aún más imperativa es la demanda de predicadores santos y devotos de Dios. El mundo se mueve con pasos agigantados. Satán mantiene su dominio y gobierno del mundo y se afana para que todos sus actos sirvan a sus fines. La religión debe hacer su mejor obra, presentar sus modelos más atractivos y perfectos. Por todos los medios los santos modernos deben inspirarse en los ideales más elevados y en las más grandes posibilidades por el Espíritu. Pablo vivió sobre sus rodillas para que la iglesia de Efeso pudiera comprender la altura y la anchura y la profundidad de una santidad inmensurable, para que fuera llena «de todo la plenitud de Dios». Epafras se entregó a obra consumidora y al conflicto tenaz de la oración ferviente, para que los de la iglesia de Colosas pudieran estar «firmes, perfectos y completos en todo lo que Dios quiere». En todas partes, en los tiempos apostólicos, se tenía el intenso anhelo de que todo el pueblo de Dios pudiera llegar a la «Unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo». Ningún premio se otorgaba a los enanos; no se fomentaba la niñez retardada. Los bebés tenían que crecer; los ancianos, lejos de mostrase débiles y enfermizos, fructificarían en la vejez, estarían corpulentos y florecientes. Lo más divino en la religión son los hombres y mujeres santos.
Ninguna cantidad de dinero, genio o cultura puede hacer progresar el reino de Dios. La santidad dando energía al alma, haciendo arder a todo el hombre con amor, con deseo de más fe, más oración, más celo, más consagración, éste es el secreto del poder. Hombres así necesitamos, que sean la encarnación de una devoción encendida por Cristo. Cuando faltan, el avance de Dios se estaciona, su causa se debilita y su nombre desmerece. El genio (aun la más inteligente y refinada), la posición, la dignidad, el rango, el cargo, los nombres privilegiados, los eclesiásticos ilustres, no pueden mover el carro de nuestro Dios. Por ser de fuego sólo pueden empujarlo fuerzas ígneas. El genio de un Milton Fracasa. La fuerza imperial de un león falla. Pero el espíritu de un Brainerd le pone en movimiento. El espíritu de Brainerd estaba encendido por Dios para hacer arder las almas. Nada terrenal, mundano, egoísta, abatió en lo más mínimo la intensidad de la fuerza y la llama que impele y consume todo.
La oración es la creadora y el canal de la devoción. El espíritu de la devoción es la oración. La oración y la devoción están unidas como el alma y el cuerpo, como la vida y el corazón. No hay verdadera oración sin devoción, ni devoción sin oración. El predicador debe estar rendido a Dios en la devoción más santa. No es un profesional. Su ministerio no es una profesión; es una institución divina, una devoción divina. Está consagrado a Dios. Sus propósitos, sus aspiraciones y ambiciones son de Dios y para Dios, y a fin de lograr esto la oración es tan esencial como el alimento para la vida.
El predicador, sobre todas las cosas, debe estar consagrado a Dios. Las relaciones del predicador con Dios deben ser la insignia y las credenciales de su ministerio. Estas deben ser claras, conclusivas, inequívocas. El tipo de su piedad ha de estar exento de superficialidad y vulgaridad. Si no excede en la gracia no podrá sobresalir en ningún sentido. Si no predica por su vida, carácter y conducta, su predicación es vacía. Si su piedad es ligera, su predicación podrá ser tan suave y tan dulce como la música, tan hermosa como Apolo, pero su peso será como el de una pluma, visionaria, flotante, como la nube o el rocío de la mañana. La devoción a Dios no tiene sustituto en el carácter y la conducta del predicador. La devoción a una iglesia, a las opiniones, a una organización, es despreciable, equivocada y vana, cuando se convierte en la fuente de inspiración, en el ánimo de una llamada. Dios ha de ser el motivo principal del esfuerzo del predicador, la fuente y la corona de toda su labor. Todo su afán ha de ser el nombre y la gloria de Jesucristo y el avance de su causa. El predicador no ha de tener otra inspiración que el nombre de Jesucristo, otra ambición que glorificarlo, ninguna labor excepto para él. Entonces la oración será el venero de su iluminación, el medio de adelanto perpetuo, la medida de su éxito. El único y constante anhelo que el predicador puede acariciar es tener a Dios con él.
Nunca como en la actualidad ha necesitado la causa de Dios perfectas ilustraciones de las posibilidades de la oración. Ni las épocas ni las personas pueden ser ejemplos del poder del evangelio, excepto que sean personas y épocas de profunda y ferviente oración. Sin ésta las generaciones tendrán escasos modelos del poder divino y los corazones nunca se elevarán a las alturas. Un siglo puede ser mejor que el pasado, pero hay una distancia infinita entre el mejoramiento de una época por la fuerza de la civilización que avanza y su mejoramiento por el crecimiento en santidad y en semejanza a Cristo por medio de la energía de la oración. Los judíos fueron mucho mejores cuando vino Cristo que en los tiempos anteriores. Pero fue también la edad de oro de la religión farisaica. La edad de oro religiosa crucificó a Cristo. Nunca más oración y menos oración; nunca más sacrificios y menos sacrificios; nunca menos idolatría y más idolatría; nunca más devoción por el templo y menos culto para Dios; nunca más servicio de labios y menos servicio del corazón (¡Se adoraba a Dios con los labios, y el corazón y las manos crucificaban al Hijo de Dios!), nunca más asistencia a la iglesia y menos santidad.
La fuerza de la oración hace santos. Los caracteres santos se forman por el poder de la oración genuina. Más santos verdaderos significa más oración; más oración significa más santos verdaderos.
11. Una Vida de Oración
Es necesario que la comunión con Cristo sea una comunión creciente. Siempre encontramos cortinas por descorrer, que antes no eran visibles, y nuevos pliegues de amor en él. Desespero de llegar a la total comprensión de ese amor, tiene tantas complicaciones. Por tanto, cava profundamente, suda, trabaja y afánate por él, y aparta cuanto más tiempo del día te sea posible para la oración. El que lucha, vence.
Samuel Rutherford
Dios tiene y ha tenido muchos de estos predicadores devotos, hombres en cuya vida la oración ha sido una fuerza poderosa, controladora y conspicua. El mundo ha sentido su poder, Dios los ha honrado y su causa ha progresado rápidamente por medio de las oraciones de sus siervos cuya santidad ha brillado en sus caracteres con divina refulgencia.
Dios encontró uno de los hombres que buscaban en David Brainerd, cuya obra y nombre han pasado a la historia. No era un hombre mediocre, sino capaz de brillar en cualquier grupo de personas así fueran sabias y distinguidas, eminentemente capacitado para ocupar los púlpitos más atrayentes y para trabajar entre la sociedad culta y refinada que ansiaba tenerlo como pastor. El presidente Edwards da testimonio de que era «un joven de talento sobresaliente, con un conocimiento extraordinario de los hombres y de las cosas, profundamente versado en teología para su edad, especialmente en todos los asuntos relacionados con la religión experimental. Ninguno de su edad le igualó en las nociones claras y precisas de la naturaleza y esencia de la verdadera religión. Su actitud en la oración era inimitable, de tal manera que rara vez he conocido algo semejante. Su ilustración era considerable y tenía dotes extraordinarias para el púlpito».
