Nuestros pecados

Conviértase ahora cada uno de su mal camino, y mejorad vuestros caminos y vuestras obras. Jer. 18:11

Las palabras de este texto no son sino la voz de la misericordia que clama ansiosa por la suerte de cada individuo. La justicia podía matar al hombre en su pecado; pero la misericordia llama al pecador, y le advierte de su mal camino; y la gracia le salva. Esa voz nos sale al encuentro en nuestros senderos de perdición y reclama para nosotros una vida aceptable.

El mal camino es la vida de pecado. Es, en efecto, un camino malo y duro. El pecado es una deuda, un ladrón, una enfermedad, una lepra, una plaga, un veneno, una serpiente, una espina clavada en el alma, un aguijón. Es una carga de maldiciones y una calamidad bajo el peso de la cual toda la creación gime. Es la raíz de donde brotan todos los males que azotan a la humanidad y la fuente de todos los crímenes que hacen desdichada la existencia. ¿Quién cava para el hombre un sepulcro en todos los rincones de la tierra? El pecado. ¿Quién es esa meretriz que le roba de su virtud? El pecado. ¿Quién es esa hechicera que le seduce primero y pierde después su alma en el infierno? El pecado. ¿Quién es el asesino que le arranca la vida? El pecado. ¿Quién con aliento glacial hiere la hermosura de su juventud y la marchita? El pecado. ¿Quién despedaza el corazón de los padres y quién hace descender las canas del anciano con dolor a la sepultura? El pecado. ¿Quién transforma a los niños de puros y angelicales en hombres brutales y monstruosos? El pecado. ¿Quién despoja a las madres de sus sentimientos de ternura y las convierte en demonios que arrastran a la perdición a sus propios hijos? El pecado ¿Quién roba a los padres de su carácter y de sus derechos y los hace viles y degenerados que empujan a la ruina a sus propios inocentes vástagos? El pecado. ¿Quién hace que los hijos se aparten del camino de sumisión, respeto y obediencia, y se conviertan en demonios que amenacen y ofendan y maten a sus padres? El pecado. ¿Quién arroja la manzana de la discordia en el seno del hogar? El pecado. ¿Quién llena las cárceles, quién propaga y fomenta los vicios, quién multiplica las enfermedades y disemina el odio y enciende la antorcha de la guerra entre los pueblos? El pecado. ¿Quién engendra divisiones y cismas en la iglesia para romper el manto sin costura de Jesús? El pecado. ¿Quién es la Dalila que arrulla sobre su regazo a los seguidores de Cristo para quitarles la fuerza de su espíritu y entregarlos a merced de los caprichos del mundo? El pecado. ¿Quién hace al corazón tierno y bondadoso convertirse en corazón de piedra? El pecado. ¿Quién ahuyenta la razón y la hace abandonar su trono, impeliendo al necio a arrojarse como los cerdos gadarenos en un precipicio y en el lago de fuego? El pecado. ¿Quién le entorpece al hombre su deseo de ser salvo, y quién le hace aborrecer lo bueno, y quién le arrastra a la miseria y al infierno? El pecado, ¡Oh! ¡El pecado es la respuesta a todos los males que sufrimos en esta vida! ¡Y es fuerte para ser vencido, y difícil de extirparse! Sólo Jesús con su muerte nos dio vida salvándonos de nuestros pecados, y sólo su sangre preciosa nos limpia de todo pecado. Nada es más duro que el pecado. Nada tan resistente y tan cruel. Un átomo puede matar a un gigante, una palabra puede trastornar la paz de una nación, una chispa puede encender una ciudad entera; pero se requiere una lucha tenaz y un esfuerzo continuado y vigoroso, sostenido por el Espíritu de Dios, para destruir el pecado en el alma.

¿Qué dice esa Voz?

