La tumba vacía

Texto: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?” Luc. 24:5;
“Cristo ha resucitado de los muertos”. I Cor. 15:20

JESUS DIJO: «Dios no es Dios de muertos, sino de los que viven.»

Es una de sus más importantes referencias a la resurrección y a la inmortalidad.

Y tornó a decir: “No se turbe vuestro corazón: creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre muchas moradas hay: de otra manera os lo hubiera dicho: voy, pues, a preparar lugar para vosotros.»

Esta es otra más precisa alusión a la ley de la vida imperecedera.

Él fue delantero a los creyentes para prepararles un lugar en su propio reino en donde los recibirá y llevará para que estén con El eternamente. Sus palabras encierran la noción de la dicha en la gloria del Padre.

Dijo también: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente.”

Jesús era siempre consecuente con sus enseñanzas. Dijo: “Yo soy la luz del mundo.” Y dio vista a los ciegos, mostrando con esa prueba material que la certidumbre de sus palabras respondía a las necesidades del alma. Dijo: “Yo soy el pan de vida.» Y dio de comer a cinco mil hambrientos. De este modo, con una nueva señal del orden físico, probó la fuerza de su doctrina y la cimentó con fijeza.

Las gentes se asombraban de él y decían: “Este en seña con autoridad y no como los escribas.”

Y dijo más: “Toda potestad me es dada en los cielos y en la tierra.” En seguida procedió a demostrar la tremenda realidad de sus palabras. Se dirigió a un paralítico y le dijo: “Tus pecados te son perdonados.” Los escribas al oír esto se alarmaron y dijeron para sí, “Este blasfema.” Pero Jesús sorprendiendo los pensamientos de ellos, repuso: “¿Qué es más fácil, decir: los pecados te son perdonados; o decir: Levántate y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra de perdonar pecados, (dice al paralítico: Levántate toma tu cama, y vete a tu casa. Entonces él se levantó y se fue a su casa.”

Las gentes viendo esto se maravillaron y glorificaron a Dios.

Y prosiguió en el ejercicio de su inmensa potestad sosteniendo la verdad de sus declaraciones con mil muestras y maravillas. Perdonó a la Magdalena de la que echó fuera siete demonios.

Y perdonó a la mujer adúltera. Sanó al endemoniado. Curó a la suegra de Pedro y al hijo del principal.

Una mujer que padecía flujo de sangre, doce años hacía, vino por entre la multitud, se llegó a Jesús, tocó la fimbria de su vestido, y al instante quedó sana de su azote.

El Bautista le mandó preguntar: “¿Eres tú el que habías de venir o esperaremos a otro?” Y respondiendo Jesús a los enviados, les dijo: “Id, dad las nuevas a Juan de lo que habéis visto y oído: que los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos resucitan, a los pobres es anunciado el evangelio.»

Las enseñanzas de Cristo no eran utópicas. El cristianismo no se basa en teorías sino descansa en el sólido fundamento de los hechos. Cada nueva verdad que salía de los labios de Jesús quedaba apoyada y demostrada con la fuerza de la realidad más severa. Por eso sus enemigos se avergonzaron y no osaron molestarlo más con preguntas necias.

Él no era idealista, ni soñador, ni entretuvo jamás a las multitudes con especulaciones metafísicas. Su doctrina era sencilla y pura y sus hechos maravillosos eran la demostración más elocuente de la fuerza de sus enseñanzas. Por esa razón cuando hablaba, “los ojos de todos se clavaban en él.” Y también por eso los ministriles se negaron a prenderle, y dieron testimonio de él, diciendo: “Ningún hombre ha hablado así como este hombre habla.” Porque sus palabras eran espíritu y vida. Tenían la hermosura de la idea aunada a la grandeza incontrastable de la acción. Eran un pensamiento cristalizado en hecho. Una bella y purísima doctrina sembrada por medio de ejemplos fecundos en los surcos de la necesidad humana.