Ninguna historia más sublime se ha registrado en los anales del mundo que la de David Brainerd; ningún milagro confirmó con una fuerza más divina la verdad del cristianismo que la vida y obra de ese hombre. Solo en las selvas feraces de América, luchó día y noche con una enfermedad mortal, se privó de la cultura intelectual ocupado en el cuidado de almas; su acceso a los indios durante gran parte del tiempo se realizaba únicamente por el tosco medio de un intérprete pagano, pero con la Palabra de Dios en el corazón y en la mano, el alma encendida con la llama divina y un sitio y un tiempo apartados para derramar su alma a Dios en oración, estableció ampliamente el culto de Dios y logró todos sus buenos resultados. Los indios sufrieron un gran cambio, desde el más bajo embrutecimiento de un paganismo ignorante y degenerado hasta un cristianismo puro, devoto e inteligente; todos los vicios corregidos, los deberes cristianos externos aceptados y practicados; el establecimiento de la oración familiar; el día de descanso instituido y religiosamente observado; las gracias internas de la religión manifestada en toda su fuerza y dulzura. El secreto de estos resultados se encuentra en el propio David Brainerd, no en las condiciones o accidentes sino en el hombre mismo. Fue un hombre de Dios y consagró a él todo su tiempo. Dios se mostró en su vida sin estorbo alguno. La omnipotencia de gracia nunca fue detenida o dificultada por las condiciones de su corazón; el paso estaba allanado para que Dios con sus fuerzas poderosas bajara al desierto inculto y sin esperanza para transformarlo en jardín floreciente y fructífero; nada es demasiado difícil para Dios si encuentra al hombre a propósito para colaborar con él.
La vida de Brainerd fue de santidad y de oración. Su diario está lleno con el testimonio a veces monótono de sus temporadas de ayuno, meditación y retiro. El tiempo que dedicaba a la oración privada ascendía a varias horas durante el día. «Cuando regreso a casa –decía– y me entrego a la meditación, a la oración y el ayuno, mi alma desea experimentar mortificación, abnegación, humildad y separación de todas las cosas del mundo». «Nada tengo que hacer con la tierra –continúa– solamente trabajar honradamente en ella por Dios. No deseo vivir ni un minuto por lo que la tierra puede ofrecer». De esta manera tan elevada oraba: «Experimentado la dulzura de la comunión con Dios y la fuerza de su amor, y cuan admirablemente cautiva el alma y centraliza en Dios todos los afectos y anhelos, aparto este día para el ayuno y la oración privada para rogar a Dios me bendiga y dirija en la gran obra que tengo delante de mí de predicar el evangelio y que el Señor se vuelva a mí y me muestre la luz de su presencia. Hacia mediodía tenía poca vida y fuerzas. En la tarde Dios me capacitó para luchar ardientemente en intercesión por mis amigos ausentes y en la noche el Señor me visitó de una manera maravillosa en oración. Creo que mi alma nunca había sufrido tanta agonía. No sentí más limitaciones porque los tesoros de la gracia divina fueron abiertos para mí. Intercedí por mis amigos ausentes, por la cosecha de almas, por las multitudes de pobres almas e individualmente por muchos que pensaba yo que eran hijos de Dios en lugares distantes. Estuve en tal agonía desde que salió el sol hasta que se ocultó, que estaba cubierto de sudor, y sin embargo, me parecía que no había hecho nada. ¡Mi querido Salvador sudó gotas de sangre por las pobres almas! Ansiaba más compasión hacia ellas. Luego me sentí tranquilo, en un suave estado de alma, con la sensación de la gracia y el amor divino y en estas condiciones me acosté con el corazón puesto en Dios». La oración dio a la vida y ministerio de este hombre su maravilloso poder.
Los hombres de oración poderosa son hombres de fuerza espiritual. Las oraciones nunca mueren. De día y noche oraba. Antes y después de predicar oraba. Cabalgando entre las soledades interminables de la selva oraba. Sobre su lecho de paja o alejado en los espesos y abandonados bosques oraba. Hora tras hora, día tras día, en la mañana temprano y a las altas horas de la noche oraba y ayunaba, derramando su alma en intercesión y comunión con Dios. Era poderoso ante Dios por la oración y Dios lo empleó poderosamente, de manera que estando muerto aún habla y labora, y así continuará hasta el fin y entre los glorificados en el gran día él será uno de los primeros.
Jonathan Edwards dice de él: «Su vida muestra el camino del éxito en la obra del ministerio. Lo buscaba como el soldado busca la victoria en un sitio o en una batalla; o el hombre que toma parte en una carrera para obtener un gran premio. Animado por el gran amor de Cristo y de las almas, ¿cómo trabajó? Siempre fervientemente. No sólo en palabra y en doctrina, en público y en privado, sino en oraciones de día y de noche, luchó con Dios con gemidos angustiosos y agonías, hasta que Cristo se posesionó del corazón de la gente a quien fue enviado. Como un verdadero hijo de Jacob perseveró en la lucha durante las tinieblas de la noche hasta que el día desapareció».
12. El Alma de la Predicación
Porque nada llega al corazón sino lo que es del corazón y nada penetra en la conciencia sino lo que proviene de una conciencia viviente.
William Penn
Por la mañana me ocupaba más de preparar la cabeza que el corazón. Este ha sido mi error frecuente y siempre he resentido el mal que me ha causado especialmente en la oración. ¡Refórmame, oh Señor! Ensancha mi corazón y predicaré.
Robert McCheyne
Un sermón que contiene más de la cabeza que del corazón no encontrará albergue en las almas de los oyentes.
Richard Cecil
La oración con sus fuerzas múltiples de aspectos variados ayuda a la boca para emitir la verdad con su plenitud y libertad. El predicador necesita de la oración; estar formado por ella. Unos labios santos y valientes son el resultado de mucha oración. La iglesia y el mundo, la tierra y el cielo deben mucho a la boca de Pablo y éste a la oración.
La oración es ilimitable, multiforme, valiosa, útil al predicador en todos sentidos y en todos los puntos. Su valor principal es la ayuda que da a su corazón.
La oración hace sincero al predicador. La oración pone el corazón del predicador en todos los puntos. Su valor principal es la ayuda que da a su corazón.
La oración hace sincero al predicador. La oración pone el corazón del predicador en su sermón; la oración pone el sermón en el corazón del predicador.
El corazón hace al predicador. Los hombres de gran corazón suelen ser grandes predicadores. Los de corazón malo pueden hacer algo bueno, pero esto es raro. El asalariado y el extraño pueden ayudar a la oveja en alguna forma, pero es el Buen Pastor quien beneficia a la oveja y ocupa en todo la medida y el lugar que le ha asignado el Maestro.
Damos tanto énfasis a la preparación del sermón que hemos perdido de vista lo que importa preparar: el corazón. Un corazón preparado es mejor que la mejor homilética. Un corazón preparado predicará un sermón preparado.
Se han escrito volúmenes exponiendo la técnica y la estética de la confección de un sermón, hasta que se ha posesionado de nosotros la idea de que la armazón es el edificio. Al joven predicador se le ha enseñado a poner toda su fuerza en la forma, buen gusto y belleza de un sermón como si fuera un producto mecánico e intelectual. De aquí que hayamos cultivado un gusto vicioso entre el pueblo que levanta su clamor pidiendo talento en lugar de gracia, elocuencia en lugar de piedad, retórica en lugar de revelación, renombre y lustre en lugar de santidad. Por eso hemos perdido la verdadera idea de la predicación, la convicción punzante del pecado, la rica experiencia y el carácter cristiano elevado, hemos perdido la autoridad sobre las conciencias y las vidas que siempre resulta de la predicación genuina.