“¡Conviértase!” Y nosotros preguntamos, ¿cuándo? La voz responde: “Ahora.” Y le volvemos a preguntar: ¿quién? Y nos responde: “Cada uno.” Así dice el texto: “Conviértase –ahora– cada uno.” Nosotros hablamos de pasado, presente y futuro. Pero el tiempo de Dios es siempre presente. El olvida y perdona y borra nuestro pasado. Y no quiere que confiemos en las oportunidades del porvenir dejando pasar las de hoy. Por eso dice: “¡Ahora!” Ahora, es el tiempo de Dios, mañana es muy incierto. El mañana no es nuestro. He aquí el tiempo oportuno, he aquí el día de salvación: ¡Ahora! Buscad a Dios mientras puede ser hallado: ¡Ahora! Cristo estando en la casa de un gran pecador le dijo: Hoy ha venido la salvación a tu casa: ¡Ahora! ¿Crees acaso que mañana te será más fácil volverte a Dios que ahora? Piensa en las palabras del texto. Es Dios el que habla. Y El compara tu vida a un camino para que comprendas que mientras más te alejes por ese camino más difícil te será el regreso. ¡Detente! ¡No des un paso más! ¡Conviértase ahora cada uno! Recuerda que la edad hace a muchos hombres blancos, pero no mejores. Los sesos no están en las barbas. Si esperas tener más edad para convertirte a Dios sólo conseguirás añadir a tu vejez los defectos de tu juventud. Jeremías habla de sí mismo cuando dice: que bueno es al hombre llevar el yugo desde su mocedad. El yugo del servicio y el yugo de aflicción. Isaías comenzó su ministerio siendo ya de edad y un ángel le quemó los labios con un tizón para purificarlos y para purgar la iniquidad, pero Jeremías comenzó en sus tiernos años y su boca fue tocada por Dios y no se dice que haya sido para purgar en él su maldad sino para darle las palabras del Altísimo. Recuerda el grito que salió de la boca de Isabel, reina de Inglaterra, que en su lecho de muerte decía: “¡Doy millones en dinero por un rato más de vida!” Reclinada esta reina en su cama, y poseyendo diez mil vestidos a cual más lujoso en su espléndido guardarropa, y teniendo a sus pies un reino sobre el cual jamás se puso el sol, perdió más de medio siglo sin oír la voz de Dios. “Ahora, Ahora” y al morir ofrecía todos sus millones por un instante más de vida. El texto no hace diferencia entre jóvenes y viejos, entre hombres y mujeres, entre sabios e ignorantes, entre más buenos o más malos. Es una exhortación general y personal. Porque dice: Cada uno. Conviértase –ahora– cada uno. Nadie es tan viejo que no pueda vivir otro año, y nadie es tan joven que no pueda morir hoy mismo. De jóvenes mueren muchos, de viejos ninguno escapa. Los viejos van a la muerte, pero la muerte viene a los jóvenes. Los viejos llevan la muerte por delante y los jóvenes por detrás. La conversión es difícil para los jóvenes porque son esclavos de las novedades del mundo, pero es más difícil para los viejos porque son esclavos de las costumbres que han adquirido en la vida. Por esa razón Dios ha fijado para todos este tiempo urgente y exacto: Ahora. Ahora, para todos.

La conversión es un cambio. Devolverse del camino malo y tomar el camino bueno. Dejar el pecado, aborrecerlo, y aprender a hacer lo bueno. Dios repite muchas veces que no quiere la muerte del pecador, sino que se arrepienta y tenga vida eterna. La insistencia de parte de Dios es lo que llamamos la voz de la misericordia que clama para la salvación del pecador. Dios ve desde lo alto al hombre que le vuelve la espalda y se postra delante de los ídolos, ve al hombre que le vuelve la espalda y se entrega a las pasiones de la carne buscando con delirio el goce de placeres pecaminosos, ve al hombre que avanza en el camino de perdición que lo lleva al infierno, ve a la mujer que lleva malos pasos, al joven que sigue las inclinaciones de su corazón perverso, y, ¿qué dice a estos hijos ingratos y malos? ¿Los maldice? ¿Los aborrece? ¿Desea su ruina y los deja en paz con sus pecados? ¿Los abandona a su propia suerte mientras se adelantan enloquecidos hacia la ciudad de destrucción? ¡No! Dios dice: Conviértase –ahora– ¡cada uno! Dios dice: Volveos a Mí y yo me volveré a vosotros. Dios dice: Si vuestros pecados fueren como la grana yo los haré blancos como la nieve. Dios dice: Volveos, ¿por qué moriréis? Dios ruega, llama, suplica, insiste, repite, busca y ayuda.

Este texto es un monumento de la gracia. “Conviértase –ahora– cada uno –de su mal camino– hacia el bien y la bondad. Mejorad vuestros caminos y vuestras obras.” Una vida cambiada es la esencia del arrepentimiento; y debe darse a conocer por un corazón nuevo, por un deseo puro, y por una voluntad sujeta a Dios.

Pecado Personal

Debemos descubrir cual es el pecado que cometemos con más frecuencia, con más facilidad, y el que nos es más querido. Para descubrirlo hay un procedimiento facilísimo. Ese pecado es aquel del cual no nos gusta que nos hablen y que el ministro no lo mencione al hacer sus denunciaciones desde el púlpito. Es el pecado que nos delata porque nos ofendemos cuando se descubre en nosotros. Es el que tratamos de encubrir y lo atenuamos llamándolo con otro nombre. Es el que nos esforzamos en no considerar como pecado sino lo juzgamos como una “falta” o como una ligereza. Es el pecado que nos cuesta más dinero y energías. Es el que carcome nuestra salud y el que destruye nuestra paz haciéndonos sentir incómodos e infelices. El pecado que lastima nuestra conciencia y la hace sufrir continuamente porque ella, como índice de Dios, no cesa demostrarnos el mal para que lo desechemos. De estos pecados personales cada hombre debe convertirse a Dios. La religión cristiana es una religión de vida. El que se convierte a Dios adquiere una vida nueva. El primer nacimiento nos hace mortales, y el segundo nacimiento nos hace inmortales. En la conversión nacemos del espíritu, morimos para el pecado y vivimos para Dios. Si no hay cambio no hay ganancia, porque el reptil si no deja de serlo siempre buscará en donde arrastrarse. Y la víbora si no deja de ser víbora siempre conservará su veneno. Pero pensad en el reptil que se convierte en águila, o en la víbora que se convierte en paloma, y veréis en estas figuras la conversión del pecador que deja de ser maldiciente, impuro, injusto, malvado, sucio, vil, bajo, idolatra y se hace recto, ¡y muestra en su vida los frutos preciosos del Espíritu que son amor, gozo, paz, benignidad, bondad, fe mansedumbre y templanza! La voz de la misericordia re clama este cambio para nosotros, para que tengamos vida nueva. “Conviértase ahora cada uno –de su mal camino– y mejorad vuestros caminos y vuestras obras.”

