Gen. 32:24-32
Cuanto más consideramos el suceso aquí referido, tanto mejor vemos su enseñanza para la vida del cristiano. Otros capítulos de la Biblia nos ofrecen una instrucción puramente dogmática; éste nos describe al verdadero siervo de Dios y nos enseña lo que Dios es para sus siervos. ¡Bendita enseñanza! ¡Ojalá supiéramos aplicarla en todos los casos de nuestra vida!
Antes de estudiar directamente la misteriosa lucha aquí descrita, conviene considerar la situación de Jacob y las circunstancias anteriores, cuyo recuerdo influía poderosamente en el ánimo de este patriarca. El pasado con sus recuerdos tristes y el presente con sus temores fundados se unen en la mente de Jacob para producir un estado de ansiedad y de angustia, que podemos comprender muy bien, si nos hemos visto alguna vez en tribulación o en peligro.
Consideremos la humildad de Jacob, su gratitud, su piedad profunda, a pesar de los defectos de su carácter. Su oración es un modelo de súplicas fervientes. Demuestra su humildad reconociéndose “menor que todas las misericordias y toda la verdad” que Dios había usado con él. Se presenta ante Dios como sometido a su voluntad y cumpliendo sus órdenes: “Jehová, tú me dijiste, vuélvete a tu tierra y a tu parentela,” y además toma a Dios por su palabra: “Y tú has dicho, yo te haré bien y pondré tu simiente como la arena del mar, que no se puede contar por la multitud.”
He aquí la manera de orar con éxito: reconocer nuestra pequeñez, nuestra indignidad, presentarnos ante Dios enteramente sometidos a su voluntad y fundar nuestras súplicas en las mismas promesas de Dios. Así reconocemos su veracidad, porque Dios no puede hacernos promesas para no cumplirlas, a no ser que nos hagamos indignos de su cumplimiento —Dios se complace en una súplica fundada y expresada en sus mismas palabras y más aún, si éstas brotan del corazón con la vehemencia de una piedad sincera.
Observemos por otra parte la prudencia de Jacob. No se contenta con pedir a Dios con todo el fervor posible. Pone de su parte por evitar o disminuir los daños que teme en su peligro. Divide su hacienda y servidumbre en dos cuadrillas, quedándose él con su familia en la postrera; por si Esaú venía en son de guerra y acometía a la primera cuadrilla, poder huir con la segunda, salvando a su familia. Además dispone un valioso regalo para aplacar la ira de su hermano, y hasta en la manera de enviarlo demuestra la cautela y fino tacto que humanamente se requiere para el buen éxito de todo negocio. Esaú recibiría primeramente doscientas cabras y veinte machos cabríos. Este primer regalo empezaría a ablandar su corazón, y continuarían ablandándolo; doscientas ovejas y veinte carneros, después treinta camellos con sus crías, a continuación cuarenta vacas y diez novillos, luego, finalmente, veinte asnas y diez borricos. Cada manada de éstas va conducida por un siervo que lleva estudiadas las palabras corteses y humildes que ha de pronunciar al hacer la entrega del respectivo regalo. “Dádivas quebrantan piedras,” se dice hoy, pero entonces también se conocía esta verdad, y Jacob la practica con la mayor prudencia. Esto nos enseña una lección importante: la oración debe ir acompañada, si es posible, de la acción. Jacob pide a Dios con todo el fervor de su alma; pero además hace lo que está a su alcance, por evitar el peligro que le amenaza. Las más fervientes oraciones serán inútiles, si no van acompañadas de las buenas acciones que nos son posibles.
Consideremos ahora el estado espiritual de Jacob después de hacer todo esto. ¿Está Jacob animado y tranquilo? No. Su alma está abatida. ¿Quién puede sorprenderse de esto? Después de oraciones muy fervientes ¿no se encuentra el cristiano algunas veces tan abatido y temeroso como antes? Después de hacer lo que consideremos conveniente para nuestro prójimo, y aun de excedernos, si posible fuera, en su servicio ¿quedamos tranquilos y seguros en cuanto al éxito? No, desgraciadamente. Esto le sucedía a Jacob en aquellas circunstancias, y no debemos sorprendernos, sabiendo que si bien “el espíritu está presto la carne es flaca.” Jacob era un carácter tímido, mas aunque hubiera sido valeroso, tenía razón para temer en aquel trance. Venía Esaú a su encuentro con cuatrocientos hombres armados. Mientras el peligro no desaparece, no se ahuyentan los temores de nuestra alma.