No quiero decir que los predicadores estudian demasiado. Algunos de ellos no estudian bastante y quizá debieran estudiar aún más. Los hay que no estudian de manera que puedan presentarse como obreros aprobados de Dios. Pero nuestra gran falta no está en la carencia de cultura de la cabeza sino de cultura del corazón; no es falta de conocimiento sino de santidad; nuestro defecto principal y lamentable no es que no sepamos demasiado, sino que no meditamos en Dios y en su Palabra; que no hemos velado, ayunado y orado lo debido. El corazón es el que pone obstáculos en la predicación. Las palabras impregnadas con la verdad divina encuentran corazones no conductores; se detienen y caen vanas y sin poder.
¿Puede la ambición que ansía alabanza y posición predicar el evangelio de aquel que se anonadó a sí mismo, tomando forma de siervo? ¿Puede el orgulloso, el vanidoso, el pagado de sí mismo predicar el evangelio de aquel que fue manso y humilde? ¿Puede el iracundo, el apasionado, el egoísta, el endurecido, el mundano, predicar el sistema que rebosa sufrimiento, abnegación, ternura, que imperativamente demanda alejamiento de la maldad y crucifixión al mundo? ¿Puede el asalariado oficial, sin amor, superficial, predicar el evangelio que demanda del pastor dar su vida por las ovejas? ¿Puede el ambicioso que se preocupa por el salario y el dinero, predicar el evangelio sin que Dios haya dominado su corazón? La revelación de Dios no necesita la luz del genio humano, el lustre y la fuerza de la cultura humana, el brillo del pensamiento humano, el poder del cerebro humano para adornarla o vigorizarla; sino que demanda la sencillez, la docilidad, la humildad y la fe de un corazón de niño.
Por esta renunciación y subordinación del intelecto y del genio a las fuerzas divinas y espirituales, vino a ser Pablo inimitable entre los apóstoles. Esto dio también a Wesley su poder y fijó hondamente su labor en la historia de la humanidad.
Nuestra gran necesidad es la preparación del corazón. Lutero sostenía como axioma que «quien ha orado bien ha estudiado bien». No decimos que los hombres no han de pensar ni usar su inteligencia; pero emplea mejor su mente el que cultiva más su corazón. No decimos que los predicadores no han de ser estudiosos, sino que su principal libro de estudio ha de ser la Biblia y la estudia mejor si ha guardado su corazón con diligencia. No decimos que el predicador no ha de conocer a los hombres, sino que estará más profundizado en la naturaleza humana el que ha sondeado los abismos y las perplejidades de su propio corazón. Decimos que, aunque el canal de la predicación es la mente, la fuente es el corazón; aunque el canal sea amplio y profundo si no se tiene cuidado de que la fuente sea pura y honda, aquél estará sucio y seco. Decimos que por lo general cualquier hombre con una inteligencia común tiene sentido suficiente para predicar el evangelio, pero pocos tienen la gracia para esto. Decimos que el que ha luchado por su propio corazón es el que lo ha vencido; que ha cultivado la humildad, la fe, el amor, la verdad, la misericordia, la simpatía y el valor; quien puede vaciar sobre la conciencia de los oyentes los ricos tesoros de un corazón educado así, a través de una inteligencia vigorosa y todo encendido con el poder del evangelio, éste será el predicador más sincero y con más éxito en la estimación de su Señor.
13. La Unción y la Predicación
Habla por la eternidad. Sobre todas las cosas cultiva tu propio espíritu. Una palabra que hables con tu conciencia clara y tu corazón lleno del Espíritu de Dios vale diez mil palabras enunciadas en incredulidad y pecado. Recuerda que hay que dar gloria a Dios y no al hombre. Si el velo de la maquinaria del mundo se levantara, cuánto encontraríamos que se ha hecho en respuesta a las oraciones de los hijos de Dios.
Robert McCheyne
La unción es la cualidad indefinible e indescriptible que un antiguo y renombrado predicador escocés describe de esta manera: «En ocasionas hay algo en la predicación que no puede aplicarse al asunto o a la expresión, ni puede explicarse lo que es ni de dónde viene, pero con una dulce violencia taladra el corazón y los afectos y brota directamente del Señor. Si hay algún medio de obtener este don es por la disposición piadosa del ardor».
La llamamos unción. Esta unción es la que hace Palabra de Dios «Viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón». Esta unción es la que da a las palabras del predicador precisión, agudeza y poder y la que agita y despierta las congregaciones muertas. Las mismas verdades han sido dichas en otras ocasiones con la exactitud de la letra, han sido suavizadas con el aceite humano; pero no ha habido señales de vida, no ha habido latido del pulso; todo ha permanecido quieto como el sepulcro y como la muerte. Pero si el predicador recibe el bautismo de esta unción, el poder divino está en él, la letra de la Palabra ha sido embellecida y encendida por esta fuerza misteriosa, y empiezan las palpitaciones de la vida, la vida que recibe a la vida que resiste. La unción penetra y convence la conciencia y quebranta el corazón.
Esta unción divina es el rasgo que separa y distingue la genuina predicación del evangelio de todos los otros métodos de presentar la verdad que abren un abismo espiritual entre el predicador que la posee y el que no la tiene. La verdad revelada está apoyada e impregnada por la energía divina. La unción sencillamente pone a Dios en su palabra y en su predicador. Por medio de una grande, poderosa y continua devoción la unción se hace potencial y personal para el predicador; inspira y clarifica su inteligencia, le da intuición, dominio y poder; imparte al predicador energía del corazón que es de más valor que la energía intelectual; por ella brotan de su corazón la ternura, la pureza, la fuerza. Esta unción produce los frutos de amplitud de miras, libertad, pensamiento vigoroso, expresión sencilla y directa.
A menudo se confunde el fervor con esta unción. El que tiene la unción divina será fervoroso en la misma naturaleza espiritual de las cosas, pero puede haber una gran cantidad de fervor sin la más leve mezcla de unción.
El fervor y la unción se parecen desde algunos puntos de vista. El entusiasmo puede fácilmente confundirse con la unción. Se requiere una visión espiritual y un sentido espiritual para discernir la diferencia.
El entusiasmo puede ser sincero, formal, ardiente y perseverante. Emprende un fin con buena voluntad, lo sigue con constancia y lo recomienda con empeño; pone fuerza en él. Pero todas estas fuerzas no van más alto que lo mero humano. El hombre está en ellas, todo lo que es el hombre completo de voluntad y corazón, de cerebro y genio, de voluntad, de trabajo y expresión hablada. Él se ha fijado un propósito que lo ha dominado y se esfuerza por alcanzarlo. Puede ser que en sus proyectos no haya nada de Dios o haya muy poco por contener tanto del hombre. Hará discursos en defensa de su propósito ardiente que agraden, enternezcan o anonaden con la convicción de su importancia; y sin embargo, todo este entusiasmo puede ser impulsado por fines terrenales, empujado únicamente por fuerzas humanas; su altar hecho mundanamente y su fuego encendido por llamas profanas. Se dice de un famoso predicador de mucho talento que construía la Escritura tan a su modo, que se «hizo muy elocuente sobre su propio exégesis». Así los hombres se hacen excesivamente solícitos en sus propios planes o acciones. Algunas veces el entusiasmo es egoísmo disimulado.