La Resurrección

Siguiendo el mismo método de enseñanza, Jesús dijo: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.” Y levantó a los muertos para dar al mundo un testimonio innegable de la fuerza que entrañan sus palabras de verdad. Cada año de su ministerio terrenal se distinguió por una de esas pruebas: en el primero resucitó a una niña de doce años; en el segundo, al hijo de la viuda de Naín; y en el último, a Lázaro de Betania. Alguien ha observado que Jesús nunca se halló en un funeral sin deshacerlo.

Esta doctrina, que se considera como la mayor de las doctrinas cristianas, tiene un origen muy antiguo. Vino anunciándose desde el principio. Muchas diversas manifestaciones de ella se hicieron notorias en el orden natural y prepararon los ánimos de los hombres para recibirla en la forma en que la presentó Jesús a sus discípulos y al mundo.

Hallamos un símbolo en la noche que es la muerte del día. Con ella vienen la quietud, el silencio, la obscuridad y el sueño que es la semejanza de la muerte. Los destellos de la aurora son los primeros anuncios, (primicias) de la resurrección de las tinieblas a la vida del día.

Otro símbolo se halla en el invierno que es la muerte del año. En las hojas secas vemos las señales de la muerte. La naturaleza pierde sus encantos y sus galas. Es la época más obscura. El sudario blanco de la nieve cubre los campos. La corteza de los árboles se endurece y se enfría, y la savia desciende a las raíces o permanece helada en el corazón del palo. Los tiernos retoños que brotan en abril son las primicias de la resurrección de la primavera.

Otra nueva demostración se nos presenta en el sembrador que esconde la semilla en la tierra para verla aparecer al poco tiempo convertida en alegre caña llena de vigor, que se cubre de hojas y de flores y más luego brinda óptimo fruto.

Y otras indicaciones más hallamos en el bulbo seco y feo que se convierte en el fragante lirio; y en la oruga, sepultada en su capullo, como en una tumba áspera y fría, de la que surge la linda mariposa.

Notemos que cada vez que se sucede una de estas manifestaciones en la naturaleza, la resurrección está acompañada de un esplendor que contrasta notablemente con la muerte. ¿Qué punto de comparación puede haber entre muerte-invierno y la resurrección de la alegre primavera? ¿Y qué semejanza entre la muerte-noche y el día espléndido y refulgente? ¿Y qué parecido siquiera entre la muerte-siembra y la brillante resurrección del campo cubierto de verdor y ofrendando sazonados frutos que son el alimento y la riqueza del mundo? ¿Y qué parecido entre la muerte-bulbo y el jacinto de suaves y delicados colores o el lirio de los valles revestido de gloria sin igual? ¿Y qué comparación entre la muerte-oruga y la pintada mariposa de vuelo impalpable que completa la poesía de los campos y da un toque de encantadora animación a la vida de las flores?

¿Y qué igualdad o tan siquiera qué punto pequeño de comparación se puede establecer entre el cuerpo corruptible que depositamos en el sepulcro, y el cuerpo glorioso, revestido de inmortalidad, que se levantará en la resurrección de los muertos?

Si la transformación de un grano de trigo que se corrompe debajo de la tierra da vida a una planta de admirable belleza, compuesta por delicado tallo cubierto de hojas de color verde vivo, y teniendo por remate una espiga fuerte y vigorosa, ¿cómo será el cambio del ser humano al surgir de las entrañas del sepulcro en el día de la resurrección general?

En las analogías que nos ofrece la naturaleza hallamos una idea y presagio de nuestra propia transformación.

Antiguamente se acostumbraba enterrar a los muertos en el patio de las iglesias, lugar que los alemanes llaman “el acre de Dios” o el lugar en donde Él tiene su siembra. Y esto, para dar la idea de que los cuerpos están sembrados y que se levantarán a una vida nueva y admirable. En las Escrituras se dice que: “se siembra cuerpo terrestre y se levantará cuerpo celestial. Se siembra en corrupción y se levantará en incorrupción; se siembra en vergüenza y se levantará en gloria; se siembra en flaqueza y se levantará con potencia; se siembra cuerpo animal y se levantará cuerpo espiritual.”

