Puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios. Hebreos 12:2
Sólo tres palabras; pero estas tres palabras contienen todo el secreto de la vida. «Mirando a Jesús», en las Escrituras, para saber quién es, lo que ha hecho, lo que otorga, lo que requiere; encontrar en su carácter nuestro modelo, y en su enseñanza nuestra instrucción, en sus preceptos nuestra ley, en sus promesas nuestro sostén, en su persona y en sus obras una completa satisfacción ofrecida a todas las necesidades de nuestras almas.
«Mirando a Jesús» crucificado, para hallar en su sangre derramada nuestro rescate, nuestro perdón y nuestra paz.
«Mirando a Jesús», levantando otra vez, para encontrar en él aquella santidad que sólo puede justificarnos, y por la cual, indignos como somos, podemos acercarnos con la plena seguridad en su nombre, a él que es su Padre y nuestro Padre, su Dios y nuestro Dios.
«Mirando a Jesús», glorificado, para hallar en él nuestro abogado con el Padre, haciendo completa, por medio de su intercesión, la misericordiosa obra de nuestra salvación, apareciendo ahora mismo en la presencia de Dios por nosotros, supliendo la imperfección de nuestras oraciones por el poder de aquellas que el padre escucha siempre.
«Mirando a Jesús», manifestado a nosotros por el Espíritu Santo, para encontrar, en constante comunión con él, la limpieza de nuestros pecaminosos corazones, la iluminación de nuestras oscurecidas mentes, y la transformación de nuestra perversa voluntad; a fin de que triunfemos del mundo y del demonio, resistiendo su violencia por Jesús nuestra fortaleza, y reduciendo a nada sus argucias por Cristo nuestra prudencia, sostenidos y ayudados por la simpatía de Aquel, que fue tentado él mismo, y que resistió y venció.
«Mirando a Jesús», para que recibamos de él la obra y la cruz de cada día, con la gracia suficiente para llevar la cruz y hacer la obra; para ser pacientes por su paciencia, diligentes por su diligencia, amantes por su amor; no preguntando «¿qué puedo hacer yo?» sino, «¿qué no puede él hacer?» Descansando en su fortaleza, que ha sido hecha perfecta en nuestra flaqueza.
«Mirando a Jesús», para que el resplandor de su rostro ilumine nuestra oscuridad, para que nuestro gozo sea santo y nuestro dolor sojuzgado; para que nos haga humildes y nos exalte en tiempo señalado; para que nos aflija y después nos fortalezca; para que nos despoje de nuestra propia justicia y nos enriquezca con la suya; para que nos enseñe a orar y responda a nuestras oraciones; de modo que, mientras estemos en el mundo no seamos del mundo, encerrando nuestra vida con él en Dios, y mostrándola por nuestras obras a los hombres.
«Mirando a Jesús», que ha vuelto a subir a la morada de su Padre para prepararnos un sitio, para que esta consoladora esperanza nos aliente a vivir sin murmurar, y morir sin cuidarnos del día en que ha de hallarse el último enemigo a quien él venció por nosotros, y a quien nosotros venceremos por medio de él; un tiempo el rey del terror; ahora el mensajero de la paz eterna.
«Mirando a Jesús», que da el arrepentimiento así como también la remisión de los pecados, para recibir de él un corazón que conozca sus necesidades, y clame por misericordia a sus pies.
«Mirando a Jesús», para que nos enseñe a poner los ojos en él que es el autor y objeto de nuestra fe; y para que nos conserve esa fe, de la cual él es también el perfeccionador.
«Mirando a Jesús», y no a otro, como nuestro texto lo expresa en una palabra que es intraducible, y que nos ordena a la vez fijar nuestros ojos en él, y separarnos de toda otra cosa.
«A Jesús», y no a nosotros mismos, a nuestros pensamientos, nuestros deseos y nuestros planes; a Jesús, y no al mundo, sus atractivos, sus ejemplos, sus máximas y sus opiniones; a Jesús, y no a Satanás, bien procure amedrentarnos con su cólera o seducirnos con sus halagos. ¡Oh! Cuantas inútiles cuestiones, meticulosos escrúpulos, peligrosos compromisos, distraídos pensamientos, vanos sueños, amargos desengaños, penosas luchas y fatales apostasías pudiéramos evitar mirando siempre a Jesús, y siguiéndole dondequiera que nos conduzca, cuidadosos de no echar una sola mirada a ningún otro camino, pues la más mínima nos haría perder de vista aquel por el cual él nos conduce.
