Las promesas divinas jamás se han quedado en promesas. Toda promesa que viene de Dios es una realidad con la cual podemos contar; es realidad viviente de aquí y de ahora. La palabra de Dios es palabra en la cual podemos confiar, porque es la palabra del Caballero Eterno.
De entre todas las promesas divinas, hay una que tiene importancia básica porque entraña sentido histórico y social; porque entraña sentido eterno; porque tiene que ver con ciudadanos de un Reino, el Reino de Dios; porque tiene que ver con un grupo de consideración que representa los intereses divinos, y que se esfuerza y batalla, y, como ahora, sufre por que tales intereses no sean menoscabados por las fuerzas del mal, sino que por el contrario se acrecienten y tengan vida vigorosa, para salud de los hombres y salvación de las naciones. Ese grupo batallador es la Iglesia; la Iglesia que Cristo fundara; la Iglesia que recibió en ocasión solemne la promesa de que venimos hablando: «Sobre esta piedra edificaré mi iglesia; y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella». Cuando esta promesa fue hecha, el mundo no sospechaba siquiera que aquel pequeño grupo que rodeaba al profeta salido de Nazareth, habría de convertirse, al andar de los siglos, en una potencia insuperable de almas, cuyo secreto reside en las fuerzas espirituales que proceden de Dios.
Desde que la Iglesia se echó a andar por el mundo en el desempeño de su misión eterna, se ha encontrada rodeada siempre por el infierno; las puertas del infierno han intentado una y otra vez, prevalecer contra ella; pero hasta ahora, la palabra profética de Jesús nunca ha dejado de cumplirse.
Las fuerzas siniestras crucificaron a Su Fundador creyendo que la Cruz representaba la derrota final; y por tres días en que la noche cayó sobre el mundo, incluso aquellos que le amaban, lo creyeron así. El temor había paralizado toda acción, y la Iglesia que estaba en germen en el grupo de los once, se había acobardado; parecía que había llegado la hora de la dispersión y que la desintegración era inevitable; parecía como si la Iglesia hubiera muerto en la cuna, y las palabras aquellas de Jesús hubieran sido una promesa vana. Las puertas del infierno parecían prevalecer; pero la cruz no fue sino una tregua, y la mañana de la resurrección fue el despertar de fuerzas escondidas que sacudieron a la vida y que sorprendieron al infierno. La Iglesia se ponía de pie, y con Cristo a la cabeza se adueñaba de la vida; no era más que un pequeño grupo, pero irreductible. La Iglesia se echó por los caminos, por las montañas, por los valles, por las aldeas, por las ciudades. El Evangelio era predicado por Jerusalén, y siguiendo por Judea y por Samaria, y hasta lo último de la tierra; la palabra de Dios se entraba hasta las fortalezas mismas de las fuerzas oscuras; la visión de la iglesia iluminaba conciencias y prendía almas, y el grupo de los once se multiplicaba sin cesar días tras día. Aquellas palabras de Jesús cobraban una realidad indiscutible; su iglesia se abría paso; su iglesia se paraba delante de los magistrados sin titubeos, dejaba escuchar su mensaje frente a los grandes de este mundo.
Y comenzó la persecución; las cárceles se abrieron, los caminos se llenaron de fugitivos. La iglesia estaba en las prisiones e iba en desbandada por los caminos; pero Cristo ya no estaba en la cruz; era ahora el Cristo viviente velando por su Iglesia, y convierte en piedra viva de la Iglesia perseguida, a un perseguidor de la talla de Saulo de Tarso; y las prisiones no pueden acabar con la iglesia, y los que van en desbandada, no son fugitivos, sino sembradores; la palabra de Dios va con ellos, y a donde quiera que llegan la dejan caer en el surco de la vida. El nuevo intento del infierno, ha fracasado otra vez.
La iglesia se ha metido en el corazón mismo del Imperio Romano, y los dioses paganos comienzan a derrumbarse; el paganismo, instrumento del infierno, no se derrumbará sin lucha, y de nuevo la iglesia de Cristo siente en carne viva las torturas de la persecución. Los césares romanos son implacables; el circo romano es el escenario de los actos heroicos y sacrificiales de una iglesia que no se rinde, y las catacumbas son el símbolo de la fe de la iglesia que se yergue vencedora frente a la crueldad y a la barbarie de sus enemigos. Las puertas del infierno son imponentes, y la iglesia de Cristo sale de en medio de esta nueva prueba con un dinamismo más grande y con una visión más luminosa.
Pero las fuerzas del mal no siempre atacan desde afuera, y aprovechan las coyunturas más sutiles para minar la vida de la iglesia; las fuerzas del mal cambian de táctica constantemente. La persecución de los emperadores romanos no hizo tanto daño a la iglesia, como la protección de Constantino; el demonio ganó sus mejores batallas cuando la iglesia cristiana se convirtió en iglesia de Estado; fue entonces cuando los gérmenes de la corrupción hicieron estragos muy serios en su vida, y cuando de nuevo una noche demasiado larga y demasiado tenebrosa; la promesa de Cristo no fue una promesa para su siglo, sino que fue una promesa para todos los siglos; no fue una promesa para el pequeño grupo de leales que estuvieron con él hasta el final, sino para los millares y millones de discípulos suyos que habrían de formar su iglesia en los siglos del porvenir. El Renacimiento y la Reforma fueron fustazos de luz que sacudieron las sombras de la Edad Media, y otra vez las puertas del infierno no lograron prevalecer contra la Iglesia.
