Los milagros de nuestro Señor

LAS OBJECIONES A LOS MILAGROS

La Edad Media –desde el derrumbamiento del Imperio de Roma hasta el Renacimiento de los siglos XV a XVII– se ha llamado con razón la «edad del oscurantismo», ya que declinó la civilización entre las naciones occidentales, y se aumentaron el formalismo y la superstición en el área de la cristiandad. Con todo, en el medioevo nadie dudaba del hecho de Dios, y la Teología era la reina de las ciencias, que presidía y ordenaba a todas las demás. Cuando el humanismo del Renacimiento produjo su fruto maduro en los siglos XVIII y XIX, los pensadores se habían impresionado tanto con el buen orden de la naturaleza, y se habían alejado tanto de toda sujeción a Dios, no sólo en la esfera de la moral, sino también en la del raciocinio que dieron en pensar que toda alteración en las leyes de la naturaleza sería inverosímil, por no decir imposible, y por tales motivos, basados en la pretendida «razón» que todo lo comprendía, rechazaron el milagro, considerándolo como un resto de la edad de la superstición.

La objeción al milagro se resumió en una proposición del filósofo Hume, que muchas veces se cita: «No puede haber testimonio suficiente para establecer el hecho de un milagro, a no ser que la negación del hecho supusiera condiciones más milagrosas aún que el hecho que se pretende demostrar. En resumen, es contrario a la experiencia que un milagro sea verdadero, pero no es contrario a la experiencia que la evidencia sea falsa.» De paso podemos notar que la negación del elemento milagroso en la Persona Y la obra de Cristo supondría que algunos estupendísimos ingenios hubiesen «inventado» el hecho de aquella Vida que tanto descuella por encima de toda experiencia humana, que en sí llegaría a ser un fenómeno más milagroso que el elemento milagroso que se describe en los Evangelios; pero en este lugar nos toca adelantar consideraciones qué demuestren que filósofos como Hume se encerraban dentro de unas teorías mecanicistas que les impedían ver factores vitales y espirituales al alcance de todo aquel que busca la verdad sinceramente, y que admite el peso de la buena evidencia que Dios ha provisto.

Como veremos más abajo, es cierto que no hemos de ser estúpidamente crédulos, admitiendo todo pretendido milagro que nos quieren referir, pero la credulidad es algo muy diferente del aprecio del milagro como parte integrante de la obra redentora y restauradora de Dios, consistente en todas sus partes, y que tiene la Persona de Cristo por Centro.

CONSIDERACIONES PRELIMINARES

Las maravillas de la naturaleza

La ciencia es la «diosa» del siglo XX, y las constantes noticias de nuevos asombrosos descubrimientos, que se aplican luego a la técnica de materias tan distintas como son las de la medicina, la cirugía, toda clase de comunicaciones, las máquinas calculadoras, el automatismo electrónico, la exploración del espacio, ciencia de la guerra, etc., juntamente con la presentación popular de muchas teorías científicas como si fuesen hechos comprobados, llevan a muchas personas a creer que «la ciencia lo explica todo». No hay nada más alejado de la verdad, puesto que los nuevos descubrimientos no hacen sino aumentar los misterios que quedan sin explicación. Fisiólogos pueden descubrir las diferentes etapas del desarrollo del embrión en el seno materno, pero nadie tiene la más remota idea de lo que constituye la fuerza vital que ordena la multiplicación de las células orgánicas, desde la original fertilizada, hasta formar el complicadísimo organismo del cuerpo humano, que nace con todo lo básico para la vida, ya provisto, no sólo en cuanto a lo físico, sino también a lo síquico. El «milagro» de la gestación supera por mucho la organización y puesta en marcha de los complejos industriales modernos, adaptados a la producción de múltiples productos, dotados de sus laboratorios, amén de infinidad de dispositivos eléctricos y electrónicos. Quienes niegan la posibilidad del milagro necesitan recordar que entran en juego fuerzas y operaciones todavía inexplicables cada vez que levantamos un dedo, o que apreciamos el detalle y el significado de cualquier panorama u objeto que tengamos delante, a fin de que se revistan de más humildad al pensar en la posibilidad de existir otras fuerzas, propias de otros estratos de experiencia y de vida. Para el creyente todo se relaciona con la posibilidad y la necesidad de que Dios se manifieste al hombre que él ha creado, y bien que no hará violencia a la razón qué ha recibido de Dios, y esperará ver una obra consecuente, de acuerdo con lo que Dios va revelando, no tendrá la loca pretensión de «saberlo todo», ni rechazará todo lo que no entra inmediatamente en el área de su propia experiencia, pues se dará cuenta de que aun los que más saben de las operaciones de la naturaleza no han hecho más que mojar los pies en el océano de los misterios que se van descubriendo.