«A Jesús», y no a nuestras meditaciones y plegarias; a nuestras conversaciones religiosas y libros edificantes; a las reuniones de los fieles que frecuentamos, y aún ni a la participación de la cena de nuestro Señor. Hagamos un fiel uso de todos estos medios de gracia; pero no los confundamos con la gracia misma, o volvamos los ojos de él que sólo puede hacerlos eficaces, dándose él mismo a nosotros por sus medios.
«A Jesús», y no a nuestra posición en la iglesia cristiana, al nombre que llevamos, a la doctrina que profesamos, a la opinión que otros tengan de nuestra piedad, o a la que nosotros mismos tenemos. Muchos, que han profesado en el nombre de Cristo, oirán un día que les dice: «nunca os conocí» pero confesará delante de su Padre y sus ángeles aún al más humilde de aquellos que han mirado.
«A Jesús», y no a nuestros hermanos, aún al mejor y más querido de entre ellos. Si seguimos a un hombre, corremos el riesgo de perder nuestro camino; pero si seguimos a Jesús, estamos ciertos de no desviarnos nunca. Además, si colocamos un hombre entre Cristo y nosotros, acontece que el hombre imperceptiblemente crece a nuestros ojos mientras Cristo disminuye y pronto no sabemos cómo hallar a Cristo si no encontrando el hombre, si este nos falta todo está perdido. Pero si, por el contrario, Jesús permanece entre nosotros y nuestro más querido amigo, nuestra adherencia a nuestro amigo será menos directa, y al mismo tiempo más dulce; menos apasionada, pero más pura; menos necesaria, pero más útil; será el instrumento en las manos de Dios de sus copiosas bendiciones, mientras así le agrade; y su ausencia, cuando le plazca dispensárnosla, será todavía uno de sus divinos favores.
«A Jesús», y no a los obstáculos que hallamos en nuestra senda. Desde el momento que nos detengamos a considerarlos, nos asustan, nos enervan y nos abaten, incapaces como somos de comprender las causas porque existen, o los medios por los cuales los superaríamos. El apóstol empezó a sumergirse tan pronto como se volvió a mirar a las turbulentas olas; pero en tanto que continuó mirando a Jesús, marchó sobre ellas como sobre una roca. Cuando más trabajosa es nuestra tarea y nuestra cruz más pesada, más nos conviene mirar a Jesús solamente.
«A Jesús», y no a los temporales beneficios que gozamos. Mirando primero a estos corremos el riesgo de ser tan cautivados por ellos, que oculten a nuestra vista al que nos los da. Por el contrario, si miramos a Jesús primero, recibimos todos estos favores como venidos de él, escogidos por su sabiduría, dados por su amor; mil veces más preciosos porque recibimos de sus manos, gozamos de ellos en comunión con él y los usamos para su gloria.
«A Jesús», y no a nuestra propia fortaleza, pues con ésta sólo podemos glorificar a nosotros mismos. Para glorificar a Dios, necesitamos de la fortaleza de Dios.
«A Jesús», y no a nuestra flaqueza. ¿Hemos sido nunca fortalecidos por lamentar nuestras debilidades? Pero si miramos a Jesús, su fortaleza fortificará nuestros corazones, y prorrumpiremos en cánticos de alabanza.
«A Jesús,» y no a nuestros pecados. La contemplación del pecado trae solamente la muerte; pero la contemplación de Jesús trae la vida. No era mirando a sus heridas, sino a la serpiente de bronce, como los israelitas sanaban.
«A Jesús», y no a la ley. La ley nos da sus mandamientos, pero no comunica la fortaleza necesaria para obedecerlos. La ley siempre condena, nunca perdona. Estar bajo la ley es estar fuera del alcance de la gracia. Si juntamos los medios de nuestra salvación a la misma medida de nuestra obediencia, perderemos nuestra paz, nuestra fortaleza, nuestro gozo, pues olvidamos que «Cristo es el fin de la ley por justicia para todo el que cree». Tan pronto como la ley nos ha obligado a buscar la salvación solamente en Cristo, él sólo puede ordenar obediencia—obediencia que pide todo nuestro corazón y nuestros más secretos pensamientos, y será un yugo de hierro y una carga intolerable al paso que es también obligatoria; obediencia que él no solamente ordena sino inspira, que bien extendido es menos una consecuencia de nuestra salvación que una parte de ella, y semejante a cualquiera otra es el don de la gracia dada gratuitamente.
«A Jesús», y no a lo que hacemos por él. Si nos preocupamos con lo que hacemos, nos olvidamos de nuestro Salvador y Maestro; tendremos nuestras manos llenas y nuestro corazón vacío; pero si miramos constantemente a Jesús, no podemos olvidar nuestra obra; si nuestro corazón está lleno con su amor, nuestras manos estarán también diligentes en su servicio.
