CAPÍTULO I
LAS ESCRITURAS SON FIDEDIGNAS
Introducción. Autoridad divina de la Biblia, como asunto de importancia en la actualidad. La Biblia como serie de documentos literarios. Credibilidad histórica de los mismos. Autoridad de que el Pentateuco dimana. La Historia profana confirma la Escritura. Citase a Rawlinson. Teorías falsas relativas a la persona de Cristo, refutadas al establecerse la credibilidad histórica de los Evangelios. El Cristianismo no depende de la doctrina de la Inspiración. Argumento a fortiori.
CAPÍTULO II
LA BIBLIA CONTIENE LA PALABRA DE DIOS
Las Escrituras hablan por sí mismas. No hay falacia en argüir su inspiración de su credibilidad. Elemento sobrenatural que se halla en la Escritura: 1. Milagros; 2. Relatos de comunicaciones divinas; 3. Predicciones: no se escribieron estas después de verificados los sucesos a que se refieren; no tienen analogía ninguna con los augurios del gentilismo; no son casos de previsión sagaz, sino expresiones de la Divinidad, deduciéndose de aquí la evidencia de su valor; 4. Doctrinas que deben haber sido reveladas, como nos consta, (a) por la excelencia que les es inherente, (b) por su adaptación a las necesidades humanas, (c) por lo misterioso de algunas, (d) por la aparente irreconciliación de otras. La Biblia contiene la palabra de Dios
CAPÍTULO III
LA BIBLIA TODA ES UN MENSAJE DE DIOS
Diferencia entre una relación verdadera y una oficial. La Biblia es una expresión autoritativa de la voluntad de Dios. Manifiéstase esto por la posición oficial de los escritores; 2. La Biblia es el único informe del modo de salvarnos; 3. En toda ella campea un solo designio; 4. Relación que las porciones históricas de la Biblia tienen con lo demás de la misma; 5. Testimonio directo de la Biblia
CAPÍTULO IV
AGENCIA DIVINA EMPLEADA EN LA COMPOSICIÓN DE LA ESCRITURA
¿Es la Biblia una relación divina o humana de revelaciones sobrenaturales? Del hecho de que la Biblia es un mensaje de Dios, nace una persuasión en favor de su infalibilidad. Esta persuasión se apoya en varias consideraciones: 1. Extensa relación de comunicaciones divinas; 2. Maravillosa exactitud de la Escritura; 3. Motivos atribuidos a los hombres, y razones asignadas para los actos divinos por los autores de la Escritura; 4. Reticencia de los escritores y su sabiduría en la elección de hechos; 5. Relaciones que existen entre los diversos libros del Nuevo Testamento
CAPÍTULO V
INSPIRACIÓN PLENARIA
¿Enseñan las Escrituras una inspiración plenaria o parcial? Se prueba la inspiración plenaria del Antiguo Testamento: 1. Nombres aplicados al Antiguo Testamento por los autores del Nuevo; 2. Deferencia tenida para con el Antiguo Testamento; 3. Su infalibilidad asegurada por el Salvador; 4. Referencias verbales al Antiguo Testamento; 5. Manifestaciones directas de que es la obra de una autoridad divina. Argumentos en favor de la inspiración del Nuevo Testamento
CAPÍTULO VI
OBJECIONES CONSIDERADAS
Espíritu de controversia racionalista en la época actual. Objeciones: 1. Se dice que la revelación es imposible. La objeción descansa en una falsa filosofía. Objeción 2. Se dice que la Biblia está en contradicción con la ciencia. La Escritura si bien no es una obra técnica, no enseña error ninguno. Objeción 3. Se dice que la Biblia se contradice a sí misma. Examen de los pasajes que aparentemente pugnan entre sí. Objeción 4. Pasajes de poca importancia. Objeción 5. Basada en 1a Corintios, cap. 7. Citase a Lee. Falta de prueba en la teoría de la inspiración parcial. Facultad comprobadora. Parte que la razón toma en determinar lo que es una revelación
CAPÍTULO VII
EXPLICACIONES DE LA DOCTRINA
1. La inspiración cubre solamente los manuscritos originales. Importancia de esta observación. ¿Tenemos un Texto correcto? Citase al profesor Stuart. Diferencia entre un original inspirado y otro que no lo está. 2. No se pretende que los autores de la Escritura hayan sido inspirados fuera de su trabajo oficial. Su infalibilidad como autores no les exime de faltas como hombres. 3. La agencia del Espíritu para hacer infalibles a los escritores sagrados, no es equivalente a su gracia santificadora. Confusión que se origina de aplicar el mismo nombre a ambas cosas. Equívoco de Maurice. 4. La inspiración aunque verbal no es mecánica. Citase al Dr. Bannerman y coméntanse algunos de sus dichos. 5. Hay diferencia entre la inspiración y la revelación. ¿Implica revelación la inspiración? Alúdese a la controversia entre el Dr. Lee y el Dr. Bannerman. Defínese la revelación. Hay un elemento divino y otro humano en la Escritura
LA INSPIRACIÓN DE LAS ESCRITURAS SAGRADAS
CAPÍTULO I
LAS ESCRITURAS SON FIDEDIGNAS
La Biblia es la única base de la existencia de la sociedad cristiana. Los hechos en que se funda el sistema cristiano, y las doctrinas que lo constituyen, no se registran autoritativamente en ninguna otra parte.
Los miembros de la sociedad cristiana están acordes en atribuir a Jesús honores divinos. Confían en él cómo en su Salvador. Observan religiosamente el día que conmemora su resurrección. Reconocen obligaciones que no están incluidas en el círculo del deber prescrito por la ética humana. Alimentan esperanzas que pueden realizarse solamente en el otro mundo.
Si la Biblia no es fidedigna, las creencias de estas personas no tienen ni aun la sombra de justificación. Están formando planes en que deben hallar contrariedades amargas. El cristiano hace estribar el destino de su alma en la autoridad del libro que se llama “Biblia;” se satisface en decidir lo relativo a su porvenir obedeciendo las direcciones que se le ofrecen en sus páginas.
Por tanto, no puede ser asunto de mera curiosidad literaria el investigar las razones que tengamos para recibir este libro como la palabra de Dios. El cristiano pensador debe desear saber por qué tiene deber de tomarla como su regla de fe. No bastará decir que la discusión concerniente a la autoridad divina de la Biblia ha sido dilucidada ya, y que por lo mismo no hay necesidad de traerla de nuevo a colación. Es ahora asunto de interés vital. La oposición a la doctrina de la infalibilidad de las Escrituras procede de cierta clase de gente que la hace más dañosa en sus efectos. El espíritu del racionalismo ha invadido la iglesia, y entre los cristianos, y aun entre sus ministros, hay muchos que aceptan ideas vagas sobre esta cuestión fundamental, y expresan opiniones que lastiman en gran manera la fe del pueblo de Dios.
Si, como se dice, la Biblia es la palabra de Dios, y si los escritores, en las palabras que usaron, obraron bajo la inspiración del Espíritu Santo, es claro suponer que el argumento se puede presentar de una manera que satisfaga los entendimientos de los que inquieren lo relativo a este asunto; si la doctrina de la inspiración requiere nuestra fe, debe haber evidencia para ello.
Procuraré en las ‘páginas siguientes indicar la secuela de las consideraciones que nos han conducido a una declaración determinada respecto de la autoridad de la Biblia. La discusión tendrá más bien la forma de una investigación que la de una defensa. Me ocuparé del asunto, no como el abogado de una teoría especial de inspiración, sino como el que desea aprender todo lo que la Biblia puede enseñarle respecto del móvil que se tuvo para su composición. Las conclusiones que se obtengan serán el resultado de una investigación inductiva.
Como la Biblia llega a las manos del estudiante como una serie de documentos literarios, sería prematuro dar desde luego mucha importancia al derecho que los mismos pretenden que les asiste para ser tenidos como una revelación de Dios. La cuestión de su credibilidad histórica se debe determinar primeramente, atendiendo a las reglas de la crítica histórica. Es permitido al que examina, que haga la pregunta de si estos documentos son fidedignos. ¿Podemos fiar en ellos como en los vehículos de información histórica? ¿Es el Pentateuco, por ejemplo, la obra del autor a quien se atribuye, o es una trama urdida por el pueblo de Israel?
Estas son cuestiones de importancia vital, cuya discusión pertenece a la parte de Teología llamada “Introducción.” El que quiera ver de qué modo se han contestado los argumentos de los que atacan la credibilidad de las Escrituras, y cuan completamente ha sido vindicada la Biblia, debe consultar las obras de escritores tales como Horne, Havernich, Jahn, Rawlinson, etc.
Poco podemos agregar aquí a la declaración de que los libros del Antiguo y Nuevo Testamento han sido sujetados a la más escrupulosa crítica, y que su credibilidad, como documentos históricos, ha sido puesta fuera de controversia. No podríamos tener mejor evidencia de su autenticidad, que la que surge del hecho de que han resistido sin menoscabo la prueba de la crítica alemana.
Ninguna objeción se ha presentado contra la pureza y la autenticidad del Pentateuco, que tenga bastante fuerza para preponderar sobre el testimonio de toda la nación judaica. El estudio del Antiguo Testamento demostrará que los judíos, ya en el reinado de Daniel, creyeron que Moisés escribió los primeros cinco libros de la Escritura. Tan profundamente fue arraigada en el entendimiento nacional esta convicción, que ni aun las diferencias políticas que terminaron en cismas fueron bastante poderosas para inducir a alguna de las facciones a que desacreditara los libros que llevan el nombre de su legislador. Aunque el Pentateuco fue el libro de los estatutos de Judá, las diez tribus restantes no se manifestaron de ningún modo dispuestas a despreciar su autoridad; esto nos consta por el hecho de haber sido el Pentateuco la única porción que los samaritanos recibieron del Antiguo Testamento, dando por razón para ello que fue el libro de la ley dado por Moisés. Es cierto que se ha alegado que el arte de escribir no era conocido en tiempo de Moisés, y que aunque lo hubiera sido no podía tener a mano los útiles necesarios y apropósito para escribir una obra tan grande, y bajo las circunstancias de un viaje en el desierto. Esta objeción, no obstante, ha sido desvanecida con los descubrimientos modernos de ladrillos Babilónicos, y de papiros egipcios que se tienen como contemporáneos de Moisés. “Se ha dicho que si este legislador hubiese escrito el libro, no habría usado la tercera persona hablando de sí mismo, ni habría dádose a sí mismo términos laudatorios y dictados honoríficos.” Basta replicar a esta objeción que pueden citarse pasajes semejantes de los escritos de Homero y Chaucer, de César y Xenophonte, y aun del apóstol Pablo. Estas consideraciones confirman abundantemente el testimonio del pueblo hebraico. Es imposible suponer que una impostura deliberada pudiese haber ganado la confianza de la nación hasta el grado de haber sido tenida como un depósito sagrado, dando forma a su historia, a sus genealogías, a sus leyes y a sus instituciones religiosas.
Ahora bien, el libro debe haber sido escrito por Moisés, o ser en caso contrario obra de algún impostor. El que Moisés fue el autor de los libros que se le atribuyen, consta evidentemente, atendiendo al hecho de que fueron escritos por un testigo ocular de la mayor parte de los sucesos en ellos consignados. La escrupulosa atención que el escritor consagra al describir los lugares, las batallas, las marchas, etc., y los minuciosos detalles que componen la narración corroboran la creencia de que tomó parte en dichos sucesos, y de que escribió por el conocimiento personal que de ellos tuvo.
Los libros fueron evidentemente escritos mientras los acontecimientos tenían lugar. No hay una división sistemática de su asunto, como la habría establecido en mayor o menor escala el historiador que hubiese escrito sobre hechos reflejados, o mirando a través de tradiciones flotantes. Los hechos históricos, las leyes y los preceptos se suceden entre sí sin más relación que la de la serie cronológica: fueron escritos en forma de diario, y por uno que por lo tanto sabía lo que afirmaba. El uso de arcaísmos, de expresiones y de términos de origen egipcio; las alusiones al gobierno y la vida social de los Egipcios, particularmente la referente a su práctica de embalsamar los cadáveres, prueban que el escritor debe haber sido contemporáneo de Moisés, y debe haber estado familiarizado con las costumbres extranjeras, lo cual se explica mejor por las circunstancias que acompañan la educación y la juventud del legislador judío. Finalmente, las distintas declaraciones relativas a que Dios mandó a Moisés que escribiese la derrota de Amalee; a que Moisés escribió todas las palabras de la ley, y tomó el libro del pacto y lo leyó en la audiencia del pueblo; a que continuó la escritura de las palabras de la ley en un libro hasta que hubo concluido; a que mandó a los Levitas que llevaban el arca de la alianza, que tomasen el libro de la ley y lo pusiesen al lado del arca de la alianza del Señor, para que allí pudiese ser testigo contra el pueblo, no dejan la menor duda de que Moisés fue el autor del libro que lleva su nombre. Esto, concedido por nuestros opositores, es suficiente para fundar la verdad de la narración.
“Si se pudiese probar que la Biblia fue escrita por un testigo ocular,” dice Strauss, “sería esto sin disputa un argumento de peso decisivo en favor de la credibilidad que tal historia merece.”
Los libros históricos que siguen, aunque de autor incierto, son sin embargo auténticos, como lo comprueban abundantemente tanto la evidencia interna como la externa. “Tienen la fuerza de protocolo de estado, siendo los documentos públicos autoritativos, preservados entre los archivos nacionales de los Judíos, en tanto que estuvieron constituidos como nación; y han sido desde entonces tenidos en alta estima por los fragmentos dispersos de esa raza, que ha visto en ellos consignado lo más precioso que guardan en sus registros primitivos.”
Estamos, con todo, más que compensados de su carácter anónimo, por los abundantes testimonios corroborativos que estos libros reciben, no solo de otras partes de la Escritura, sino aun de escritos y tradiciones de un origen profano. Los libros históricos del Antiguo Testamento se ratifican por los escritos de los profetas, del mismo modo que el libro de los Hechos se ratifica por las Epístolas de Pablo. El lector puede comprobar esto, comparando las profecías de Isaías con el segundo libro de los Reyes, fijándose por ejemplo en la relación de la enfermedad de Esechías, y en la muerte de Senacherib. Isa. 37:2; 2 Reyes 19:20. Las recientes investigaciones de los anticuarios y los estudios históricos han arrojado luz sobre las Escrituras. Las ciudades gigantescas de Bashan, de que Moisés nos habla, no dan ya un motivo de burla a costa de las Escrituras. Todavía existen los mudos pero firmes monumentos de la veracidad de la historia hebrea. Las investigaciones científicas confirman la exposición de la Biblia sobre la creación, el origen del hombre, la unidad de la raza, y las relaciones étnicas de la humanidad. “El Toldoth Beni Noah ha atraído la admiración de los modernos etnologistas, que continuamente encuentran en él anticipaciones de sus mayores descubrimientos.” Las investigaciones arqueológicas en Nínive y en Babilonia, comprueban el estado del arte, en tiempo de Salomón, entre las naciones contiguas a la Judea. Entre otras cosas desvanecen la dificultad que el moderno lector experimenta, al ver que en las Escrituras se refiere la prodigalidad con que se usaba del oro y de la plata en la ornamentación, pues que hay razón para creer, según las mismas, que esto se hacía con las costumbres de aquella época.
La relación de la Escritura referente a los monarcas asirios que desempeñaron un importante papel en la historia de los judíos, ha sido confirmada en gran parte por los archivos de aquella nación. Se comprueba esto muy bien, por el relato de la invasión de Senacherib que tan detalladamente se hace tanto en los anales asirios, como en la Biblia. Estos monumentos han venido en ayuda del entendimiento cristiano, y han reconciliado la aparente contradicción que existe entre Daniel y Beroso, dándole un título real a Balsazar.
Así hace Rawlinson el resumen del resultado obtenido en las investigaciones que se relacionan con la autenticidad del Antiguo Testamento: “Creo que se ha comprobado, en primer lugar, que la narración sagrada ha sido obra de un testigo ocular, y que por lo tanto merece la aceptación de los que juzgan el testimonio contemporáneo como la base esencial de la autenticidad de toda la historia; y en segundo, que se ha comprobado igualmente, que toda la evidencia que poseemos dimanando de un origen profano, y que tiene un carácter realmente importante y fidedigno, tiende a confirmar la verdad de la historia que se nos ha entregado en el volumen sagrado. Los registros monumentales de los siglos pasados pertenecientes a los Asirios, a los Babilónicos, a los Egipcios, a los Persas y a los Fenicios; los escritos de los historiadores que han basado su historia en anales contemporáneos, tales como Manetó, Beroso, Dius, Menandro y Nicolás de Damasco; las descripciones hechas por testigos oculares de las costumbres y hábitos orientales; y por último las pruebas obtenidas por las investigaciones modernas del estado que guardaban las artes en esos países en aquellos tiempos : todo, todo confirma, ilustra y establece la veracidad de los escritores que nos han entregado en el Pentateuco, en Josué, los Jueces, Samuel, los Reyes y las Crónicas, en Esdras, en Ester y en Nehemías, la historia del pueblo escogido.”
Los estudiantes de la Escritura han obtenido el mismo buen éxito en cuanto a vindicar la credibilidad histórica de los diversos libros del Nuevo Testamento. Parece suficiente lo expuesto para indicar los principios que sirven de guía a las investigaciones de lo que concierne a este asunto.
Antes de que los ampliemos, hagámonos cargo de la gran ventaja que hemos alcanzado ya. Tomemos por vía de elucidación el caso de los cuatro evangelistas. Si puede darse por sentado que los Evangelios fueron escritos por los evangelistas cuyos nombres llevan, será imposible eludir la exposición de lo que en ellos hallamos. No bastará que se atribuya impostura, sea a Cristo o a sus apóstoles, en la explicación del cristianismo. La teoría de que un galileo impostor engañó al mundo y derribó al judaísmo nunca ha sido bastante verosímil para merecer algún crédito. La hipótesis de que los discípulos adjuraron las creencias en que fueron educados, para ir a morir al intentar la propaganda de una falsedad, queda bien sepultada con solo ser propuesta o enunciada.
Tampoco satisface la suposición de que los hombres que por tres años fueron los compañeros de Jesús pudieron engañarse, siendo así que tan repetidas oportunidades se les presentaron de poner a prueba la misión divina que su Maestro pretendía tener. Las teorías de impostura y de alucinación han sido ambas examinadas hallándose defectuosas. Los enemigos del cristianismo han intentado destruir la credibilidad de los Evangelios, fijando el segundo o el tercer siglo como la época de su composición; pero la hipótesis legendaria no puede resistir las conclusiones de la crítica histórica. Se ha probado por medio de ordenados testimonios nada sospechosos, que los Evangelios tales como ahora están, fueron leídos, citados y recibidos como autoritativos por la iglesia a principios del siglo segundo. En otras palabras: no nos cabe ni la menor duda de que estos escritos son obra de los que se reputan como autores suyos.
Siendo esto así, se deduce que el carácter descrito por los evangelistas es el de un hombre real; que Jesús profirió las palabras que se le atribuyen; que dio señaladas pruebas de su divinidad, y obró milagros en testimonio de su divina misión. Vemos además, que los libros del Antiguo Testamento, tenidos como sagrados por los judíos desde tiempo inmemorial, aunque contienen el registro de sus crímenes nacionales, fueron confirmados autoritativamente por el Hijo de Dios. Así, al establecer la credibilidad del libro de los Hechos, probamos que los apóstoles convinieron en reconocer a Jesús como al Mesías, y que salieron rodeados de peligros, a predicar la doctrina de la resurrección; más aún, que en Jerusalén, lugar mismo en que la animosidad del corazón humano había tornádose en farisaico despecho, proclamaron que al mismo Jesús, a quien por manos malvadas se había crucificado y matado. Dios había levantado de entre los muertos.
Si no pudiéramos hacer más que establecer la credibilidad histórica de la Biblia, habría evidencia suficiente para condenar a los que rehúsan creerla. Debo exceptuar a algunos que manifiestan la creencia de que el éxito del cristianismo estribatan solo en la doctrina de la inspiración. No es que yo conceda que alguien más que yo abrigue la convicción íntima de la verdad e importancia de esta doctrina; pero cumple a nuestro propósito hacer reminiscencia de la inmensa ventaja argumentativa que el cristianismo tiene aun poniendo a un lado la inspiración de los documentos en que se apoya. No puedo estar de acuerdo con un escritor moderno que dice, “Si hacemos abstracción del carácter inspirado que tiene la narración de las Escrituras, apenas poseeríamos en realidad mayor certidumbre con respecto a los hechos de la vida de nuestro Señor, que la que poseemos relativamente a los hechos narrados en la historia de los antiguos Romanos. Que esto no es una declaración exagerada, se manifiesta en el resultado obtenido al negarse la autoridad inspirada de los evangelistas, que puede verse como prueba, en la de los romances que Strauss y Renán han propuesto en sustitución de la Historia Sagrada.”