Las leyes de la naturaleza

Parece muy razonable a primera vista, la proposición de que «las leyes de la naturaleza son inviolables». El orden «natural es evidente en los fenómenos tan conocidos de la alteración del día de la noche, debido a la rotación del globo terráqueo sobre su eje, como también la sucesión de las estaciones que se deben al largo viaje elíptico de la tierra alrededor del sol como centro. El buen funcionamiento de la sublime máquina cósmica facilita el cálculo de los movimientos de los astros, la predicción de los eclipses de la luna y del sol, y aun el tiempo aproximado de aparecer algún cometa. Se conocen y se pueden anticipar igualmente los fenómenos vitales de la fertilización, del crecimiento de cuerpos orgánicos, y de la madurez y del decaimiento de los mismos, porque se repiten constantemente como parte integrante de la experiencia humana. Todo ello es como el movimiento exacto de las manecillas de un buen reloj, que demuestra que toda la maquinaria está diseñada y construida con el fin de señalar el paso de las horas. Pero eso no obsta para que el relojero pueda cambiar los movimientos, si así lo requiere algún designio especial suyo. Gracias a la regularidad de las operaciones de la naturaleza se hace posible el desarrollo normal de la vida del hombre sobre la tierra donde Dios le ha colocado; pero la regularidad es obra de Dios, quien no ha de estar limitado a ella en el desenvolvimiento de sus vastos designios.

La palabra «ley» nos puede engañar, haciéndonos pensar en una obligación superior que ha de cumplirse a la fuerza; pero de hecho una «ley de la naturaleza» no pasa de ser la formulación de los resultados de las observaciones de los científicos en la limitada esfera que se presenta a sus experimentos y comprobaciones. Una forma más exacta de expresión sería la siguiente: «Según las observaciones realizadas en esta esfera, y por el tiempo limitado de los experimentos, se ha observado que el cielo de acontecimientos es invariable en el caso tal o cual, y que parece obedecer a la operación de las fuerzas X o Y.» Este orden permite el avance hacia nuevos descubrimientos pero no limita a Dios en sus planes y operaciones.

La «ley de Newton» ha sido sustituida por la «ley de Einstein», ya que nuevos descubrimientos y cálculos han señalado un aumento de complejidad antes desconocida en muchos fenómenos. Los movimientos de las partículas asociadas con el átomo en su fisión o fusión no se sujetan a las «leyes» de las masas antes conocidas; en la biología y la sicología entran factores vitales que no admiten una explicación mecanicista, y las decisiones que corresponden a la voluntad de los animales y, sobre todo, de la responsabilidad humana, no pueden predecirse, escapando las actividades en estas esferas de las casillas de las llamadas «leyes». No pecamos pues de una ridícula irracionalidad al pensar que, por encima de todas las «leyes» que se conocen aquí, y que se complican cada vez más, funcionarán «leyes espirituales» que son normales en su esfera, y que pueden inferirse en las esferas más humildes cuando la voluntad de Dios así lo requiera.

El mundo actual ha sufrido una alteración

Si el mundo fuese perfecto, quizá sería más improbable que Dios alterase el orden que él ha establecido –bien que siempre estaría dentro de las posibilidades divinas–, pero no se trata de un mundo perfecto, sino de uno que sufre los efectos del pecado, que en sí constituyen una alteración fundamental del orden original, por la cual todo había de hallar su centro en Dios. El pecado es la «anomía», la «ausencia de ley», ya que obra en contra de la voluntad de Dios y es causa de los estragos consiguientes; en primer lugar en la esfera espiritual y moral de la actuación del hombre, y, como consecuencia de ello, hasta en el cuerpo, y aún en el medio ambiente. Los milagros de sanidad de Cristo no alteraban el orden de la naturaleza, sino que restauraban algo que no funcionaba bien en él a causa del pecado. Igualmente sus milagros de previsión (el de convertir el agua en vino, el de multiplicar los panes y peces, etc.) suplían faltas materiales debidas al desarreglo causado por el pecado en la sociedad humana. Hay milagros de juicio, como veremos, pero no entran en operación hasta que un rebelde haya rechazado la operación de la gracia de Dios. «La paga del pecado es muerte», y toda enfermedad o defecto físico señala el fin del organismo corporal, que es su disolución total. Cada milagro de sanidad (veremos luego su valor como «señal») indica la posibilidad de restauración, de resurrección y de una plenitud de vida por la obra del gran Sanador.

Las consideraciones antecedentes manifiestan la pobreza de la proposición de Hume, que se quiere apoyar sobre conceptos materiales y mecanicistas de la vida, sin base posible aparte de una selección limitadísima y arbitraria de las lecciones de la experiencia, y que no toma en cuenta el hecho de la revelación, ni quiere meditar en el significado especialísimo del Hecho de Cristo y de sus obras de poder.

La actitud de los hebreos ante las obras de Dios

Los relatos de milagros se sitúan dentro del marco de la revelación que Dios nos ha dado por medio de los hebreos. En su decadencia los judíos pedían «señales» fuera de sazón, impulsados por un espíritu de incredulidad, pero nunca les causaba la menor perplejidad que Dios se manifestara en la historia según los dictados de sus eternos designios. No cabía en su pensamiento el concepto de una naturaleza autónoma, de leyes invariables, puesto que discernían en todo proceso de vida, y en todo fenómeno de la naturaleza, la intervención directa de Dios, quien mandaba descender las lluvias y hacía audible su voz en los truenos: «quien midió las aguas en el hueco de su mano … y pesó en romana las montañas y los collados en balanza» (Isa. 40:12) … «¡Voz de Jehová sobre las aguas! ¡Truena el Dios de gloria! … La voz de Dios quebranta los cedros y Jehová hace pedazos los cedros del Líbano … la voz de Dios taja con llamas de fuego» (Sal. 29:3-7, con todo el contexto).