La reforma sigue la Inquisición; las hogueras donde los hombres mueren por su fe no son más que la táctica diabólica renovada para desbaratar la iglesia de Cristo por medio del terror. La palabra de Dios es perseguida, y de nuevo el heroísmo de la iglesia sabe resistir y sabe vencer.
La historia de la iglesia es una historia de actos sacrificiales; es una historia que lleva las marcas del dolor y de la persecución; es una historia de esfuerzos y de luchas, y es una historia que constantemente se ve rodeada de los resplandores del infierno. El diablo ha sabido utilizar la sutileza del pensamiento para dirigirla en contra de la iglesia, y grandes talentos han elaborado argumentos envenenados para destruir la fe de aquellos que son de la iglesia de Cristo, y para estorbar el avance del Reino de Dios. Y a pesar de los ataques renovados constantemente, y a pesar de que los enemigos son legión, la iglesia de Jesús extiende sus dominios hasta los últimos rincones de la tierra. Rusia hizo un experimento en grande escala para desterrar a Dios de la conciencia de su pueblo. Y para desintegrar a la iglesia; pero el fracaso de Rusia es evidente. Y ahora, otra filosofía pagana se ha propuesto echar a Cristo fuera del dominio de la vida, y restaurar en sus pedestales a los dioses del paganismo; la iglesia cristiana está pasando por ruda prueba en las naciones dominadas hasta hoy por el nazismo, pero la iglesia cristiana verdadera de Alemania, de Noruega, de Francia, y de todos los países sojuzgados está probando en medio de hora tan difícil, que nunca antes en el pasado, ni ahora tampoco, las puertas del infierno pueden prevalecer contra su iglesia.
Martin Niemöller se yergue en Alemania para decir, «Dios es mi Fuehrer»; y para aconsejar a los fieles de Dahlem: «Hoy y siempre es menester obedecer a Dios antes que a los hombres.»
El conde Von Galen, obispo de Munster, grita sin temores: «La resistencia de los cristianos es como un yunque fuerte contra el cual al final se romperán todos los martillos, si el yunque es suficientemente sólido.»
El patriarca Gavrilo, de Yugoslavia, levanta su voz para decir atrevidamente: «Mi propio destino es poca cosa comparado con el destino de Yugoeslavia; bajo ninguna circunstancia apoyará la iglesia la traición del honor nacional y el peligro del futuro del Estado.»
En Noruega, Vidkun Quisling, ha sido impotente para dominar la reciedumbre de Eivind Berggrav y del profesor Didrik Akup Seip, quienes representan la vida espiritual independiente de Noruega. El doctor Eivind Berggrav, obispo de Oslo y primado de la Iglesia de Noruega, es el hombre a quien Quisling teme.
Esta lucha de la Iglesia, este sufrimiento de la Iglesia, están probando al mundo que el dinamismo del Evangelio no se ha desgastado todavía, y que la potencia de Dios es demasiado grande como para ser derrotada alguna vez. Estamos asistiendo de nuevo a un espectáculo de fuerzas desencadenadas en contra de la Iglesia de Cristo; parece, por momentos, que las puertas del infierno prevalecerán, pero no prevalecerán; Cristo está de pie para sostener su promesa y para defenderla. De esta prueba dolorosa saldrá la Iglesia purificada, saldrá una Iglesia más vigorosa, más leal, más sencilla, más humilde, más espiritual; con una visión ensanchada y luminosa, y con un mensaje más profético.
En fidelidad inalterable de Dios en el cumplimiento de sus promesas, nos compromete a responder en una forma más digna y más leal de lo que hasta ahora lo hemos hecho; tenemos que reconocer que como Iglesia no nos hemos comportado siempre como debíamos; tenemos que reconocer que no siempre hemos estado a la altura de los planes divinos, y que más de una vez hemos fracasado por nuestro alejamiento de los ideales y de los propósitos de Dios. Como Iglesia, hemos echado a andar nuestros planes, y nuestros planes no han sido siempre ajustados a los planes de Dios. Y sin embargo, como dice el mensaje de la Conferencia de Oxford, «a pesar de nuestra infidelidad, Dios ha hecho grandes cosas para su Iglesia.»
Todas las horas de crisis tienen que ser horas de revisión de valores; la Iglesia tiene que ser la primera en examinarse a sí misma, para saber si en esta hora que vivimos, todavía es la Iglesia de Cristo contra la cual no pueden prevalecer las puertas del infierno.
En el mensaje de Oxford se instó en que «el primer deber de la Iglesia y el más grande servicio que ella pudiera rendir al mundo, es de ser verdaderamente la Iglesia que confiesa la verdadera fe, encargada de realizar la voluntad de Cristo, su único Señor, unida en Él en la comunión del amor y del servicio.»
En la medida en que la Iglesia realice en el mundo la voluntad de Dios, y vaya unida a Cristo, en esa medida las puertas del infierno serán impotentes para prevalecer, la Iglesia ha de cuidarse de ser de manera consciente o inconsciente, una aliada del demonio, porque no hay que olvidar que la estrategia del infierno puede ser puesta en juego no solamente desde fuera, sino desde dentro también.
Lo que el futuro le tenga reservado a la Iglesia es algo que no debe preocuparnos si nosotros sabemos mantener nuestra lealtad a Cristo; todavía habrá mucha resistencia que vencer, y todavía las fuerzas siniestras nos saldrán al camino, pero Cristo va por delante y nada será capaz de detenerle; miremos al futuro con serena confianza y con atrevida fe, y descanse nuestro corazón en las palabras de nuestro Señor Jesucristo: «Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.»
El Predicador Evangélico, Enero-Marzo de 1945