¿Qué es unción? Es lo indefinible que constituye una predicación. Es lo que distingue y separa la predicación de todos los discursos meramente humanos. Es lo divino en la predicación. Hace la predicación severa para el que necesita rigor; destila como el rocío para los que necesitan ser confortados. Está bien descrita como una «espada de dos filos, templada por el cielo, que hace doble herida, una muerte al pecado, otra de vida al que lamenta su maldad; provoca y aplaca la lucha, trae conflicto y paz al corazón». Esta unción desciende al predicador no en su oficina sino en su retiro privado. Es la destilación del cielo en respuesta a la oración. Es la exhalación más dulce del Espíritu Santo. Impregna, difunde, suaviza, filtra, corta y calma. Lleva la Palabra como dinamita, como sal, como azúcar; hace de la Palabra un confortador, un acusador, un escrutador, un revelador; hace al creyente un culpable o un santo, lo hace llorar como un niño y vivir como un gigante; abre su corazón y su bolsillo tan dulcemente y al mismo tiempo tan fuertemente como la primavera abre sus hojas. Esta unción no es el don del genio. No se encuentra en las salas de estudio. Ninguna elocuencia puede traerla. Ninguna industria puede logarla. No hay manos episcopales que puedan conferirla. Es el don de Dios, el sello puesto a sus mensajeros. Es el grado de nobleza impartido a los fieles y valientes escogidos que han buscado el honor del ungimiento por medio de muchas horas de oración esforzada y llena de lágrimas.
El entusiasmo es bueno e impresionante; el genio es grande y hábil. El pensamiento enciende e inspira, pero se necesita el don más divino, una energía más poderosa que el genio, la vehemencia o el pensamiento para romper las cadenas del pecado, para convertir a Dios los corazones extraviados y depravados, para reparar las brechas y restaurar la iglesia a sus antiguas prácticas de pureza y poder. Sólo la unción santa puede lograr esto.
¿Cómo? Por el Espíritu Santo morando en toda su plenitud en la vida del ministro del evangelio. Es una obra de Dios.
14. La Unción y la Oración
Todos los esfuerzos del ministro serán vanidad o peor que vanidad si no tiene unción. La unción debe bajar del cielo y esparcirse como un perfume dando sabor, sensibilidad y forma a su ministerio; y entre los otros medios de preparación para su cargo, la Biblia y la oración deben tener el primer lugar, y también debemos terminar nuestro trabajo con la Palabra de Dios y la oración.
Richard Cecil
En el sistema cristiano la unción es el ungimiento del Espíritu Santo, que aparta a los hombres para la obra de Dios y los habilita para ella. Esta unción es la única cosa divina que capacita, por la cual el predicador logra los fines peculiares y salvadores de la predicación. Sin esta unción no se obtienen verdaderos resultados espirituales; los efectos y fuerzas de la predicación no exceden a los resultados de la palabra no consagrada. Sin unción ésta tiene tanta potencia como la del púlpito.
La unción divina sobre el predicador genera por medio de la Palabra de Dios los resultados espirituales que emanan del evangelio; y sin esta unción no se consiguen tales resultados. Se produce una impresión agradable pero muy lejos de los fines de la predicación del evangelio. La unción puede ser simulada. Hay muchas cualidades que se le parecen, hay muchos resultados que se asemejan a sus efectos, pero que son extraños a sus resultados y a su naturaleza. El fervor o el enternecimiento causados por un sermón patético o emocional pueden parecerse al efecto de la unción divina, pero no tienen la fuerza punzante que penetra y quebranta el corazón. No hay bálsamo que cure el alma en este enternecimiento exterior que obra por emoción y por simpatía; su resultado no es radical, no escudriña, no sana del pecado.
Esta unción divina es el único rasgo de distinción, que separa la predicación del verdadero evangelio de todos los otros métodos de presentarlo, que refuerza y penetra la verdad revelada con todo el poder de Dios. La unción ilumina la Palabra, ensancha y enriquece el entendimiento capacitándola para asirla y afianzarla. Prepara el corazón del predicador y lo pone en esa condición de ternura, pureza, fuerza y luz que es necesaria para obtener los resultados más satisfactorios. Esta unción da al predicador libertad y amplitud de pensamiento y de alma, una independencia, vigor y exactitud de expresión que no pueden lograrse por otro proceso.
Sin esta unción sobre el predicador, el evangelio no tiene más poder para propagarse que cualquier otro sistema de verdad. Este es el sello de su divinidad. La unción en el predicador pone a Dios en el evangelio. Sin la unción, Dios está ausente y el evangelio queda a merced de las fuerzas mezquinas y débiles que la ingenuidad, interés o talento de los hombres pueden planear para recomendar y proyectar sus doctrinas.
En este elemento falla el púlpito más que en cualquier otro. Fracasa precisamente en este punto importantísimo. Posee conocimientos, talento y elocuencia, sabe agradar y encantar, atrae a multitudes con sus métodos sensacionales; el poder mental imprime y hace cumplir la verdad con todos sus recursos; pero sin esta unción, todo esto será como el asalto de las aguas sobre Gibraltar. La espuma cubre y resplandece; pero las rocas permanecen quietas, sin conmoverse, inexpresivas. Tan difícil es que las fuerzas humanas puedan arrancar del corazón la dureza y el pecado como el oleaje continuo del océano es impotente para arrebatar las rocas. Esta unción es la fuerza que consagra y su presencia una prueba constante de esa consagración. El ungimiento divino del predicador asegura su consagración a Dios y a su obra. Otras fuerzas y motivos pueden haberlo llamado al ministerio, pero solamente aquello puede ser consagración. Una separación para la obra de Dios por el poder del Espíritu Santo es la única consagración reconocida por Dios como legítima.
Esta unción, la unción divina, este ungimiento celestial es lo que el púlpito necesita y debe tener. Este aceite divino y celestial derramado por la imposición de manos de Dios, tiene que suavizar y lubricar al individuo –corazón, cabeza y espíritu– hasta que lo aparta con una fuerza poderosa de todo lo que es terreno, secular, mundano, de los fines y motivos egoístas para dedicarlo a todo lo que es puro y divino.
La presencia de esta unción sobre el predicador crea conmoción y actividad en muchas congregaciones. Las mismas verdades han sido dichas con la exactitud de la letra sin que se vea ninguna agitación, sin que se sienta ninguna pena o pulsación. Todo está quieto como un cementerio. Viene otro predicador con esta misteriosa influencia; la letra de la Palabra ha sido encendida por el Espíritu, se perciben las angustias de un movimiento poderoso, es la unción que penetra y despierta la conciencia y quebranta el corazón. La predicación sin unción endurece, seca, irrita, mata todo.
La unción no es el recuerdo de una era del pasado; es un hecho presente, realizado, consciente. Pertenece a la experiencia del hombre tanto como a su predicación. Es la que lo transforma a la imagen de su divino Maestro y le da el poder para declarar las verdades de Cristo. Es tanta su fuerza en el ministerio que sin ella todo parece débil y vano, y por su presencia compensa la ausencia de todas las otras potencialidades.
Esta unción no es un don inalienable. Es un don condicional que puede perpetuarse y aumentarse por el mismo proceso con que se obtuvo al principio; por incesante oración a Dios, por vivo deseo de Dios, por estimar esta gracia, por buscarla con ardor incansable, por considerar todo como pérdida y fracaso si falta.
¿Cómo y de dónde viene esta unción? Directamente de Dios en respuesta a la oración. Solamente los corazones que oran están llenos con este aceite santo; los labios que oran están llenos con este aceite santo; los labios que oran son los únicos ungidos con esta unción divina.
La oración, y mucha oración, es el precio de la unción en la predicación y el requisito único para conservarla. Sin oración incesante la unción nunca desciende hasta el predicador. Sin perseverancia en la oración, la unción, como el maná guardado en contra de los prevenido, cría gusanos.