¿Qué de especial había, pues en una intervención divina que rebasara la experiencia normal de sus criaturas? Lo extraño habría sido para los hebreos que el Dios de maravillas no hubiese dado a conocer su presencia, su poder y su obra a través de manifestaciones asombrosas. Los paganos adoraban a sus dioses bajo la similitud de imágenes, presentes y visibles; a los hebreos fieles no les era permitido esculpir representaciones de Jehová, pero, sí contaban en sus anales y cantaban en sus salmos las grandes obras de Dios en la historia.

Los milagros surgen del propósito de Dios al revelarse a los hombres, y al llevar a cabo su plan de redención

Los milagros bíblicos no son meros portentos que causan asombro, sino manifestaciones de la constante actividad de Dios al darse a conocer a los hombres, y al adelantar su vasto plan para la bendición y la salvación de sus criaturas. Un hombre llega a ser conocido, no por una descripción dada por una tercera persona de su temperamento, de sus cualidades, etc., sino a través de una prolongada experiencia de la manera en que habla, reacciona y obra. Un Dios pasivo, al modo del «Absoluto» de algunos sistemas filosóficos, nunca sería conocido por sus criaturas; pero el Dios de Israel, el Dios nuestro, se da a conocer por lo que hace, dejándonos además una narración auténtica de sus obras para que la revelac1on se haga extensiva a todas las generaciones. La obra del Éxodo es típica de tantas otras y se ve la reacción ante ella del pueblo de Israel en Ex 14:31: «Israel pues vio la obra prodigiosa que hizo Jehová contra los egipcios, y temió el pueblo a Jehová, y creyeron en Jehová y en Moisés su siervo.»

Si ello es verdad en cuanto a las obras de poder del A. T., se acentúa la misma verdad en las obras del Siervo de Jehová en la tierra. Hemos de volver al tema de la revelación del Verbo por medio de sus obras, y mucho se ha escrito sobre el mismo en las secciones V y VI, pero se ha de mencionar aquí a fin de que veamos los milagros integrados en el gran designio de la revelación de Dios en la Persona de Cristo.

De igual forma cada milagro se lleva a cabo dentro de la órbita del plan de la Redención, y lo adelanta en mayor o menor grado. He aquí una diferencia fundamental que distingue el milagro bíblico de los portentos humanos, y que hace que cada obra de poder se produzca dentro del marco de las condiciones morales y espirituales adecuadas a una obra divina (véase abajo «Los milagros engañosos»).

LA DEFINICIÓN DE UN MILAGRO

Un milagro es un acontecimiento en la esfera material y visible que trasciende la experiencia normal del hombre, quien no percibe la causa que surte el efecto producido, bien que éste se aprecia por la evidencia de sus sentidos.

A nuestra definición hemos de añadir estos corolarios:

a) Una experiencia subjetiva y espiritual puede ser sobrenatural, y constituir una señal de las operaciones de Dios para quien pase por ella, pero no se ha de clasificar como un «milagro», puesto que no se puede someter a la prueba en la esfera física.

b) Los resultados asombrosos de las invenciones de los hombres se habrían considerado como «milagros» por nuestros antepasados, quienes habrían pensado que el hecho de ver y oír a una persona que actuaba a centenares de kilómetros de su auditorio constituía evidencia irrefragable de una intervención de un poder sobrenatural, fuese de Dios o del diablo. Ahora los técnicos pueden reproducir a voluntad las condiciones necesarias para la televisión y la audición radial, de modo que la «maravilla» se limita al asombro que debe sentirse ante las fuerzas con las cuales el Creador dotó a su creación, y a nuestra admiración ante la paciencia y la pericia de los científicos y técnicos que han podido controlarlas para sus fines. Pero sería un error suponer que todo aparente milagro se ha de explicar por fin como el aprovechamiento de las fuerzas naturales a la disposición del hombre. Por ejemplo, si estando en Barcelona viéramos a un amigo en Madrid, y sostuviéramos una conversación con él, sin el aparato que controla y encamina las ondas, el mismo fenómeno sería milagroso.

Tratándose de milagros divinos, tenemos que añadir que en todo milagro se ha de percibir la suprema Inteligencia que lo produce, viéndose que la obra se conforma a las demás manifestaciones de la misma Mente divina. Siempre se vislumbra, pues, un propósito moral o espiritual que trasluce el suceso físico (véase la lista al final de la Sección). Pero un milagro no deja de serlo aún si se efectúa por una potencia satánica, de donde surge la necesidad del discernimiento que notaremos luego. Los términos del apartado siguiente se aplican por igual a milagros divinos y satánicos.

«Maravillas (milagros), prodigios y señales»

En varios lugares del N.T. hallamos una triple designación de los milagros, y es importante notar los vocablos griegos (el orden puede variar) de «dunameis», «terata» y «semeia». «Dunameis» es equivalente a «poderes», o a manifestaciones de poder, ya que, por definición, cada milagro es el resultado de una fuerza que no es conocida en las actividades y operaciones normales de los hombres. «Terata» puede traducirse como «portentos», y subraya el elemento de asombro y sorpresa que excita el milagro en quienes lo presencian. «Semeia» equivale a «señales», y nos lleva a considerar el significado de la obra de poder, que no es un mero espectáculo, sino la expresión (en el milagro divino) de un aspecto de la Persona de Dios o de sus operaciones en el mundo.

