“Y juró por el que vive para siempre jamás … que el tiempo no será más”. Apoc. 10:6
No podemos imaginar un juramento más solemne que el pronunciado por este ángel. Quizás nos hubiera parecido bastante con que dijera: “El tiempo no será más”. Pero Dios quiso que este siervo suyo anunciara la terminación del tiempo del modo más impresionante, porque una gran verdad no nos impresiona mucho cuando está expresada en las formas usuales; pero cuando va acompañada de una amenaza o de un solemne juramento, entonces puede producir en nosotros impresiones permanentes y saludables. Ved, hermanos, por qué este ángel corrobora su afirmación con un juramento tan solemne. Vamos a considerar sus palabras, buscando la enseñanza que contiene para nosotros.
I. Estas palabras son, en primer lugar, una profecía. Las almas inmortales entrarán en un nuevo estado en el cual no tendrán conciencia del tiempo. No mirarán al pasado como un período anterior al presente, ni mirarán el presente como una época anterior a la futura, sino que verán un pasado y un porvenir unidos a un presente inmutable, definitivo y eterno.
El paso de lo temporal a lo eterno debe hacernos pensar muy seriamente. Oímos con frecuencia las palabras tiempo y eternidad, sin considerar bien la diferencia que hay entre estas dos realidades, y cuán definitivo será el paso de la una a la otra. Pasaremos del tiempo a la eternidad, porque Dios nos ha dado almas inmortales; pero es imposible que de la eternidad pasemos otra vez al tiempo.
¡Cuán indiferentes son los hombres a unas verdades que tanto les conciernen! ¡Cuán descuidados viven para todo lo que se relaciona con su porvenir eterno! Así se hace necesario que Dios les hable de un modo tan solemne, para recordarles el cambio del tiempo en eternidad.
II. En segundo lugar hemos de ver aquí una amonestación que nos viene, no de los hombres, sino de Dios mismo, pues aunque la pronuncia un ángel, éste seguramente no la pronunciaría, si Dios no le hubiese enviado, como mensajero suyo, a darnos tan saludable aviso.
Seducidos los hombres por los engaños de Satanás, del mundo y de su propio corazón, suelen creer que el tiempo no acabará nunca, o que la eternidad no será diferente del tiempo. Así esperan hacer en la eternidad lo que no hayan hecho en el tiempo. Pero la Palabra divina nos jura que el tiempo se acabará, y que la eternidad será enteramente distinta del tiempo, porque éste acaba al empezar aquella, y no podremos encontrar en lo eterno lo que en lo temporal pudimos haber encontrado.
El tiempo implica lo transitorio, lo mudable; la eternidad es lo definitivo, lo permanente. Algunos dicen: “Siempre tendremos tiempo para arrepentirnos y mejorarnos”. No, hermanos; la Palabra divina enseña lo contrario. Al cesar el tiempo, cesan con él las posibilidades de todo cambio. ¿Qué es el arrepentimiento? Un cambio en la conciencia, en el alma; y todo cambio tiene su razón de ser en el tiempo. ¿Qué es la enmienda? Un cambio en la conducta, y ésta es una serie de actos que pueden ser peores o mejores que los pasados, porque el tiempo nos permite semejantes variaciones. Pero cuando el tiempo sea quita do, desaparecerán con él todas las posibilidades de mudanza.
No nos engañemos. En la eternidad no puede haber arrepentimiento, porque no habrá tiempo para que el alma se arrepienta. No puede tampoco haber enmienda porque nadie tendrá tiempo para enmendarse. El hombre debe comprender que la eternidad y el tiempo son cosas muy diferentes. Dos cosas pueden ser distintas, teniendo, sin embargo, la una algo de la otra, o estando combinadas; pero nada de esto sucede con relación al tiempo y a la eternidad. Si Dios nos anuncia que el tiempo no será más, no podremos encontrarlo cuando la eternidad empiece para nosotros. Tan absurdo sería querer encontrar la eternidad en el tiempo como el tiempo en la eternidad.
No espere, pues, el pecador arrepentirse ni mejorarse en la eternidad. Así como se acabará el tiempo para los placeres y vanidades, se acabará también para el arrepentimiento, para la conversión. Lo que termina para una cosa, termina también para otra. Será como una luz que se apaga, sin que haya poder humano que la encienda de nuevo. Esto nos enseña Jesús al decirnos: “La noche viene cuando nadie puede obrar”. Y la noche a la cual Jesús se refiere es la eternidad, que será de tinieblas para el inconverso. En otro lugar la llama Jesús “las tinieblas de afuera”, porque el alma que penetre en ellas vivirá sin gozar de la presencia de Dios, que es la luz pura y deliciosa en la cual no hay tinieblas. Que tal estado es definitivo lo demuestra la parábola del Rico glotón y del pobre Lázaro, porque en ella se nos declara que ese rico no pudo mejorar su situación de ninguna manera, por mucho que lo deseara.
Algunos dicen: “No tengo tiempo para ocuparme de religión, sino de mis negocios”. Dicen que no tienen tiempo, cuando realmente lo tienen; cuando se vean en la eternidad, entonces dirán: “Si yo tuviese tiempo como lo tenía en la tierra!” Entonces dirán verdad, porque no tendrán ni un momento, sino una eternidad, que tanto se diferencia de un siglo como de un minuto.