15. Orad sin Cesar
Dadme cien predicadores que no teman más que al pecado, que no deseen más que a Dios, no importa si son clérigos o laicos; solamente ellos conmoverán las puertas del infierno y establecerán el reino de los cielos sobre la tierra. Dios no hace nada sino en respuesta a la oración.
Juan Wesley
Los apóstoles conocían la necesidad y el valor de la oración para su ministerio. Ellos sabían que su gran comisión como apóstoles, en lugar de revelarlos de la necesidad de la oración, los obligaba con más urgencia; de modo que eran excesivamente celosos en conservar su tiempo para ese trabajo y que nada les impidiese orar como debían; por eso señalaron laicos que atendieran los deberes delicados y absorbentes de ministrar a los pobres, para que ellos (los apóstoles) pudieran, sin impedimento, «persistir en la oración y en el ministerio de la palabra». Se asignó a la oración el primer lugar y la relación que le atribuyeron fue de las más fuertes, «persistir» (entregarse a ella), estar ocupados y rendidos a la oración con fervor, con empeño y dedicación.
¡Con cuanta santidad los hombres apostólicos se dedicaron a esta obra divina de la oración! «Orando en todo tiempo», es la opinión en que coincide la devoción apostólica… ¡Cómo estos predicadores del Nuevo Testamento se entregaron por completo a la oración por el pueblo de Dios! ¡Cómo pusieron a Dios con su poder en las iglesias por sus oraciones! Estos santos apóstoles no se imaginaban vanamente que habían cumplido sus altos y solemnes deberes con interpretar fielmente la Palabra de Dios, sino que fijaban su predicación por medio del ardor y la insistencia de sus plegarias. La oración apostólica era tan exigente, tan laboriosa e imperativa, como la predicación apostólica. Oraban mucho de día y de noche para conducir a su pueblo a las regiones más altas de fe y de santidad. Oraban mucho más para mantenerlos en esta elevada altura espiritual. El predicador que nunca ha aprendido en la escuela de Cristo el arte superior y divino de la intercesión por su pueblo, nunca aprenderá el arte de la predicación aunque se vacíen sobre él toneladas de homilética y aunque posea el genio más elevado para hacer y exponer sermones.
Las oraciones de los santos líderes apostólicos han influido mucho para el perfeccionamiento de los que no tienen el privilegio de ser apóstoles. Si los líderes de la iglesia en años posteriores hubieran sido tan cumplidos y fervientes en la oración por su pueblo como lo fueron los apóstoles, los tiempos tristes de la mundanalidad y apostasía no habrían echado un borrón en la historia que eclipsó la gloria y detuvo el avance de la iglesia. La oración apostólica hace santos apostólicos de los tiempos apostólicos y preserva en la iglesia la pureza y el poder.
¡Qué elevación de alma, qué limpidez y excelsitud de motivo, qué abnegación y sacrificio, qué intensidad de esfuerzo, qué ardor de espíritu, qué tacto divino, se requieren para ser un intercesor de los hombres!
El predicador tiene que entregarse a la oración por su pueblo, no simplemente para que sea salvado, sino para que sea salvado poderosamente. Los apóstoles se postraban en oración para que sus santos fueron hechos perfectos; no para que se sintieran ligeramente inclinados a Dios sino para «que fueran llenos de toda la plenitud de Dios». Pablo no se apoyaba en su predicación para conseguir este fin, antes «por esta causa doblaba sus rodillas al Padre de Nuestro Señor Jesucristo». La oración de Pablo conducía a sus convertidos más allá en el camino de la santidad que su misma predicación. Epafras hizo tanto o más con sus oraciones por los santos de Colosas que por medio de su predicación. Se esforzó fervientemente, siempre en oración, para que «permanecieran perfectos y completos en toda la plenitud de Dios».
Los predicadores son preeminentes los guías del pueblo de Dios. Son responsables principalmente de la condición de la iglesia; moldean su carácter, dan expresión a su vida.
Mucho depende de esto líderes, ellos dan forma a los tiempos y a las instituciones. La iglesia es divina, el tesoro que encierra es celestial, pero lleva el sello humano. El tesoro está en vasos terrenos y toma el sabor de la vasija. La iglesia de Dios hace a sus líderes o es hecha por ellos; sea que la iglesia los haga, o bien que sea hecha por ellos, la iglesia será lo que son sus líderes: espiritual si ellos lo son, secular si lo son ellos, unida si ellos lo están. Los reyes de Israel imprimieron su carácter sobre la piedad del pueblo. Una iglesia rara vez se rebela en contra o se eleva por encima de la religión de sus jefes. Los líderes muy espirituales, que guían con energía santa, son prueba del favor de Dios; el desastre, la falta de vigor, siguen la estela de los líderes débiles o mundanos. Israel había sufrido un gran descenso cuando Dios le dio niños por príncipes y bebés por gobernantes. Ningún estado de prosperidad predicen los profetas cuando los niños oprimen al Israel de Dios y las mujeres lo gobiernan. Los tiempos de dirección espiritual son de grande prosperidad para la iglesia.
La oración es una de las características principales de una fuerte dirección espiritual. Los hombres de oración poderosa son hombres de energía que plasman los acontecimientos. Su poder para con Dios es el secreto de sus conquistas.
¿Cómo puede predicar un hombre sin obtener en su retiro un mensaje directo de Dios? ¡Ay de los labios del predicador que no son tocados por esa llama del altar! Las verdades divinas nunca brotarán con poder de esos labios secos y sin unción. En lo que concierne a los intereses reales de la religión, un púlpito sin oración será siempre estéril.
Un hombre puede predicar sin oración de una manera oficial, agradable y elocuente, pero hay una distancia inconmensurable entre esta clase predicación y la siembra de la preciosa semilla con manos santas y corazón empapado de angustia y oración.
Un ministerio sin oración es el agente funerario de la verdad de Dios y de la iglesia de Dios. Aunque tenga un ataúd costoso y las más hermosas flores no es más que un funeral a pesar de los bellos adornos. Un cristiano sin oración nunca aprenderá la verdad de Dios; un ministerio sin oración nunca será apto para enseñar la verdad de Dios. Se han perdido siglos de gloria milenaria para una iglesia sin oración. El infierno se ha ensanchado y ha abierto su boca en la presencia del servicio muerto de una iglesia que no ora.
La mejor y mayor ofrenda es una ofrenda de oración. Si los predicadores del siglo XX aprendieran bien la lección de la oración y usaran ampliamente de su poder, el milenio tendría su día antes de terminar la centuria. «Orad sin cesar» es la llamada de la trompeta a los predicadores del siglo XX. Si esta época los contempla extrayendo de la meditación y la oración sus textos, sus pensamientos, sus palabras y sus sermones, el nuevo siglo encontrará un nuevo cielo y una nueva tierra. La tierra manchada por el pecado y el cielo eclipsado por la iniquidad desaparecerán bajo el poder de un ministerio que ora.
16. La Dinámica Espiritual
Si algunos cristianos que se quejan de sus ministros hablaran e hicieran menos ante los hombres y se aplicaran con todas sus fuerzas a clamar a Dios por sus ministros –despertando y conmoviendo al cielo con sus oraciones humildes, constantes y fervorosas– habrían podido hacer mucho más para encaminarlos por el éxito.
Jonathan Edwards
De alguna manera, la práctica de orar particularmente por el predicador, ha caído en desuso o quedado descartada. Ocasionalmente hemos oído censurar esta práctica como un desprestigio para el ministerio, tomándose como una declaración pública de ineficiencia de los ministros por parte de quienes la hacen.