Aunque este pasaje se halla en un tratado bien escrito sobre la inspiración, no puedo menos de tenerlo como una gran concesión hecha a la causa del racionalismo. El apologista cristiano no puede encontrar serias objeciones por parte de los escépticos al dar por sentada la doctrina de la inspiración. Mientras la cuestión de la credibilidad histórica haya de juzgarse, la batalla debe librarse en el terreno de la evidencia histórica. Los romances de Strauss y Renán se han contestado victoriosamente con probar el antiguo origen o autenticidad de los Evangelios. El ministro cristiano y el apologista nunca deben privarse del argumento “a fortiori” que se les ministra en el estudio de las Escrituras.
Si por el simple testimonio histórico puede probarse que Jesús obró milagros, que proclamó su divinidad, y que profetizó; si puede manifestarse que fue crucificado para redimir a los pecadores, que se levantó de entre los muertos, y que hizo depender el destino del hombre de que le aceptara como su Salvador: entonces, si los anales que contienen estas verdades son o no inspirados, ¡ay de aquel que vea con abandono tan gran recurso para la salvación!
CAPÍTULO II
LA BIBLIA CONTIENE LA PALABRA DE DIOS
Habiendo adquirido la persuasión de que se puede fiar en las Escrituras, estamos dispuestos para admitir su testimonio concerniente a ellas mismas. Son testigos competentes por lo que toca a su origen, y no hay falacia encubierta en argüir con la credibilidad de la Biblia, en pro de su inspiración. Algunas veces se hace una objeción en esta forma: “Debéis creer que la Biblia es verdadera antes de que podáis aceptar su testimonio relativo a su inspiración; y debéis saber que es inspirada antes de que podáis fiaros en sus manifestaciones. Esto es un círculo evidentemente.” Pero la dificultad se desata de un modo fácil. La evidencia histórica ordinaria basta para satisfacemos respecto de la veracidad que deben merecernos las manifestaciones que hallamos en las obras da Tácito, César, Grote, Gibbon y Macaulay. No necesitamos la inspiración de estos escritores como garantía de su credibilidad. Sus libros pueden contener errores; pueden hallarse en sus páginas cosas de falso razonamiento, de apresurada generalización y de juicios incorrectos; pero no ponemos en duda su veracidad general. La crítica histórica coloca la Biblia en el mismo nivel de las historias humanas que mayor crédito inspiran. Si después de un estudio atento vemos que el estilo en que las Escrituras se han escrito, que los informes que contienen, y la armonía que en todas ellas se halla, son indicios de que una agencia sobrenatural se empleó en su composición; si además, los escritores aseguran haber sido guiados por la divina sabiduría; si por sus referencias a los diversos libros de la Biblia, indican su convicción de que las palabras de la Escritura son las palabras de Dios: entonces podemos deducir una inferencia de gran peso respecto de la credibilidad general de la Biblia. Probaremos que debido a la divina agencia empleada en su composición, debe estar exenta de todos los equívocos inherentes a los autores humanos, y que no puede contener errores en sus apreciaciones, ni descuidos en sus principios doctrinales. En suma, de su credibilidad como documento literario, llegaremos a su infalibilidad como un mensaje de Dios al hombre que tuvo por objeto el ser la guía de su vida.
Desde que damos principio a nuestra investigación respecto del contenido de la Biblia, tenemos que colocarnos frente a frente de lo sobrenatural. La Biblia contiene la relación de la presencia milagrosa de Dios en lo referente a la historia humana, y esta relación está tan estrechamente enlazada con el texto de la Escritura, que su veracidad no puede invalidarse sin destruir todo testimonio histórico. De modo que, sea o no la Biblia una obra sobrenatural, esta tiene que constituir en lo esencial de su asunto un registro de las comunicaciones emanadas de Dios.
Elucidar esta idea es el objeto del presente capítulo.
I. LA BIBLIA CONTIENE LA RELACIÓN DE LOS MILAGROS
No podemos considerar los milagros de las Escrituras como los mitos de la antigua Grecia y de la antigua Roma, por la sencilla razón de que en vez de ser las leyendas de una época prehistórica, versa sobre hechos bien auténticos y serios, constituyendo una parte muy importante de la vida histórica del pueblo hebreo. Para manifestar esto es suficiente mencionar los milagros que atestiguaron la divina misión de Moisés y de sus sucesores. Comenzando con las plagas, tenemos la destrucción de los primogénitos de Egipto, el paso del mar rojo, las codornices, el maná, la lepra de María, el juicio de Coré, Datan y Abiran, el florecimiento de la vara de Aarón, el golpe dado a la roca en Mériba, y la serpiente de bronce.
En seguida, el paso del Jordán, la destrucción de Jericó y la derrota de los Hebeonitas. Más tarde también las relaciones de Elías, el hijo de la Sunamita y la curación de Naamán. Finalmente tenemos la relación bien auténtica de los milagros de nuestro Señor y de los apóstoles.
No podemos separar los milagros de los hechos históricos con que están enlazados. La Biblia presenta lo sobrenatural en la esfera de las relaciones históricas, y lo somete al testimonio de la crítica histórica, teniendo no obstante que producirnos su estudio la convicción de que la narración que nos hace es una historia milagrosa a la que se ha dado forma por agencia divina.
II. MUCHOS PASAJES DE LA BIBLIA PRETENDEN SER EL RELATO DE COMUNICACIONES DIVINAS
No es extraño que el hombre cuyas ideas sobre historia se han vaciado en el molde de una filosofía naturalista, trate de destruir la credibilidad de la Biblia, por contenerse en ella una historia en que la visible apariencia del Ser Divino, y la audible expresión de sus comunicaciones, son hechos cardinales. Cada una de las instituciones características del pueblo judío está ligada a lo sobrenatural. Tomad, por ejemplo, la relación de la aparición de Dios a Moisés cuando apacentaba los rebaños de Jetro en Oreb, la del nombramiento del mismo Moisés para acaudillar a Israel, la de la institución de la Pascua, y la de la promulgación de la Ley en el Monte Sinaí. Estos son puntos prominentes en la historia hebrea, pero están enlazados con la expresión de comunicaciones divinas. El código levítico es el eje sobre el cual gira la vida civil, social y religiosa de los judíos, viniendo también este de los labios de Jehová. Los más mínimos detalles relativos al arca, al altar, al tabernáculo, a las insignias sagradas, al Urim y al Tumim, a los óleos, y a la consagración de los sacerdotes, se recibieron por Moisés por medio de comunicaciones verbales. Las leyes concernientes al pecado, a la carne, a los holocaustos, a la fiesta de los tabernáculos y al año de jubileo, hallan su explicación en el primer versículo del capítulo vigésimo del Éxodo: “Y Dios habló todas estas palabras.”
El sucesor de Moisés procedió en su administración conforme a las instrucciones verbales de Jehová. Atravesó el Jordán, sitió a Jericó, tomó a Ai, dividió la tierra, y señaló ciudades de refugio, sujetándose en todo a la dirección divina.
El solemne preámbulo con que el profeta anunciaba siempre su mensaje es una prueba de que obraba como intérprete de Dios. Así leemos: “La palabra que Isaías, hijo de Amoz, vio relativa a Judá y a Jerusalén;” “Así dice el Señor;” “La palabra que del Señor vino a Jeremías, diciendo;” “Oíd las palabras que el Señor os habla, ¡oh casa de Israel!” “Y la palabra del Señor vino hasta a mí, diciendo: hijo del hombre;” “También tú, hijo del hombre, así dice el Señor Dios a la tierra de Israel.”
Es evidente que si quitásemos de las Escrituras todo aquello que pretende referir lo que Dios dijo, defraudaríamos a la Biblia de una gran parte de su contenido. Y si hiciésemos a un lado todos los hechos históricos cuya explicación tiene por base las manifestaciones hechas verbalmente por Dios, nada quedaría que valiera la pena de llamarse historia.
III. LA BIBLIA CONTIENE PREDICCIONES JUNTAMENTE CON EL REGISTRO DE SU CUMPLIMIENTO
Dios tiene la llave que abre las puertas que encierran los secretos del porvenir. No podemos penetrar en lo futuro. La vista más perspicaz no pondrá a un hombre en aptitud de escribir con anticipación la historia del siguiente año. Los elementos que entran en la vida de una nación son demasiado numerosos, las causas que se mancomunan son demasiado sutiles, y los motivos que ejercen influencia en los actos humanos son demasiado inescrutables, para que la historia llegue a estar bajo el dominio de la previsión. La voluntad humana es un valladar eficaz opuesto a la ambición de los que querrían llevar inducciones científicas a un terreno ideal para hacer de la historia un asunto de cálculo. Sea cual fuere la solución del gran problema de los tiempos, por lo que toca a la voluntad es indudable que en lo que el hombre se ingiere respecto del futuro, tiene que ser contingente, puesto que el espíritu humano es libre, o el secreto de su acción lo tiene oculto Aquel que le ha dado el ser. De aquí es que el elemento vaticinador de la Biblia ha tenido siempre, y merecidamente, un lugar de alta importancia en cuanto a evidencia. Este elemento es un rasgo característico de la Biblia. La destrucción de Senacherib, la muerte de Jezabel, el restablecimiento de Ezequías, la cautividad de Babilonia, la desolación de Edom, la caída de Babilonia, la humillación de Egipto, la venida del Mesías, y la destrucción de Jerusalén, son ejemplos de predicciones cumplidas que pueden confrontar al que niegue lo sobrenatural.
Habría un medio fácil de desvirtuar lo patente de tales hechos, si los opositores de la revelación pudiesen decir respecto de todos lo que de algunos de los mismos se atreven a afirmar, es decir, que las llamadas predicciones fueron escritas con posterioridad a los acontecimientos a que se refieren; pero Dios ha tenido cuidado de hacernos adquirir la evidencia de que la mayor parte de la serie de sucesos proféticos se registraban ya en tiempos de la cautividad de Babilonia, antecediendo por lo mismo muchos siglos a su realización las predicciones concernientes a Edom, a Moab, a los Filisteos, a Egipto, a Babilonia y a la venida de Cristo.
Ni gana nada la causa del racionalismo con la referencia que algunas veces se hace a dos o tres casos de vaticinios por parte de los gentiles. El dicho de Séneca de que Setlandia dejaría de ser con el tiempo el límite del mundo, suele aducirse poniéndose en parangón con las profecías de la Escritura. ¡Como si las vagas suposiciones del gentilismo pudieran tener analogía con las predicciones tan preciosas que encontramos en la Biblia! El lector debe recordar que el contraste entre las predicciones Bíblicas y los oráculos del gentilismo no existe solo en el hecho de que las primeras son más distintas é inequívocas, sino también en el de que en vez de consistir en casos aislados de pronosticaciones, constituyen una serie colectiva. “La evidencia de la profecía,” dice Fairbairn, “es esencialmente de un carácter conexivo y cumulativo. No estriba tanto en la realización de algunas predicciones notables, como en el establecimiento de una serie completa de la misma, tan íntimamente ligadas entre, sí que forman un todo unido y comprensivo.”
Que el lector estudie la serie de expresiones proféticas relativas al pueblo judío y a las naciones colindantes suyas, y preguntadle si su circunstanciado cumplimiento debe rechazarse ligeramente como “conjeturas extraordinariamente felices.”
Volvamos a las predicciones sobre el advenimiento de Cristo que datan desde el Paraíso, y que se ven a cada paso en las páginas de las últimas profecías. A medida que se acercaba, le hallemos descrito con creciente claridad. Tenía que ser el Mesías, de la simiente de Abraham, de la tribu de Judá, y de la casa de David; había de nacer de una virgen, en la ciudad de Belén; debía combinar los atributos de Dios y hombre; tenía que ser a la vez un rey y un siervo, un hombre de dolores y el príncipe de la paz. ¿Y estas predicciones que encuentran un verificativo tan exacto en Jesús Nazareno, pueden acaso explicarse por una serie de afortunadas conjeturas? O si con algunos decimos que las profecías relativas al Mesías son tan solo la expresión del deseo del pueblo hebreo, ¿es una cosa casual que tomasen una forma que hubiera de encontrar una realización tan admirable en la persona de Jesús?
A la verdad, los que intentan eliminar lo sobrenatural de la Escritura, se ven obligados a recurrir a explicaciones más extrañas que los milagros, y al dejar el dominio de la fe se constituyen en víctimas de la credulidad.
De tan poco éxito como lo anterior, aunque mejor que las ideas a que acabamos de aludir, es la hipótesis que atribuye las predicciones de la Biblia a escritores dotados de una sagaz previsión. Los que de este modo opinan nos refieren a la anticipación de descubrimientos científicos en el “Organon” de Bacon; al alma de Colon “cargada de una visión material;” a Wickliffe, Lutero y Knox, que en profética visión vieron el gran porvenir del protestantismo que iba a conmover los cimientos del mundo civilizado.
¿Habrá alguno que pretenda que estas predicciones son análogas a las de la Biblia? Puede haber causas que coadyuven al desarrollo de algo, en tiempos no lejanos, y que podemos predecir con cierta exactitud. La tendencia de algunos acontecimientos de actualidad puede ser algunas veces tan obvia, que sin dificultad podemos formar un juicio respecto de su resultado. ¿Pero es esto equivalente a la expresión de profecías relativas a un futuro remoto, y referentes a acontecimientos que de ningún modo tengan iniciación en el presente?
Podemos sin empacho predecir en términos generales las grandes conquistas que alcanzarán las ciencias con los años venideros. “Lo que los hombres han hecho, es segura señal de lo que harán.” Pero qué, porque a Tennyson se le ocurrió decir en tono profético,
“Vio los cielos surcados por mercantes bageles
Que un mágico velámen hiciera caminar,
Pilotos del crepúsculo purpureo, descendiendo
Con fardos de artefactos de gusto sin rival;
Oyó que de los cielos venían aclamaciones,
Y de las aéreas naves que en el éter azul
Peleaban, vio el roció que de ellas desprendíase
Como lluvia con rayos de asombradora luz,”
¿Nos autoriza esto para enumerar a dicho poeta entre los profetas, y para poner estas líneas al nivel de las predicciones de Isaías?
Las profecías de la Escritura no pueden tenerse como comprobación de la sagacidad política, ni del discernimiento científico. No consisten en el juicio que formamos sobre el resultado de los sucesos acaecidos en tiempo de su predicción. Son distintos, preciosos y detallados vaticinios, referentes a acontecimientos que no podrían haber sido sugeridos por nada que se relacionase con la previsión más perspicaz. Solo una vista iluminada con una luz celestial era capaz de presagiar la sombra de la perdición extendida sobre Tiro, “la ciudad coronada cuyos comerciantes eran príncipes teniendo por traficantes a los que la tierra honraba.” Tan solo cuando la mano divina hubo descorrido el velo que ocultaba el porvenir, pudo ver el profeta la destrucción que en el transcurso del tiempo sufriera la orgullosa Babilonia de bronceadas puertas.
IV. SE ENSEÑA EN LA ESCRITURA DOCTRINAS QUE DEBEN HABER DIMANADO DE DIOS
Sabemos que las doctrinas de la Biblia tienen la sanción de Dios. Porque ¿qué es la historia hebrea sino una grande lección de monoteísmo? ¿Qué fueron el cautiverio en Egipto, el viaje por el desierto, la legislación del Sinaí, y la cautividad de Babilonia, sino parte de una educación apropósito para disciplinar a los judíos en la doctrina de la unidad de Dios, y enseñarles como tributar una adoración verdaderamente espiritual? ¿Qué fue el sistema de los sacrificios sino una exposición divina de la doctrina de la culpa humana? De igual manera, las doctrinas peculiares al sistema cristiano, o que más se han desarrollado por su medio, son, según nos enseña Pablo, asunto de directa revelación. La trinidad, el sacrificio de Cristo, la obra del Espíritu, la justificación por la fe, la resurrección, el juicio, la retribución eterna, todo fue inculcado; o al menos iniciado, en los discursos de nuestro Señor mismo.
Deseo, sin embargo, llamar la atención al hecho de que estas doctrinas no solamente fueron, sino que deben haber sido reveladas de un modo divino. Están selladas con la imagen de Dios y sobrescritas por él. La excelencia que les es inherente atestigua su origen celestial. La representación bíblica de Dios es única: igualmente separada de la superstición que poblaba los collados y los valles de deidades, y del escepticismo que echaba al universo en brazos del destino, nos habla de un Espíritu siempre presente y sin cesar gobernando. Excluyendo por una parte la teoría que hace a Dios solo un hombre exagerado, revistiéndole de las imperfecciones de la humanidad; y por otra, al panteísmo que le despoja de su personalidad, nos habla de una persona revestida de perfecciones infinitas, cuyos atributos de santidad, de justicia y de amor son el prototipo de todo lo que hay de más noble en el hombre formado a imagen y semejanza de su Creador. Nos revela a un Dios que es a la vez Salvador y Padre; a un Dios que satisface nuestros instintos de obligación y dependencia; a un Dios en cuya naturaleza se mezclan los atributos de justicia y de misericordia, y que manifiesta la una en su miramiento supremo a la majestad de la ley, y la otra en proporcionar los recursos de la omnipotencia a la obra de la redención del hombre. Esta concepción bíblica de Dios, podemos decir con toda seguridad, nunca pudo haber tenido origen en un cerebro humano. La originalidad del carácter de Cristo se nos ha presentado, de poco tiempo acá, como un argumento de su divinidad, y lo es de bastante peso. Un carácter que se ha conquistado la admiración del mundo y es idealmente perfecto, aunque contrario a todos los ideales antecedentes, no puede ser una invención humana. Lo mismo puede decirse del código de la ética cristiana. Un sistema que se atrae la admiración del mundo, no obstante estar en abierta contradicción con las prácticas seguidas por el mismo; que hace de la fe, y no del mérito, el fundamento de la aceptación divina; del sacrificio de sí mismo, y no del egoísmo, la regla de la vida cristiana; un sistema que prescribe el amor en vez del odio, el perdón antes que el resentimiento, y la resignación más bien que la venganza; que nos dice que la humildad es mejor que la ambición, y que la filantropía supera a la conquista; un sistema, en suma, que es a la vez tan grande y dista tanto de lo que puede alcanzar el pensamiento de los gentiles, debe sin duda alguna dimanar del mismo Dios. El sistema cristiano llena las exigencias del género humano, y esto corrobora su derecho a ser tenido por una revelación divina. La Biblia ilumina las cosas profundas y secretas de la naturaleza spiritual del hombre: es el intérprete de la conciencia. Expone el sentimiento de la culpa del hombre, y aclara el instinto que le impele a orar y a ofrecer sacrificios. Explica su descontento de todo lo que es terrenal, ensanchando el campo de su visión, y dejando entrever al hombre las glorias de una vida mejor. Y mientras que lo afirma en los juicios de la conciencia concernientes a su pecado y a su destino, le da también un fundamento sólido para sus esperanzas, asegurándole que la sangre de Jesús ha sido derramada en expiación de la culpa, contribuyendo a la redención de la humanidad el amor de la trinidad de personas que hay en Dios.