Este pasaje nos enseña que Dios no abandona a sus siervos. Apenas emprende Jacob su camino, Dios envía sus ángeles y los hace visibles a su siervo para que éste se anime recordando solemnes promesas. Aquellos ángeles recuerdan a Jacob la escala misteriosa de Betel, uniendo el cielo con la tierra, desde lo alto de la cual Dios le habló prometiéndole ricas bendiciones, y eran los “espíritus administradores enviados para servicio a favor de los que serán herederos de salud. “Está escrito de Dios con respecto a cada uno de sus siervos: “A sus ángeles mandará cerca de ti, que te guarden en tus caminos.” Y esta promesa se cumple siempre, aunque no veamos a los ángeles. Pero no bastaba aquella prueba de la protección divina para que Jacob recobrara su tranquilidad, y Dios obra con él de una manera especial, mediante la lucha referida al final del capítulo.
¿Cómo ocurrió esta lucha? ¿Con quién peleó Jacob? ¿Con un ángel o con el mismo Hijo de Dios, cuya presencia se mostró algunas veces en el Antiguo Testamento? Las palabras “has luchado con los hombres y con Dios y has vencido,” parecen demostrar que luchó con una persona divina. Sin embargo, pudiera decirse que la lucha es con Dios cuando se tiene con un ángel mandado por Dios mismo. Esta lucha pudo ser en visión, en sueños, o en ese estado intermedio entre la vigilia y el sueño, en el cual no sabemos si estamos dormidos o despiertos. En los arcanos de la naturaleza humana, tan posible es que el valiente sueñe huir o ser vencido, como que un cobarde sueñe vencer o realizar algún acto heroico. Algo así pudo sucederle a Jacob. Fácil era soñar con una pelea al hombre que temía a un hermano rencoroso y vengativo. Jacob pudo soñar que veía a Esaú con sus cuatrocientos hombres venir y acometer a las cuadrillas, matar pastores y criados y finalmente levantar el arma fratricida contra él, contra sus mujeres y contra sus hijos. Pero Dios quiso que soñara o viera otra cosa muy diferente. El, cobarde y temeroso por temperamento, lucha en visión o en realidad, no contra su hermano, sino contra uno más poderoso y al mismo tiempo más benéfico que su hermano. Lucha y vence. ¡Qué alegría! Pero al mismo tiempo ¡qué misterio hay en este hecho!
Sobre esta lucha nos da el profeta Oseas (cap. 12:4) una aclaración importante. Dice que Jacob venció al ángel y prevaleció; lloró y rogóle. Trátase aquí pues de una oración fervorosa, acompañada de ardientes lágrimas, en la cual se triunfa, alcanzando lo que se pide.
Esta lucha tuvo un resultado corporal, que no parece admisible, suponiendo que todo ocurriese en visión o en sueño. En efecto, una lucha corporal es la que puede producir la dislocación de un miembro. Pero no debe afirmarse que el suceso fuera puramente imaginario; aunque es posible que la agitación del espíritu comunicase al cuerpo tales movimientos que resultara un muslo descoyuntado. Jacob tenía conciencia de estar batallando en aquellos momentos con un varón más poderoso que él, y lo misterioso del hecho no excluye su realidad, aunque no podamos explicarla de un modo enteramente claro.
No solamente la lucha en sí misma, sino el diálogo de los luchadores, contienen lecciones de aplicación y de importancia. Jacob no se da por vencido, aunque reconoce la superioridad do su antagonista. Tiene esperanza de vencerlo, y tal debe ser nuestra esperanza al orar, al luchar en cierto modo, con Dios, aunque sabemos que Dios es más poderoso que nosotros. “Déjame, que raya el alba,” dice a Jacob el varón misterioso. Es indudable que llevando éste la ventaja, hubiera podido desprenderse de las manos de Jacob sin pedirle que le dejara. Sin embargo, quiere enseñarle que no le dejará vencido y en la impotencia. Así es Dios con nosotros. Pudiera dejarnos en nuestra necesidad o en nuestro apuro, pero si queremos que no se aparte de nosotros, que no nos abandone, conseguiremos nuestro deseo. Jacob responde al Ángel: “No te dejaré, si no me bendices,” y con estas palabras reconoce la superioridad de aquel ser misterioso. Como dice la Escritura, “el que es más bendice al que es menos.” El hombre es un poco menor que los ángeles, pero siendo este Ángel, el Hijo de Dios, la segunda persona de la divina Trinidad, Jacob reconoce en él una superioridad grandísima, aunque no tuviera las elevadas nociones que poseen los cristianos instruidos sobre aquel sublime misterio. Si Jacob con una reverencia y una humildad mal entendidas deja ir a su antagonista, cuando éste quería retirarse, pierde seguramente el beneficio que deseaba. Pero Jacob es obstinado, perseverante; sabe por inspiración divina que es necesario orar y no desmayar, y practica la virtud de la perseverancia, sabiendo que con ella se alcanza lo que pedimos. La bendición especial que Jacob pedía en aquellos momentos era, indudablemente, ser librado de la mano de Esaú, porque le temía, que no viniera su hermano e hiriese a la madre con los hijos, y consiguió su deseo, como vemos en el capítulo siguiente, donde se nos refiere cuán afectuosamente recibió Esaú a su hermano. El antiguo enemigo depuso sus iras; el resentimiento no produjo la temida venganza. Así triunfaba Jacob moralmente: así cumplía Dios sus promesas.