La oración, para el predicador, no es simple deber de su profesión, o un privilegio, sino una necesidad. El aire nos es más necesario a los pulmones que la oración al predicador. Es absolutamente indispensable para el predicador orar. Pero también es de absoluta necesidad orar por el predicador. Estas dos proposiciones están ligadas por una unión en la que no puede existir ningún divorcio. «El predicador debe orar; ha de orarse por el predicador.» Este deberá orar cuanto pueda y procurará que se ore por él cuanto se pueda para enfrentarse con su tremenda responsabilidad y obtener en esta gran obra el éxito más grande y real. El verdadero predicador, además de que cultiva en sí mismo el espíritu y la práctica de la oración en su forma más intensa, ambiciona con anhelo las oraciones del pueblo de Dios.
Cuanto más santo es un hombre tanto más estima la oración; distingue con más claridad que Dios desciende hasta los que oran y que la medida de la revelación de Dios al alma es la medida del deseo del alma de elevar su oración importuna a Dios. La salvación nunca encuentra su camino en un corazón sin oración. El Espíritu Santo no habita en un espíritu sin oración. La predicación nunca edifica a un alma que no ora. Cristo desconoce a los cristianos que no oran. El evangelio no puede ser proyectado por un predicador sin oración. Las cualidades, los talentos, la educación, la elocuencia, el llamamiento de Dios, no pueden disminuir la demanda de oración, sino sólo intensificar la necesidad de que el predicador ore. Cuanto más consciente sea el predicador de la naturaleza, responsabilidades y dificultades de su trabajo tanto más verá, y, si es un verdadero predicador, tanto más sentirá la necesidad de orar; no sólo la exigencia creciente de oración personal, sino de que otros le ayuden con sus oraciones.
Pablo es una ilustración de lo que acabamos de expresar. Si alguien pudo difundir el evangelio por la eficacia del poder personal, por la fuerza intelectual, por la cultura, por la gracia que le había sido conferida, por la comisión apostólica de Dios, por su extraordinario llamamiento, ese hombre fue Pablo. En él tenemos un ejemplo eminente de que el verdadero predicador apostólico ha de ser un hombre dado a la oración y ha de contar con las oraciones de personas piadosas que den a su ministerio un complemento de intercesión. Pide y anhela con súplicas apasionadas la ayuda de todos los santos de Dios. Sabía que en el reino espiritual como en cualquiera de otra naturaleza, la unión hace la fuerza; que la concentración y reunión de fe, deseo y oración aumentan el volumen de fuerza espiritual hasta hacerla preponderante e irresistible en su poder. Las unidades combinadas en la oración, como las gotas de agua, constituyen un océano que desafía toda resistencia. Por eso, Pablo, con su clara y completa comprensión de la dinámica espiritual, determinó hacer su ministerio tan grandioso, eterno y avasallador como el océano, por captar todas las unidades dispersas de oración y precipitarlas sobre su ministerio. La solución de la preeminencia de Pablo en trabajos y resultados y su influencia sobre la iglesia y el mundo, ¿no se encontrará en su habilidad para centralizar en su persona y en su ministerio más oraciones de los que otros tuvieron? A sus hermanos en Roma escribió: «Pero os ruego, hermanos, por nuestro Señor Jesucristo y por el amor del Espíritu, que me ayudéis orando por mí a Dios». A los Efesios dice: «Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos; y por mí, a fin de que al abrir mi boca me sea dada palabra para dar a conocer con denuedo el misterio del evangelio». A los colosenses él enfatiza: «Orando también al mismo tiempo por nosotros, para que el Señor nos abra puerta para la palabra, a fin de dar a conocer el misterio de Cristo, por el cual también estoy preso, para que lo manifieste como debo hablar». Para los tesalonicenses dijo fuerte y severamente: «Hermanos, orad por nosotros.» Llama en su auxilio a la iglesia de Corintio con las palabras: «Cooperando también vosotros a favor nuestro con la oración». Este era parte de su trabajo, darle una mano de ayuda con la oración. En otra recomendación final a la iglesia de Tesalónica acerca de la necesidad e importancia de sus oraciones, dice: «Por lo demás, hermanos, orad por nosotros, para que la palabra del Señor corra y sea glorificada, así como lo fue entre vosotros, y para que seamos librados de hombres perversos y malos». Procura que los filipenses comprendan que todas sus pruebas y tribulaciones puedan tornarse en bien para la extensión del evangelio por la eficacia de las oraciones en su favor. A Filemón le pide prepararle alojamiento porque espera que en respuesta a sus oraciones será su huésped.
La actitud de Pablo en esta cuestión ilustra su humildad y su profundo conocimiento de las fuerzas espirituales que proyectan el evangelio. Más aún, enseña una lección para todos los tiempos, pues si Pablo confió su éxito a las oraciones de los santos de Dios, cuánto mayor es la necesidad actual de que las plegarias de los fieles estén centralizadas en el ministerio de hoy día.
Pablo no creyó que su demanda urgente de oración rebajaría su dignidad, disminuiría su influencia o reduciría su piedad. ¿Qué le importaba si esto fuera así? Que su dignidad se perdiera, que su influencia se aniquilara, que su reputación menguara, pero él necesitaba de las oraciones de los creyentes. Llamado, comisionado, el primero de los apóstoles como él era, sin embargo, todo su equipo era imperfecto sin las oraciones de su pueblo. Escribió cartas a todas partes, pidiendo que oraran por él. ¿Oramos por nuestros predicadores? ¿Oramos por ellos en secreto? Las oraciones públicas son de poco valor si no están fundadas o seguidas por oraciones privadas. Los que oran son para el predicador lo que Aarón fue para Moisés. Sostienen sus manos y deciden la batalla que ruge airado a su derredor.
El empeño y propósito de los apóstoles fue poner a la iglesia en oración. No descuidaron la gracia de dar gozosamente. No olvidaron el lugar que la actividad y el trabajo religioso ocupaban en la vida espiritual; pero ninguno ni todos éstos, por la estimación e importancia que les dieron los apóstoles, pudieron compararse en necesidad y urgencia con la oración. Usaron los ruegos más grandes y perentorios, las exhortaciones más fervientes, las palabras más elocuentes y de mayor alcance para hacer valer la obligación y la necesidad apremiante de la oración.
«Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar», es la demanda del esfuerzo apostólico y la clave de su éxito. Jesucristo mostró el mismo empeño en los días de su ministerio personal. Cuando fue motivado por compasión infinita ante los campos de la tierra listos para la siega que perecían por falta de trabajadores –haciendo una pausa en su propia oración– trata de despertar la embotada sensibilidad de sus discípulos al deber de la oración, dándoles este encargo: «Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies.» «También les refirió Jesús una parábola sobre la necesidad de orar siempre, y no desmayar».
17. Perseverancia en la Oración
Esta perpetua agitación de los negocios y de la presencia de grandes hombres me arruina el alma y el cuerpo. ¡Más soledad en las horas de la mañana! Sospecho que he estado dedicando habitualmente muy poco tiempo a los ejercicios religiosos, devoción privada y meditación, lectura de la Escritura, etc. De aquí mi debilidad, frialdad y dureza. Pudiera haber consagrado hora y media o dos horas diarias. He estado ocupado hasta muy tarde y de allí que apurándome apenas cuento con media hora en la mañana. Sin duda la experiencia de todos los buenos hombres confirma la proposición de que sin una buena medida de devoción privada, el alma va debilitándose. Pero todo puede ser hecho por medio de la oración (oración todopoderosa, iba a decir) ¿y por qué no? Pues si es todopoderosa es sólo por la ordenación misericordiosa del Dios de amor y de verdad. ¡Por lo tanto, orad, orad, orad!