Todos seremos transformados. Los muertos serán levantados sin sombra de corrupción. No tendrán ni la más leve señal de imperfección o decadencia. No tendrán cicatrices, ni canas, ni arrugas. Ni defectos físicos. Ni fealdad. Ni mancha. Sino hermosura sublime, incomparable, celestial, maravillosa. ¡Los cuerpos bañados en luz de gloria, y renovados y hechos perfectos por la mano de Dios mismo! Vestidos de incorrupción y de inmortalidad. Diáfanos, ágiles, bellísimos, a la semejanza de Cristo en los cielos. Es en vano querer describir su belleza sin par. No hay palabras para hacer tal descripción. Sólo podemos formarnos una idea ligera de ella considerando que seremos semejantes a Cristo, y que la revelación que de Él se hace en el Apocalipsis nos llena de maravilla.

Es entonces cuando se efectuará la grandiosa palabra que nos es dada con el tono de la más sublime promesa. “Sorbida es la muerte con victoria.” Porque el postrer enemigo que será vencido es la muerte. Y la muerte no será más.

La mayor prueba

La mayor prueba que tenemos de la certidumbre de la victoria sobre la muerte es la resurrección de Cristo mismo presentada al mundo como primicias de la resurrección general. Las escrituras así la señalan: no como una excepción arrancada al dominio universal de la muerte, sino como el ejemplo y primicias de la ley de la vida de ultratumba.

Resurrección es una palabra de triunfo, es el eco portentoso de la victoria final sobre la muerte. Pero a veces suena en nuestros oídos con acento muy débil porque nosotros mismos aminoramos su importante significado mientras que nos ocupamos en exaltar exageradamente la fortaleza de la muerte. Así colocamos un tropiezo para nuestra débil fe abrigando una idea extraña de la muerte. Exageramos demasiado su poderío. La pintamos como invencible y feroz; como el segador de vidas indomable, que sopla con aliento glacial lo mismo en el rostro enjuto de los viejos que en la faz rosada y tierna de los niños; que imparte por igual sus frías caricias entre los ricos y los pobres, y que conquista con férrea mano extendiendo sus dominios con un gesto de espantosa democracia entre sabios e ignorantes, entre buenos y malos, entre hombres y mujeres, entre nobles y plebeyos.

Alejandro, César, Federico el Grande y Napoleón, nos parecen pequeños y débiles al lado de la muerte. Pues que si aquellos se impusieron sobre cientos de millares de hombres, ésta los venció a ellos mismos y se ha impuesto sobre centenares y miles de millones, ¡y ha sido la terrible perseguidora de la especie humana desde el principio!

Al darle tamañas proporciones le concedemos una supremacía que en realidad no tiene. Nos asustamos de ella y al colocarla tan por encima de la ley eterna de la vida, opacamos el brillo de la resurrección, lo rodeamos de la horrible sombra de la duda, o lo ocultamos entre los pliegues del manto de la desconfianza que flota en los más remotos linderos de lo ideal y de lo imposible.

Así por un acto voluntario, propio de nuestra pequeñez humana, pero injustificable desde el punto de vista de las evidencias de Jesús y de la fuerza de sus enseñanzas, nos sustraemos al principio incontrovertible de la vida para desfallecer sin remedio ante el siniestro arcano de la muerte.

La muerte no debe truncar nuestras esperanzas, ni despojarnos de nuestras más halagüeñas aspiraciones, ni hundirnos en la desesperación y en la desgracia; y si así sucediere, nuestra es la culpa, porque Dios nos afirma que la muerte no tiene más potencia que la vida y nos enseña con claridad que la resurrección es un hecho real y verdadero y no una doctrina quimérica inventada para consuelo y alivio de nuestra impotencia ante la muerte y de nuestros temores que se despiertan cuando nos acercamos al sombrío abismo de la tumba.

