Cuando se es pastor se sirve, ante todo, al Señor. Se le sirve en la iglesia y a través de ella. El Señor es el Dueño invisible, pues de él depende nuestro llamado y a él hemos de dar cuenta del buen o del mal uso de nuestros talentos, de la mayordomía de toda nuestra vida.
Dos cosas uno aprende enseguida en cuanto al trabajo –y tú lo sabrás muy pronto por experiencia propia–: La primera es que el trabajo nunca se acaba para un pastor consciente de su misión y con verdadera vocación y pasión salvadora. La segunda es que se hace absolutamente necesario aprender a aprovechar el tiempo trabajando con método. Cada vez, a medida que pasan los años, hay más y más trabajo. Solo organizándolo se le puede encarar con provecho y eficacia … hasta donde den las fuerzas y un poco más allá de ellas.
El empleado, el profesor, el obrero, y aun el patrón, tiene un horario más o menos fijo, si no fijo del todo para su trabajo. Empezando y terminando a la hora establecida está listo, ¡y tranquilo! En cambio al pastor nadie le controla el tiempo. No tiene –por imposición externa– hora de empezar, ni de acabar. Naturalmente fuera de los cultos y otros compromisos de la misma índole, tiene libertad casi ilimitada. Por eso sólo pueden servir para el pastorado aquellos, que tengan una verdadera vocación y un sentimiento de responsabilidad delante de Dios. Y, por eso, también, es tan fundamental para un ministerio fructífero imponerse un plan rígido y exigente de trabajo.
Un siervo de Dios no puede trabajar a «reglamento». No puede decir: «Hoy ya completé mi horario; no hago más nada; ya trabajé tantas horas». Esto no es posible. Llega Un momento de descanso, sin duda; pero sucede que siempre hay algo que hacer … aun en las horas en que no hay nada para hacer. Siempre está lo imprevisto, lo fuera de programa, lo urgente. De día y de noche, en invierno y verano el siervo de Dios, al menor llamado al servicio particular, debe responder «listo para ir aún», ahora y doquiera haya necesidad.
Digamos: Has tenido un domingo de esos gloriosos; pero de tremendo trabajo. Quizá cuatro, cinco reuniones, y aun más. Las impresiones espirituales te han elevado; pero también te han cansado física y mentalmente. El coro de ángeles –por ejemplo– ya estaba listo para empezar el canto en los cielos por ese pecador a quien tú predicabas; pero él se resistía a la gracia. ¡Te costó «sudor y sangre» del corazón delante de Dios! Ahora, satisfecho con la tarea cumplida, estás rendido de fatiga. Te has acostado a dormir. Llegan las doce de la noche, la una, a lo mejor las dos de la madrugada y aún no has «conciliado» el sueño. Es entonces cuando suena el llamador de la puerta de la calle: «¿Está el pastor? Una señora enferma, fulana de tal –una desconocida– está muy mal y pide que, por favor, vaya el pastor».
No dirás, por supuesto, que no. Y pueden así ser mil y otras tantas circunstancias, y en otros días y en otras horas. Si el lema de boy scout es «siempre listo», el del pastor podrá ser el del Apóstol: «Presto estoy».
Bueno, me parece que nos desviamos un poco de la ruta: Hablábamos de la necesidad de administrar bien el tiempo.
Seguramente son distintas las formas de trabajo de un pastor rural, o de un pueblo chico, a las del que otros pueblos y regiones comarcanas. Pero hay, igualmente, tarea incesante en cualquier lugar con tal que se la quiera realizar: El trabajo en una iglesia pequeña es diferente del de una iglesia numerosa. En un puéblo pequeño las cosas son un tanto más sencillas; pero allí es necesario, seguramente, librarse del peligro de «dejarse estar». Hay que salir, ocupar nuevos campos.
De lo que debes estar seguro es que te encuentras donde estás porque el Señor así lo ha querido. Sin esa seguridad, ni tú, ni nadie aguantaría las tareas pastorales en ningún lugar. Por un lado las tareas y dificultades, y por otro lado los ofrecimientos y llamamientos de otras partes, te harán claudicar en la tarea y hacer que te vayas con los muebles y los críos a otra parte. ¿No hay pastores, y especialmente entre los jóvenes, que cambian de pastorado como de traje? No parecen que tuvieran una convicción muy profunda de la dirección del Señor. Ni que poseyeran en muy alto grado el don de la perseverancia.
Déjame que te cuente lo que me pasó a mí. Recuerdo que al responder al llamado del Señor para su servicio, resolví consagrarme a la obra. Pero, sin darme cuenta, empecé por poner condiciones al Señor, aunque me ofrecía incondicionalmente para su servicio: yo nunca iría a trabajar a una gran ciudad, ni siquiera a una ciudad: ¡Lejos! ¡Cuanto más lejos, mejor! ¡Ese sería trabajo verdaderamente misionero!