«A Jesús», y no a los resultados de nuestros esfuerzos. Un resultado aparente no es siempre la medida de un resultado real; y además Dios nos ordena trabajo, no resultados; él nos pedirá cuenta de nuestro trabajo, pero no de nuestros resultados; ¿porqué, pues, nos ocupamos tanto de esto? Sembremos la semilla, Dios hará producir el fruto; si no hoy, será mañana; si no para nosotros, será para otros. Aun cuando los resultados hayan sido para nosotros, sería siempre peligroso ocuparnos con placer de esto: por una parte estamos dispuestos a reclamar para nosotros algo de la gloria; por otra estamos prontos para aflojar en nuestro celo cuando cesamos de ver buenos resultados, esto es, precisamente cuando debíamos redoblar nuestra energía. Mirar a nuestros resultados es caminar porque vemos; mirar a Jesús y perseverar en seguirle y servirle a despecho de todo contratiempo, es caminar por fe.
«A Jesús», y no a los dones que hemos recibido o estamos ahora recibiendo de él. La gracia de ayer fue dada por el trabajo de ayer; no podemos hacer uso de ella por más tiempo. La gracia de hoy, por la obra de hoy, es encomendada a nosotros no para que la contemplemos, sino para que la usemos; no para ostentar que estamos enriquecidos con ella, sino para que la empleemos de modo que podamos en nuestra escasez mirar a Jesús.
«A Jesús», y no a lo profundo de la tristeza que sentimos por nuestros pecados, o al grado de humildad que producen en nosotros. Si nos humillan, para que no nos deleitemos más tiempo en nosotros mismos; si nos abaten, para que miremos a Jesús que nos libertará de ellos, he aquí todo lo que exige de nosotros. Que le miremos, y esta mirada hará fluir nuestras lágrimas y caer nuestra soberbia.
A «Jesús,» y no a la viveza de nuestro gozo o al fervor de nuestro amor. De otro modo, si nuestro amor parece resfriarse y nuestro gozo se oscurece, bien a causa de nuestra tibieza, o por la prueba de nuestra fe, tan pronto como aquellas emociones hayan pasado creeremos que hemos perdido nuestra fortaleza, y nos entregaremos a un desesperado desaliento, si no a una inercia. ¡Ah! Recapacitemos, más bien, que si las dulzuras de las emociones religiosas se necesitan algunas veces, la fe y su poder nos han dejado; y, para que siempre abundemos en la obra del Señor, miremos constantemente, no a nuestros vacilantes corazones, sino a Jesús, «el mismo ayer, hoy, y siempre».
«A Jesús», y no a nuestra fe. El último artificio de Satanás, cuando no puede extraviarnos, es hacer que separemos los ojos de Jesús para mirar a nuestra fe; desalentarnos si es débil, envanecernos si es sólida, y en uno y otro caso debilitarnos. Pues no es nuestra fe la que nos hace fuertes, si no Jesús por medio de ella; no nos fortalecemos por contemplar a nuestra fe, sino por mirar a Jesús.
A «Jesús», pues de él es y por él que aprendemos, no sólo sin detrimento sino para el bien de nuestras almas, todo cuanto debemos saber del mundo y de nosotros mismos; de nuestra flaqueza, nuestros peligros, nuestros recursos y nuestros triunfos, viendo todas las cosas en su verdadera luz; porque él nos las mostrará a su tiempo y a medida que su conocimiento esté mejor calculado para producir en nosotros los frutos de humildad y sabiduría, de gratitud y valor, de vigilancia y oración. Todo lo que es provechoso para nosotros, Jesús nos lo enseñará; todo lo que él no nos manifieste, mejor es que no lo conozcamos.
«Mirando a Jesús», durante todo el tiempo que nos está señalado aquí abajo: a Jesús siempre de nuevo, sin ocuparnos de recordar un pasado que apenas conocemos, no cuidarnos de un porvenir desconocido que distraiga nuestros pensamientos; a Jesús ahora, si nunca le hemos mirado; a Jesús otra vez si hemos cesado de hacerlo; a Jesús todavía, a Jesús siempre, a Jesús sólo, con una mirada fija y constante, «cambiado en la misma imagen, de gloria en gloria»; aguardando de este modo la hora en que nos llame a pasar de la tierra al cielo, y del presente a la eternidad: hora dichosa y prometida, en que al fin seremos «semejantes a él, pues lo veremos cómo es».
El Evangelista, 1880