El misterio de algunas de las doctrinas no puede, en modo alguno, debilitar nuestra fe en su divinidad; antes bien la robustece, pues que puede tenerse por sentado que lo que dimana de la inteligencia del hombre no sale de los límites de nuestra comprensión. A fuerza de perseverar en el estudio se ha podido conocer a fondo lo que Platón y Shakespeare han dicho; pero a ninguna inteligencia humana le es dado sondear las profundidades, o explorar los secretos de las doctrinas bíblicas, relativas a la trinidad y a la encarnación. El hecho de que la erudición y la industria de diez y nueve siglos que cuenta de existencia el cristianismo, se han empleado en la investigación de estas doctrinas sin apurar su sentido, ni desposarlas de su misterio, es una razón muy plausible para que las tengamos por divinas. Más aun, las mismas doctrinas que se usan a veces como argumentos en contra de la Biblia, pueden sin temor aducirse en su defensa; y en el hecho de que se oponen aparentemente entre sí, podemos hallar una confirmación de sus derechos. Tanto la predestinación como el libre albedrío se enseñan en la Biblia, y aun dándoseles énfasis, se habla de ambas cosas en todo el libro sagrado. Los mismos escritores se han ocupado con insistencia de ellas, amalgamándolas casi en el mismo capítulo; no obstante lo cual, ninguna inteligencia humana puede reducirlas a la unidad. Es fácil formar un sistema sólido sobre cualquiera de estas dos doctrinas sola, y en este sentido se han formado ya; pero al hacerlo dándole por base la soberanía de Dios, ha resultado el fatalismo; y al darle la del libre albedrío, se ha ido a dar al pelagianismo. El sistema bíblico, sin embargo, conoce ambas verdades, concediéndoles su incompatibilidad aparente por hallarse fuera de la comprensión humana. ¿Pero puede suponerse que un sistema que amalgama dos elementos aparentemente tan opuestos, haya tenido origen en el hombre? ¿Y las doctrinas que han puesto a prueba la fe de los cristianos en todo tiempo, podrían por ventura habérsele sugerido como ciertas a algún especulador humano? ¿Acaso un escritor de la sabiduría y sagacidad de Pablo habría dejado de ver que estas dos ideas, en las cuales insiste en sus epístolas, se hallan, al menos en apariencia, en abierta contradicción? ¿Y habría podido persuadirse de que eran verdaderas, o podido hablar con tanta seguridad acerca de ellas, a no haberse apoyado su fe en la autoridad de la revelación divina? Para las almas cándidas no puede haber más que una respuesta a estas preguntas. Solo la autoridad divina pudo haberse hecho superior a la potestad que la razón levanta en contra de la aparente discrepancia de estas doctrinas. Podemos darnos cuenta de su existencia en la Escritura solo bajo el supuesto de que dimanan de Dios, y de que su discrepancia desaparece ante una unidad superior a nosotros y fuera del alcance de nuestra vista.
Veremos en las investigaciones subsecuentes si la Biblia nos da una versión humana de las revelaciones divinas, o si el contenido de la misma es en sí una obra divina. Entretanto tengamos en cuenta el progreso que hemos hecho en el presente capítulo admitiendo la fórmula de una teoría de parcial inspiración; La Biblia contiene la palabra de Dios.
CAPÍTULO III
TODA LA BIBLIA ES UN MENSAJE DE DIOS
Llegamos en nuestro último capítulo a una conclusión muy importante. El examen de la Escritura nos lo pone de manifiesto que nada en nuestra religión deja de ser una revelación divina. El objeto de nuestra fe es Dios mismo hecho carne. Las doctrinas que constituyen nuestro credo han procedido de él, y se hallan comprobadas por las manifestaciones más marcadas de su presencia y de su poder: en esta virtud el cristiano tiene derecho de sentir la más firme confianza en su religión. Esta conclusión nos servirá ya para establecer el carácter autoritativo de las Escrituras. La pregunta que en seguida podría hacer el investigador, sería esta: “¿Contiene la Biblia la relación autoritativa, o por decirlo así, oficial, de la revelación de Dios?” Esta pregunta no implica duda alguna respecto de la veracidad de dicha relación. En la posición que hemos alcanzado, cualquiera titubeación es imposible, por no decir antilógica; pero hay diferencia entre una relación verdadera y una oficial. La historia de Macaulay es cierta, pero distinta de los documentos de estado de donde ha tomado sus datos. La discusión que he suscitado juega un interesante papel en el asunto de la inspiración, pues que si puede probarse que la Biblia tuvo por mira ser la relación autoritativa de un medio de salvación, se tendrá a la vez con esto la más vehemente presunción de su infalibilidad. Podemos suponer que el investigador haga esta pregunta: “¿Se propuso Dios que la relación de los milagros, las exposiciones divinas y las profecías, doctrinas todas que hallamos en la Escritura, se consignaran para servir a las generaciones venideras, y están por él sancionados los anales que a su respecto poseemos? ¿Sabemos acaso que los escritores de la Biblia fueron autorizados para escribir los libros que constituyen el canon? La posición oficial de la mayor parte de los escritores basta para dar un peso de autoridad a lo que escribieron. Moisés fue el jefe acreditado del pueblo de Dios; obró milagros en prueba de su divina misión; disfrutó cara a cara de entrevistas con la Deidad, y recibió instrucciones orales concernientes a las instituciones incorporadas en su historia. ¿Necesitaremos probar que los escritos de Moisés merecieron la sanción divina, siendo así que toda su vida pública le condujo a entablar relaciones oficiales con Dios? Si los profetas expresaban sus vaticinios inspirados por la Divinidad, sería absurdo decir que perdieron su fuerza autoritativa tan solo por haberse escrito. Tampoco, sin duda alguna, pudieron perder por esto la sanción de Dios. Ni es necesario que se nos evidencie el carácter autoritativo de los escritos apostólicos, una vez que nos consta la autoridad que recibieron los apóstoles para predicar, enseñar, organizar la iglesia, y administrar los asuntos relativos a ella. La divina sanción adherida a la predicación y a la administración de los apóstoles, puede legítimamente tomarse como evidencia “prima facie” en favor de la autoridad de sus escritos.
Consideremos la cuestión bajo otro punto de vista. La gran idea de la Biblia es la redención; todo en la Escritura hace entrever a la persona de Cristo; el asunto esencial de la obra es la salvación por la fe. Un evangelio para el mundo, un evangelio para todo tiempo, un evangelio cuyos beneficios deben conocerse para poderse gozar: he aquí la enseñanza de la Escritura. Revela un evangelio que se propone la propaganda. Su doctrina no se apoya en un asunto accidental y por lo mismo imprevisto, sino que existe y se dio para ser pregonada y predicada. Es por consiguiente muy natural inferir que el evangelio, para poderse extender por todo el mundo, tenía por necesidad que ser escrito.
Existe en esto la disyuntiva siguiente: o la Biblia contiene una relación autoritativa del evangelio, o tenemos una religión revelada de un modo divino, sin que la Divinidad haya cuidado de su preservación; es decir, una religión que llevando por objeto ser universal, se ha visto con negligencia en cuanto a su perpetuación. Debemos recibir la Biblia como el registro oficial de la manifestación de la voluntad de Dios, o confesarnos agradecidos a los autores de la Escritura por el impulso literario que les sugirió el que registraran los hechos en cuya conservación estriban las esperanzas del mundo.
En mi concepto, el hecho de que la Biblia nos revela a Dios es una de las pruebas más evidentes de que dicha revelación proviene de él.
Más aún: la doctrina de la encarnación, como ya se ha dado a entender, unifica la Biblia. El sacrificio de Cristo es la clave del rito judaico. El advenimiento del Mesías es el cumplimiento de las profecías. La Biblia sin Cristo es un enigma; la Biblia interpretada sin perder de vista el Calvario es la declaración de un solo plan: en todo el volumen campea más y más el mismo designio. A medida que se estudian las Escrituras, crece en el alma la convicción de que tuvieron por mira manifestar el progresivo desarrollo de un plan de gracia, completado con el don que se hace de Jesús, y con la promesa de la salvación hecha a todos los que creen en su nombre. A nuestro juicio se presenta por sí mismo el siguiente raciocinio: ¿es posible que escritores separados por el trascurso de los siglos, y sin obrar más que por el impulso ordinario que sugiere una composición literaria, hayan podido producir una serie de libros, que hubieran de constituir el completo e idóneo sistema de verdad que hallamos en la Biblia?
Pero puede objetarse que algunos pasajes históricos de la Biblia contienen datos que fácilmente se alcanzan por un historiador común. Los libros de los Reyes, y las Crónicas y los Hechos de los Apóstoles, por ejemplo, pudieron haberse escrito sin dificultad por los que tuvieron a su disposición los medios que comúnmente se usan para adquirir informes. Sería anticiparse a lo que tendré que decir al hablar más particularmente de las pruebas de inspiración plenaria—combatir aquí la presente aserción. Admitiré la propiedad de la pregunta basada en ella; mas ¿cómo sabemos que de estos sucesos históricos de la Escritura se hace mérito a fin de que formen parte del mensaje divino? A esto se contesta, que a causa de lo relacionados que se hallan con las otras partes de la Biblia.
La religión cristiana tiene de peculiar el hacer de la historia el canal de comunicación de la verdad sobrenatural. Todas las doctrinas convergen a una histórica conclusión. La profecía y la historia tienen tal correlación que se aclaran y se confirman entre sí. Las partes históricas de la Biblia se han escrito con una referencia tan evidente al desarrollo de un solo plan, y se hallan en tal armonía con la gran idea de la Redención, a la cual están subordinadas, que no tendríamos obstáculo en colocarlas en el mismo nivel que los libros estrictamente proféticos o doctrinales, aun cuando nos faltara el testimonio directo de la Escritura sobre este particular. Es imposible que autores que no han obrado de concierto, y sin más que su responsabilidad individual, hayan producido una serie de escritos que tan admirablemente corroboran las partes de la Escritura reconocidas como consignación de las comunicaciones divinas.
Las Escrituras mismas no pasan desapercibido el asunto que estamos ventilando. Dan a entender con bastante claridad que todas las partes de la Biblia se hallan a la misma altura en cuanto a autoridad, constituyendo todas juntas el mensaje divino. Hay pasajes que manifiestan que, por lo menos algunas partes de la Escritura fueron escritas por mandato directo. Así, en lo relativo a la derrota de Amalee leemos: “Escribe esto como memorial en un libro, y recítalo a Josué en el oído,” Éxodo 17:14; y en los Números 33:1-2: “Estos son los viajes de los hijos de Israel que salieron de la tierra de Egipto, con los ejércitos acaudillados por Moisés y Aarón. Y Moisés escribió su salida según sus viajes por mandato del Señor.” Éxodo 24:4: “Y Moisés escribió todas las palabras del Señor… Y tomó el libro de la alianza y lo leyó en la audiencia del pueblo, y dijeron: haremos todo lo que el Señor ha dicho y seremos obedientes.” Éxodo 34:27: “Y el Señor dijo a Moisés, Escribe estas palabras, porque según su tenor yo he hecho alianza contigo y con Israel.”
Leemos también que a Jeremías se le mandó que tomase un rollo y escribiese en él las palabras que Dios le había hablado contra Judá y Jerusalén. A Abacuc se le encargó que escribiese la visión, y la aclarase. El escritor del Apocalipsis manifiesta distintamente que escribió sus visiones por mandato divino.
Tanto Daniel como Zacarías testifican que en su tiempo había una colección de escritos sagrados que tenían derecho a la fe del pueblo, y estaban revestidos con la divina sanción. Daniel 9:2: “Y a mí, Daniel, los libros me dieron a entender que sería setenta el número de años en que el Señor, según las palabras que dirigió a Jeremías el profeta, efectuaría la desolación de Jerusalén.” Zacarías 7:7: “¿No debisteis oír las palabras que el Señor profirió por medio de los primeros profetas, cuando Jerusalén estaba poblada y floreciente, así como también las ciudades de sus contornos, y cuando los hombres habitaban el sur y el plan”? Versículo 12: “Ciertamente endurecieron sus corazones como diamante, por temor de oír la ley, y las palabras que el Señor de los ejércitos ha dirigídoles a su alma por medio de los primeros profetas.”
En la Biblia se habla repetidas veces del Pentateuco teniéndolo por ley de Dios. Salmo 19:7: “La ley del Señor es perfecta.” Salmo 119:7: “Bienaventurados los limpios de corazón al transitar por el camino demarcado por la ley del Señor.” Nehemías 8:8: “Así leyeron distintamente en el libro de la ley de Dios, que les dio el sentido de la lectura y les hizo comprenderla.” Versículo 14: “Y encontraron escrito en la ley que el Señor había expedido por conducto de Moisés (véase Levíticos 23:34-42) que los hijos de Israel trasladarían su morada a las chozas durante la fiesta del séptimo mes.” Lucas 2:23: “Como está escrito en la ley del Señor. (Véase el Ex. 13:2). Todo macho que abriere matriz será santo ante el Señor.”
El hecho de que todos los libros del Antiguo Testamento ocuparon un lugar en el canon, y se conceptuaron como sagrados por la nación judía, es una razón suficiente para que sean mirados con igual reverencia. Todos estaban incluidos entre “los oráculos de Dios” cuyos guardianes se hicieron los judíos. Rom. 3:1-2. Y aún más de esto, el Antiguo Testamento fue reconocido por nuestro Señor mismo y citado como autoritativo por él y por sus apóstoles. Aceptaron las Escrituras judaicas como mensaje de Dios, sin darle lugar distinto a ninguno de los varios que las forman. Bajo el nombre de “Escritura” comprendieron todo lo que se contiene desde el Génesis hasta Malaquías. “No penséis,” dijo Jesús, “que yo he venido a destruir la ley o los profetas; no he venido a destruir, sino a cumplir.” Pablo da un testimonio decidido, aunque incidental, de la autoridad de los libros históricos, en sus epístolas a los Romanos 11:2, donde citando Los Reyes 19:14, dice: “¿No sabéis que la Escritura dice de Elías, que interpone su intercesión para con Dios en contra de Israel?”
Además de los pasajes aducidos, hay muchos otros en que las Escrituras evidencian su carácter autoritativo. Así nuestro Salvador dice, “Escudriñad las Escrituras, puesto que en ellas pensáis tener vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí.” Juan 5:39. “Si hubieseis creído a Moisés, me habríais creído a mí, porque él escribió de mí; pero si no dais crédito a sus escritos, ¿cómo lo daréis a mis palabras?” Juan 5:46. Si no oyen a Moisés ni a los profetas, tampoco se persuadirán aunque uno se levantara de entre los muertos.” Lucas 16:31. Reprendió a los dos discípulos en el camino de Emaús, porque carecían de fe en las Escrituras, diciéndoles, “O necios y tardos de corazón en creer todo lo que los profetas han hablado.” Lucas 24:25.
Pedro exhortaba a los que les dirigía su epístola a que “prestasen atención a las palabras que habían sido antes dichas por los santos profetas.” Pablo elogia a Timoteo por el conocimiento que tenía de las Santas Escrituras, por cuyo medio se puso en aptitud de conocer lo que a la salvación concernía, siéndole a la vez provechoso para doctrinar, reprobar, corregir e instruir en la rectitud, a fin de que el hombre de Dios pueda ser perfecto al proveerse suficientemente de toda clase de buenas obras. 2 Tim. 3:15, 17.
El mismo apóstol dijo a los cristianos en Roma: Sean cuales fueren las cosas que se hayan escrito antes, se escribieron para nuestra enseñanza, a fin de que por la paciencia de que se nos da ejemplo en las Escrituras, y por el consuelo que en las mismas hallamos, pudiésemos tener esperanza.” Rom. 15:4. Un pasaje relativo de la segunda epístola de Pedro 3:15 y 16 al enseñar que las Escrituras son autoritativas, y que es peligroso el corromperlas, da un testimonio muy explícito de la paridad que existe entre el Antiguo y Nuevo Testamento: “Aun como nuestro amado hermano Pablo os ha escrito también, según la sabiduría que le ha sido concedida, del mismo modo que lo ha hecho en todas sus epístolas en que habla de estas cosas, algunas de las cuales son difíciles de entenderse, y que los ignorantes y inconstantes mal interpretan, como lo hacen con las otras Escrituras, para su propia destrucción.”
Podrían multiplicarse citas como estas; pero las ya referidas son suficientes para nuestro propósito. Hagámonos cargo de lo que pesan en el argumento en cuestión. El objeto de los escritores al estampar estos pasajes, no fue el de establecer la divina autoridad del Antiguo Testamento, pues que solo son alusiones incidentales a hechos bien establecidos. Cuando Esdras hace mención de los libros de la ley; cuando Mateo se refiere a la ley del Señor; cuando el Salvador lo hace a Moisés y a los profetas; cuando los apóstoles en todos sus escritos muestran la reverencia que tienen al Antiguo Testamento, haciendo preceder sus citas de estas o semejantes palabras, “Lo que dice la Escritura;” “La Escritura dice;” “Está escrito,” etc., no manifestaban con esto sentimientos nuevos, ni trataban de pregonar nuevas doctrinas. De aquí es que las referencias casuales a la autoridad del Antiguo Testamento nos proporcionan el mayor testimonio que podemos poseer, pues que comprueban que ocupaba un lugar tal en el entendimiento de aquellos a quienes se dirigían los escritores del Nuevo Testamento, que hubiera sido superfina cualquiera argumentación.
Es conveniente, con todo, no echar en olvido que el carácter autoritativo de la Biblia no se apoya únicamente en estos o tales textos de la Escritura. El que las Escrituras se dieron como un mensaje divino, se índica suficientemente en el hecho de que contienen una revelación de la verdad sobrenatural, constituyendo a la vez una unidad orgánica. En tal virtud estos textos, aun cuando parezcan inadecuados para establecer la proposición que he sentado al principio de este capítulo, son sin embargo concluyentes, si se considera que sirven para corroborar una proposición que se apoya igualmente en otros fundamentos.
CAPÍTULO IV
AGENCIA DIVINA EMPLEADA EN LA COMPOSICIÓN DE LA ESCRITURA
Hemos adquirido un fundamento sólido al asegurarnos de que la Biblia es la expresión autoritativa de la voluntad de Dios; pero no podemos detenemos en este punto de nuestras investigaciones, pues que naturalmente deseamos conocer cómo fueron producidos los libros de la Escritura.
El hecho de que la Biblia es un mensaje divino no implica necesariamente el que su escritura lo sea también. El carácter sobrenatural de su contenido no determina la cuestión relativa a la agencia empleada en su composición. Nuestras pesquisas todavía no nos han enseñado nada sobre el asunto de la inspiración. Bien puede Dios haber permitido a los profetas que consignasen las revelaciones que se les hicieron, sin ejercer en ellos ninguna otra influencia, pues por el ejercicio ordinario de la memoria pudieron haber conservado con cierto grado de exactitud lo sustancial de las comunicaciones sobrenaturales. Por lo que ya nos consta, vemos que las partes históricas de la Biblia pudieron haberse formado bajo la superintendencia general de Dios, sin que su divina agencia haya obrado directamente en la elección de las palabras, o en el arreglo de los materiales; pero aun sin la evidencia de que los escritores sagrados tuvieron el auxilio divino en la composición de la Escritura, no podríamos negarle a la Biblia el derecho que le asiste para ser tenida como mensaje de Dios. Es verdad que no podríamos afirmar su infalibilidad, ni asegurar que tal mensaje no ha sufrido cambio alguno al pasar por un médium humano; pero aun así tendría sin embargo la exactitud necesaria para hacer inexcusable al que rehusara tomarla como la guía de su vida.
¿Es la Biblia una relación humana o divina de las revelaciones sobrenaturales? ¿Nos habla Dios usando sus propias expresiones, o los escritores sagrados usaron las suyas, dándonos la versión de lo que han visto y oído? ¿Nos ha venido el mensaje divino como la manifestación directa de la voluntad de Dios, o ha participado de las imperfecciones humanas al pasar por el canal de la obra de los hombres?
Ahora, el hecho de que la Biblia es el mensaje de Dios engendra la más fuerte persuasión en favor de su infalibilidad. Dios habla a los hombres por medio de la palabra escrita: este es el solo camino por el cual pueden estos esperar que les lleguen las comunicaciones divinas. Este volumen tuvo por objeto el ser un cuerpo completo y constante de la voluntad de Dios en todo lo que concierne a la salvación del hombre. ¿Tendremos dificultad en suponer que Dios lo haya preservado de los errores accidentales propios de la obra meramente humana? Nos asisten sin duda toda clase de razones para esperar que Dios no haya querido darle al mundo un libro que le haga conocer el único medio de librarse de las iras divinas, sin preservarlo de inexactitudes y descuidos en la exposición de hechos y de doctrinas. Podemos sin absurdo suponer que Dios no quiso darnos sus revelaciones por segunda mano, sino que puso en los documentos que las contienen el sello de su divina autoridad. Vienen a confirmar esta presunción varias consideraciones que, a su vez, se corroboraran por los textos que explícitamente enseñan la inspiración de las Escrituras Sagradas.
I. RELACIÓN EXTENSA DE LAS COMUNICACIONES DIVINAS
Se ha dicho que los escritores de la Biblia podrían haber referido lo sustancial de las comunicaciones que se les dirigieron, sin auxilio sobrenatural. Debemos recordar no obstante, que en muchos pasajes las Escrituras pretenden darnos una relación de lo que Dios dijo, no tan solo sustancial, sino también íntegra y verbal. Volvamos por ejemplo, al Éxodo 25-30. Estos capítulos contienen las instrucciones orales dirigidas a Moisés en lo relativo a la formación del tabernáculo. Son estas tan variadas, tan nuevas, tan inconexas, tan minuciosas, que la memoria más feliz, podemos decirlo sin vacilar, no podría recordarlas con precisión; no obstante, era necesario que la voluntad de Dios se cumpliese fielmente, hasta en lo relativo a los más pequeños detalles. Las cosas más insignificantes, tales como la franja de una cortina, el color de la vestidura, la forma de un candelero, siendo de bastante importancia por referirse a ellas las instrucciones divinas, era también importante que se consignasen y ejecutasen exactamente. La mejor explicación de la fidelidad de Moisés es, que Dios lo preservó de error, ayudándole en la composición de sus libros.