Pero sucedió que el Señor me quiso enseñar que yo estaba lejos, no geográficamente, sino de su voluntad. (Después me di cuenta de que era el espíritu romántico de la obra lo que me había subyugado, como a muchos de los jóvenes.) Pero lo de «misionero» no se mide, precisamente, en kilómetros, sino en consagración y espíritu.
Ya por aquel entonces también cantábamos:
«Lo que quieras que sea seré … Do tú quieras que vaya iré».
Pero inconscientemente también decía «…Menos pastor en una gran ciudad». Y agregaba: «yo empezar; una obra nueva».
Y que pasó? Hete aquí que el Señor me mandó al centro de la ciudad más grande de habla española en la América latina y entre las cenizas de la obra más antigua del país y entre un grupo de viejecitos muy hermosos y espirituales, pero … Pero me mandó allí para hacer una obra nueva y comenzar a ganar jóvenes, a ganar almas tan perdidas como las más perdidas en el país más lejano: ¡en una manzana tenía casi tantas almas sin Cristo como en todo un pueblo chico!
Tú dirás: ¿qué tiene que ver esto con el aprovechamiento del tiempo? Pues ahí está la cosa: en la ciudad el tiempo apremia más. Los compromisos se multiplican y las demandas y cargas llegan a ser casi imposibles de sobrellevar.
Por otra parte en una gran ciudad también se multiplican las oportunidades de distraerse y perder el tiempo en cosas secundarias, quizá no precisamente inútiles; pero no tan vitales y necesarias como las propiamente correspondientes a un ministerio provechoso y bendecido.
Desde el principio deberías acostumbrarte a no vivir «al tun tun de la buena suerte», como se decía en mis tiempos de muchacho. Necesitas tener una idea concreta de lo que debes hacer y cómo podrás alcanzarlo. Luego hacer planes definitivos para aprovechar debidamente el tiempo. Me atrevería, aún con peligro de que eso parezca como epistolar, a ponerlo en esta forma:
1 – Un programa general, incluyendo trabajos, estudios y actividades diversas.
2 – Un programa semanal.
3 – Un programa diario.
(Perdona: sin querer; ya va saliendo con los tres puntos clásicos de la homilética; pero esto es carta, no sermón.)
Por hoy contentémonos, después de estas consideraciones generales, con el primero de los puntos indicados. Y esto solamente a grandes trazos.
Muy pronto te darás cuenta de que inutilizarías muchos de los ricos dones que Dios te ha dado, si no tienes una visión clara de las necesidades inmediatas de tu propia vida pastoral y de la obra que debes realizar, y de los planes e ideales mediatos que debes aspirar a alcanzar.
Naturalmente, lo primero es la iglesia, debe serlo siempre. Para eso has sido llamado y por eso eres pastor. Y ser pastor significa una tarea muy múltiple, en nuestra época. Al pasarse del pastorado pluralizado al pastorado unipersonal, las responsabilidades y tareas se han multiplicado enormemente. Tú sabes que, entre nosotros aún no hemos llegado a un estado de desarrollo en la obra como para tener muchos obreros especializados en la iglesia. ¿Tentamos una enumeración de los aspectos principales que deberías tener en cuenta en tu plan de acción presente y futuro?
Predicar: incluyendo la evangelización y la enseñanza, de acuerdo al mandamiento de «hacer discípulos» y «enseñarles todas las cosas». Visitar: esto es tan importante que quisiera escribirte una larga carta sobre el punto. Dirigir: pues «el pastor va delante y las ovéjas le siguen». Me refiero no tanto a gobernar como orientar. Para eso es necesario tener ideas definidas, concretas, y miras progresistas de modo que se lleve a la iglesia a una permanente acción agresiva y pujante en trabajo y en vida del Espíritu Servir: prestando, como buen samaritano, toda clase de ayuda. ¡Dios nos libre de «pasar de lado» como los otros dos, cuando alguien necesita nuestra mano, nuestra palabra, nuestra acción! Mil y una vez, y diez mil circunstancias diferentes, hacen necesario que el pastor esté listo para «arremangarse» y «agacharse» en servicio de los demás. Ese espíritu de servicio da la tónica pastoral verdadera.
Y muchísimas otras cosas de la vida y de la organización de una iglesia que trabaja, que estudia y que progresa.