William Wilberforce
Es cierto que las oraciones registradas en la Biblia son cortas en palabras impresas, pero los hombres piadosos de Dios pasaban dulces y santas horas en combate. Ganaban con pocas palabras pero con larga espera. Las oraciones de Moisés parecen breves, pero Moisés oró a Dios con ayunos y lamentos por cuarenta días con sus noches.
Lo que se dice de las oraciones de Elías puede concentrarse en unos cuantos párrafos, pero sin dudas Elías, quien «orando, oraba», empleó muchas horas de lucha ruda y comunión elevada con Dios, antes de que pudiera con firme audacia, decir a Acab: «No habrá lluvia ni rocío en estos años, sino por mi palabra.» El relato verbal de las oraciones de Pablo es poco extenso; sin embargo, Pablo «oraba incesantemente de día y de noche». La «oración del Señor» es un epítome divino para labios infantiles, pero el hombre Cristo Jesús oró muchas noches enteras antes de efectuar su trabajo; y estas devociones prolongadas y sostenidas dieron a su obra acabado y perfección, y a su carácter la plenitud y gloria de su divinidad.
El trabajo espiritual es abrumador y los hombres son renuentes para hacerlo. La oración, la verdadera oración, significa un empleo de atención seria y de tiempo, que la carne y la sangre rechazan. Pocas personas son de fibra tan fuerte que rindan un costoso esfuerzo cuando el trabajo superficial pasa por el mercado con facilidad. Nos podemos habituar a nuestras oraciones mendicantes hasta que nos satisfagan, al menos conservamos las fórmulas decentes y aquietamos la conciencia, ¡lo que constituye un opio mortal! Podemos debilitar nuestras oraciones y no ser conscientes del peligro sino hasta que desaparecen los fundamentos. Las devociones rápidas dan por resultado una fe débil, una convicción raquítica y una piedad dudosa. Estar poco tiempo con Dios significa ser pequeño para Dios. La falta de oración hace el carácter estrecho, miserable y descuidado.
Se necesita tiempo para que Dios impregne nuestro espíritu. Las devociones cortas rompen el canal de la gracia de Dios. Se requiere tiempo para obtener la revelación plena de Dios. La poca dedicación y la prisa echan un borrón al cuadro.
H. Martyn se lamenta de que la «falta de lectura privada devocional y la escasa oración por dedicarse a incesante confección de sermones», ha producido un alejamiento entre Dios y su alma. Consideraba él mismo que había ocupado demasiado tiempo en las ministraciones públicas y demasiado poco en la comunión «privada» con Dios. Sintió la necesidad de apartar de su tiempo para el ayuno y para la oración solemne. Como resultado de esto da el siguiente relato: «En esta mañana fui ayudado para orar dos horas». William Wilberforce, el Par de reyes, dice: «Debo apartar más tiempo para la devoción privada. He vivido demasiado consagrado al público. El acortar las devociones privadas extenúa el alma, la debilita y desalienta. He estado ocupado hasta muy entrada la noche.» De un fracaso en el Parlamento, dice: «Dejadme decirles mi pena y vergüenza, pues todo probablemente se debe a que mis devociones han sido reducidas y Dios me ha dejado tropezar.» Más soledad en las primeras horas del día, fue su remedio.
La oración extensa en las horas tempranas del día obra mágicamente para reavivar y vigorizar una vida espiritual decaída; también se manifestará en una vida santa, que ha venido a ser algo tan raro y tan difícil debido a lo limitado y rápido de nuestras devociones. Un carácter cristiano en su dulce y apacible fragancia no sería una herencia tan extraordinaria e inesperada si nuestras devociones se prolongaran y se intensificaran. Vivimos con estrechez porque oramos escasamente.
Con bastante tiempo en nuestros oratorios habrá grosura en la vida. Nuestra habilidad para hablar con Dios en la comunión con él es la medida de nuestra habilidad para continuar en su compañía en las demás horas del día. Las visitas rápidas engañan y defraudan. No sólo son ilusorias sino que también nos causan pérdidas en muchos sentidos y de muchos ricos legados. De la permanencia en el oratorio derivamos instrucción y triunfo. Salimos con nuevas enseñanzas y las grandes victorias son a menudo el resultado de grande y paciente espera, hasta que las palabras y los planes se agotan y la silenciosa y paciente vigila gana la corona. Jesucristo dice con un decidido énfasis: «¿Y Dios no hará justicia a sus escogidos, que claman a él día y noche?»
La oración es la ocupación más importante y para dedicarnos a ella deber haber calma, tiempo y propósito; de otra manera se degrada hasta hacerse pequeña y mezquina. La verdadera oración obtiene los más grandes resultados para el bien, mientras que los efectos de la oración pobre son de poca consideración. No podemos medir los alcances de la verdadera oración; ni las deficiencias de su imitación. Necesitamos volver a aprender el valor de la oración, entrar de nuevo en la escuela de la oración. No hay otra materia cuyo conocimiento cueste tanto trabajo y, si queremos aprender el maravilloso arte, no debemos conformarnos con fragmentos aquí y allí con «una corta plática con Jesús», sino demandar y retener con puño de acero las mejores horas del día para Dios y para nuestras devociones, o no habrá oración digna de este nombre.
Sin embargo nuestra época no se distingue por la oración. Hay pocos hombres que oran. La oración es desacreditada por el predicador. En estos tiempos de precipitación y ruido de electricidad y vapor, los hombres no se dan tiempo para orar. Hay predicadores que «dicen oraciones» como una parte de su programa, en ocasiones regulares o fijas; pero ¿quién «se despierta para asirse de Dios?» ¿Quién ora como Jacob oró, hasta que se le corona como un príncipe intercesor que prevalece? ¿Quién ora como Elías oró, hasta que las fuerzas cerradas de la naturaleza se abrieron y la tierra azotada por el hambre floreció como el jardín de Dios? ¿Quién ora como Jesucristo oró en el monte «y pasó la noche orando a Dios?» Los apóstoles «persistieron en la oración», tarea la más difícil para los hombres y aún para los predicadores. Hay laicos que dan su dinero –algunos de ellos en gran abundancia– pero no se dan ellos mismos a la oración, sin la cual su dinero es una maldición. Hay multitud de ministros que predican y desarrollan grandes y elocuentes sermones sobre la necesidad de un avivamiento y de que el reino de Dios se extienda, pero no hay muchos que hagan oraciones, sin las cuales la predicación y la organización son peores que vanas; esto ha quedado fuera de moda, casi es un arte perdido; por tanto, el hombre que pueda hacer que los predicadores y la iglesia vuelvan a la oración, será el más grande benefactor de nuestra época.
18. Hombres de Oración
Yo juzgo que mi oración es más poderosa que Satanás; si no fuera así, Lutero habría sido tratado de una manera muy diferente hace mucho tiempo. Sin embargo, los hombres no verán ni reconocerán las grandes maravillas o milagros que Dios efectúa en mi favor. Si abandonara la oración por un solo día, perdería una gran parte del fuego de la fe.
Martín Lutero
Antes de Pentecostés los apóstoles tuvieron solamente vislumbres de la importancia de la oración. Pero el Espíritu que descendió y los llenó en Pentecostés eleva la oración a su posición vital y decisiva en el evangelio de Cristo. El llamamiento a la oración a todos los fieles constituye la demanda más alta y exigente del Espíritu. La piedad de los santos se refina y perfecciona por la oración. El evangelio marcha con pasos tardos y tímidos cuando los santos no hacen largas oraciones temprano en el día.