II. MARAVILLOSA EXACTITUD DE LAS ESCRITURAS
La exactitud de los escritores sagrados es mucho mayor que la de otros historiadores. La Biblia es exacta hasta un grado sobrehumano. No solamente carece de errores que puedan invalidar sus derechos a la veracidad, sino que no hay ningunos que se le puedan imputar. No solo desafía las pesquisas de los que en sus páginas andan a caza de los que sean bastantes para destruir la doctrina de la inspiración plenaria, sino que estos errores se echan de menos hasta el punto de dejar en el espíritu una firme convicción de que la agencia humana no fue la única que obró en su composición.
No debería sorprendernos el que a los escritores que carecían de una educación apropósito para llevar a cabo la tarea de un historiador, se les deslizaran algunos errores en tales y cuales cosas meramente incidentales en su designio esencial. Los cuatro evangelistas pueden darnos una relación exacta de los acontecimientos de la vida de nuestro Señor de que fueron testigos oculares, aun cuando sus libros se sujetaran a la crítica en los pasajes que aluden a un sistema político complexo; pero el examen más escrupuloso no descubre ni un solo error en sus páginas. Y esto es tanto más notable, cuanto que los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles abarcan en la historia de Palestina un período caracterizado por inesperados y frecuentes cambios políticos. En el período de medio siglo, esa pequeña faja de tierra fue “un solo reino unido bajo un gobierno propio; un conjunto de principados regidos por etnarcas y tetrarcas de la misma tierra; un país que por una parte contenía dichos principados, y estaba reducido por otra a la condición de provincia romana; un reino reunido una vez más bajo un soberano suyo; y una nación sometida enteramente a Roma, y gobernada por procuradores que dependían del presidente de Siria, pero sujeta no obstante, en cierto modo, al monarca judío de un territorio vecino.” ¿Cómo podemos explicar el hecho de que cuatro escritores, a quienes podemos considerar desprovistos de la experiencia que se requiere para tratar con acierto de los detalles de un gobierno, hayan podido seguir el sendero que se trazaron, con marcada exactitud, a través del confuso sistema de política que resultaba al mezclarse la de los Romanos con la de los judíos? Tal vez parezca aventurado decir que Lucas no pudo haber obtenido, sin auxilio sobrenatural, los minuciosos informes que ha consignado en los Hechos de los Apóstoles; pero ciertamente parece extraño, a cualquiera que en ello reflexione, que el compañero del apóstol Pablo, al visitar las diferentes ciudades del Mediterráneo, más bien con el propósito de introducir una nueva religión, que con el de adquirir informes, haya manifestado un conocimiento tan vasto acerca de los detalles del gobierno romano y de su legislación, y haya podido referirse sin error a las costumbres locales, empleando solo expresiones de uso corriente en el lugar. Un escritor ordinario para quien estos asuntos fuesen puramente incidentales en su objeto esencial, no habría tenido la minuciosidad de referirnos que Sergio Paulo fue procónsul (traducido “diputado” en nuestra versión), o que los gobernantes de Tesalónica se llamaban “politarcas,” o que Filipos era una colonia, o que el hombre más notable de Éfeso se llamaba “secretario de ayuntamiento” o que la palabra que los Efesios usaban para significar “adorador” significa literalmente “barredor de templos “. Y aun cuando lo intentase, no le sería posible, sin un trabajo especial para evitar confusión, usar términos técnicos en sus referencias casuales al estado político u oficial de las diversas ciudades. Empero Lucas no se equivoca, ni aplica nunca mal sus epítetos, ni jamás tampoco echa mano de términos generales. Con dificultad habríamos podido suponer que el autor del libro de los Hechos hubiera adquirido un conocimiento tan extenso de lo concerniente a la náutica y a su tecnicismo, que pudiese dar una detallada relación del viaje peligroso que hizo Pablo de Jerusalén a Roma; y sin embargo dicha relación ha sido escrupulosamente examinada, y cuidadosamente comparada con los hechos actualmente conocidos, por personas profesionalmente peritas en los asuntos náuticos. El resultado ha sido no solo establecer el verdadero y fidedigno carácter de la narración, sino hacer patente que el viaje se hubo descrito con toda exactitud, como si un diario de navegación que contuviese sus detalles hubiera trasmitídosenos de entonces a hoy.
Y téngase presente que esta exacta minuciosidad se extiende a toda la Biblia. Hay ciertamente indicios muy patentes de que se empleó una agencia sobrenatural en la composición de la Biblia, en el hecho de que un volumen que comprende sesenta composiciones diversas, que abarca un período de cuatro mil años, que contiene revelaciones del pasado y predicciones del porvenir, que da forma a los anales de una nación y a la experiencia religiosa de los individuos, que establece un sistema de doctrina para todos los hombres y para todas las épocas, a la vez que está lleno de alusiones de un interés puramente local, se halla, no obstante eso, exento de todo error. No se nos oculta que podría disputarse nuestra declaración relativa a la exactitud de las Escrituras; pero no puede negarse, sin embargo, que la Biblia ha sido objeto de las investigaciones de la literatura moderna más exigente, y que exceptuando algunos casos contradictorios, de que puede culparse a los copistas, los que niegan la inspiración no han podido probar el cargo de falsedad que le hacen a la Escritura.
III. MOTIVOS QUE SE ATRIBUYEN A LOS HOMBRES, Y RAZONES QUE SE ASIGNAN A LOS ACTOS DIVINOS
Los escritores sagrados hablan con tanto aplomo de los motivos del hombre, como si penetrando en lo más recóndito de su alma hubieran podido conocer los secretos sabidos solo por el Escudriñador de los corazones. Avanzan hasta decirnos como parecen las acciones humanas ante la vista de Dios, y nos dan interpretaciones circunstanciadas de los actos providenciales del Altísimo. Solo admitiendo que los autores de los libros sagrados fueron auxiliados por él que todo lo sabe, podemos explicar los rasgos característicos de esa obra.
Leemos en el Éxodo 14:5: “Y se le dijo al rey de Egipto que el pueblo huía; y el corazón de Faraón y el de sus siervos se puso en contra del pueblo, y dijeron, ¿Por qué hemos hecho esto de permitir al pueblo de Israel que deje nuestro servicio?” ¿Cómo supo Moisés lo que Faraón sentía, o lo que dijo cuando supo la huida de Israel?
También en las 1 Crónicas 5:26, se lee, “Y el Dios de Israel movió el espíritu de Pul, rey de Asiría, y el espíritu de Tilgath-pilneser, rey de Asirla, y los quitó,” etc. En las 2 Crónicas 28:5, se dice, “Por tanto el Señor su Dios lo puso en manos del rey de Siria,” etc. En el versículo 19 se lee, “Porque el Señor abatió a Judá a causa de Ahaz, rey de Israel.” En 2 Crónicas 36:15, dice, “Y el Señor Dios de sus padres los autorizó por medio de sus mensajeros, levantándose de mañana y enviando, porque tuvo piedad de su pueblo y del lugar en que moraba.” En el versículo 17: “Por tanto llevó sobre ellos al rey de los Caldeos, que puso a cuchillo a sus jóvenes.”
¿Qué opinaríamos del historiador que presumiese patentizar las razones que influían en el espíritu divino con referencia a la historia nacional? “¿Quién conoce al espíritu del Señor, y quien ha sido su consejero?” En las 1 Crónicas 10:13, dice, “Así Saúl murió por las culpas que cometió contra el Señor.” En las 1 Crónicas 21:1: “Y Satanás se levantó en contra de Israel, y provocó a David a que contase a Israel.” ¿Cómo adquirió el escritor sagrado el informe que nos ha dado en estos versículos? Mateo 9:21: “Porque ella pensó para sí: Si yo pudiera tocar siquiera la orla de su túnica, sería sana.” Versículo 36: “Pero cuando vio la multitud, sintió compasión por ella, porque estaba abatida.” ¿Podría la inteligencia humana penetrar en el pensamiento que bullía en el alma de la mujer cuando tocó la orla de la túnica del Salvador, o hacerse cargo de los sentimientos que animaban a Jesús cuando dirigió su mirada sobre la multitud?
Si estos pasajes se hubieran citado en alguno de los períodos con que dimos principio a nuestras investigaciones, podría haberse dicho que era solo la expresión de las suposiciones de los escritores sagrados; pero no debemos echar en olvido que los escritores de la Biblia fueron comisionados por Dios para escribir los libros del canon, y que de consiguiente estos constituyen una manifestación autoritativa de la voluntad de Dios. No tenemos por lo tanto el derecho de suponer que los autores de la Escritura hayan podido haber hecho las serias exposiciones que hemos mencionado, y permitido que figurasen en sus páginas con un carácter histórico, si hubiesen sido solo engendros de su cerebro. Tales afirmaciones no habrían tenido lugar, a no haber sabido los escritores que eran verdaderas; y nunca lo habrían sabido sino por el conducto directo del Señor.
Fijaos ahora en que estas citas no pertenecen a esa clase de pasajes reconocidos como registro de las comunicaciones divinas. Los escritores no refieren que Dios dijo que Satanás tentó a David para que este contase al pueblo de Israel, ni que Saúl murió por haber consultado a una pitonisa que tenía un espíritu familiar; pero hablan de semejantes hechos con la misma naturalidad que emplean al narrar los acontecimientos más triviales. Partiendo del principio de que la narración de todo fue hecha bajo la superintendencia divina, y de que el Espíritu de Dios auxilió a los escritores en la ejecución de la obra, se comprende fácilmente la razón de por qué los pasajes que hemos citado, y otros análogos a ellos, no van acompañados de una especial referencia a la revelación divina. Pero si los escritores sagrados, si bien desempeñando una comisión divina, fueron, no obstante, los únicos autores de los libros que escribieron, es de extrañarse que al hacer declaraciones que no pudieron o no debieron haber hecho sin recibir divinas revelaciones, no las hayan confirmado dándoles su autoridad. No se sigue, por supuesto, que porque deben haber sido sugeridos por Dios, o haberse escrito con auxilio suyo, estos pasajes y otros semejantes, lo haya de igual modo sido la Escritura toda. Sirven para confirmar sin embargo, en cierto modo, una presunción muy fuerte en favor de la infalibilidad de la Escritura; y el argumento a que sirven de base, aunque no demostrativo, es un eslabón de la cadena de la evidencia por cuyo medio se adquiere la convicción de que los escritores de la Biblia estuvieron en contacto con el Espíritu divino, que les impartió su ayuda al escribir la obra que se les encomendó.
IV. RETICENCIA DE LOS ESCRITORES, Y SU SABIDURÍA EN LA ELECCIÓN DE LOS HECHOS
Ya hemos visto que los escritores sagrados recibieron una comisión divina. Podemos suponer además, que contaron con amplios elementos para llevar a cabo su tarea. No hay inconveniente en que admitamos que posiblemente Moisés pudo consultar documentos preexistentes al escribir la historia del mundo antediluviano; pero nada de esto explica por qué principio se guiaron los escritores al escoger los hechos que nos narran. No podemos suponer que cada uno de ellos estaba dotado de tanta discreción, que se dejó a arbitrio suyo registrar lo que en su concepto correspondía a la elevada mira de la Biblia, pues la unidad que existe en toda esa obra no da lugar a semejante idea. La Biblia fue escrita teniendo en vista un plan. Sus partes se ajustan entre sí como lo hacen las piezas de un mosaico, o las ruedas de un reloj. Los escritores han tomado por asunto, con sabiduría consumada, los puntos más salientes en la historia espiritual de los hombres. Se ocupan con sobriedad de los hechos comunes en que tanto se fijan los escritores vulgares, y entretejen sus materiales dándoles la forma que mejor cuadra a la manifestación de un progresivo plan de divina gracia. Para la consecución de tal intento han debido necesitar, me parece, la guía constante de la divina sabiduría.
Es un rasgo característico de la Biblia el que los escritores hacen punto omiso, con frecuencia, de pormenores relativos a sucesos que naturalmente pican nuestra curiosidad; y el que evitan desplegar sus sentimientos personales, en ocasiones en que ellos parecen ser naturalmente movidos.
Como comprobación podemos referirnos a los evangelistas, ¡Qué natural sería, si hubieran sido biógrafos ordinarios, que nos hubieran dado informes más extensos respecto de la temprana edad del Salvador! Juan especialmente, cuya casa fue el asilo de la desamparada madre del Señor, podemos admitir con razón, que tuvo a su disposición sobrado material para tal fin. ¿Cómo podemos explicar mejor esta reticencia, que suponiendo que los evangelistas obraron siguiendo en todo las instrucciones de Dios? Por otra parte, ¡Cuan admirablemente lacónico e imparcial es el lenguaje usado por los evangelistas, en todo lo concerniente a la muerte del Señor! ¡Todos toman nota de las circunstancias de la crucifixión, pero i no se encuentra en sus páginas ni una sola sílaba que aliente indignación contra los enemigos del Salvador! Qué de admirar es que los compañeros íntimos de Jesús hayan escrito la vida de su Maestro sin proferir ni una palabra de encomio, y que hayan registrado su muerte dolorosa sin fulminar un anatema, ni formular una protesta contra el delito impío de los que crucificaron al Señor de la gloria.
V. RELACIONES QUE EXISTEN ENTRE LOS DIVERSOS LIBROS DEL NUEVO TESTAMENTO
Ya se ha hecho uso del argumento del designio para manifestar que los diversos libros de la Biblia se hallan en el mismo nivel, y que sus autores fueron comisionados por Dios para escribirla; pero va más allá en concepto nuestro, pues a la vez atestigua que se ha ejercido una influencia divina y directa sobre dichos autores, en la composición de la Escritura. Patenticemos la fuerza de tal argumento refiriéndonos a la relación que tienen entre sí los diversos libros del Nuevo Testamento.
El Nuevo Testamento da comienzo con una cuádruple biografía de Jesucristo. Nada más natural que el que nos familiarizáramos con su vida, antes que se nos enseñara la importancia doctrinal de sus trabajos; ni nada más justo que el que conociéramos los hechos que sirven de fundamento a una doctrina, antes de llamar nuestra atención a elaborar la exposición de la misma.
Existe una relación definida entre los cuatro evangelistas, quienes juntos nos presentan un retrato completo del Salvador. Los tres evangelios sinópticos tratan especialmente de la naturaleza humana de Cristo, mientras que el evangelio según Juan se ocupa de su naturaleza divina, y principia con esta sublime introducción: “En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios.” Por otra parte el evangelio de Mateo fue evidentemente escrito por los judíos. Su objeto es manifestar la relación de Cristo con la teocracia, como cumplidor de la ley y profecías. El evangelio de Lucas tuvo por objeto dirigirse a los gentiles: según eso representa a Cristo, no como relacionado con el judaísmo solamente, sino con toda la humanidad. A su vez la genealogía de Mateo demuestra que Cristo es hijo de Abraham, y la de Lucas le representa como descendiente de Adán, siendo hermano por lo mismo de toda la raza humana.
De la vida de Jesús pasamos a la historia de la sociedad cuyo fundador ha sido. La primera historia de la iglesia cristiana fue escrita por Lucas, y la leemos en los Hechos de los Apóstoles; el tema de la predicación apostólica fue Cristo resucitado. Lo primero fue el hecho de la mayor importancia doctrinal; lo segundo fue el hecho de la mayor importancia evidencial. Estando en posesión de estos dos hechos, no temieron predicar, ni aun en Jerusalén, el evangelio de reconciliación.
Podemos ver en el libro de los Hechos los primeros pasos dados en el progreso de la iglesia naciente. El evangelio fue predicado primero a los judíos, después a los Samaritanos, en seguida lo fue a Cornelio por Pedro, y por último se predicó a todo el mundo por Pablo, el gran apóstol de los gentiles. Por grados se ensanchó el canal de la divina gracia; por grados y a medida que la Providencia abría el camino, se esparcían las buenas nuevas; y por grados también, el designio de Dios de iluminar a los gentiles en la recepción del evangelio se reveló a los que gozaron del privilegio de ser sus primeros predicadores.
Pero después que los judíos hubieron profesado la fe de Cristo; después que los gentiles derribaron sus ídolos y se contaron entre los adeptos de Jesús, ¿qué se siguió? ¿Quedó la obra terminada? Lejos de ahí. Tenía que efectuarse un cambio radical en el carácter de los convertidos; tenía que crearse afectos desconocidos, y tenía que dársele distinta dirección a la energía. Era preciso infundir miras más elevadas de la vida, impartir ideas más definidas de doctrina, relegar al olvido antiguos hábitos, y abandonar por completo inveteradas ideas. El que se alistaba en el servicio de Cristo tenía que disciplinarse, siéndole preciso instruirse al ingresar a su escuela. Habiendo echado los cimientos de una vida santa, menester era que se edificara, y habiéndose justificado tenía que santificarse. En esta virtud, los libros subsecuentes del Nuevo Testamento adoptan la forma epistolar, dirigidas a los que ya pertenecían a la iglesia, a los recibidos en el gremio de la hermandad cristiana, “a los santos y fieles hermanos en Jesucristo.” Y en estas cartas tenemos un cuadro de la piedad cristiana primitiva, y una oportunidad de observar la influencia del evangelio en los que recientemente se acogieron a él, dándosenos a la vez a conocer las pruebas por las cuales pasaron los convertidos del paganismo, y las tentaciones a que estuvieron expuestos. Las mismas cartas rebosan de caridad cristiana, y en exhortaciones para una vida santa.
Y lo que es más, mantienen entre sí una relación definida y estrecha. Tenemos la epístola a los Romanos consagrada al establecimiento del importante punto a que converge la conciencia universal: “¿Cómo serán los hombres justos ante Dios?” Tenemos las epístolas a los Corintios, prácticas en su mira, con una exposición de la gran ley de propiedad cristiana, y escritas en oposición del orgullo de la filosofía griega, y a la relajación del pueblo de la Grecia; y estas van seguidas por la epístola a los Gálatas, cuyo objeto fue quitar los grillos del legalismo a aquellos a quienes Cristo dio la libertad. Cada una ocupa un importante lugar; cada una contribuye a la declaración cumplida del plan de salvación. Todas juntas constituyen un organismo simétrico, y un cuerpo consecuente de verdad. Esta se presenta en varios aspectos, y es no obstante la misma verdad. Aunque Pedro estuvo sujeto a la censura de Pablo, no hay en sus epístolas nada que diverja de las doctrinas enseñadas por el gran apóstol. “La fe expuesta por Pablo se enciende en esperanza ferviente en las palabras de Pedro, y se dilata en un sublime amor en las de Juan.”
¿Podremos creer que el Nuevo Testamento tomó la forma que en él se nota, por mera casualidad? ¿Es posible que una colección de escritos que manifiestan un progresivo desarrollo de la verdad cristiana, y concluyen con una profecía relativa a la futura gloria de la iglesia, haya sido la obra de varios escritores que no estuvieron de acuerdo, si no se admite que obraron bajo el influjo de Dios?
CAPÍTULO V
INSPIRACIÓN PLENARIA
Hay todavía lugar para la investigación relativa a la extensión en que la agencia divina se empleó en la composición de la Escritura. ¿Fueron todos los libros de la Biblia escritos bajo la influencia sobrenatural? ¿Lo fueron tanto Cantares como el Pentateuco, y así Ester como los Actos? ¿Sabemos si el Espíritu divino obró sobre los escritores al formar todo aquello cuya consignación han hecho en sus registros? ¿Fue la agencia que Dios empleó en la escritura de la Biblia, semejante a la de un arquitecto en la erección de un edificio? ¿Sobre vigiló él tan solemne obra, sugiriendo a los escritores sagrados los hechos que debían registrar, y dándoles el plan según el cual tenía que dársele forma al material? ¿Hicieron los autores humanos de la Biblia uso de sus facultades propias, al componer los libros del canon, excepto cuando necesitaron la revelación divina para suplir la estrechez de la inteligencia humana, y la sabiduría de Dios para corregir las imperfecciones del juicio de los hombres? ¿O ejerció el Señor tal influjo en el entendimiento de los escritores sagrados, que cada una de las partes de la Biblia es el producto de su divino entendimiento? ¿Sugirió él los pensamientos de que se ha tomado nota, dejando a los escritores el ejercicio de su propia discreción en la elección de las palabras, o son las palabras de la Biblia las palabras del Señor? En suma, ¿han dividídose entre Dios y el hombre el trabajo de componer las Escrituras, participando por lo mismo de honra tal, o es la Biblia el Libro del Señor desde el principio hasta el fin? Todas estas preguntas se reducen a una, a la que me esforzaré en dar contestación en el presente capítulo, es a saber: ¿Enseñan las Escrituras la doctrina de una inspiración plenaria o parcial? Hay material en abundancia para resolver esta cuestión, por lo menos en lo que atañe al Antiguo Testamento, como se demostrará en las siguientes consideraciones.