Lógicamente debiéramos empezar con el término «terata», ya que la primera finalidad del milagro es la de «llamar la atención» a personas que de otra forma no saldrían de los intereses egoístas de la vida. En Marcos 6:51 se nota que los discípulos «quedaron sobremanera asombrados» después de que Jesús hubiese andado sobre las aguas, y en el capítulo siguiente (7:37) las gentes, después de presenciar la curación del sordomudo: «quedaron sobremanera asombradas, diciendo: «Admirablemente lo ha hecho todo; hace oír a los sordos y hablar a los mudos».» Para otras menciones de «asombro» ante los milagros de Jesús véase Mar. 2:12; 4:41; 5:42.

Pero las gentes que exclamaron al comprobar que el que había sido sordo y mudo ya oía y hablaba, sacaron la conclusión: «Bien lo ha hecho todo», reconociendo el poder benéfico del milagro. Sabían que el «portento» era también «una obra de poder», que es el segundo paso en la experiencia de quienes han de aprender el «lenguaje» del milagro y no limitarse a hacer comentarios superficiales sobre lo portentoso del caso. De hecho, como hace ver R. C. Trench, los milagros pueden describirse como «señales y portentos», o como «poderes», o como «señales», pero jamás en el N.T. se denominan «tarata» a secas, pues la maravilla ha de conducir siempre a la comprensión de que está en operación una potencia, y que es necesario saber el significado de la manifestación de ella. Los milagros de Cristo y de sus Apóstoles, a pesar de la falta absoluta del aparato humano asociado con el poder, manifestaban que el Reino venía con potencia, Y que, faltando a los siervos de Dios ejércitos, riquezas materiales, cortes y las maquinaciones de la diplomacia, aún eran instrumentos por medio de quienes Dios obraba de tal forma que se evidenciaba una soberanía muy por encima de los limitados señoríos de este mundo.

El apóstol Juan se limita al término «semeia», «señales», ya que cada obra de gracia y poder revelaba un rasgo más del Verbo encarnado, e iluminaba otro aspecto de su obra redentora. Lo extraño es que los judíos incrédulos pidiesen repetidamente que el Señor les mostrase una señal, pero no sabían comprender el significado de aquellas grandes obras («cuales ningún otro ha hecho») que el Maestro realizaba delante de sus ojos (Juan 2:18; 6:30; Mat. 12:38; 16:1). Veremos luego que la «señal» habla claro al hombre humilde que busca a Dios, pero no dice nada al endurecido.

Los términos que hemos notado se hallan en el discurso de Pedro ante los judíos en el Día de Pentecostés: «Jesús Nazareno, varón aprobado de Dios entre vosotros por medio de los milagros, prodigios y señales que Dios hizo por él en medio de vosotros, como también vosotros sabéis …» (Hech. 2:22). Se aplican igualmente a la labor apostólica según Heb. 2:4, y en 2 Cor. 12:12 Pablo los emplea con referencia a su labor especial, constituyendo «las señales de un apóstol».

Es triste notar que la triple designación, tan honrosa en la que había de resplandecer la gloria de Dios, prepotente en la misión de Cristo y de sus siervos, se aplica a la nefasta obra del anticristo en 2 Tes. 2:9: «Será revelado el inicuo … cuya venida es según operación de satanás, con toda clase de milagros («dunameis»), y señales y falsos prodigios …» El diablo habrá de movilizar todas sus fuerzas en un intento último y desesperado para levantar a los hombres en rebelión contra el Cristo de Dios. Los falsos milagros serán «potencias satánicas», y «señales» de las operaciones del enemigo, pero «falsos» porque pretenden dar la idea de un poder superior al de Dios, y de una «bendición» independiente del Creador. El breve florecer de este período de señales diabólicas terminará con la destrucción del hombre de pecado, y de cuantos rehusaron la verdad para creer en la mentira.

LOS MILAGROS DE CRISTO

El valor esencial de las obras

Al final de esta Sección el lector hallará un cuadro que presenta los milagros de Cristo en su orden cronológico, con indicaciones de la clase de poder que se manifestaba en cada uno, juntamente con la lección principal. Debe leer el relato completo de todos estos milagros, meditando en lo que «señala» cada uno, y la manera en que la gloria de Dios transparenta el velo del acontecimiento físico. Sólo esta meditación en el texto bíblico le hará comprender la inmensa importancia de estas obras de poder, formándose el hermoso tejido de los Evangelios de la trama de las enseñanzas y la urdimbre de las obras. Hallamos resúmenes de las obras de Jesús de Mat. 4:23; 8:16-17, etc., que nos hacen saber que los relatos detallados son típicos de un sinnúmero de curaciones parecidas.