La oración es, pues, una lucha con Dios, cuando es todo lo fervorosa perseverante que debe ser. Solamente por el fervor y por la constancia prevaleceremos en la oración, consiguiendo de Dios lo que deseamos. Y prevaleciendo con Dios, indudablemente prevaleceremos con los hombres, como le sucedió a Jacob, porque Dios nos concederá por medio de ellos, y aún a pesar de ellos, lo que le pedimos. Ningún hombre podrá arrebatarnos lo que Dios quiere que poseamos; mas para prevalecer con los hombres es necesario haber prevalecido antes con Dios.
El cambio de nombre es también una cosa digna de nuestra atención. La palabra Jacob significa suplantador, lleva consigo la idea de astucia y de mentira, evocando el recuerdo del pecado. Ahora Dios da a su siervo un nombre nuevo; un nombre que no despierta recuerdos humillantes, sino que indica una grande bendición. La palabra Israel quiere decir vencedor de Dios y de los hombres, según la explicación del Ángel. Este nombre es verdaderamente ilustre entre todos los grandes nombres que registra la historia, tanto sagrada como profana. David alcanzó un nombre célebre por sus victorias, pero no de tanta celebridad como el de este patriarca, lo cual prueba que la victoria, de Jacob en esta ocasión tuvo, para Dios, más importancia que todos los triunfos de David. Pero aunque haya diferencia entre los nombres que reciben los hijos de Dios, lo cierto es que todos reciben un nombre nuevo, por el cual Dios significa que los trata como a nuevas criaturas, no acordándose más de sus antiguos pecados.
Finalmente, Jacob llama a aquel lugar Peniel, porque allí vio a Dios cara a cara y fue librada su alma. El nombre Peniel significaba para Jacob todo esto, como el nombre Betel significaba casa de Dios y puerta del cielo. Las palabras “vi a Dios cara a cara” no están en contradicción con aquellas otras del Evangelio de Sn. Juan: “A Dios nadie le vio jamás” (cap. 1:18) cuando se admite, como debe ser admitido, que Jacob vio en esta ocasión, como Moisés y Sansón vieron en otras, al Hijo de Dios, al Ángel de Jehová en forma humana y no en la esencia de su divinidad, porque ésta no puede ser percibida por ojos carnales. El nombre Peniel revela también la grande humildad de Jacob. No hace alusión a su victoria, ni a su constancia, ni a su fervor, ni a cosa alguna que redundara en su alabanza; sino a la obra de Dios, a lo que Dios le otorgó por pura gracia, por su amor y misericordia: “allí fue librada, su alma.” Dios honra a su siervo, dándole un nombre ilustre, y el siervo honra a su Señor dando al lugar un nombre que recuerda su apuro y su liberación maravillosa: “fue librada mi alma.” Jacob quita los ojos de sí mismo para ponerlos solamente en Dios. No reconoce vencedor, sino defendido. No se ufana de su victoria, sino de la protección pedida y alcanzada por pura gracia. Su alma fue librada del temor, del peligro, de la venganza, y esto es lo que la impresiona profundamente, fomentando los sentimientos de humildad, de gratitud y de sumisión a Dios, que tan benignamente le ha tratado.
Mucho tienen que aprender los cristianos en este episodio de la vida de Jacob, y grande provecho sacaremos imitando la conducta de este humilde patriarca. Aquí vemos que los siervos de Dios supieron desde los tiempos más remotos ponerse en comunicación con la Divinidad, dirigiéndole fervorosas oraciones, y vemos también cómo Dios escuchaba estas súplicas, cumplía sus promesas y defendía a su pueblo. Abraham, Isaac y Jacob, tuvieron esta bendita experiencia en sus peregrinaciones. ¿Y no la tenemos también nosotros, habiendo visto la bondad de Dios manifestada tantas veces en nuestra vida, aunque hayamos pasado por pruebas y tribulaciones? El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, es nuestro Dios; no ha cambiado en el curso de los siglos; es hoy nuestro Padre, y lo será siempre para cuantos anden en sinceridad a la luz de su rostro. Andemos nosotros así, dándole la gloria que merece. Amén.
El Faro, 1918