I. NOMBRES APLICADOS AL ANTIGUO TESTAMENTO POR LOS ESCRITORES DEL NUEVO
En el Nuevo Testamento se hacen referencias al Antiguo más de cincuenta veces, llamándole la Escritura, o las Escrituras. En los Romanos 1:2, se llama “Las Santas Escrituras” (γραφαις αγιαις); en 2 Timoteo 3:15, “Las Sagradas Escrituras” (ιερα γραμματα); en Romanos 3:2, Hebreos 5:12, 2 Pedro 4:11, “Los Oráculos de Dios” (τα λογια του θεου). Es cierto que la palabra γραφη puede aplicarse tanto a una clase de escritura como a otra; pero lo que debe llamar la atención es que en el Nuevo Testamento se emplea restringiendo su sentido. Siempre se usa, en efecto, para designar el Antiguo Testamento junto con algunas partes del Nuevo. De aquí es que, aunque aplicable a cualquiera especie de composición, al usarse en el Nuevo Testamente se le da la fuerza de un nombre propio, tal como la que tiene nuestra palabra Biblia. Cuando los evangelistas hablaban de la Escritura, no tenían el riesgo de no ser entendidos. No había necesidad de preguntar: ¿qué Escritura? más de la que hay al no cabernos duda de la obra a que nos referimos hablando de “la Biblia Sagrada.” Es por lo tanto evidente que el Antiguo Testamento ocupó tal lugar en el ánimo de los apóstoles y de todo el pueblo hebreo, que se le consideró como lo escrito por excelencia. Más aún, la aplicación de un nombre común a todo el Antiguo Testamento coloca a todos los libros que lo forman en el mismo nivel. Si un libro se conceptúa como escrito de un modo divino, no podemos suponer que deje de serlo así ninguno de los otros. Si algunos de los libros fuesen escritos divinos, y otros solo composiciones humanas, podríamos esperar hallar en algún lugar la distinción indicada; pero nada que dé indicios de tal cosa puede verse en el Nuevo Testamento. Toda la Biblia hebrea está incluida bajo los títulos, “Santa Escritura,” “Sagrada Escritura,” “Oráculos de Dios.”
II. DEFERENCIA PARA CON EL ANTIGUO TESTAMENTO
Las referencias al Antiguo Testamento que hallamos en los Evangelios, en los Hechos y en los Epístolas, prueban que los escritores del Nuevo miraban a aquel, no solo como autoridad, sino también como autoridad infalible; no solo como registro de comunicaciones divinas, sino también como registro exento de todo humano error. Apelan con perfecta confianza al Antiguo Testamento, y claramente nos dicen que la Escritura debe ser cumplida, haciendo esto, además, sin protesta alguna por parte de la nación judía. Por mucho que los Judíos rechazasen los razonamientos que los apóstoles basaban en el Antiguo Testamento, no tenemos índicos de que hayan negado nunca la infalibilidad de los oráculos cuyos guardianes eran. Se citan pasajes del Antiguo Testamento como vaticinios realizados en la historia del Nuevo, partiendo siempre del indudable principio de que los tales eran, aún en lo verbal, una correcta relación de las comunicaciones divinas, estribando en esto la grande autoridad que se les da. Podemos comprobar esto refiriéndonos al Evangelio según Mateo:
“Y levantándose él tomó en la noche al niño y a su madre, y partió para Egipto, y allí permaneció hasta la muerte de Herodes, a fin de que se cumpliese lo que habló el Señor por el profeta diciendo, ‘De Egipto llamé a mi hijo.’” Mateo 2:14, 15; véase Oseas 11:1. “Volvióse a Galilea, y dejando a Nazaret vino y moró en Capernaum, ciudad marítima en los confines de Zabulón y de Neftalí, para que se cumpliese lo dicho por el profeta Isaías que dijo, ‘La tierra de Zabulón y la tierra de Neftalí, camino de la mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los Gentiles; pueblo sentado en tinieblas vio gran luz, y a los que moraban en región y sombras de la muerte luz les amaneció.’” Mateo 4:12; véase Isaías 9:1. “Entonces envió Jesús dos discípulos, diciéndoles, ‘Id a esa aldea que está enfrente de vosotros, y luego hallareis una asna atada y un pollino con ella; desatádmela y traédmelos,’ y todo esto fue hecho para que se cumpliese lo que fue dicho por el profeta, cuando dijo, ‘Decid a la hija de Sion; he aquí tu Rey que viene a ti lleno de mansedumbre, sentado sobre una asna y un pollino, cría de jumento.’” Mateo 21:1-5; véase Zacarías 9:9. “Estos repartieron sus vestiduras echando suertes, para que se cumpliese lo que fue dicho por el profeta, ‘Repartieron mis vestiduras; y sobre mi túnica echaron suertes.’” Mateo 27:35; Salmos 22:18.
La confianza con que el evangelista hace estas citas es una prueba de que la infalibilidad del Antiguo Testamento era un hecho establecido en el ánimo del escritor, y en el de sus lectores hebreos. Es claro, pues, que si se hubiese introducido algún error en cualquiera de las partes del Antiguo Testamento, solo la revelación podría darlo a conocer. Si los escritores han mezclado sus propios sentimientos con las comunicaciones divinas, está fuera del alcance del discernimiento humano el separar los unos de las otras. Sería imposible, de consiguiente en caso semejante, hablar positivamente de algún versículo particular, o de cierta cláusula de algún versículo, diciendo que allí se encuentran las palabras de Dios. A menos que el Antiguo Testamento sea una expresión infalible del pensamiento de Dios, el lenguaje del evangelista se presta a una crítica muy seria, y hay lugar para imputar a Mateo que haya basado inferencias de gran peso en testimonios muy insuficientes. Surge en efecto esta pregunta natural: ¿Cómo sabemos si los pasajes que han sido citados no sean expresiones humanas, mezcladas inadvertidamente en el mensaje divino? Si existiese error en alguna parte del Antiguo Testamento ¿por qué no se objetarla de tal a estas propias citas? Ni se destruye la dificultad diciendo que la autoridad de los pasajes citados por el evangelista se demuestra por el hecho de que Mateo fue comisionado por Dios para escribir su evangelio, y debe por lo tanto haber estado en aptitud de hablar positivamente de tales citas. Esto no varía el hecho de que Mateo apelaba a esos pasajes por el solo motivo que hallábanse contenidos en el Antiguo Testamento. La fuerza de sus citas consiste en que, al dirigirse a lectores judíos, apelaba a una autoridad cuya infalibilidad estaban dispuestos a admitir. No estaban dotados de luz sobrenatural para distinguir la verdad del error, y de consiguiente, sin estar conformes en conceder que todo en el Antiguo Testamento estaba revestido de la sanción divina, no podía esperarse que reconociesen algo particular en las aseveraciones de que los sucesos acaecidos en la vida de Cristo tenían que ser así, para dar cumplimiento a algunas expresiones incidentales, tomadas indistintamente de entre los escritos de los profetas. La frase, “para que se cumpliese,” que tan frecuentemente aparece en los evangelios, prueba que los evangelistas, y aquellos a quienes estos se dirigían, participaban de una creencia común en la infalibilidad del Antiguo Testamento.
III. ESTA INFALIBILIDAD CONFIRMADA POR EL SALVADOR
Jesús dio un testimonio muy explícito sobre este punto. Bastará citar los pasajes que lo contienen: “Y contestándoles Jesús les dijo, ¿como a ladrón habéis salido a prenderme con espadas y palos? Todos los días estaba en medio de vosotros enseñando en el templo, y no me prendisteis; mas las Escrituras deben cumplirse.” Marcos 14:48. “Respondiendo Jesús les dijo. Erráis ignorando las Escrituras y el poder de Dios.” Mateo 22:29. “Entonces Jesús les dijo, ¡O necios y tardos de corazón para creer lo que los profetas han dicho! ¿No debía Cristo haber sufrido esto, y entrar así en su gloria? Y comenzando desde Moisés y todos los profetas, les exponía en todas las Escrituras lo que a él era concerniente.” Lucas 24:25-27. “Y les dijo, ‘Estas son las palabras que os dirigí, mientras estaba aun con vosotros: que era necesario que se cumpliesen todas las cosas que estaban escritas de mí, en la ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos. Entonces les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras. Y les dijo, ‘Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese.’” Lucas 24:44-46. “No creáis que yo ha venido a abrogar la ley o los profetas; no he venido a destruirlos sino a cumplirlos. Porque en verdad os digo que antes pasarán el cielo y la tierra, que deje de pasar un punto o una tilde de la ley sin que todas las cosas sean cumplidas.” Mateo 5:17, 18.
Los nombres, Escrituras, la Ley y los Profetas, la Ley, los Profetas y los Salmos, empleados por nuestro Salvador, eran familiares al oído de los judíos, y cubrían todo el volumen de los escritos del Antiguo Testamento. Las palabras de Jesús que acabamos de citar, ponen el sello de la infalibilidad a la Biblia hebrea.
IV. REFERENCIAS VERBALES AL ANTIGUO TESTAMENTO
Si la evidencia que ya se ha adelantado no se considera de suficiente peso para quitar toda posibilidad de error en el Antiguo Testamento, tengamos en cuenta que tenemos el más enfático testimonio de su infalibilidad en sus propias palabras. En una sola de ellas basa nuestro Salvador su réplica a los que niegan la doctrina de la resurrección: “Y en cuanto a la resurrección de los muertos, ¿no habéis leído lo que os habló Dios diciendo, ‘Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob’? Dios no es Dios de muertos sino de vivos.”
Al defenderse del cargo de blasfemia, hace uso de una sola palabra del salmo ochenta y dos: “Jesús les respondió, ‘¿No está escrito en vuestra ley, Yo dije “dioses sois’”? Si llamó dioses a aquellos a quienes vino la palabra de Dios (y la Escritura no puede ser quebrantada) ¿decís vosotros de Aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo, ‘Tú blasfemas,’ porque he dicho, ‘Hijo de Dios soy’?” Juan 10:34. Nuestra Salvador justifica su referencia a esta expresión en el Salmo 82, haciendo recordar a su auditorio la infalibilidad de las Escrituras. Al discutirse el asunto de la inspiración, este pasaje es de gran valía, por cuanto que demuestra que nuestro Salvador juzgó que la Escritura Santa poseía una autoridad divina, no solo tocante a los pensamientos en ella contenidos, sino a su lenguaje mismo; y declaró solemnemente, “y las Escrituras no pueden ser quebrantadas,” para justificar así un argumento basado en una sola palabra.
Fijaos en los casos en que la correspondencia entre las predicciones del Antiguo Testamento y su verificación en el Nuevo depende de solo las palabras. Podemos referirnos como comprobación a las “treinta piezas de plata,” al “campo del alfarero,” y a la “repartición de las vestiduras.” Si nos propusiéramos decir que estas alusiones eran miradas por los escritores sagrados solo como coincidencias notables, no les concederíamos en tal caso mucho peso en el argumento; pero puesto que el Nuevo Testamento fue escrito por hombres comisionados por Dios, debemos suponer que los escritores obraron con probidad en lo que dijeron, y fueron por lo mismo competentes para hablar sobre tal punto. La mención que hacen de estos incidentes en la vida de nuestro Señor, como cumplimiento de las predicciones del Antiguo Testamento, debe considerarse como una prueba de que la divina agencia se empleó en la composición de las Escrituras, extendiéndose aun a la elección de las palabras.
Volvamos a las epístolas de Pablo, y en ellas observaremos que dicho apóstol empleó constantemente citas verbales del Antiguo Testamento con el fin de apoyar sus argumentos. San Pablo funda su prueba de que tanto los judíos como los Gentiles fueron declarados culpables, en las dos pequeñas palabras que se ven en el Salmo catorce, es a saber, en la palabra “ninguno” del primer versículo, y en la palabra todos” del tercero. Que se cambien estas dos palabras, y el argumento del apóstol vendrá por tierra en el acto …. Enseña la igualdad de todos los hombres ante Dios, y la libertad en que están para salvarse de este modo divino, fundándose en la autoridad de una sola palabra enfática usada por el profeta Joel: “quienquiera.” Sobre esta arguye con gran maestría, Romanos 10:12: “No hay diferencia entre el Judío y el Griego; porque el Señor es munificente con todo aquel que a él acude.” Con este motivo trae la autoridad de este aserto: “Porque quienquiera que acuda en el nombre del Señor sea salvo.” Al argüir en Gal. 3:10, que la promesa de la vida eterna va anexa a la fe, y no al mérito del hombre, arguye recurriendo no ya a una palabra sola, sino a una sola letra, y al hecho de que una palabra se ha usado en singular y no en plural: “No dice y a simientes, como hablando de muchos, sino como hablando de uno, y a tu simiente, que es Cristo.”
Algunos escritores, en estas citas, ven únicamente evidencias de falsos razonamientos por parte de los apóstoles. Y debemos confesar que si las citas del Antiguo Testamento fuesen solo las expresiones de un autor humano, se habrían aducido, a la verdad, con imperdonable ligereza. A menos que las palabras del Antiguo Testamento se hallen investidas de una autoridad divina, tendríamos que abrigar la convicción de que las conclusiones de más peso se han basado en muy frívolas premisas. Pero nos son muy bien conocidas la honradez y lógica del Pablo, para imputarle argumentos de mala fe; y puesto que no podemos colocarnos en el lugar de un escéptico, nos vemos obligados a concluir que estas citas sirven de autoritativo testimonio a la infalibilidad verbal de todo el Antiguo Testamento. Decimos de “todo el Antiguo Testamento,” porque no hay razón para creer que los pasajes que han sido citados se hallen en categoría distinta de la de otros, acerca de los cuales no se ha hecho una mención especial. Además no debemos echar en olvido, que de este principio parten los razonamientos aducidos por el apóstol. En su argumento se calla la premisa de que se ha admitido la infalibilidad de las Escrituras. Son apropósito las palabras solas para servir de argumento, porque se contienen en la Biblia. Niéguese la infalibilidad verbal del Antiguo Testamento como “todo,” y nos será imposible dar mucha importancia a los argumentos basados en algunos de sus pasajes particulares.
V. AFIRMACIONES DIRECTAS DE QUE DIMANAN DE UN AUTOR DIVINO
El mejor, podemos decir el único, modo de darnos cuenta de la autoridad absoluta que poseen, según hemos visto, las palabras de la Escritura, es suponer que los escritores sagrados fueron influenciados por Dios en la elección de su lenguaje. Habiéndose probado la infalibilidad verbal del Antiguo Testamento, se sigue como consecuencia necesaria, lo divino de su formación. De todos modos para hacer conclusivo el argumento de la inspiración plenaria bastarán unos cuantos testimonios Bíblicos.
Hay dos pasajes en que por el uso singular de la palabra “Escritura,” se da testimonio de ser divino el Autor del Antiguo Testamento. En Romanos 9:17, se lee: “Porque dice la Escritura a Faraón, ‘Para esto mismo te levanté, a saber, para mostrar en ti mi poder, y para que sea anunciado mi nombre por toda la tierra.’” Y en Gálatas 3:18: “Previendo la Escritura que Dios por la fe había de justificar a los gentiles, evangelizó antes a Abraham diciendo, ‘En ti serán benditas todas las naciones.’” Estos pasajes no están en paralelo con aquellos en que la Escritura se personifica; y en que se hacen preceder las citas de las palabras, “Así dice la Escritura.” Aquí se representa diciendo lo que se dijo por Dios, haciendo lo que se hizo por él, y caracterizada por atributos propios solo de la Divinidad. Esto puede explicarse únicamente suponiendo que el apóstol estaba tan profundamente convencido de que las palabras del Antiguo Testamento son la expresión del Señor, que la Escritura se identifica con su Autor, y los actos de esta se representan como ejecutados por Aquel. Hay pasajes particularmente en la epístola a los Hebreos, en que las palabras de la Escritura se citan, como podrían citarse las de Dios. En Hebreos 1:5, se lee, “¿Porque a cuál de los ángeles dijo él nunca, ‘Tú eres mi hijo’?” En el versículo 7, “Y de los ángeles dice.” En el versículo 8, “Pero al Hijo él dijo.” En el capítulo 8:8, “Porque hallándolos culpables, dice.” En el versículo 13, “Sobre lo cual, dice, ‘Un nuevo pacto ha hecho caducar al primero.’” Este modo de citar, que es peculiar a la epístola a los Hebreos, es un fuerte testimonio de la autoridad divina del Antiguo Testamento. Las Escrituras deben haber sido miradas como equivalentes a las expresiones de Dios, pues de otro modo no habría sido propio traer a colación citas suyas con la introducción, “Él dice,” en vez de “Está escrito.”
Además se citan pasajes de las Escrituras como palabra del Espíritu Santo: “Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones.” Hebreos 10:15: “Y también nos lo atestigua el Espíritu Santo; porque después de lo que había dicho antes, ‘éste es el pacto que haré con ellos después de aquellos días, dice el Señor: pondré mis leyes en sus corazones, y en sus almas las escribiré.’” La unión de la agencia divina y humana en la composición de las Escrituras se establece en las siguientes citas: “Los cuales habiendo oído, unánimes levantaron la voz a Dios, y dijeron, ‘Señor, tú eres el Dios que hiciste el cielo y la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos; ¿que por boca de tu siervo David, dijiste: Porqué braman los gentiles y los pueblos pensaron cosas vanas?’” Hechos 4:24. “Y en aquellos días levantándose Pedro en medio de los discípulos, dijo, ‘Varones hermanos: convenía que se cumpliese esta Escritura que predijo el Espíritu Santo por boca de David acerca de Judas,’” etc. Hebreos 1:16.
Hay dos pasajes que declaran directamente la inspiración del Antiguo Testamento. “Entendiendo primero esto, que ninguna profecía de la Escritura es de interpretación particular. Porque la profecía no vino en los tiempos pasados por voluntad de hombre, mas los hombres santos de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo.” 2 Pedro 1:20. “Y que desde la niñez aprendiste las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salud, por la fe que es en Jesucristo. Toda Escritura es dada por inspiración de Dios,” etc. 2 Timoteo 3:15, 16. Este pasaje, teniendo en cuenta la precedente evidencia, debe mirarse como testimonio conclusivo de la inspiración plenaria del Antiguo Testamento.
No se afecta el argumento por traducir este pasaje diciendo: “Toda Escritura es dada por inspiración de Dios,” o, “cada Escritura dada por inspiración de Dios es provechosa.” En ambos casos se hace referencia al Antiguo Testamento, al cual se alude en el versículo antes citado, llamándolo Santas Escrituras,” Si la primera traducción es correcta, el pasaje es una declaración de inspiración por parte del apóstol. Si la segunda fuere el modo exacto de hacerla, se alude entonces a la inspiración como una verdad admitida haciéndose el fundamento de la declaración de que las Escrituras pueden dar la sabiduría que se necesita para salvarse. Como quiera que se traduzca este pasaje, debe mirarse como testimonio del carácter divino de las Escrituras hebreas. Prescindiendo de la evidencia que ya hemos considerado, no podríamos basar un argumento muy positivo en este solo pasaje, porque podría suscitarse una discusión respecto del exacto significado de la palabra θεοπνευστος. Esta expresión debe traducirse teniendo en cuenta la evidencia precedente.
Las conclusiones que ya hemos alcanzado pueden usarse propiamente para ayudarnos en nuestro intento de definir su significado; puesto que este, sea cual fuere, debe ser compatible con los hechos conocidos ya. Hallamos que las Escrituras dan evidencia de la presencia de la inteligencia divina en su composición; que los escritores del Nuevo Testamento consideraban el Antiguo como infalible, apoyando argumentos concluyentes en palabras sueltas tomadas de sus pasajes; que algunos de estos se citan como expresiones de Dios, atribuyéndose otros al Espíritu Santo a quien se da como autor. Al declarar por lo tanto que el Antiguo Testamento es inspirado por Dios, el apóstol debe haberse propuesto dar a entender que los escritores sagrados fueron influenciados por el Espíritu Santo aun en la elección de las palabras.