¿Dónde están los líderes cristianos que pueden poner a orar a los santos modernos y enseñarles esta devoción? ¿Nos hemos dado cuenta de que estamos levantando una colección de santos sin oración? ¿Dónde están los líderes apostólicos que pueden poner a orar al pueblo de Dios? Que pasen al frente y hagan el trabajo, será la obra más grande que puedan realizar. Un aumento de facilidades educativas y de recursos pecuniarios sería la maldición más terrible si estos elementos no estuvieren santificados por oraciones más fervorosas y frecuentes. Pero una devoción profunda no vendrá como algo natural. La campaña para los fondos del siglo veinte o treinta no beneficiará sino dificultará nuestras oraciones si no somos cuidadosos. Sólo producirá efecto una acción específica y bien dirigida. Los miembros más distinguidos deben guiar en el esfuerzo apostólico de radicar la importancia vital y el hecho de la oración en el corazón y vida de la iglesia. Únicamente los líderes que oran pueden tener seguidores en la oración. Los líderes que oran producirán santos que oren. Un púlpito que ora dará por resultado una congregación que ore. Necesitamos grandemente de alguien que ponga a los santos en la tarea de orar. No somos una generación de santos que oran. Los santos que no eran son un grupo mendicante que no tiene ni el ardor, ni la belleza, ni el poder de los santos. ¿Quién restaurará esta brecha? Será el más grande de los reformadores y apóstoles el que ponga a la iglesia a orar.
Consideramos como nuestro juicio más sobrio que la gran necesidad de la iglesia en ésta y en todas las épocas es de hombres de una fe avasalladora, una santidad sin mancha, un marcado vigor espiritual y un celo consumidor; que sus oraciones, fe, vida y ministerio sean de una forma tan radical y agresiva que efectúen revoluciones espirituales que hagan época en la vida individual y de la iglesia.
No queremos decir hombres que causen sensación con sus planes novedosos, o que atraigan con agradables entretenimientos; sino hombres que produzcan movimiento y conmoción por la predicación de la Palabra de Dios y por el poder del Espíritu Santo, una revolución que cambie todo el curso de las cosas.
La habilidad natural y las ventajas de la educación no figuran como factores en este asunto, sino la capacidad por la fe, la habilidad para orar, el poder de una consagración completa, la aptitud para ser humilde, una absoluta rendición del yo para la gloria de Dios y un anhelo constante e insaciable de buscar toda la plenitud de Dios, hombres que puedan encender a la iglesia en fervor a Dios; no de una manera ruidosa y con ostentación, sino con un fuego quieto que derrita y mueve todo hacia Dios.
Dios puede hacer maravillas con el hombre a propósito. Los hombres pueden hacer milagros si llegan a consentir que Dios los dirija. La investidura plena del espíritu que transformó al mundo sería eminentemente útil en estos días. La necesidad universal de la iglesia es de hombres que puedan agitar poderosamente para Dios todo lo que les rodea, cuyas revoluciones espirituales cambien todo el aspecto de las cosas.
La iglesia nunca ha marchado sin estos hombres, ellos adornan a su historia; son los milagros permanentes de la divinidad de la iglesia; su ejemplo y hechos son de inspiración y bendición incesante. Nuestra oración ha de ser porque aumentan en número y poder.
Lo que ha sido hecho en asuntos espirituales puede verificarse otra vez y en condiciones mejores. Esta era la opinión de Cristo. Él dijo: «De cierto, de cierto os digo: el que en mí cree, las obras que yo hago también él las hará; y mayores que éstas hará; porque yo voy al Padre.» El pasado no ha limitado las posibilidades ni las demandas para hacer grandes cosas por Dios. La iglesia que se atiene únicamente a su historia pasada para sus milagros de poder y gracia es una iglesia caída.
Dios quiere hombres elegidos, hombres para quienes el yo y el mundo han desaparecido por una severa crucifixión, por una bancarrota que ha arruinado tan totalmente al yo y al mundo que no hay ni esperanza ni deseo de recuperarlos; hombres que por esta crucifixión se han vuelto hacia Dios con corazón perfecto.
Oremos ardientemente para que la promesa que Dios ha hecho a la oración se realice más allá de lo que imaginamos.
Hace 25 años leÍ por primera vez este libro y mi corazon quedo impactado, como me alegra verlo en la red, ojalá y muchos lo pudiesen leer es precioso y real, la Oracion, la lectura de su Palabra y la meditación es lo que nos hará estar a los pies del MAESTRO y muy cerca del corazón de DIOS PADRE.Bendiciones!!!!!!!!!!!!. MA ISABEL. COLOMBIA.
Gracias a quien lo haya subido…, todo lo que necesitamos aquí en esta tierra( fe, poder,bendición, paciencia, amor, gozo, paz, necesidades materiales…)está preparado en el cielo para ser enviado a nosotros;la oración es la llave que abre la puerta a todas las bendiciones espirituales, yo también conozco algo de este autor y es maravilloso que Dios permita que sus hijos fieles, que han estado en verdadera comunión real con ÉL, nos enseñen a traves de sus escritos,por favor si tienes más libros de estos hijos de Dios que dieron testimonio en sus vidas de haber andado con éL y que se puedan copiar súbelos. Gracias. Que el Señor te bendiga mucho, con cariño desde españa Ada
Que bendicion!!!! , ase 10 años un hermano me dio una foto copia de un original que el lo gurdaba como un tesoro, despues de leerlo barias veses cambio por completo el sentido , y el modo de mi oracion, abre echo 100 copias de esa copia, porque queria que todos lotengan, hoy no encuento mi copia y pence, sera que en internet puedo encontrar, y no c inmaginan la alegria que cientoooo!! . DIOS LES BENDIGA
SILAS A. PENAYO
Precioso Libro me ha servido pra instruir a otros a que sean esos Guerreros en la Oración y conozcan el Arma tan poderosa que tenemos .
Bendiciones mil
El libro sobre la oración de Bounds, un libro clásico entre la literatura bautista. Importante para refrescar la vida espiritual y necesario para volver a releer. Quienes aun no lo han leído, les recomiendo que le den atención. Y, a los que ya, nos hará mucho bien volver a repasarlo. Bendiciones con este viejo libro.
Considero este material util para cualquier creyentes que aspira fortalecer su y conocimiento en la Palabra y en Sr, Jesucristo de ser posible me gustaria obtenerlo via PDF, para imprimirlo.
He podido observar el valor historico de este libro, obtenerlo es de gran significacion para el fortalecimiento de la fe y el concimientos de la en la vida de un cristiano. Quiero destacar que una lectura rapida y su perficial pude aprecial el valor informativo e instrutivo de ese libro, lo considero una joyas de libro que resultara de mucha utilidad en la vida ministerial de cualquier cristiano que desee creser espiritualmente.
Este Libro fue una inspiración, cuando recién el Señor me llamó; para buscarlo de madrugada, antes que cantaran las avecillas, yo estaba a los pies de mi maestro desde el 1 de julio de 1975 a la fecha. Sin oración, Dios no me hubiera perdonado mis muchos pecados, no me hubiera sellado con su Santo Espíritu, sin oración no hubiera recibido el Poder de su Santo Espíritu en el Bautismo de Fuego; sin oración, Dios no me hubiera entregado los Dones Espirituales que me ha prestado para trabajar en su Obra.
Sin oración no hubiera sido capaz de andar en el escarpado y siempre hacia arriba por el camino del Señor. Sin Oración no hubiera podido caminar 42 años en la senda que Jesús me trazó.
Muy bueno y de mucha edificación. Gloria a Dios.