Los milagros que registra el Nuevo Testamento obrados por Cristo, y por los apóstoles en su nombre, han sido y son piedra de tropiezo para muchas inteligencias bien equipadas. ¿Cómo es que el espíritu de reflexión, de examen, de meditación no dice a esas inteligencias que no existe tal tropiezo?
La especulación de esas vivas y ardientes imaginaciones ha pretendido encontrar muchos medios para explicar esos hechos que, según ellos, el misticismo de los discípulos de Jesús achacó a milagros. Así, cuando el Maestro ordenó a un paralítico ponerse de pie, tomar su lecho e irse, la sanidad se debió a un acto de sugestión; y la aparición de Jesús resucitado a María Magdalena, fue sólo la apariencia forjada en la mente amorosa y agradecida de esa mujer. Así, el amor hizo ver lo que no era nada, produciendo esa paradoja que el mundo cristiano denomina: el milagro de la resurrección de Cristo.
Así dogmatiza la escuela moderna de la alta crítica. Y su doctrina floreada con hermosas palabras, con teorías doradas, halla eco en tantos cerebros estudiosos que por este capítulo desdeñan, rechazan el cristianismo, es decir, la doctrina espiritual del Salvador. Es que esos cerebros estudiosos, llevados de la investigación, pretenden explicarlo todo para creer lo que pueda ser sometido a los límites de la inteligencia humana. Bueno es recordar que la inteligencia por sí sola no es capaz de dirigir a la humanidad. Las religiones cuentistas del Egipto y de la Grecia, especialmente, fracasaron, no fueron capaces de dirigir los destinos del hombre, si bien éste pudo alcanzar grandes progresos en ciencias y artes.
Convenimos en que hay pensadores a quienes debemos suponer sinceros, que desearían, para hacerse cristianos, no existieran estas piedras de dificultad. Y así quisieran que los milagros, o fueran desechados o quedaran en el terreno de la investigación científica para dar de ellos una explicación razonable.
Tal vez no piensan con suficiente imparcialidad para comprender que el Evangelio por su naturaleza, por su origen tiene que ver, necesariamente, con hechos sobrenaturales. Si así no fuera, el cristianismo no podría afrontar las dificultades que encierra el misterio del pecado, su expiación en la cruz, y el de Dios creador y espiritual.
Si hay religión alguna que pueda tener este nombre donde no existan estas dificultades, donde todo lo explique la mera razón, debemos desde luego desecharla como inútil, inadecuada, pues tal religión no estaría más alta que el entendimiento del hombre. Lo que necesitamos en materia de religión es un principio superior al hombre, una fuerza sobrenatural.
Si aún nuestra propia existencia no es comprendida; si la biología y la química no explican el origen de la vida física, ¿cómo pedir una religión que pueda caber en el crisol de un laboratorio? ¡Dios es un ser tan grande que sería arrogante pretensión comprenderle y explicárnoslo! En tal caso sería inferior a nosotros, ¡y ya no sería Dios!
Considerado el asunto por este lado ¿qué de extraño y extravagante es el que Jesús obrara milagros? antes bien ¿no es natural que un ser tan extraordinario, superior a los demás hombres, obrara cosas superiores a los hombres también? Si Jesús vivía estrechamente unido a Dios sus obras tenían que ser la expresión del poder de Dios. Estos fueron los milagros de los apóstoles: la manifestación de su fe viva en Dios, en esa época introductora del cristianismo en el mundo. Los milagros fueron señales externas del poder divino de la religión de Jesucristo.
¡Ah! si en Cristo no viéramos, a más de su carácter inmaculado, un poder maravilloso ¡para qué creer en él! Si él no pudiera hacer más que lo que hacen los sabios en el campo de la ciencia, ¡entonces qué necesidad habría de religión! Y para no necesitar religión sería preciso terminar con todos esos problemas morales que agitan el alma del ser humano.
Tal cosa es imposible. Como seres inteligentes, capacitados para obrar el bien y el mal, tenemos conciencia de nuestra responsabilidad, y de ahí las luchas, penas y amarguras de la vida. Esa conciencia moral que en sí es un misterio, nos dice con elocuencia que necesitamos de Dios; pero no el Dios forjado por el hombre, sino el Dios revelado en Cristo, y dado a conocer en el Evangelio; el Dios que obra milagros, es decir, que ejecuta su voluntad por medios superiores a nuestra comprensión porque son divinos.
El hombre ha sido hecho para habitar el planeta, y las leyes que rigen el mundo, también para su beneficio. ¿Qué extraño que Dios obre milagros en favor del hombre? Entonces el hecho mismo de este poder que obra hace del cristianismo la única religión divina, la que necesitamos los pobres pecadores. Entre todos los milagros el más maravilloso y al alcance nuestro es la conversión del pecador. Esto no es sino el fruto de la fe en Cristo, «porque sin fe es imposible agradar a Dios.»
El Heraldo Cristiano, 1917