“El Nuevo Testamento canoniza al Antiguo; ‘la Palabra hecha carne’ pone su sello en la palabra escrita. ‘La palabra hecha carne’ es Dios; luego la inspiración del Antiguo Testamento se autenticó por Dios mismo.” Confesamos que el testimonio de la inspiración del Nuevo Testamento es menos explícito y menos abundante. Bien podríamos esperar que esto fuera así, por el simple hecho de que el mensaje de Dios se completó en los escritos del Nuevo Testamento: los apóstoles fueron legítimos sucesores de los profetas, y como tales, dieron amplio testimonio respecto a su inspiración; pero los mismos apóstoles no tuvieron sucesores. Además, una vez establecida la inspiración del Antiguo Testamento, apenas se necesita una evidencia de puro peso para garantizar la inferencia de que el Nuevo es inspirado también. El Antiguo y el Nuevo Testamento son partes del mismo mensaje divino; constituyen una unidad progresiva, y manifiestan el desarrollo de un solo plan de salvación. ¿Podemos suponer que el Antiguo Testamento es la palabra de Dios, y el Nuevo solamente lo del hombre? ¿Son los Evangelios una obra humana, mientras el Pentateuco es una escritura inspirada? Es tan evidente la presunción en favor de la inspiración del Nuevo Testamento que solo una prueba evidente de lo contrario podría hacernos dudar de ella. Debe tenerse presente que el Salvador prometió claramente a sus discípulos el don de la inspiración. “Cuando os llevaren a la sinagoga y a los magistrados, y a las potestades, no andéis solícitos como o que habéis de responder, o lo que habéis de decir, porque el Espíritu Santo os enseñará en la misma hora lo que sea menester decir.” Lucas 12:11-12. Y cuando os llevaren para entregaros, no premeditéis lo que habéis de decir, ni lo penséis; mas lo que os fuere sugerido en aquella hora eso hablad; porque no sois vosotros los que habláis; sino el Espíritu Santo.” Marcos 13:10. “Fijadlo pues en vuestros corazones para no pensar de antemano lo que habéis de responder, porque yo os daré boca y sabiduría, a la cual no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios.” Lucas 21:14. Además los apóstoles afirmaban que hablaban guiados por Dios. “Verdad dijo en Cristo, no miento, dándome testimonio mi conciencia en el Espíritu Santo.” Romanos 9:1. “Lo cual también anunciamos, no con palabras que enseña la sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu Santo, comparando lo espiritual con lo espiritual.” 1 Cor. 2:13. “Ya os lo he dicho antes, y os lo predijo otra vez como presente, y ahora ausente lo escribo a los que antes pecaron, y a todos los demás, que si vengo otra vez, no perdonaré. Ya que buscáis una prueba de Cristo que habla en mí, el cual para con vosotros no es flaco, mas es poderoso en vosotros.” 2 Cor. 13:2-3. Puede decirse, sin embargo, que después de todo, estos pasajes no prueban sino que los apóstoles fueron inspirados en lo que oralmente manifestaban. ¿Podrían haber sido inspirados para hablar, y no para escribir? ¿Puede suponerse que si fueron inspirados al comparecer ante un tribunal humano, hayan sido abandonados al ejercicio de su juicio falible al componer los libros que debían en todo tiempo alimentar la fe del pueblo de Dios? Pablo no suponía ciertamente que existiese una diferencia tan marcada entre las instrucciones que daba oralmente y las que daba por escrito, cuando dijo a los Tesalonicenses, “Estad firmes y conservad las tradiciones que se os han enseñado, ya sea de palabra o por carta nuestra.” 2 Tesalonicenses 2:15.
Con la cita de un solo pasaje de la segunda epístola de Pedro daremos fin a la evidencia sobre la inspiración del Nuevo Testamento, siendo este aquel en que las epístolas de Pablo se reconocen iguales en punto de autoridad con las Escrituras del Antiguo Testamento: “Así como también os escribió nuestro muy amado hermano Pablo, según la sabiduría que le fue dada, como también en todas sus epístolas, hablando en ellas de estas cosas; entre las cuales hay algunas cosas difíciles de entender, las que los indoctos é inconstantes tuercen, como también las otras Escrituras, para perdición de sí mismos.” 2 Pedro 3:15, 16.
Nos vemos conducidos, como resultado de nuestras investigaciones, a la irresistible conclusión de que los libros de la Biblia—por constituir, como lo hacen, una unidad; por contribuir separadamente a un solo designio de divina gracia; por afirmar ser un mensaje que Dios dirige a los hombres, y hablar en términos autoritativos sobre lo que concierne al deber y al destino — fueron compuestos por hombres que obraron bajo la influencia del Espíritu Santo, en grado tal que fueron preservados de todo error relativo a hechos, doctrinas y juicios, y que estos fueron tan influenciados en la elección de su lenguaje, que las palabras que usaron fueron las palabras de Dios. Esta es la doctrina que se conoce como la de plenaria inspiración verbal.
CAPÍTULO VI
OBJECIONES EXAMINADAS
El ateísmo o el cristianismo es la alternativa que una filosofía infiel le ofrece al mundo; por tanto, la controversia suscitada entre los cristianos y sus antagonistas debe ser decidida por la solución que se dé a la cuestión respecto de la autoridad divina de la Biblia. De aquí es que no es difícil darse razón del incremento que toma el escepticismo por toda la cristiandad en cuanto a la inspiración plenaria de las Escrituras.
Existe, por supuesto, una gran diferencia entre los que conciben una imperfecta idea de la inspiración, y entre los que la niegan del todo. Algunos admiten la conclusión extrema del panteísmo, de que una revelación es imposible; otros admiten la inspiración del genio, concediendo que Isaías y Pablo fueron inspirados en el sentido que lo fueron Homero y Shakespeare. Hay quienes abogan por una inspiración parcial, hallándose dispuestos a convenir en que las doctrinas de la Biblia se consignaron de un modo infalible en virtud de la injerencia que en ello tuvo Dios, mientras que mantienen que los escritores de ella se dejaron sin mas auxilio que el de sus facultades ordinarias al escoger y consignar los hechos que nos narran; no faltando por último, quienes sin dificultad suponen que el Espíritu Santo sugirió los pensamientos a los escritores sagrados, dejándolos no obstante en libertad de darles forma por medio de las palabras que mejor les parecieron. Pero, por notable que sea la diferencia que separa a estos hombres entre sí, están de acuerdo en negar que la Biblia entera fue escrita por los hombres bajo la influencia del Espíritu Santo, hasta un grado tal que las palabras de la Escritura son las palabras de Dios. Como aun hombres prominentes en círculos teológicos dan cabida a una teoría de inspiración que tolera errores por parte de los escritores sagrados, es conveniente por lo mismo que prestemos una debida atención a las dificultades tenidas como corroboración de tal doctrina.
Antes de tomar en consideración las objeciones, convendría que el lector recordase que la actitud actual del pensamiento es tender el racionalismo de una manera alarmante. La infalibilidad de la opinión privada es una doctrina que para muchos tiene mayor aliciente que la infalibilidad de la Biblia. De aquí nace la presteza, y en no pocos casos la complacencia, con que muchos andan a caza de objeciones en contra de la doctrina que estamos discutiendo. Llama la atención el hecho de que en las controversias doctrinales de estos tiempos, se emplea por los que rechazan la verdad el llamado argumento racional más aun que el argumento bíblico. Los hombres excluyen del pecado el elemento de la culpa, de la expiación el elemento de la satisfacción, y de la naturaleza de Dios el elemento de la justicia; y obran así, estimulados por ciertas opiniones preconcebidas con respecto a las relaciones que mantenemos con Dios. Los impugnadores de las doctrinas evangélicas se apoyan en el sentido de pasajes bíblicos; sino que, si es que llegan a apelar a la Escritura, lo hacen principalmente para dar una apariencia de fuerza a precedentes conclusiones. Su argumento real, sea cual fuere su disfraz, es “Esta es mi opinión.” Ocupémonos brevemente de las principales objeciones que se han alegado en contra de la doctrina de la inspiración.
I. SE DICE QUE LA REVELACIÓN ES IMPOSIBLE
La primera clase de impugnadores se halla compuesta de los que están prevenidos en contra de toda investigación, asegurando que es imposible cualquiera revelación. Solo suponiendo que no hay Dios puede dársele fuerza a una objeción semejante. Si un hombre adopta una filosofía que conduce al ateísmo, el único modo de contestar su objeción sería el de trastornar dicha filosofía. Supongamos que se nos dirigiera la siguiente pregunta: ¿Dada la creencia universal del género humano en la existencia de Dios, podemos justificarla? Y este es en realdad, en nuestro concepto, la manera más clara de presentar la cuestión relativa a la existencia de Dios. ¿Cómo deberemos proceder? No podríamos, aunque quisiéramos, dar un solo paso para plantear esta cuestión, a menos que contásemos con opiniones correctas sobre algún punto fundamental de psicología. Para establecer la doctrina del Deísmo, es necesario justificar la autoridad de las creencias primitivas. Ahora bien, el conocimiento interior es el material común de que se forma toda filosofía. Los hombres difieren en la interpretación que dan al conocimiento interior, sin dejar por eso de admitir su indisputable autoridad. Todo el mundo conviene en que sirve de testimonio a la distinción que surge de las palabras “sujeto” y “objeto,” “yo” y “no yo.” No podemos pensar, sentir o querer, sin poner en práctica esta distinción; pero, ¿es esta la última por ventura? ¿Podemos fiar en nuestra convicción intuitiva? Este es precisamente el terreno en que contienden las filosofías que rivalizan entre sí. Puede decirse que no hay razón para la distinción que se establece entre el “yo” y el “no yo:” pero lo que llamamos “no yo” no es más que una modificación de la mente—en cuyo caso vamos lógicamente a parar en un sistema de panteísmo idealista; o lo que llamamos “yo” es solo una modificación de la materia, y entonces caemos en el materialismo más absurdo.
Estoy sentando un hecho bien conocido en la historia de la opinión, cuando digo que el carácter panteísta de la filosofía alemana que sucedió a la de Kant, puede dársele por origen la negación de la distinción fundamental que existe, según el testimonio del conocimiento interior, entre el “sujeto” y el “objeto.” El materialismo que se nota en la filosofía positivista representada por hombres tales como J. Stuart Mill, Bain, y Herbert Spencer, dimana del mismo error psicológico. Creo por demás repetir los argumentos por cuyo medio demostró Sir William Hamilton la dualidad del conocimiento interior, como un hecho último en nuestra constitución. Lo que llevo expuesto bastará para manifestar cuan íntimamente se ligan las cuestiones filosóficas del día con las doctrinas fundamentales del sistema cristiano. La objeción de que la revelación es imposible surge de una falsa filosofía, que, al negar la validez de nuestras creencias primitivas, conduce al ateísmo. Concediendo que hay un Dios, es absurdo decir que no puede revelarse a sí mismo.
II. SE DICE QUE LA BIBLIA ESTA EN CONTRADICCIÓN CON LA CIENCIA
La verdad no puede contradecirse a sí misma. No podemos oponer resistencia ni a las conclusiones tan claramente alcanzadas por los hombres científicos, ni a la evidencia de que la Biblia es la palabra de Dios. Por tanto las discrepancias entre las exposiciones de la Escritura y las teorías de la ciencia carecen de exactitud. Tal vez sea menester que ante la luz de los descubrimientos científicos modifiquemos algunas veces la interpretación que damos a la Biblia, pues que la ciencia debe ser y ha sido un auxilio explicativo. Si nuestras interpretaciones son erróneas, no asume por eso la inspiración responsabilidad alguna. Los descubrimientos geológicos han arrojado luz sobre el primer capítulo del Génesis; pero sea cual fuere la teoría adoptada con la mira de armonizar las dos explicaciones sobre la primitiva historia de nuestro planeta, en nada puede afectarse la inspiración del Génesis.
Se pretende mucho, sin embargo, cuando se nos exige que acomodemos la interpretación que damos a la Escritura a una teoría que aún es asunto de debate entre los hombres científicos. No podemos hacer a un lado la relación bíblica sobre la creación, fundándonos en que no concuerda con la teoría de Darwin respecto del origen de las especies, por la sencilla razón de que considerando el Darwinismo en su relación con la ciencia, se ha probado que carece de exactitud. La objeción de que los escritores sagrados están destituidos de conocimientos astronómicos, y por lo tanto usan un lenguaje propio de la época en que se creía que la tierra era plana y que los cuerpos celestes se movían a su rededor, tal cual parece a la vista, es tan en extremo fútil que no necesita de refutación. “El objeto de la Sagrada Escritura,” dice Baronio, “es enseñarnos cuál es el camino que conduce al cielo, y no el que los cielos siguen.” No se pretendió que la Biblia fuese una obra de asignatura para el estudio de las ciencias, y no tenemos por lo mismo razón alguna de esperar que anticipase los descubrimientos hechos en el dilatado transcurso de los tiempos. Se pretendió tan solo que estuviese al alcance tanto de los ignorantes como de los eruditos; y a fin de que pudiese ser comprendida, fue necesario que los acontecimientos se describiesen empleando términos adecuados a nuestra vida común. Ningún cargo de inexactitud científica hecho a la Biblia puede menoscabar en lo más mínimo su autoridad, si se tiene en cuenta que la enseñanza de las ciencias no forma parte del objeto que se tuvo por mira al redactarla. Ahora, la exactitud de la Escritura se indica suficientemente al manifestarse que no enseña ningún error en la descripción que hace de algunos fenómenos, valiéndose para ello de expresiones adoptadas en la vida común, y esto se ha hecho repetidas veces.
III. SE DICE QUE LA BIBLIA SE CONTRADICE A SÍ MISMA
Desde el tiempo de Celso, en el segundo siglo, se hizo uso de las discrepancias que se hallan en la Biblia, especialmente en los Evangelios, para aducir argumentos en contra de la divina autoridad de las Escrituras; y aun hoy son un origen de ansiedad para muchos a quienes no se puede acusar de abrigar el deseo de hallar objeciones a la inspiración. A continuación exponemos algunos ejemplos de los más comunes: Al referirse la curación del criado del centurión, Mateo dice, 8:5-13, que el centurión se llegó a Jesús, mientras que Lucas, 7:1-10, nos cuenta que el centurión envió primero a los ancianos de los judíos, y después a sus amigos. Hay tres relaciones diversas de la curación de la ceguera del pobre en Jericó. Mateo menciona, 20:30, que había dos ciegos; Marcos 10:46, y Lucas 18:5, hacen mención de solo uno. Mateo y Marcos dicen que el milagro se verificó cuando Jesús salía de Jericó, y según Lucas fue cuando Jesús entraba. Mateo 8:25, hablando del incidente relativo a lo que en Gádara estaban poseídos del diablo, dice que eran dos los hombres que encontraron a Jesús, mientras que Marcos tan solo de uno hace mérito. Se alega que existen discrepancias semejantes en la relación que se nos da de la infancia de nuestro Señor, y de su resurrección, así como también de la inscripción puesta en la cruz. Nace la misma objeción con referencia a la doble consignación del sermón del monte.
¿Cómo debemos recibir esta objeción? En primer lugar conviene que recordemos que la inspiración de las Escrituras se ha establecido ya, evidenciándola cuanto ha sido necesario; en cuya virtud nada obsta que supongamos que estas contradicciones aparentes solo lo son así efectivamente. Una hipótesis cualquiera que tienda a armonizar dichas discrepancias debe considerarse como una respuesta satisfactoria dada a las objeciones que en ellas se han fundado; pues que si este principio se tiene como válido al tratarse de la investigación de algún otro ramo, no hay razón para que, en el que nos ocupa, se hagan objeciones en su contra. Si por ejemplo se observarse que ciertos fenómenos naturales están en pugna aparente con la ley de la gravitación, el estudiante científico sentirá la necesidad de aceptar cualquiera hipótesis que explique tal contradicción; y aun en caso de no sugerírsele ninguna, antes que abandonar la ley ya establecida de la gravitación, prefiera suspender su juicio hasta que descubrimientos ulteriores arrojasen luz sobre el asunto. Con respecto a la mayor parte de las discrepancias que se alega existen en la Escritura, el método de armonizarlas es demasiado sencillo.
Ciento cuarenta y cuatro pasajes se armonizan aplicándoles la siguiente regla, bastante sencilla, formulada por Mr. Garbett: “Las diferencias en los relatos de los hechos no implican contradicción, cuando nacen de la exposición de las distintas partes que constituyen el mismo acontecimiento, o del diferente énfasis o importancia que a algunas de ellas se les quiera dar.” Tomemos el caso del centurión antes citado. La narración de Lucas no contradice a la de Mateo, a no ser que supongamos que cada uno de ellos tuvo el ánimo de referir todos los pormenores del aludido suceso. No hay nada que no sea natural en suponer que el centurión ya mencionado envió primero a los ancianos, después a sus amigos, y que por último fue él mismo. Fijémonos en el caso de los ángeles que estaban en el sepulcro: Mateo y Marcos hacen mención de uno y Lucas habla de dos. Estas relaciones no son irreconciliables, pues Mateo refiere la aparición del ángel coincidiendo con la quitada de la piedra, haciéndola rodar, bastando solo este para su propósito, y Marcos hace alusión al que se dirigió a las mujeres; de consiguiente el silencio que guardan respecto del otro ángel, no contradice en modo alguno la relación de Lucas. No podemos hacerles el cargo de contradicción a los evangelistas, en estos u otros semejantes casos, a menos que adoptemos la regla de que la veracidad en la relación del mismo acontecimiento, hecha por personas diferentes, es incompatible con las variaciones circunstanciales que a él puedan concernir.
Mr. Garbett da otra regla muy importante: “Hechos diversos no pueden reputarse como uno mismo tan solo porque concurran circunstancias semejantes en algunas de sus partes, o porque al referirse estas se haga uso de las mismas expresiones.”
Cuando Marcos manifiesta que Jesús curó a un ciego al ir saliendo de Jericó, parece claro que contradice a Lucas, puesto que este refiere que la curación se efectuó cuando Jesús iba entrando a la citada ciudad; pero para esto se requiere que ambas relaciones se refieran al mismo hecho. La discrepancia en el caso que nos ocupa se hace desaparecer con facilidad, no más conque supongamos que los evangelistas aluden a dos milagros distintos. Si quedan pasajes cuya reconciliación nos sea imposible, debemos suponer que sus discrepancias se originan de la carencia de eslabones históricos para formar la cadena que pudiera mostrar su conexión.
Procederíamos con injusticia después de la evidencia que tenemos de la inspiración de las Escrituras, si hiciésemos el cargo a los mismos escritores de incurrir en contradicciones chocantes, tan solo porque a causa de nuestros informes defectuosos no podemos armonizar sus asertos. El Dr. Lee dice, “Estaba reservado a los presentes tiempos sugerir una solución que ha sido casi universalmente aceptada, y que disipa todas las sombras de dificultad que en el caso se notaban. Marcos asegura que nuestro Señor fue crucificado a la hora de tercia, es decir a las nueve de la mañana; mientras que según Juan, Pilatos a la hora de sexta se hallaba ocupado todavía en juzgar al Salvador. La explicación de esta aparente contradicción en cuanto a la hora, y que aun Strauss, que tanto ha exagerado la dificultad, admite que es posible, consiste en que Juan ha marcado la hora según el cálculo del tiempo que los Romanos hacían, es decir contando a partir de media noche; en tanto que Marcos la designa acomodándose a la usanza judía, contando desde la salida del sol. Un estudio más profundo de las Escrituras, y el ensanche de los conocimientos que se relacionan con estas investigaciones, bien podemos esperar que esclarezcan muchas dificultades que ahora sirven para probar nuestra fe.
IV. PASAJES SIN IMPORTANCIA
Hay quienes esquivan la doctrina de la inspiración plenaria por temor de ser compelidos a creer que Pablo envió sus saludos a Trifena y a Tryfosa, y dio instrucciones especiales respecto de la capa que dejó en Troas, al escribir bajo la influencia del Espíritu Santo. No podemos disponer de espacio suficiente para detenernos a analizar la importancia de estos detalles tenidos como insignificantes. Si pudiésemos patentizar con el hermoso colorido que lo ha hecho Gaussen en su tratado sobre la inspiración, con cuanta naturalidad se nos presenta el apóstol en estos pasajes, en lo que concierne a las circunstancias de una vida común; si nos fuese dable manifestar que los pasajes, objeto de tal queja, atestiguan con su modestia la abnegación de Pablo; si nos fuera permitido hacer ver que ellos son la expresión genuina de la ternura propia de la naturaleza del apóstol, y de su afectuoso miramiento para los que tuvieron ocasión de prodigarle socorros; si pudiésemos probar que tales pasajes contienen una animada descripción de los vínculos que unían entre sí a los miembros de la primitiva iglesia; y si por último, lográsemos que los opositores se fijaran en que estos saludos, calificados como indignos de ser inspirados, nos sugieren una lección respecto de que los cristianos deben darse a conocer como tales, caracterizándose por medio de una cortesía cristiana, y de una delicada indulgencia para con los defectos de los demás, entonces creemos que caerla por su propio peso la objeción de que estos pasajes reputados como insignificantes no merecen hallarse en un volumen escrito por divina inspiración.