III. Consideremos finalmente estas palabras como una amenaza. Son como si Dios dijera al hombre: “Te voy a quitar lo que tanto malgastas en diversiones y pecados. Todas tus diversiones se verifican en el tiempo; pues acabando el tiempo, se acaban las diversiones”. ¡Si los hombres comprendieran cómo se ha de cumplir esta amenaza si llegaran a darse cuenta de la desgracia que será para el pecador impenitente el cambio del tiempo en la eternidad! ¡Cómo cambiarían de pensamientos y de aspiraciones! Se convencerían de que el inconverso, al entrar en la eternidad, lo pierde todo, porque pierde su alma; mientras el cristiano, al entrar en la eternidad lo gana todo, porque entra en el goce de la felicidad eterna.
Esta amenaza tiene un cumplimiento universal y otro individual. El primero se verificará en el último día. No habrá otro día después. Esa unidad de tiempo se perderá en un abismo del cual nadie podrá sacarla, como si la mano de Dios la hubiese arrojado allí para que nunca más la veamos. El cumplimiento individual se verifica cuando muere cada persona. “Está establecido que los hombres mueran una vez, y después viene el juicio”, cuyo resultado es la sentencia inapelable que fija para siempre nuestro destino.
Consideremos cómo entra el alma en la eternidad. Aunque la muerte es un fenómeno misterioso, nos basta la Palabra de Dios para saber que entramos en la eternidad como salimos de este mundo. El alma, después de la muerte del cuerpo, continúa siendo lo que era antes. ¿Muere el hombre sin amar a Dios? Pues tampoco le amará después de la muerte. Si no le amó en el tiempo, cuando Dios se le mostraba tan misericordioso, ofreciéndole la salvación eterna en Jesucristo ¿cómo le amará cuando ya no pueda alcanzar misericordia? ¿Muere el hombre sin arrepentimiento? Pues impenitente seguirá. Una de las amenazas más solemnes de Jesús a los judíos fue esta: “Si no creyereis que yo soy en vuestros pecados moriréis”. Esto era como decirles: “si no creyereis que yo soy el único Salvador, moriréis en vuestros pecados, y por consiguiente en la condenación que el pecador impenitente merece por ellos”. ¿Sería tan terrible esta amenaza de Jesús, si el que muere en sus pecados pudiera librarse de ellos o de sus consecuencias en la eternidad? No; en este caso la amenaza perdería toda su fuerza. Si en la eternidad pudiera el hombre librarse de sus pecados, no importaría morir en ellos. Pero Jesús indica en las palabras citadas que morir en los pecados, es quedar sujeto al castigo que estos merecen. Esto mismo nos indica también el divino Maestro al decir que “el fuego (de la otra vida) nunca se apaga y que el gusano nunca muere”. Podemos imaginar lo que será un alma puesta para siempre en presencia de sus pecados. En el salmo cincuenta se nos describe la escena del juicio final y Dios dice al pecador inconverso: “Yo pondré tus maldades delante de tus ojos”, y las pondrá para que el pecador las contemple con ese dolor que Jesús compara al gusano que nunca muere. En cambio, el que muere amando a Dios, amándole seguirá eternamente, y le amará más aún en la eternidad que en el tiempo porque en ella verá cuánto debe a la gracia y misericordia de Dios y cuán digno es Dios de ser amado por sus infinitas perfecciones. El que muere perdonado gozará eternamente la paz que el perdón produce. Lo que haya sido el alma en el tiempo, eso será en la eternidad. Si hemos pertenecido a Cristo en esta vida, también le perteneceremos en la otra. La eternidad no nos cambiará; lo que nos cambia es la gracia de Dios, la obra del Espíritu en esta vida.
Podría objetarse: El cristiano tiene flaquezas, debilidades y pecados ¿entrará con ellos en la eternidad? No; porque en el cristiano desde el momento de su conversión, empezó una lucha entre el espíritu y la carne, entre la vieja naturaleza y la nueva, y la muerte determina la victoria de la obra de Dios sobre la obra de Satanás y el alma empieza la vida eterna libre de todas las miserias de este mundo y de todas las flaquezas de la carne, y no tiene que purificarse en un fuego expiatorio que es invención humana, como enseñan erróneamente los católicos; ni tiene que expiar sus faltas con sufrimientos o trabajos en otras encarnaciones, como enseña erróneamente también la escuela espiritista. El alma convertida y regenerada sale de este mundo completamente pura, porque la sangre de Jesús hace en ella una obra de perfecta purificación, y por eso no tiene que pasar por expiación alguna ni sufrir ningún castigo: “Ahora pues ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús”.
En esta vida debe el hombre resolver el problema de la eternidad, y debe resolverlo sin dilación, sin aplazamiento. La Escritura dice: “He aquí el tiempo aceptable; hoy es el día de la salvación”. “Si hoy oyereis su voz —la voz de Dios, como la oímos leyendo su Palabra o escuchando la predicación de su Evangelio— no endurezcáis vuestros corazones”. El día de hoy es el tiempo cuando los pecadores pueden arrepentirse y ser perdonados, reconociendo a Cristo por único Salvador, con la gracia que El mismo ofrece. Mañana o dentro de pocas horas o de pocos minutos tal vez puede empezar la eternidad para nosotros. Los que no quieren convertirse a Dios, los que no quieren ser nuevas criaturas, deben pensar que no podrán ser en la eternidad lo que no hayan sido en el tiempo. Que en la otra vida serán lo que hayan sido en ésta, si mueren en sus pecados. Si quieren ir a la eternidad con sus almas limpias, lávenlas ahora en la preciosa sangre de Jesús; reconcíliense ahora con Dios por medio de Cristo; busquen a Dios “mientras puede ser hallado”, y encontrarán en Dios por Cristo lo que necesitan para entrar en una eternidad de perfecta ventura.
El Faro, 1918