Los milagros como pruebas mesiánicas

«¿Hasta cuándo nos ha de tener en suspenso? –preguntaron los judíos incrédulos–. Si tú eres el Cristo, dínoslo claramente.» Respondióles Jesús: «Os lo dije, y no creéis; las obras que hago en el nombre de mi Padre, éstas dan testimonio de mí» (Juan 10:24-25; comp. 5:36; 10:37, 38; 14:11; 15:21-25; Mat. 11:2-6). Hemos notado anteriormente que Cristo eludía la declaración pública y clara de ser él el Mesías, con el fin de evitar los movimientos revolucionarios asociados con la idea de un mesías político, pero esperaba que los sumisos de corazón entendiesen el «lenguaje» de las obras que evidenciaban de la forma más clara la llegada del Ungido. Quien no entendía las señales, probaba que aborrecía tanto al Señor como al Padre que le había enviado. En el precioso relato de la curación del paralítico en Mar. 2:1-12, Jesús mismo señala el milagro como prueba de su autoridad divina de perdonar los pecados. «Para que sepáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (dice al paralítico): Levántate, toma tu lecho y vete a tu casa.»

La evidencia que apoya los relatos

Hume pensaba que ninguna evidencia literaria podría probar la realización de un milagro, y T. H. Huxley declaró que para «dar por buena» la gran obra de la multiplicación de los panes y peces, habría sido necesario que alguien hubiese pesado la provisión del muchacho antes, como también los fragmentos que quedaban después, al par que se cerciorara de que todos los individuos que componían la multitud hubiesen quedado satisfechos. ¡Cómo si los milagros hubiesen de producirse en un laboratorio! Si tales pruebas tuviesen que aplicarse a los acontecimientos pasados, quedaríamos sin historia, pues ninguno podría establecerse. Para personas sensatas basta que los testigos sean fidedignos, que el testimonio se confirme por varios de los tales, y que la presentación sea natural, de acuerdo con el contexto total y con el carácter y la obra de los protagonistas. Todas estas seguridades se nos dan en los relatos de los milagros de los Evangelios, que se distinguen por su sobriedad, por su naturalidad y por su calidad espiritual a diferencia de todas las fantásticas narraciones de los seudoevangelios. Estos pretenden ofrecer relatos de la infancia y juventud de Jesús, y demuestran los absurdos que inventarían personas piadosas y de buenas intenciones al imaginarse lo que Jesús habría podido ser y realizar. Se ve a Jesús hacer pajarillos de barro, que luego hace volar, y, lo que es peor, se le presenta como un muchacho vengativo que se valió de su poder divino para hacer morir a un compañero que le había contrariado. No hace falta que volvamos sobre el tema de la historicidad de los Evangelios, pero sí recordamos la importancia especial del tercer Evangelio sobre este terreno de la apologética, ya que Lucas no sólo se prueba como historiador exacto y concienzudo en Los Hechos, sino que, siendo médico, no había de dejarse ilusionar por pretendidas curaciones si no hubiese quedado convencido de su veracidad. Es cierto que no era testigo ocular, pero si un redactor admirablemente equipado para la labor de investigar la evidencia oral y escrita con referencia a las sanidades. Su lenguaje refleja el interés de un médico en la diagnosis del mal y en la descripción de la cura, según las cuidadosas investigaciones de Hobart.

Los milagros máximos de la Encarnación y de la Resurrección

La intervención personal de Dios en los asuntos de este mundo por medio del Hijo-Verbo es en sí «milagrosa», puesto que trasciende totalmente la experiencia normal del hombre pecador. La Encarnación es un hecho único, por el que Dios se enlaza con la raza creada, manifestándose después en medio del cosmos el Hombre-Dios, en cuyas manos Dios ha encomendado todas las cosas. Sin la Encarnación no existe el Cristo de Dios, y sin el Cristo no hay fe cristiana; Si, pues, el cristiano admite el sorprendente hecho de la Encarnación, porque corresponde a la evidencia, de la vida de Jesús, resulta ser una locura procurar «explicar» los milagros alegando, como hacen algunos, una especie de sicoterapéutica efectuada por la potente personalidad de Jesús; o, en otros casos, unas circunstancias más o menos normales exageradas por los ojos admirados de los discípulos.

La Resurrección del Señor es un tema de tanta importancia que se ha de tratar al fin de este libro, pero es pertinente hacer constar aquí que el levantamiento de un hombre de entre los muertos es un milagro máximo, completamente fuera de la órbita de nuestra observación normal. Al mismo tiempo es piedra angular de la doctrina cristiana, y la manifestación por excelencia de la potencia de Dios: «La operación de la potencia de su fuerza, la cual obró en Cristo, resucitándole de los muertos, y colocándole a su diestra en los cielos» (Efe. 1:20). No sólo eso, sino que se presta a la prueba evidencial de una forma que es imposible en el caso de la Encarnación, por la misma naturaleza del acontecimiento. Admitida la evidencia que sustenta el excelso acontecimiento de la Resurrección, no hay dificultad alguna en comprender que el Príncipe de Vida había de bendecir a los quebrantados de cuerpo y de alma en el curso de su ministerio en la tierra.