V. OBJECIONES BASADAS EN EL CAPÍTULO 7 DE LA 1ra EPÍSTOLA A LOS CORINTIOS
En el versículo sexto de este capítulo, dice San Pablo, “Esto digo por permiso, no por mandato.” Se arguye que el apóstol distingue aquí con toda claridad las palabras que él habló por autoridad divina, de las que expresó haciendo uso de su propio juicio. Queda enteramente destruida la dificultad con solo hacer una traducción más correcta. Al expresarse de este modo enseña, no precisamente que hay algunas cosas que se le ha permitido decir, y otras que el habla por mandamiento, sino que lleva por objeto manifestar que su recomendación más bien que el carácter de precepto tiene el de tolerancia. “Digo esto por vía de tolerancia para con vosotros, no por vía de precepto.” Además, en el versículo lo dice el apóstol: “A los casados se les previene, no por mí sino por el Señor;” y en el versículo 12: “Pero a los demás, no es el Señor quien lo habla, sino yo;” en el versículo 25: “Ahora por lo que toca a las vírgenes, no teniendo precepto del Señor, expongo mi opinión propia.”
“Al expresarse así,” dice el mismo Gaussen, “se infiere que lo hace para dar a entender que este punto especial de la Escritura lo escribió inspirado solo en sus opiniones de hombre, si bien fue guiado en otras partes de su obra por el Espíritu Santo. Tal deducción, sin embargo, está en abierta contradicción con el intento de Pablo, cuyas palabras en este caso puede torcerse dándoles la forma de un argumento en contra de la inspiración, solo haciendo abstracción completa del objeto y designio del apóstol. La primera de las tres expresiones que hemos citado, ‘Se previene, no por mí, sino por el Señor,’ se refiere a la institución que hizo Cristo de la ley original del matrimonio (de cuyas circunstancias ha hecho mérito Marcos) y se relaciona con el precepto revelado desde el principio, obligatorio en cualesquiera tiempo y ocasión; mientras que por los dos últimos (en que se apoya el argumento contra la inspiración), según lo comprueba el contexto con toda claridad, simplemente se propone manifestar que Cristo de un modo directo había proveído lo conveniente respecto de aquellos casos particulares, sobre los cuales su apóstol pronunciaba su inspirado y autoritativo dictamen.”
He tomado nota de lo que esencialmente se objeta en contra de la doctrina de la inspiración plenaria. Hay otras impugnaciones que nacen de una mala inteligencia de esta doctrina, y de algunas de las cuales nos ocuparemos en el siguiente capítulo.
Nada más natural que el que ahora preguntemos a los que sostienen la teoría de una inspiración parcial; ¿cuál es la prueba que pueden aducir en su apoyo? Si nuestras conclusiones han sido establecidas con claridad suficiente, imponen a los que son de creencias opuestas la tarea de probar su teoría. Nada hallamos en la Escritura que favorezca una teoría que señale una parte de la misma como obra de Dios, y a otra como la del hombre. Tenemos por lo tanto el derecho de decir a los que tal opinión profesan, “Vuestra teoría presupone que podéis indicar con el dedo ciertos pasajes de la Escritura, y decir, ‘Estos son divinos, y aquellos son humanos.’ Únicamente con vuestra posibilidad de distinguir entre lo que en la Biblia hay de Dios y hay del hombre librareis vuestra teoría del cargo de círculo vicioso; si pretendéis hacer esta distinción, entonces os rogaremos nos digáis cual es la regla a que para esto os normáis.” Al levantar vuestro guante sin duda se nos referirá a lo que se ha querido llamar “facultad comprobadora.” El autor del “Liber Librorum” dice, “Hemos llegado ya a la parte de nuestra tarea que exige de nosotros un principio con cuyo auxilio podemos, sin que se debilite nuestra fe en la Escritura como un todo, separar sus partes y distinguir entre lo que es divino y lo que es humano. A esto es a lo que llamamos ‘facultad comprobadora,’ a la cual no consideramos ni más ni menos que como a la razón ilustrada y santificada por el Espíritu Santo.” La razón, como dice el Obispo Butler, a quien cita el autor en la frase corroborativa de lo expuesto, “es la única facultad que poseemos para poder juzgar de lo relativo a cualquier asunto, aun la misma revelación.” Pero en materia de religión, se hace de la razón un uso propio y otro impropio. Cuando se ejerce la razón dentro de los límites de su propia esfera, no puede proferir ni una sola sílaba en contra de la inspiración plenaria; solo cuando pronuncia su juicio respecto de cuestiones sobre los cuales no tiene jurisdicción sucede que se suscitan objeciones rebatiendo tal doctrina.
Las contradicciones no pueden ser verdaderas, y por lo mismo la inspiración no podía hacerlas creíbles. Si la Biblia es un lio de contradicciones, estamos autorizados para concluir que no procede de un Dios de verdad. Pero la razón va más allá de su alcance cuando trae el cargo de contradicción en contra de las exposiciones que discrepan entre sí, tan solo porque no tienen a mano los medios de reconciliarlas. Además por intuición moral hacemos la distinción entre lo bueno y lo malo; Dios no puede obrar mal, pero es claro que hechas por él son buenas muchas cosas que hechas por los hombres serían malas: es malo, por ejemplo, que un hombre prive de la vida a su prójimo; pero ¿quién pondría en duda el derecho que a Dios asiste para disponer como le plazca de sus criaturas? No por esto doy a entender que la justicia en Dios es una cosa diferente de lo que es entre los hombres. Sea lo que fuere lo que la filosofía diga sobre la analogía entre los atributos divinos y los humanos, el creyente en la Escritura debe tener en cuenta el punto ya sentado, porque Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza;” pero los derechos y obligaciones que se reconocen entre los hombres difieren de la relación que los hombres mantienen entre sí. Afirmar que el bien y el mal entre el hombre y Dios son en todos los casos idénticos al bien y al mal entre el hombre y sus semejantes, es afirmar que las relaciones que existen entre el hombre y su Hacedor son en todos los casos iguales a las que existen entre el hombre y su prójimo. Las objeciones que se hacen a la doctrina de la inspiración, fundándose en que ciertas pasajes del Antiguo Testamento y ciertas doctrinas del Nuevo son incompatibles con el carácter de Dios, tienen por base el intento de encerrar a Dios dentro de los límites de la relación humana sujetándolo a las leyes que gobiernan a la sociedad humana.
Hay ciertas verdades intuitivas a que se subordina toda clase de raciocinios, y constituyen el fundamento de la fe religiosa. Fijémonos en las dos que hemos aducido como ejemplo, a saber: la ley de las contradicciones en la lógica, y la distinción entre el bien y el mal en la ética. Si no podemos fiar en la validez de estas creencias primarias, no podemos establecer argumento alguno, ni recibir ninguna revelación. Por lo expuesto es claro que a la razón incumbe decir si la Biblia como un todo o en alguna de sus partes está en contradicción con cualquiera de nuestras creencias primarias; si esto es así, no hay inconveniente en que concluyamos que la Biblia o alguna de sus partes no procede de Dios. Pero no sabemos que haya alguna creencia intuitiva por cuyo medio podemos determinar lo que es propio o impropio que Dios haga en todas las ocasiones; cuales pasajes de la Biblia están caracterizados de la dignidad debida para dárseles una autoridad divina, y cuales otros carecen de este requisito; cuales hechos son de bastante importancia para tenerse como la manifestación del poder milagroso de Dios, y cuales no lo son; mas los hombres han pretendido ensanchar el ejercicio de su inteligencia ciega y errónea, hasta un límite inexcusable cuando han acometido la empresa de formular lo que Dios debe o no debe hacer, y lo que su palabra debe o no contener.
Cuando se dice que ciertos pasajes son demasiado insignificantes para considerarse como inspirados, es natural que preguntemos al que tal objeción hace, si pueda hacernos saber cuál es el minimum de importancia que un pasaje inspirado debe poseer. Reconocemos un vacío en nuestra constitución mental que no nos permite trazar una línea divisoria entre lo divino y lo humano, y nos impide por lo mismo demarcar los límites a que deben circunscribirse las propiedades divinas. Lo mismo acontece con las objeciones sacadas del estilo usado en la escritura de los diversos libros. El libro de Job y las profecías de Isaías difieren en estilo de los Hechos de los Apóstoles y de la epístola a los Romanos; pero ¿nos asiste el derecho de decir que un estilo es de Dios y otro de los hombres? ¿Qué sabemos nosotros del estilo de Dios? No es este el lugar en que debo ocuparme de la individualidad de los escritores; lo dejo para el próximo capítulo. Entre tanto nos basta protestar en contra de la crítica que resuelve la inspiración en una cuestión estética.
CAPÍTULO VII
EXPLICACIONES DE LA DOCTRINA DE LA INSPIRACIÓN
En discusiones recientes sobre el asunto de la inspiración, se ha dado especial importancia a algunas cuestiones a que hasta ahora no se ha aludido en las presentes páginas. Es por tanto necesario que las tomemos en consideración con el fin de dar una definición más estricta de la doctrina de la inspiración, y de contestar las objeciones dimanadas de no haberla comprendido con exactitud.
I. AL PRETENDERSE QUE LAS ESCRITURAS SON INSPIRADAS, DEBE TENERSE EN CUENTA QUE NOS REFERIMOS A LOS MANUSCRITOS ORIGINALES
Esta observación se hace precisa atendiendo a las objeciones que surgen de las diferencias que se notan en el texto de los manuscritos, y en las traducciones que del mismo se han hecho. Los libros de la Biblia tales como vienen de las manos de quienes los escribieron, son sin disputa infalibles. Al escribirse los autógrafos tuvieron por guía a Dios. No se pretende que un constante milagro haya preservado el texto sagrado de los errores de los copistas. El carácter inspirado de nuestra Biblia depende, por supuesto, de su correspondencia con los manuscritos originales que fueron inspirados. No existiendo ya tales autógrafos, debemos determinar si sea correcto el texto bíblico adoptando el mismo método que nos sirve para determinar el texto de cualquier clásico antiguo.
No poseemos actualmente ningún ejemplar autógrafo de la “Eneida” ni del “Arte poético,” y sin embargo nadie rehúsa recibir las ediciones que tenemos de dichos poemas como producciones verdaderas de Horacio y de Virgilio. Carece por tanto de fuerza la objeción hecha en contra de la inspiración que aquí consideramos, alegando que esta puede existir solo en tanto que el texto de la Escritura que ahora poseemos corresponda con los documentos originales de que se ha tomado; pues que solo en tanto que una traducción cualquiera es un reflejo fiel del original, posee la autoridad de inspiración que aquel puede tener. ¿Tenemos un texto correcto de la palabra de Dios? Si no lo tenemos, entonces a medida de la falta de exactitud nos hallamos sin la palabra de Dios. ¿Tiene la diferencia de las varias versiones la importancia suficiente para hacer que nuestra fe faltara respecto a la exactitud del texto de nuestra Biblia? Fijémonos en el testimonio de los que han hecho investigaciones sobre este particular. Dice el Profesor Moses Stuart, “De entre más de ochocientas mil variaciones de la Biblia que se han coleccionado, cosa de setecientos noventa y cinco mil tienen una importancia casi tan pequeña, comparadas al sentido de las Escrituras griega y hebrea, como la que tiene la cuestión de ortografía relativa a si la palabra Méjico debe deletrearse así o México. De las restantes, algunas cambian el sentido de pasajes o expresiones particulares, u omiten particulares palabras o frases; pero ni una sola doctrina de religión se adultera, ni un solo precepto se pasa por alto; ni hay un hecho importante que se altere en el conjunto de las diversas variaciones tomadas colectivamente.” Garbett dice, “Aun concediendo que se hiciesen a un lado todas las palabras afectadas por estas variaciones, si no como destituidas de inspiración, al menos como no estando caracterizadas por esta de una manera evidente, por cuanto a que carecen de identidad escrupulosa con los autógrafos originales, todavía así quedaría lo bastante si se admitiese la inspiración verbal de todas las demás; pues que esta porción inspirada, en que la variación de lectura no ha arrojado ni la menor sombra de un debate, contiene de tal modo todas las palabras expresivas y enfáticas, que negar la inspiración de las otras es futilidad si no ridiculez.”
Puede decirse, esta admisión debilita materialmente el argumento. Si no pretendéis que los manuscritos hayan sido milagrosamente preservados de error, al hacerse su versión ¿porque con tanta tenacidad favorecéis la inspiración verbal? ¿Qué vais ganando así?” Ganamos toda la diferencia que existe entre un original inspirado y otro que no lo es—una diferencia manifiesta. A nuestro modo de ver, se ha perpetuado un autógrafo infalible debido a la habilidad de los que lo han transcrito, si bien ha sido cambiado solo en algunos detalles insignificantes a causa de algún error de los copistas. A un modo de ver distinto, tales cambios han dado cuerpo a un documento defectuoso desde su origen. Suponiendo lo primero, Pablo escribió su epístola a los Romanos bajo la divina guía, de manera que la doctrina de la justificación por la fe es el propio comentario de Dios sobre el sacrificio de Cristo; suponiendo lo segundo, la epístola contiene solo la expresión de la opinión individual de Pablo, o es a lo más una versión humana de una revelación divina, y ha venido de manos de este apóstol con los defectos propios de una autoridad puramente humana.
II. NO SE PRETENDE QUE LOS ESCRITORES DE LA BIBLIA HAYAN SIDO INSPIRADOS EN AQUELLO QUE NO TIENE RELACIÓN CON SU CARGO OFICIAL
La comunicación infalible del mensaje de Dios, ya oral o por escrito, fue el designio de la inspiración. En el desempeño de sus respectivos deberes oficiales, los apóstoles y los profetas obraron bajo la infalible guía del Espíritu Santo. No puede derivarse objeción alguna en contra de la inspiración, de la falibilidad que los escritores de la Biblia hayan podido manifestar en su vida privada. El que Dios haya hecho infalibles a los escritores de la Biblia para que oficialmente comunicaran su santa voluntad, no quiere decir que los haya hecho perfectos como hombres. Tenemos razones para suponer que la experiencia cristiana de los apóstoles era análoga a la de los cristianos modernos. Pablo hablaba con seguridad y aplomo en sus predicaciones, pero con gran humildad al tratar de sus alcances personales en materia de santidad. Los Salmos de David constituyen la liturgia inspirado de la iglesia, pero el real profeta careció de inspiración para no caer en pecado. Pablo fue inspirado para escribir sus epístolas, pero ese don de infalibilidad no se extendió hasta darle a conocer lo que le acaecería en Jerusalén. Leemos también que Pedro “encubrió su sentir” en Antioquia y que se suscitó “una acalorada disputa” entre Pablo y Barnabás. Pero estos pecados y debilidades que pueden echarse en cara a los apóstoles como cristianos privados, no pueden aducirse como objeciones en contra de su inspiración cuando obraban revestidos de su carácter oficial. Se arguye que la inspiración, bajo el aspecto de vista con- que los apóstoles y demás escritores sagrados se conducían, rompe la unidad de su vida, fraccionándola en partes inspiradas y en otras que no lo son; pero se halla privada de fuerza la objeción, si se atiende a la evidencia de tal hecho, pues que la hay, en efecto, y concluyente, respecto de que la inspiración no se extiende a todos los actos de los que son objeto de la misma, por el mero hecho de que Dios, en más de una ocasión se ha valido de hombres malos como intérpretes de su augusta voluntad. Balaam no tuvo inspiración para evitar el pecado, y con todo perverso como era, fue hecho infalible por Dios cuando profirió su profecía. La inferencia clara de enseñanza que se nos da en la Biblia, es que los escritores sagrados en su vida privada estaban bajo la influencia ordinaria del Espíritu de gracia, y que se hacían el objeto de una influencia especial desde el momento en que abrían la boca para predicar, o tomaban la pluma para escribir. De todo esto se deduce que sus palabras aunque en un sentido eran propias suyas, eran también en cierto modo y sin adulteración alguna las expresiones de Dios.
III. LA AGENCIA ESPECIAL DEL ESPÍRITU SANTO AL HACER INFALIBLES A LOS ESCRITORES SAGRADOS EN EL COMUNICACIÓN DE LA VERDAD, NO DEBE CONFUNDIRSE CON LA INFLUENCIA SANTIFICADORA QUE EJERCE EN EL CORAZÓN DE TODOS LOS CRISTIANOS
Se ocurre común aunque inexcusablemente en este error, el cual proviene del hecho de que dos operaciones del Espíritu, esencialmente diversas, son con frecuencia designadas bajo el mismo nombre. Así en el culto de la Iglesia Anglicana, suele hacerse esta oración: “Que los pensamientos de nuestro corazón se purifiquen en la inspiración del Espíritu Santo, a fin de que podamos amar a Dios de un modo perfecto, y magnificar su nombre dignamente.” Mr. Maurice, después de hacer esta cita, agrega, “Aquí se contienen peticiones concernientes no a unos cuantos hombres especialmente religiosos o a algunos maestros iluminados, sino a toda clase de gente reunida en una congregación particular. ¿Jugamos acaso con el doble sentido de las palabras? ¿Cuando hablamos de la una inspiración, significa la otra inspiración? ¿Cuando en nuestros sermones nos referimos a la inspiración de las Escrituras nos es menester decir, ‘Hermanos, os rogamos que no supongáis que esta inspiración no se parece en nada a aquella que habéis solicitado. Son genérica y esencialmente distintas’?”
Mr. Maurice es el autor de una obra muy bien escrita de filosofía, y uno de los pensadores más distinguidos con que cuenta actualmente la Inglaterra. Debe haber cencido que no es una cosa extraña que un mismo nombre se use en sentidos diferentes, así como también debe serle familiar lo que los lógicos llaman fallacia equivocationis. El Dr. Arnold incurre en el mismo equívoco, diciendo, “No es menos de fiar la interpretación que se hace de la palabra ‘inspiración’ al suponer que es equivalente a una comunicación de las perfecciones divinas. No hay duda de que muchas de nuestras palabras y muchas de nuestras acciones tienen por móvil la inspiración del Espíritu de Dios sin el cual nada podemos hacer que merezca su aceptación, ¿pero acaso el Espíritu Santo nos inspira de modo que pueda comunicarnos sus propias perfecciones? ¿Se hallan nuestras mejores palabras u obras exentas de pecado? Luego no toda inspiración destruye la parte humana y falible, en la naturaleza que ella inspira, ni hace un Dios de los mortales.”
Mr. Maurice en su “Ensayo sobre la Inspiración,” dice, “Voy a fijar mis pensamientos en la palabra ‘inspiración;’ acerca de la cual se disputa con tanto énfasis.” La falacia que atraviesa la discusión del escritor a este respecto, se halla envuelta en la sentencia que hemos citado. La controversia no gira en el significado de una palabra. La cuestión se concreta a si la Biblia es una obra de Dios o de los hombres, y a si los escritores sagrados estuvieron infaliblemente exentos de error, o si puede por el contrario imputarse a sus escritos los defectos inherentes a una autoridad meramente humana. Si se prueba la doctrina de una regla infalible de fe, poco importa que la llamemos inspirada o no. Es claro que la etimología de la palabra no puede establecer la doctrina, sino que la palabra debe definirse con la doctrina para cuya indicación se ha usado. Como comprobación añadiremos, la experiencia humana y la Biblia enseñan que la agencia santificadora del Espíritu no hace al hombre moralmente perfecto. Si, según se ve en el devocionario de la Iglesia Anglicana, inspiración es la palabra usada para expresar la influencia santificadora del Espíritu, se deduce que la inspiración en este sentido debe ser incompatible con las imperfecciones morales. Además, hay sobrada evidencia de que los escritores sagrados en la composición de la Escritura fueron hechos infalibles por la influencia especial del Espíritu Santo. Para expresar esta agencia empleamos la palabra inspiración, y en este sentido la inspiración es ciertamente incompatible con el error. Es exactamente tan inútil argüir que la inspiración de los escritores sagrados no los hizo infalibles en el desempeño de su deber oficial, puesto que la inspiración de los cristianos en lo privado no los hace perfectos, como lo sería el argüir por la otra parte, que cualquier cristiano bajo la inspiración del Espíritu Santo es moralmente perfecto a causa de que se recurre a la infalibilidad en apoyo de los escritores de la Biblia. Apenas puede concebirse como la gente instruida permite ser engañada por el uso ambiguo que se hace de una voz.