Para todo ello hay que tener un plan de conjunto, una meta que se desea alcanzar. Una meta que se revise de vez en cuando, quizá cada año. No ha sido llamado a ser un «eclesiástico» que cumple fríamente su «profesión», predicando, casando y enterrando; sino a ser un siervo del Dios alto, con espíritu profético que levanta los ojos y ve «cuatro meses» y quizá cuatro años adelante. Y al ver los campos blancos para la siega se dispone a recoger; pero hace planes para nuevas siembras, más extensas y más intensas. Porque detrás de una cosecha viene la roturación, la otra siembra; la carpida … la nueva siembra y la nueva siega.
«El labrador para recibir los frutos es menester que trabaje primero», y no «a la loca» o «a la buena de Dios» (¿ de quién será?); sino con método, pues hay meses para sembrar y meses para segar.
Para todo eso, y mucho más, necesitas prepararte, estudiar, es decir seguir estudiando siempre. Naturalmente estudiando, en primer término y en segundo y en último, las Sagradas Escrituras. Estudiar todo lo necesario para ser un verdadero «doctor» en la Palabra. Deberás estudiar métodos, procurando estar siempre alerta.
Eres joven y por lo tanto no te bastaría llenar las exigencias del momento en cuanto a preparación. Necesitas acumular tus reservas en conocimientos bíblicos, teológicos, históricos, etc. Puedes estar seguro que con los años las exigencias de la obra se hacen cada vez mayores y la capacidad receptiva de la mente cada vez menor. Si no quieres anquilosarte (¡ya salió el término biológico!), estudia áhora. Mañana, cuando hayas olvidado gran parte de lo que vas aprendiendo, te quedará el caudal de tus conocimientos que harán de ti el hombre capaz de dar algo permanéntemente fresco de la Palabra al pueblo de Dios. Así podrás ser útil hasta el final.
Es evidente, desde luego, que para ello debes hacerte un plan de estudios, juntamente con el de trabajo, y respetarlo. De lo contrario las exigencias diarias te consumirán todo el tiempo.
Otros muchos pastores acabarían aquí las líneas generales de sus planes. Pero tú no puedes porque, si Dios te ha dado el don de escribir, debes escribir para la gloria de Dios. Escribir exige tranquilidad, estudio, trabajo, soledad. Esto debe entrar en sus planes.
Por un lado estará «el plan cotidiano» del pastor que puede escribir: los artículos, colaboraciones, notas, crónicas, boletines. Pero, por otro lado, el verdadero trabajo, de frutos más permanentes: libros. No todos pueden, ni deben hacer esto último. ¡Qué difícil para un pastor de la ciudad! Pero si Dios te da el don no debes despreciarlo.
Escribir proporciona un gran placer. El primer libro que uno escribe es, así, como el nacimiento del primer hijo, y cada uno de los siguientes como la llegada de nuevos hijos que se van agregando a la familia.
Siendo pastor no tendrás el privilegio de los escritores profesionales con todo el tiempo disponible para estudiar y redactar. Ni siquiera el dinero necesario para pagar una secretaria que te pase en limpio lo que produces, salvo el caso de que tu esposa disponga del tiempo y capacidad para ayudarte.
¡Cuántas otras cosas pueden ser necesarias incluir en los años venideros! Defender la libertad de conciencia. Defender los principios cristianos ante la incredulidad o las falsas doctrinas. Derribar errores, edificar verdades. «Enseñar, corregir, instruir en justicia…»
Hay otro aspecto que no he olvidado, pero que expresamente he dejado para el final: las cuestiones administrativas de la obra en general. También es necesario a un pastor de ciudad incluirlo en sus planes: ¡y yo diría que con el firme propósito de ponerle límites, los límites más precisos posibles!
Convenciones, asociaciones, congresos, juntas, comisiones, reglamentos, actas, promociones … ¡La mar en coche! Todo esto puede transformarse en una carga aniquiladora para un ministro del evangelio. Naturalmente, no es posible negar la cooperación a la obra en general, y muchísimas veces se hace absolutamente necesaria la acción en ese campo. Pero, ¡cuidado con esto de reglamentos, que puede transformarse en «reglamentitis agudus», en una pasión que mate el espíritu profético! Si eres llamado a ser «dirigente» y puedes hacerlo, no para dirigir sino para «servir», no lo rehuses; ¡pero ten siempre listo el freno para detener la marcha a tiempo en el camino de los «cargos» directivos! ¡Entonces seguirá siendo realmente pastor!
Y para qué seguir, ya que la lista sería interminable; con todo esto echarás de ver la necesidad de un plan adecuado y una vida ordenada, bajo la dirección del Espíritu de Dios, para no andar a ciegas y para marchar constantemente: ¡hacia adelante y hacia arriba! En un ministerio fructífero para la gloria del Señor y provecho de su santa causa. ¿Estamos?
Pensamiento Cristiano, Septiembre 1959
Aprecio y valoro mucho estos lindos consejos. Gracias