La gloria del Verbo reflejada en los milagros

A riesgo de repetir algunas de las observaciones antecedentes de esta misma lección, y conceptos adelantados en las Secciones V y VI, hemos de recalcar la inmensa importancia de los milagros como «señales» que dan a conocer tanto al Hijo como al Padre (Juan 14:7-9). Si bien Dios se descubre en todas sus obras, la revelación adquiere caracteres de inusitada brillantez en los milagros de Cristo. Dios en Cristo se sitúa una y otra vez frente a hombres y mujeres que sufren en sus almas y cuerpos los estragos del pecado, y dondequiera que se produzca el encuentro –y que un espíritu de incredulidad no impida la bendición– la plenitud de gracia y poder, al impulso de un amor sin límites, sana completamente al enfermo, sin que se perciba diferencia entre enfermedades funcionales u orgánicas, sin que se exceptúe ningún hombre de fe, y sin que quede el menor rastro del mal. Por un breve momento profético se vislumbra la consumación de todo el Plan de la Redención en la completa restauración del cuerpo, a la que se añade muy a menudo la bendición del perdón de los pecados, asegurado por el mismo que «tiene potestad en la tierra para perdonar los pecados». Claro está que la base de todo ha de ser la victoria sobre el pecado y la muerte realizada por la obra consumada de la Cruz y de la Resurrección, pero siendo la obra un hecho eterno en los designios de Dios, puede anticiparse la bendición en el caso de personas de fe.

La curación del leproso (Mar. 1:40-45)

He aquí un precioso ejemplo del feliz «encuentro» que acabamos de notar. Para los médicos de hoy la lepra es una enfermedad más, que se puede controlar y aun curar, pero en la antigüedad, la naturaleza repugnante y lentamente fatal del mal, el miedo al contagio, además de consideraciones religiosas, hacían que el leproso fuese un inmundo «muerto en vida». La enfermedad parecía el símbolo mismo del pecado y de sus desastrosas consecuencias. Al acercarse el atrevido leproso de este relato, las circunstantes sin duda habrían huido, quizá recogiendo piedras para tirar al inmundo; pero Uno permanece firme y permite que el desgraciado hombre –«lleno de lepra» según el relato de Lucas– se eche a sus pies con la patética declaración, inspirada por la más profunda humildad y la más rendida fe: «¡Si quieres, puedes limpiarme!» La palabra sanadora del Señor habría bastado para la curación, como en el caso de los diez leprosos, pero el Amor encarnado quiso hacer más, pues, al pronunciar la palabra, «extendió la mano y le tocó», incurriendo legalmente en la impureza del pobre desvalido, pero, de hecho, ahuyentando el mal por la candente pureza de su propio Ser. Por años el leproso habría estado segregado de todos sus seres amados, y aun de sus semejantes, no conociendo más compañía que la de otros leprosos que se juntaban con él en las tumbas, y, ¡he aquí! la mano del Bendito se coloca sobre sus llagas, como mano del Amigo amoroso que quiso dar una demostración visible de su gracia y de su poder. Pero quizá no tocara la llaga, pues ya la carne, como la de Naamán, sanado, había vuelto a ser «como la carne de un niño pequeño». El mandato de que el hombre sanado se presentase a los sacerdotes en Jerusalén no sólo manifestó el respeto del Cristo ante el A. T. (véase Lev. cap. 14), sino que constituyó un maravilloso testimonio ante la casta sacerdotal –enemiga de Cristo en su mayoría– de que el gran Restaurador de todas las cosas estaba en medio de ellos, pues por primera vez tuvieron que aplicar los reglamentos de Levítico cap. 14 a un verdadero leproso completamente curado (Naamán había sido gentil, y el caso de María de que leemos en Números 12:10-16 era muy especial).

Quizá dejamos de percibir los destellos de gloria en los relatos evangélicos por creer que «conocemos de sobra» los incidentes, que se describen con una sencillez tal sin dramatismos ni efectos retóricos, que el lector incauto y apresurado pasa adelante sin darse cuenta de que apenas se ha molestado en echar una mirada sobre exquisitas joyas –literarias, espirituales y divinas– que sobrepasan en quilates a cuanto ha expresado pluma alguna. Detengámonos para meditar en cada frase, de la forma en que lo haríamos ante las pinceladas del retrato de un ser amado, ya alejado de nosotros, cuya imagen no puede presentarse a nuestro recuerdo y a nuestro espíritu sino a través de la semblanza que tenemos en nuestras manos. Conocer al Señor es «vida eterna» (Juan 17:3) y para conocerle hemos de compartir con él todos los momentos, todas las emociones, todo el triunfo divino, de encuentros como el que tuvo con la viuda de Naín, y con las hermanas de Betania (Luc. 7:11-17; Juan cap. 11), que, con ser tan señalados, no son únicos sino típicos de tantos más que revelan la gloria de Dios en la faz de Jesucristo.

Los milagros de Cristo son los «poderes del Reino»

Jesús no sólo era el Mesías-Redentor, sino también el Mesías-Rey. Si bien rechazaba todo intento de enzarzarle en las «políticas mesiánicas» de la época (Juan 6:15), no por eso dejaba de proclamar el Reino de los Cielos y de presentarse a sí mismo como el Hijo del Hombre, Rey tan poderoso que ordenaba hasta los movimientos de los ángeles (Mat. 24:31; 13:41). ¡Pero qué reino más peculiar fue aquel del Nazareno, quien no tenía donde reclinar la cabeza! El estudio del tema del Reino en el Evangelio según S. Mateo nos ha iluminado sobre los aspectos más fundamentales del reino espiritual, y del reino que existe «en misterio» hasta que se manifieste delante de los ojos deslumbrados de la raza, mayormente rebelde, que no sabe comprender el concepto de «reino» más que en términos de sus accidentes externos y superficiales.

