Realizaba Jesús su último viaje a Jerusalén. El entusiasmo popular iba en aumento a medida que atravesaba aldeas y ciudades, de tal manera que al llegar a la capital se transformó en entrada triunfal.
«Aconteció que saliendo Jesús de Jericó con sus discípulos y una gran compañía–nos relata el evangelio–un hombre ciego, llamado Bartimeo estaba sentado junto al camino mendigando». Mirando este hecho, y sin conocer el encuentro inmediato con Jesús, parecería que no se trataba sino de uno de los muchos casos de seres desdichados para quienes los más felices de los hombres no tienen, quizá, una palabra de simpatía, ni un gesto de amor. Para nosotros, sin embargo, Bartimeo se transforma en todo un símbolo.
Un hombre ciego; fácil es de imaginar toda la tristeza que esto implica. Verse privado del privilegio de ver. Ciego, condenado a andar a tientas. Pero ese hombre era algo más; era un hombre sentado junto al camino mendigando. ¿Qué drama se escondía detrás de aquella vida? Mientras los demás entraban y salían de la populosa ciudad, él viviendo de la compasión, muchas veces mezquina de los otros, estaba sentado junto al camino.
Sin poder andar, sin participar de la alegría y movimiento de los otros, pobre y sentado junto al camino. He aquí un símbolo del estado moral y espiritual del hombre que, alejado del Creador, viviendo no vive, y teniendo la vista no ve, pudiendo ser feliz es desdichado y debiendo avanzar por los senderos del bien y de la justicia, se halla sentado junto al camino de la vida mendigando.
El libro de la Revelación describe el estado moral del hombre con las siguientes palabras: «Porque tú dices: yo soy rico y estoy enriquecido y no tengo necesidad de ninguna cosa y no conoces que eres un cuitado y miserable y pobre y ciego y desnudo». ¡Cuántos y cuántos se hallan a un lado del camino de la verdadera dicha, sufriendo lo indecible ante el anhelo de ver y marchar, pero imposibilitados de hacerlo por las flaquezas y males que les agobian!
El hombre de nuestra historia oyó un día el murmullo creciente de una multitud que se acercaba. Voces de júbilo que le hacen inquirir sobre su origen:
¿Qué significa esto se rumor?
¿Qué significa ese tropel?
¿Quién puede un día y otro así
La muchedumbre conmover?
Responde el pueblo en alta voz
«Pasa Jesús de Nazaret».
La reacción de Bartimeo fue rápida: «Oyendo que era Jesús, el Nazareno, comenzó a dar voces y a decir: Jesús, hijo de David, ten misericordia de mí». ¡Jesús el Nazareno! Ese nombre no le era por cierto desconocido. Había huido de sus hechos prodigiosos, de su compasión sin límites. ¡Qué segundo habrá sido aquel en que se agolparon en la mente de Bartimeo todos los recuerdos que ese nombre le traía, pero también todo el sentimiento de su desgracia y todas las ansias y esperanzas de curación y felicidad! No vaciló ni un instante; ante una necesidad tan profundamente sentida pide misericordia y nada menos que eso.
Muchos de aquellos que seguían a Jesús, que tenían la vista, se ofendieron creyendo que esos gritos desentonaban con el ambiente, y quizá, de que podrían molestar al Maestro en su marcha, que no se ocuparía de un mendigo que ellos veían cada día y para quien tal vez tuvieron un maravedí de limosna, pero no una palabra de consuelo y de aliento. Y esos le reñían para que callase. Pero no, «él daba mayores voces: «Hijo de David, ten misericordia de mí». ¿Cómo había de callar si pasaba Jesús?
Jesús quien vino acá a sufrir
Angustia, afán, cansancio y sed;
Y dio consuelo, paz, salud
A cuántos viera padecer
Por eso alegre el ciego oyó
«Pasa Jesús de Nazaret».
Aquel era el gran momento de su vida. Si dejaba pasar a Jesús ¿Ellos le sanarían? No, no pases Señor de largo, aquí hay uno más de los que te aman y te necesitan; un desdichado que no puede ver y que quiere seguirte.