Mientras andamos en el mundo andamos en tinieblas, pero al convertirnos de nuestros caminos para andar en el camino de Dios tenemos luz. Antes éramos ciegos. Después vemos. El ciego se pega a una pared y dice: “aquí se acaba el mundo.” Para el ciego no hay diferencia entre un guijarro y un diamante. El ciego no puede ver el sol. Un ciego puede negar que el cielo es azul o que las estrellas brillan. Y el hombre antes de convertirse ve a los ídolos o a la naturaleza y dice, esto es Dios. Y ve el sepulcro y dice, aquí se acaba todo. Para él no existe diferencia entre el pecado y la virtud. No cree en la bondad, ni en el amor, ni en la justicia, ni en la pureza. No puede ver a Cristo el Hijo de Dios que es el Sol de vida y la Estrella resplandeciente de la mañana. Y la misericordia, compadecida de la ceguedad de los pobres pecadores, clama en las palabras del texto: “Conviértase ahora cada uno!”

Rendición Completa

El asunto se nos presenta de un modo directo para que nadie lo pueda pasar por alto, y en una forma tan personal que no deja a nadie una oportunidad para evadirse. “Cada uno.” De esa manera nadie se escapa. La salvación que Cristo compró con su sangre es para todos los que creen en El, porque a todos los que le recibieron les ha dado poder de ser hechos hijos de Dios, esto es a los que creen en su nombre [Jn. 1:12]. Pero para ser hijos de Dios, debemos comenzar por la conversión. Es decir, por la fe en Él nos viene ese cambio de vida que nos reconcilia con Nuestro Padre. Cada hombre tiene su propio modo de pecar, pero hay que notar que cada uno piensa más en el pecado de los demás que en el suyo propio. Es curioso observar que el adúltero se escandaliza del ladrón, y el ladrón se asusta del borracho. El jugador se cree más bue no que el asesino y el asesino mejor que el jugador. Y todos están ciegos y en la misma esfera de pecado. Porque delante de Dios todos son iguales, todos han pecado y es tan destituidos de la gloria de Dios. La conversión sincera es la que nos hace asustarnos de nuestro pecado y no andar juzgando los de nuestros semejantes. El día en que nos convertimos a Dios dejamos de echar nuestras miradas hacia nuestro derredor y hacia afuera y las echamos adentro hacia el fondo de nuestro propio corazón. Entonces presenciamos el raro efecto del despertar de nuestra conciencia, recobramos la facultad de conocernos y de juzgar nuestra propia maldad, descubrimos nuestros errores, pesamos con exactitud la enormidad de nuestras culpas y comenzamos a sentirnos reos delante de Dios. Entonces decimos como David: “Consideré mis caminos … y torné mis pies en tus testimonios.” [Sal.119:59] Entonces es cuando vemos la distancia que nos separa de Dios y queremos acortarla, es cuando nos vemos perdidos y sentimos la necesidad de Cristo que vino al mundo precisamente “a buscar y a salvar lo que se había perdido.” Es cuando vemos con claridad lo espantoso del pecado; cuando hallamos que éramos como locos, y que por la gracia y la misericordia hemos vuelto en sí; cuando se opera en los hombres, por medio del Espíritu Santo, esa rendición completa que se sigue a la convicción de pecado y cuando la vida nueva se hace manifiesta en todos: Se siente dolor por haber pecado, y se cobra odio por lo que antes era causa de placer; la lengua maldiciente se hace limpia, el envidioso se torna liberal, el orgulloso viene a ser humilde y compasivo, el malvado y el impío, el inmoral y el inicuo se convierten en discípulos de Cristo y viven para sabor de vida, y dejando el hombre viejo, con sus obras, toman ahora el camino de la vida, y sus obras son frutos de justicia aceptables delante de Dios.

Pecador que lees estas líneas, no retardes tu conversión, ni por un día más. Y busca luego una conversión completa. Deja luego todo tu pecado, déjalo por entero, no lo dejes por otro pecado sino apártate decididamente de tu mal camino y conviértete de todo tu corazón para agradar a Dios y andar en su camino que te conduce a la vida eterna. Aprende a aborrecer el pecado y medita en estas palabras que vienen de la misericordia de Dios para ofrecerte por herencia la gloria que Cristo ha preparado para los que le aman: “Conviértase –ahora– cada uno –de su mal camino–, y mejorad vuestros caminos y vuestras obras.”

El Faro, 1917

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