Un intérprete de la ley, “queriendo justificarse a sí mismo”, le dijo a Jesús: “¿Y quién es mi prójimo?” (Luc. 10:29). El mundo nunca ha visto a nadie mejor capacitado para responder a una pregunta que Jesús. “Él sabía lo que había en el hombre” (Jn. 2:25). Hay solo unos pocos que no están dispuestos a justificarse a sí mismos en su descuido de esa misericordia (Luc. 10:37) que constituye el verdadero trato del prójimo. Esta es una parábola muy amada, por la bondad del samaritano. Es un hermoso reflejo de la misericordia de Dios en Cristo Jesús, quien inesperadamente entra en contacto con un corazón desamparado y ajeno. Observe aquí:
I. Una miseria triple
1. Despojado de su vestimenta (Luc. 10:30). Este cierto hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, una distancia de cerca de 30 kilómetros, cayó entre ladrones y fue despojado. Desde la caída de Adán, este mundo ha sido una cueva de ladrones. El negocio de cada hombre—en el pensar de muchos—es simplemente extraer de los demás todo lo que pueda. Solo con principios piadosos podemos ser enseñados que, “no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros” (Flp. 2:4). Todos los que caen en las garras del pecado y la iniquidad seguramente serán despojados de sus vestiduras de justicia y de su “manto de alegría” (Isa. 61:3). El diablo sigue buscando a quien devorar.
2. Herido (Luc. 10:30). Él con toda probabilidad recibió sus heridas en sus intentos desesperados por resistir a los ladrones. Nuestra propia fuerza e ingenio son una defensa deficiente contra los ataques repentinos del mal. Los heridos y discapacitados morales en las batallas de la vida se encuentran en todas partes a lo largo de los caminos de la concurrencia humana. Son innumerables los que se han hundido simbólicamente en la zanja de un barrio pobre de la ciudad al ser despojados de su reputación y con sus esperanzas y perspectivas heridos hasta la muerte (Isa. 1:6).
3. Medio muerto (Luc. 10:30). En esta condición miserable no podía hacer nada más que esperar y orar. Esperando la compasión de un corazón tierno y el toque amable de una mano vecina. Estar a medias con cualquier cosa es estar medio muerto al respecto. Con respecto a las cosas eternas, ¡cuántos están medio muertos y bastante inconscientes de ello! Son tibios en el corazón (Ap. 3:16). Pero en nuestro orgullo no condenemos a este pobre marginado, porque si hubiéramos ido por el mismo camino, podríamos haber quedado en la misma situación. Si hubiéramos seguido el camino de aquellos que nacieron y se criaron en los barrios marginales de la ciudad, o en las tinieblas, ¿cómo es posible que estuviéramos en mejor condición que ellos?
II. Una triple actitud
En el sacerdote, el levita y el samaritano, vemos tres actitudes diferentes hacia los desamparados y los desafortunados:
1. Perfecta indiferencia. “Aconteció que descendió un sacerdote por aquel camino, y viéndole, pasó de largo” (Luc. 10:31). Este sacerdote, sin duda, se dirigía a casa después del culto en el templo. En el desempeño de sus deberes ceremoniales, es muy puntual y no se le escapa nada; pero un hermano moribundo y necesitado no es digno de su atención. “Pesado has sido en balanza, y fuiste hallado falto” (Dan. 5:27). No se puede establecer ninguna esperanza sobre la ley.
2. Curiosidad interesada. “Asimismo un levita, llegando cerca de aquel lugar, y viéndole, pasó de largo” (Luc. 10:32). Este hombre es un tipo de aquellos que son muy inquisitivos, pero no tienen siquiera un poco de compasión. Quieren saber, pero no quieren ayudar. Este levita podría contar una historia sobre este pobre hombre cuando se fue a su casa, y justificar su conducta cruel al decir que el lugar era demasiado peligroso para él quedarse y levantar al caído. También por su acto, “pesado has sido en balanza, y fuiste hallado falto” (Dan. 5:27). “Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él?” (1 Jn. 3:17).
3. Simpatía práctica. “Pero un samaritano, que iba de camino, vino cerca de él, y viéndole, fue movido a misericordia; y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él.” (Luc. 10:33-34). Aunque los judíos no tenían tratos con los samaritanos, este samaritano en piedad se dispuso a ayudar al judío medio muerto. Este es la clave de la parábola. Un hombre despreciado, muestra misericordia, y en su compasión, salva a uno que vivía enemistado con él, manifestando así el amor de Dios en Cristo Jesús que se inclina para mostrar misericordia con un sacrificio personal que mata la enemistad (Ef. 2:16).
El buen samaritano tiene las características del menospreciado Nazareno, quien vino a buscar y salvar lo que se había perdido (Luc. 19:10).
(A). “Vino cerca de él” (Luc. 10:33). Cristo viene a nosotros justo donde estamos. En nuestro estado despojado y herido, no pudimos hacer nada por nosotros mismos (Rom. 5:6).
(B). “Fue movido a misericordia” (Luc. 10:33). Su corazón se movió hacia él. La salvación de Cristo fue una obra del corazón. Nos amó, y se entregó por nosotros (Gal. 2:20).
(C). “Y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él” (Luc. 10:34). Aunque tengamos “herida, hinchazón y podrida llaga” (Isa. 1:6), Cristo puede ungir, sanar y liberar (Luc. 4:18). Esto lo hace con el aceite de su Espíritu y el vino de su Palabra.
(D). “Poniéndole en su cabalgadura” (Luc. 10:34). Aquellos a quienes el Señor levanta también son puestos en su propio lugar. “Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es” (1 Jn. 3:2).
(E). “Lo llevó al mesón” (Luc. 10:34). Los salvos del Señor también encuentran refugio y nuevas amistades.
(F). “Cuidó de él”. En la salvación de Cristo no solo hay una gran liberación, sino también una providencia especial (Rom. 8:28). Él tiene cuidado de ti (1 Ped. 5:7).
(G). “Y todo lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando regrese” (Luc. 10:35). Él dejó una promesa concerniente a él. Nuestro gran Pastor también ha dejado lo suficiente para nuestra necesidad durante su ausencia mediante “preciosas y grandísimas promesas” (2 Ped. 1:4). “De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mat. 25:40).
III. La gran lección
“Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas” (1 Ped. 2:21). “Vé, y haz tú lo mismo” (Luc. 10:37).