Y bien, trasplantemos la escena a nuestros días y apliquemos la acción a nuestra vida. Para aquellos que se hallan postrados junto al camino de la vida debido a la ceguera espiritual, a la pobreza de alma, a la carga de dolores, al materialismo y al vicio que los despojó del vigor de la salud y de la dicha, aquellos que así se hallan, deben volver a oír el rumor de la multitud que se acerca y, sinceramente inquieren, podrán saber que:
Aún hoy viene el buen Jesús
Dispuesto a hacernos mucho bien
Y amante llama a nuestro hogar
Quiere en él permanecer
Se acerca ya, ¿no oís su voz?
«Pasa Jesús de Nazaret».
El mismo Jesús que pasó frente a Bartimeo vive hoy y pasa frente a nuestro hogar, frente a nuestra vida, pasa tan cerca de nosotros que roza casi nuestro corazón. ¿Se acerca ya? ¿No oís su voz? Es necesario sentir nuestra necesidad, es necesario clamar a él, es necesario no perder la oportunidad, es necesario no dejarle ir.
¿Qué actitud asumió Jesús ante el clamor de aquel hombre? El texto evangélico lo dice: «Entonces Jesús, parándose, mandó llamarle». Quizá ante la oposición de aquellos que rodeaban al Maestro, el ciego dudó un instante y se preguntaría: «Se detendrá por mí? Lo mismo cuando vio a Zaqueo sobre el sicómoro en Jericó, pero ese hombre era rico; lo hizo cuando el joven príncipe en este mismo viaje corrió a su encuentro, pero ese joven también era rico, pero por mí, pobre ciego y miserable, ¿se detendrá? ¿Oirá mi ruego?
Sí, lo hizo con la misma solicitud y con el mismo amor que para con aquellos otros. A pesar de las circunstancias especiales y más de aquel viaje, a pesar del bullicio de la multitud, a pesar de todo, el Nazareno se detiene y le llama.
Y el cuadro ahora cambia; es Jesús detenido en medio del camino el que llama y espera con rostro ansioso. Los que están más cerca de él y le conocen por lo tanto mejor, alientan a Bartimeo diciéndole: «Levántate, ten confianza, te llama». De la misma manera ahora, aquellos que hemos conocido a Jesús, porque un día fuimos a él, e hizo bien a nuestra vida, podemos decir a cada hombre espiritualmente necesitado: «Ten confianza, te llama, y si te llama es porque te ama, es porque puede bendecirte, es porque conoce tus necesidades, es porque ha oído tu ruego y te sanará».
Bartimeo no se hizo esperar: «Echando su capa se levantó y vino a Jesús», el cual le preguntó: «¿qué quieres que te haga? Momento solemne que él, pregunta cuya respuesta iba a tener un valor sin igual para quién iba dirigida: abrir interrogación que quieres que te haga?» Momento solemne aquel, pregunta cuya respuesta iba a tener un valor sin igual para quien iba dirigida: ¿Qué quieres que te haga? es aún la pregunta y el ofrecimiento amoroso del Cristo frente a nosotros. Cuantos hoy piden cosas vanas, egoístas y aún malas. Pero no hubo ese peligro con Bartimeo: «Maestro, que cobre la vista». ¿Qué otra cosa había de solicitar? Señor, dame la vista y con ello la felicidad y la vida. Pidamos también nosotros lo de más valor, lo más importante. Señor, dame el perdón, la paz del alma, la fuerza moral para vencer el mal, la salvación, la vida eterna.
«Ve, tu fe te ha salvado», fue la respuesta de Jesús. No sólo sanado de su mal físico sino algo más, mucho más que eso, salvado. Breve pero elocuente es el final del relato acerca de los resultados de aquel encuentro con Jesús. «Y cobró la vista y seguía a Jesús en el camino». Cuadro maravilloso aquel: antes en tinieblas, ahora ve; antes al lado del camino, ahora anda, marcha y lo hace para seguir a Jesús en el camino.
Necesitamos a Jesús en nuestra vida. Vayamos a él, presentémosle nuestro ruego, confiemos en él, el único que puede abrir los ojos de nuestro entendimiento para comprender las cosas del espíritu y, ver la hermosura de la gracia. Creamos que él es el Salvador y pongamos en él nuestra fe como aquel que habiendo pagado en la cruz el precio de nuestro rescate puede decirnos: «Tu fe te ha salvado». Y luego con gratitud, sigámosle, sigámosle por los caminos de esta vida, sigámosle con resolución y valentía, sigámosle con amor y abnegación sabiendo que él nos conducirá a la presencia misma del Padre.
La Voz Bautista, 1942