Es preciso comprender el orden de la presentación de los acontecimientos en el capítulo 4 de S. Mateo y los sucesivos. El bautismo y la función del Mesías en el Jordán señalan el principio del servicio del Mesías-Rey, quien, al identificarse con su pueblo, recibe su autorización desde el Cielo. «El misterio» empieza a regir el decreto del Salmo 2:6-7, bien que llegará un día cuando el monarca legítimo será coronado en público. El Rey designado es impulsado al desierto por el Espíritu para ser tentado de Satanás, dios de este mundo, y príncipe de la potestad del aire. El sentido verdadero de las tentaciones es que el falso dios-rey ofrece los usurpados dominios suyos a Aquel que reclama el reino, con tal que acceda a subordinarse –a los principios que han regido aquí abajo desde que supo seducir a Adán, virrey de Dios en la tierra. Sugiere que un acto de pleitesía, unido a los principios del materialismo y de la ostentación humana, ofrecía un «atajo» a quien empezaba a reclamar lo suyo por métodos tan poco aptos para conseguir el logro de sus deseos en un mundo como éste. Dice el engañador en efecto: «No niego tu realeza, pero llegarás a la meta del dominio de este mundo mucho antes si te adaptas a los modos y métodos que yo he implantado, y que me van muy bien.» Un día hará el mismo ofrecimiento al anticristo y éste lo aceptará (2 Tes. 2:6-10; Apoc. 13:11-14; Juan 5:43). Ya sabemos cómo el Hijo del Hombre rechazó de plano toda suerte de componenda, saliendo luego a proclamar su Reino por las tierras de Judea y de Galilea. Fijémonos en Mat. 4:23-25, donde vemos que se asocia a la proclamación del Evangelio del Reino una amplia manifestación del poder que «sanaba a toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo». Rehusando emplear fuerzas del reino satánico, que surgen de las personalidades de orgullosos pecadores, de poderes tiránicos que sujetan a vastas y desgraciadas multitudes a la esclavitud, de las armas de guerra y de las riquezas, Cristo se vale de los poderes de su reino, que se ejercen para la restauración, la sanidad y la felicidad de todos los sumisos de corazón. Sigue la declaración de la constitución del reino (capítulos 5 a 7) y después hallamos el detalle de más milagros que establecían el reino en los corazones de muchos, al par que ilustraban tanto su poder real como la finalidad última del plan divino: la culminación de bendición para el hombre en la que había de resplandecer la gloria de Dios.

Es el mismo Señor quien pone de relieve la importancia de sus milagros (especialmente aquellos que liberan a los endemoniados) como la señal de la presencia en poder del Reino. Tras el intento blasfemo de los fariseos de atribuir su poder a Beelzebub –al que hemos tenido ocasión de hacer varias referencias–, el Señor declara: «Si yo por el Espíritu de Dios echo fuera a los demonios, ciertamente ha llegado a vosotros el reino de Dios» (Mat. 12:28). Esta declaración provee la clave para la interpretación de Luc. 17:20, 21: «Interrogado Jesús por los fariseos sobre cuándo había de venir el Reino de Dios, les respondió: El reino de Dios no viene de un modo visible, ni dirán: Helo aquí, o helo allí; porque el reino de Dios entre vosotros está.» «Entre ellos», porque entre ellos se hallaba el Rey, rodeado por sus «ministros», ganando constantes victorias sobre los emisarios de Satanás, al par que atraía a sí mismo súbditos regenerados, llenos de vida y de potencia espiritual. Todo lo cual no impedía que hubiese una manifestación futura del Rey en su gloria de un modo visible para todos, como se ve en el v. 30 del mismo pasaje.

Los poderes del reino, ejercidos por Cristo y sus discípulos, eran tan evidentes que los jefes del judaísmo se hallaban impotentes delante de él hasta que hubiese llegado su hora. De igual forma, como veremos, los milagros de Moisés, de Elías y Eliseo, de Pedro, de Pablo, servían para guardar la fortaleza de su testimonio especial, y les capacitaba para la derrota de los enemigos, mientras duraba el período de poderes extraordinarios. Los dos testigos del reino verdadero se harán invulnerables por estos mismos poderes hasta que acaben su misión durante la crisis de maldad que precederá la venida del Señor en gloria (Apocalipsis 11:3-13). La prolongación de tales períodos habría socavado los principios fundamentales del «reino en misterio», que ha de ser recibido mediante la entrega de la voluntad a Dios y por la visión de la fe.

Los Milagros como Credenciales de los Siervos de Dios

Hemos visto que Cristo presentaba sus obras repetidamente a la consideración, tanto de los discípulos como de los judíos, a guisa de credenciales de su misión divina. Otras pruebas había, pero «las obras» estaban a la vista y al alcance de todos, de modo que almas sinceras tenían que confesar como Nicodemo: «Rabí, sabemos que eres un maestro venido de Dios, porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no estuviere Dios con él» (Juan 3:2). Es altamente significativa la confesión de Nicodemo, ya que este hombre, «el maestro de Israel», sabiendo que Jesús el Nazareno no había pasado por las escuelas donde él mismo explicaba sus lecciones, reconoció su título de enseñador, gracias a las credenciales de las obras. He aquí la gran finalidad de los milagros, no sólo en cuanto a la misión del Mesías, sino también con referencia a los cometidos de todos los siervos comisionados por Dios, y en especial aquellos que iniciaron nuevas etapas del testimonio en días difíciles, o en tiempos de apostasía. Los rebeldes podían decir: «¿Quién eres tú para que nos reprendas y que te arrogues el derecho de hablar en el Nombre de Dios?» Cuando la contestación verbal iba acompañada por obras, que sólo podían efectuarse por el suministro de la potencia divina, el siervo «presentaba sus credenciales» como embajador del Cielo. Los rebeldes aún podían rechazar la evidencia; aumentando así su condenación, pero los sumisos de corazón se prestarían a escuchar la Palabra de Dios en la boca de sus autorizados siervos (véase más abajo las consideraciones sobre los milagros del A. T. y del período apostólico). Es preciso salvaguardar este principio de los malentendidos, sin embargo, por las proposiciones que siguen:

El milagro en sí no es una prueba de la procedencia divina del mensaje ni de la autoridad divina del mensajero

La señal sólo sirve para evidenciar la operación de un poder distinto de aquel que informa los fenómenos y acontecimientos normales que observamos. Dejando aparte los resultados espectaculares de la técnica moderna –que, como hemos visto, no entra en nuestro tema– el observador ha de pensar que la potencia viene o de Dios o del diablo. He aquí el porqué del interrogatorio de Pedro y Juan ante el Sanedrín después de la curación del cojo en la puerta del Templo: «¿Con qué poder –preguntaron los jueces– o en qué nombre habéis hecho vosotros esto?» (Hech. 4:7). Teniendo al hombre sanado delante de ellos, los príncipes no podían negar la demostración de poder, pero sí querían insinuar que los Apóstoles; contrario a la Ley, habían efectuado su señal por medio de las potencias ocultas de la magia, valiéndose de un «nombre» cabalístico. No era difícil para Pedro demostrar que el Nombre que se hallaba en sus labios no tenía ninguna relación con el ocultismo, sino que era aquel que había probado su valor divino y sanador durante los tres años y medio del ministerio de Jesucristo, siendo el único Nombre en que todos podían ser salvos.

Si el milagro es de Dios su naturaleza ha de ser buena

También ha de ser conforme a lo que Dios ha revelado de sí mismo. Incurriendo en el colmo de una rebeldía ciega, los fariseos de Galilea habían atribuido la potencia manifestada en la liberación de un endemoniado a «Beelzebub, príncipe de los demonios» (Mat. 12:22-37). La contestación de Jesús fue de una lógica contundencia: «Todo reino dividido contra sí mismo es asolado … si Satanás echa fuera a Satanás, contra sí mismo está dividido; ¿cómo, pues, subsistirá su reino? o haced el árbol bueno, y bueno su fruto; o hacer el árbol maleado y malo su fruto; porque por el fruto es conocido el árbol.» El hombre sanado quedaba libre de la sujeción satánica, capacitado de nuevo para llevar una vida normal humana y para servir y adorar a Dios. Satanás no pudo realizar tal obra, pues contradecía todos los postulados de su propio reino rebelde; al mismo tiempo el milagro ilustraba perfectamente el sentido redentor, de triunfo sobre el diablo, de la obra del «Hombre más fuerte», que había vencido al «hombre fuerte» (el diablo), y la llevaba los despojos que correspondían a su victoria.

Volviendo a Los Hechos caps. 3 y 4 notamos que la curación del hombre cojo le devolvió su salud física, y a vez le permitió entrar en el Templo, «andando, saltando y alabando a Dios», que es otro «buen fruto» que sólo se halla en un árbol bueno.

De paso podemos notar que casi todos los médiums del espiritismo sufren desarreglos nerviosos de más o menos gravedad, ya que pretenden realizar «maravillas» prohibidas por la Palabra de Dios y, por añadidura, contradicen las leyes del funcionamiento del cuerpo, alma y espíritu del hombre en nuestras condiciones actuales. Podemos deducir en seguida que se trata de un «árbol maleado».

Si el milagro es de Dios, también el mensaje que lo acompaña ha de ser de Dios

A la inversa, si el mensaje no concuerda con la revelación total de Dios, el milagro queda descubierto como falso, o satánico: «Si se levantare en medio de ti profeta, o soñador de sueños, que te propusiere una señal o maravilla, y en efecto sucediere la señal o maravilla … diciendo: Vamos en pos de otros dioses … y sirvámoslos; no escucharéis las palabras de tal profeta, o de tal soñador de sueños; será muerto, por cuanto ha aconsejado apostasía contra Jehová … que os sacó de Egipto …» (Deut. 13:1-5). El pasaje que hemos citado ilustra perfectamente el principio que hemos enunciado: la señal puede ser falsa, y si tiene por fin el alejamiento del alma o del pueblo de los caminos revelados de Dios, se deduce que es una estratagema diabólica. Es importantísimo recordar esta norma en días cuando sectas, o notoriamente heréticas, o que no proclaman todo el consejo de Dios, quieren justificar su posición por «maravillas». Lo que precisa el pueblo de Dios es más y más estudio de la Palabra, en su totalidad y en sus partes, para poder discernir su Voz, y poder rechazar los «remedos», si se apoyan o no por «señales» espectaculares, que sólo sirven para despertar el entusiasmo de la carne.

Pensamiento Cristiano, marzo de 1963

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