Así como la hora que precede al alba es la más tenebrosa porque en ella termina la noche y de ella se sigue el día claro y luminoso, del mismo modo la muerte es un fenómeno natural que marca el límite en donde termina la vida terrestre y en donde comienza la celestial y eterna.

Es curioso observar que al referirnos a la muerte no usamos el verbo “ser” que tiene un significado permanente, sino “estar», que denota un estado o condición precaria y transitoria. Así se dice: aquí están los muertos y no aquí son. La vida es un accidente, o un episodio de la eternidad, y la muerte, a su vez, no es sino un pequeño accidente de la vida.

Los rabinos judíos enseñaron la existencia de un hueso indestructible que decían hallarse en la base de la espina dorsal, llamado “luz” del cual ellos suponían brotar el cuerpo con que saldrán los muertos en la resurrección. De este “germen de vida” tenemos una leyenda. Adrián preguntó al rabí Josué Ben Ananíah: «¿cómo reviven los hombres en el mundo venidero?” Y él le replicó: “Del hueso luz, de la columna vertebral.» Adrián repuso: «Quiero que me lo demuestres.» Entonces el rabino tomó el pequeño “luz” y lo echó en una vasija llena de agua, y el huesecillo flotó; lo arrojó al fuego, y no se consumió; lo llevó al molino y las pesadas ruedas no pudieron triturarlo; finalmente lo puso sobre un yunque y lo golpeó con un martillo, pero el yunque se hizo rajaduras y el martillo rodó despedazado.

Históricamente no hay un hecho mejor probado ni más cierto que la resurrección de Cristo. Se pueden señalar hoy día los sepulcros de muchos grandes hombres que se han hecho famosos en la historia del mundo. Pero nadie puede señalar un sitio en parte alguna de la tierra, y decir: “Aquí yace el Cristo.” Porque Cristo se levantó del sepulcro y venció a la muerte. Un incrédulo inglés, Gilberto West, se propuso hacer un estudio de esta gran doctrina para combatirla y avergonzar a los cristianos. ¿Sabéis el resultado de sus esfuerzos? Después de algunos meses dedicados a su propósito, dio al mundo este sincero y elocuente testimonio: “He tratado evidenciar el engaño de la resurrección de Cristo, pero sólo he logrado descubrir para mi mayor provecho que Cristo resucitó de entre los muertos. Es un hecho que nadie puede negar. Mis observaciones sirvieron para vencerme y para convertirme en creyente.

Es el más grande milagro que han contemplado los siglos. Fue la nota saliente en la predicación de los apóstoles, y el secreto de su devoción y su entusiasmo. Es la llave del esfuerzo que mueve a las misiones cristianas. Es el pivote en torno del cual giran las demás doctrinas del cristianismo y el centro a donde convergen todas sus enseñanzas. Es el corazón mismo de la religión, la fuente de nuestra seguridad y de nuestra esperanza.

Cristo, por su resurrección nos anuncia la de todos los seres humanos. Él es “las primicias.» Los buenos saldrán a resurrección de vida y los malos a resurrección de condenación. Porque en el día final, el Señor mismo descenderá del cielo con algazara, y con voz de arcángel, y con trompetas, y todos los que están en los sepulcros oirán la voz del Hijo de Dios, y se levantarán, y la mar dará sus muertos.

Como nota final sólo nos resta decir una palabra a nuestros lectores: quien quiera que seas, si no estás preparado todavía, ¿por qué no empiezas hoy a escudriñar las Escrituras y a informarte con seriedad de estas cosas eternas? Busca con todo tu corazón a Jesús, el Salvador de las almas, el mismo que dijo a Juan en Patmos: “Yo soy el que vivo y he sido muerto; y he aquí que vivo por siglos de siglos. Amén.»

El Faro, 1917

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