IV. LA INSPIRACIÓN AUNQUE VERBAL NO ES MECANICA
Se ha manifestado ya que la inspiración se extiende hasta las palabras de la Escritura. Cuando decimos que las Escrituras son verbalmente inspiradas, no damos a entender otra cosa sino que los escritores fueron influenciados en su elección de palabras por el Espíritu Santo. No pretendemos decir como se ha ejercido esta influencia, ni es tampoco nuestro ánimo decir ciertamente que las palabras les fueron dictadas, o que a sabiendas obraban como amanuenses; y sin embargo hay quienes parecen identificar la inspiración verbal con lo que se conoce como teoría mecánica. A este respecto el Dr. Bannerman en su valiosa obra dice lo siguiente: La teoría de la inspiración verbal, o la teoría de que el lenguaje humano fue el médium de que el Espíritu Santo se valió tanto para revelar la verdad a los profetas, como para darles el poder de consignarla con infalible exactitud, no se presta probablemente a la objeción de que es incompatible con el ejercicio de las facultades de los escritores según las leyes naturales que les eran conocidas … Con todo, es una teoría … La relación que existe entre el pensamiento humano y su expresión por el hombre no es invariable hasta el punto de autorizarnos a decir que no puede concebirlo el entendimiento si no es por las palabras, y que no queda otro recurso para expresarlo de un modo infalible por medio de estas, que el de una verbal inspiración.” Usando la expresión “inspiración verbal” en el mismo sentido que le da el Dr. Bannerman, estoy enteramente de acuerdo con lo que él expone. No tenemos a la verdad evidencia alguna de que las palabras constituyan el único canal de comunicación entre la inteligencia infinita y la finita, y por lo mismo, la expresión que nos ocupa debe definirse por la doctrina para cuya indicación se emplea, siguiendo en esto lo que en casos semejantes se ha hecho ya. Los escritores sagrados comunicaron por medio de palabras, y de un modo infalible, el mensaje de Dios; mas aunque la expresión “inspiración verbal” implica que la inspiración de las Sagradas Escrituras se extiende hasta las palabras empleadas en las mismas, no se da a entender que estas fuesen el medio empleado por el Espíritu para hacer accesible al entendimiento de los escritores sagrados, ni tampoco implica lo dicho que los mismos fueron máquinas, o meros transcriptores de las palabras que sucesivamente les eran susurradas en el oído. La teoría de la inspiración verbal no se refiere al procedimiento que se siguió para comunicar el asunto de la Biblia a los escritores, sino al resultado de la influencia del Espíritu, visto en un escrito infalible. Como fueron sugeridas las palabras en la mente de los escritores, no lo sabemos; pero sí nos consta que son las palabras de Dios, y por lo tanto decimos que la Biblia es verbalmente inspirada.
V. HAY DIFERENCIA ENTRE LA REVELACIÓN Y LA INSPIRACIÓN
No se ha puesto en duda la realidad de esta distinción; pero la dificultad que hay en fijar una línea divisoria entre la revelación y la inspiración, ha dado margen a una controversia entre los más hábiles defensores de la infalibilidad de las Escrituras. La revelación es una sobrenatural comunicación de la verdad por parte del Señor. Esta definición llena el objeto que por ahora nos proponemos; antes de mucho tendremos ocasión de emplear otra que establece mejor la diferencia.
Ahora en la Biblia, particularmente en el Antiguo Testamento, hay consignada una multitud de revelaciones que de tiempo en tiempo hacia el Señor a sus siervos. El que un hombre sea objeto de una revelación, no lo autoriza, sin embargo, para ser instructor infalible de los demás, por cuanto a que no por eso deja de estar expuesto a equivocarse y a introducir errores humanos en el mensaje de Dios; de aquí es que cuando el Señor se proponía que sus comunicaciones sirviesen para un designio público, no solo hacia revelaciones a sus siervos, sino que los dotaba de infalibilidad por la influencia del Espíritu, cuando a su vez tenían que comunicarlas.
La inspiración era la influencia bajo la cual los escritores sagrados eran hechos infalibles en la comunicación de la verdad a los otros hombres. Esta definición, sin embargo, aunque verdadera, no es completa, y está expuesta a la objeción de que solo manifiesta la imposibilidad de errar por parte de los escritores sagrados, pero no da el carácter de autoridad divina a sus escritos. Sería más propio decir que al hablar de la inspiración bajo la cual ha sido escrita la Biblia, nos referimos a aquella relación íntima que existe entre el Espíritu Santo y el entendimiento de los escritores sagrados, en cuya virtud estamos autorizados para decir que las palabras de la Escritura son las palabras de Dios. Es claro, de consiguiente, que la revelación no implica inspiración. José fue amonestado por Dios en un sueño, recibiendo así una revelación, pero no inspiración. ¿Mas la inspiración implica, por acaso, la revelación? Esto ha sido últimamente objeto de disensión, particularmente entre los Drs. Lee y Bannerman.
Es evidente que en esta controversia se han confundido dos cuestiones muy importantes, siendo la primera el carácter con que la Biblia se dirige a nosotros como resultado del trabajo de los escritores sagrados; y la segunda, la manera con que los mismos obtuvieron el informe que se halla consignado en las páginas de la Escritura. Lo primero está evidentemente en él ánimo del Dr. Bannerman, cuando dice, “Algo desmoraliza el que se diga, no por los opositores sino por los partidarios de la inspiración, que los Hechos de los Apóstoles, y otras partes históricas de la Biblia semejantes a esta, no son parte de la revelación de Dios.” ¿Tuvieron los profetas, los evangelistas o los apóstoles la comisión sobrenatural y el don de Dios para escribir en su nombre? Esta es la cuestión que si se resolviese afirmativamente daría a todos los que escribieron el carácter de revelación.” “Si todos los libros y las partes que forman cada uno de ellos, sin adulterarse ni mutilarse, y que generalmente se enumeran entre los pertenecientes al canon, tienen el derecho de ocupar el lugar que se les asigna, es imposible, sin jugar hasta el abuso con la evidencia que los coloca en el mismo nivel, negar a una parte el carácter de revelación, a la vez que se concede a las otras.” Estas observaciones hubieran sido justas si, como parece haber supuesto el Dr. Bannerman, hubiese el Dr. Lee traído el descrédito sobre las partes históricas de la Escritura, negando su divina autoridad: pero solo a consecuencia de no haber comprendido bien desde sus principios la relación de estas cuestiones, pudo haber raciocinado así. Si se nos hiciere esta pregunta, “¿Es la Biblia una revelación que Dios nos hace?” contestaríamos, “Sí, en todas sus partes, puesto que las palabras de la Escritura son las palabras de Dios.” Pero si se nos preguntara si todo el contenido de la Biblia es la consignación de las comunicaciones sobrenaturales presentadas objetivamente al entendimiento de los escritores, no será entonces tan fácil dar una contestación afirmativa.
Téngase de consiguiente por entendido, que no discutimos ahora la cuestión de si la Biblia nos viene con el carácter de una revelación de Dios, siendo esto como es un punto establecido. La cuestión es de si hay tal diferencia en el modo con que los escritores sagrados llegaron a poseer el conocimiento a que dieron forma en la Escritura, que nos autorice para decir que en algunos casos recibieron sus informes por revelación directa de Dios, mientras que en otros casos los obtuvieron por medios ordinarios. Contestando a esto el Dr. Lee dice que sí; y el Dr. Bannerman dice que no.
Es de la mayor importancia determinar, si es posible, el preciso significado de una revelación. No puede haber equívoco alguno en cuanto al carácter objetivo de todas las revelaciones que se registran en las Escrituras. Se ha conservado una distinción muy marcada entre él que revela y aquel a quien se revela. A Noé se le reveló el diluvio. La revelación tomó la forma más definida. “Dios dijo a Noé, El fin de toda carne ha llegado ante mí, porque la tierra está llena de la violencia que en ella han ejercido los hombres, y he aquí que los destruiré con la tierra; hazte una arca de madera embreada, construyendo en ella departamentos,” etc. Génesis 6:13. Dios habló con Abraham cuando celebró con él un pacto de alianza. “Después de estas cosas la palabra del Señor vino a Abraham en una visión diciendo, ‘No temas, Abraham, yo soy tu escudo y tu suprema recompensa.’ Y le condujo a tierras extranjeras, y dijo, ‘Levanta la vista al cielo y cuenta las estrellas, si te es posible hacerlo,’ y agregó, ‘así será tu descendencia.’” La misma distinción caracteriza la revelación que Daniel consigna en el capítulo noveno de su profecía: “Sí, mientras yo hacia mi oración, aun el hombre Gabriel, a quien había yo visto en la visión al principio, echado a volar con ligereza, me tocó cerca de la hora de la oblación vespertina, y me dio informes hablando conmigo, diciendo, ‘Oh Daniel, he venido ahora a darte destreza y ciencia …. Sabe, por tanto, que desde la época del mandamiento relativo a la reconstrucción y fábrica de Jerusalén hasta el advenimiento del Mesías, transcurrirán siete semanas, y tres veintenas y dos semanas; la calle y el muro serán reedificados, aun en tiempos de turbación.” En la relación que se nos hace de las revelaciones dadas a Pablo en su viaje a Damasco, y a Pedro en la azotea de una casa de Joppe, se conserva la misma notable diferencia entre el dador y el que recibe la comunicación. Veamos los Hechos 9 y 10. Volved finalmente al relato de la revelación hecha a Juan: “La revelación de Jesucristo que Dios le hizo, para manifestar a sus siervos cosas que en breve han de acontecer; y él envió y significó por medio de su ángel a su siervo Juan. . . Estuve en espíritu en el día del Señor, y oí detrás de mí una voz como el sonido de una trompeta. . . y cuando le vi caí a sus pies como muerto, y el extendió su diestra sobre mí, diciendo,” etc. Apoc. 1.
Los pasajes que hemos citado son suficientes para proporcionar el material necesario a fin de dar una definición exacta de la revelación. Por esto en sentido bíblico se significa algo más que una concepción originada en la mente por la agencia divina, como se demuestra en los casos citados, en que por revelación se entiende no solo la comunicación de Dios, sino el conocimiento del verificativo de la misma. La distinción entre Dios que comunicaba, y la persona que recibía, estaba tan perfectamente caracterizada como la que existe entre el objeto visto y la persona que ejerce el acto de la visión. Si cada uno de los pensamientos que tenían cabida en la mente de los escritores sagrados por medio de la influencia divina, es una revelación en el sentido estricto y propio de la palabra, es por demás que haya vacilación en asegurar que todo lo que en la Biblia se halla fue comunicado a los escritores por especial revelación. En efecto, ya sea que escribiesen sobre historia o doctrina; que investigasen registros o diseñasen memoriales; que comenzasen sus asertos en preámbulos de “Así dice el Señor,” o narrasen lo que era asunto de conocimiento general, en todos estos casos daban forma a sus concepciones, elegían sus palabras, y en suma, todo lo hacían bajo la infalible guía del Espíritu Santo.
Pero una revelación, como ya hemos dicho, significa algo más que una concepción originada en la mente por la agencia divina, pues implica además que ha sido presentada objetivamente en el entendimiento, bien por medio de sueños, de visiones, o de voces audibles, así como también que su recepción se ha efectuado con la conciencia de que procedía de Dios. Tomemos por ejemplo las visiones de Pablo, Hechos 16:9, que lo influenciaban para ir a Macedonia. ¿Cómo sabia él que no era este un estado meramente subjetivo? ¿Y por qué se sentía constreñido a obedecerlo? Simplemente porque su conciencia testificaba claramente cuanto era su identidad, que él estaba en directa comunicación con Dios.
Ahora la cuestión es esta: ¿Tenemos la evidencia de que todo lo que los escritores sagrados encomendaron a la pluma fue una revelación en su sentido definido? ¿Sabemos por ejemplo que Pablo pudo decir, “Estos hechos, estas doctrinas, cada una de las líneas que forman este argumento, estas metáforas, estas palabras en fin, que he introducido en mis epístolas, le fueron presentadas a mi entendimiento por comunicación directa de Dios, de tal manera que al consignarlas, he obrado como su amanuense, he referido lo que Dios me ha dicho, y he estampado en el papel lo que él me ha hecho pasar ante el entendimiento?” No pregunto si los apóstoles escribieron bajo la influencia divina, pues que este punto ha sido resuelto ya, ni si sabían que eran inspirados; pero ¿tenemos la evidencia de que pudieron siempre distinguir entre el Espíritu Santo como comunicador de la verdad, y ellos mismos como receptores de la misma? ¿Pudieron ellos objetivar sus concepciones hasta el grado de poder decir, “Estas revelaciones nos las ha hecho Dios”? Si tal evidencia existe, yo lo ignoro, y por tanto al usar la palabra revelación restringida en este sentido, no puedo positivamente secundar al Dr. Bannerman en su teoría de que la revelación es co-extensiva con la inspiración. A fin de que no se entienda que esta manifestación ocasiona ni el más mínimo descrédito a la infalibilidad y autoridad divina de las Escrituras, aun en sus partes más pequeñas, permítaseme recomendar al lector que no eche en olvido los dos sentidos en que se ha usado la palabra revelación. Tomándola en un sentido más lato para expresar la idea de que la Biblia es un mensaje de Dios al hombre para la guía de la vida, podemos decir con entera confianza que cada una de sus partes es una revelación. Tomándola en su sentido más limitado para expresar la comunicación objetiva de la verdad, hecha por Dios a los escritores sagrados, podemos solo decir que no hay evidencia que garantice la suposición de que todo lo que se halla contenido en la Biblia haya sido presentado previamente al entendimiento de los escritores sagrados por medio de revelaciones. Con todo, es una verdad que Dios puede haber presentádoles los hechos más familiares, en una serie de revelaciones distintas. Podemos creer que no es probable que lo hiciera, pero por algo de lo que nos consta es posible que la ha hecho: todo lo que se halla consignado en los Hechos puede habérsele revelado a Lucas tan distinta y objetivamente como lo fue la visión que Pedro tuvo en una azotea de Joppe. La Escritura no proporciona material para dar una respuesta positiva a la cuestión que se debate; en cuya virtud no podemos afirmar con el Dr. Bannerman que la revelación es coextensiva con la inspiración, ni sostener por otra parte, con el Dr. Lee, que esto no es así.
“Pero,” dice el Dr. Bannerman, “sin la revelación, agregada a la inspiración, lo más que puede decirse es que la narración es una copia o transcripción infalible de las creencias y conocimientos de los escritores, dejando aún en pie la cuestión de si sus creencias y conocimientos eran conformes con la verdad.” Además, “La concepción en la mente del escritor sagrado, tanto de hechos como de verdades, aunque consignada con exactitud infalible por lo que hace a ella misma, puede sin embargo discrepar de la verdad.”
Si el fin de la inspiración fuese simplemente dar idoneidad a su objeto para estampar en el papel sus propias concepciones con infalible exactitud, estas observaciones tendrían su razón de ser. Sería una inspiración inútil, y hasta cierto punto indigna, si así podemos decirlo con la reverencia que nos merece el Espíritu Santo, la que consiste solo en estereotipar las imperfecciones y errores inherentes a la humanidad.
Estas observaciones, sin embargo, son bastantes para ponernos de manifiesto la diferencia que existe entre los dos escritores cuyos nombres hemos mencionado tan repetidas veces. El Dr. Bannerman limita “la inspiración” a la infalible expresión de los pensamientos ya sea de un modo oral o por escrito. La producción de los mismos en el entendimiento humano es a su modo de ver, el objeto de “la revelación.” Limita la esfera de la inspiración, viéndose de consiguiente obligado a ensanchar el designio de la revelación. Según la mira que he tomado como guía en las presentes páginas, la forma de las concepciones en el entendimiento del escritor sagrado, y su infalible comunicación por medio de palabras, se incluyen bajo la idea de “inspiración.” Según el Dr. Bannerman esta última parte tan solo está comprendida en ella.
VI. EN LAS ESCRITURAS HAY UN ELEMENTO DIVINO Y UNO HUMANO
No se usan estos adjetivos para distinguir diferentes partes de la Biblia. No se emplea en ellos nada que haga desigual su inspiración plenaria, pues que toda ella forma un libro divino a la vez que humano. En el sentido más estricto de la palabra, Dios es su autor; y con todo, no equivale esto a decir que Dios adopta todos los sentimientos que se registran en sus páginas. La Biblia no está escrita en todas sus partes en la forma de una comunicación directa de Dios a los hombres, pues algunas de ellas están escritas de este modo, y otras dan forma a los sentimientos de los hombres, y en ocasiones aun de los más malvados. La inspiración plenaria no envuelve la idea de que Dios es responsable de estos sentimientos; es una garantía de que han sido correctamente interpretadas, pero no de que tengan la sanción divina. Se supone que los historiadores no simpatizan con las maldades cuyas crónicas han formado; y de que Dios haga capaces a sus siervos de transcribir con infalible exactitud los perversos y aun blasfemos discursos de los hombres, no se deduce que él autorice el pecado. Nótese también la diferencia que existe entre los sentimientos de los hombres inspirados, y una relación inspirada de los sentimientos de los hombres que no lo han sido. El juicio de Pablo con respecto a la pregunta que le dirigieron los corintios fue infalible, porque fue un juicio inspirado. Los amigos de Job, por el contrario, no fueron inspirados; y aunque el autor del libro nos ha dado una inspirada relación de lo que ellos dijeron, sus discursos no por eso llevan consigo la aprobación divina. Por tanto, es claro que Coleridge comprendió mal la naturaleza de la inspiración cuando objetó en contra del carácter inspirado del libro de Job, a causa de que en él se expresan sentimientos que son incompatibles con la naturaleza moral de Dios.
Además la Biblia es un libro humano, es decir, la escribieron los hombres en un lenguaje que les era propio, pues que los escritores sagrados no eran máquinas ni menos amanuenses. La inspiración no coartó su libertad, ni destruyó su individualidad, sino fueron autores en todo el sentido de esta palabra. Dieron por lo mismo colorido a sus libros, las diferencias de educación, de carácter y demás circunstancias que rodeaban a los diversos escritores. “Donde el profeta ha sido de casta sacerdotal, flotaban ante su vista los rasgos distintivos de la teocracia, tales como el templo y el altar, el arca y el querubín, según puede notarse en los escritos de Jeremías y Ezequiel. El pastor Amos vaga de preferencia en los apacentaderos; su imaginación se detiene con los rebaños, y mora en el cultivo de sus campos; sus semblanzas las toma de la pelusilla que aniebla los viñedos o del león que se entremete en los apriscos.”
No hay dificultad, pues, en concebir que los autores de la Escritura raciocinaron, ejercitaron su memoria, se valieron, si necesario les fue, de documentos existentes, y tuvieron libertad en el uso de sus facultades, a la vez que fueron guiados de un modo infalible por el Espíritu Santo, al elegir las palabras de que hicieron uso.
Concédase que la inspiración no destruye la individualidad, admítase que los escritores sagrados fueron verdaderamente autores de los libros que escribieron, y no tendremos dificultad en darnos razón de las variaciones que se notan en la narración del mismo acontecimiento. El Dean Alford haya una objeción en contra de la inspiración plenaria de los Evangelios en las diversas relaciones hechas acerca de la inscripción de la cruz. ¿Es acaso presumible que cuatro hombres que refieren el mismo acontecimiento, hayan de usar precisamente el mismo lenguaje, o que dando a saber lo que ha llegado a su oído, lo hagan sin omitir, agregar o cambiar ni una sola palabra? ¿Si en un tribunal depusiesen cuatro testigos usando precisamente el mismo lenguaje, no proporcionaría tal hecho la evidencia de que entre ellos existía una inteligencia fraudulenta? ¿Y no es la diversidad de expresiones, dentro de ciertos límites, más bien una corroboración de la verdad, que si esto no fuera así?
Colocando lado a lado los varios dichos de los evangelistas, hallaremos que no son contradictorios, sino que difieren entre sí, tan solo en que omiten una o más de las palabras que constituyen la inscripción. Así se ve que dicen:
El Rey de los Judíos. Marcos.
Este es el Rey de los Judíos. Lucas.
Este es Jesús, el Rey de los Judíos. Mateo.
Jesús Nazareno, Rey de los Judíos. Juan.
Fue sin duda posible al Espíritu haber influenciado a los evangelistas de modo que hubiesen hecho el registro de esta inscripción palabra por palabra; lo fue también que los biógrafos de Cristo, guiados por la inspiración, no hubiesen discrepado ni una tilde en sus asertos; pero asisten razones en pro de la importancia de que se conserve la individualidad de los escritores sagrados.
Supongamos que la Biblia toda tuviera la forma de una comunicación hecha por Dios a un solo hombre, y que la hubiese escrito con el preámbulo de “Este dice el Señor,” ¿cómo podríamos probar que sus palabras eran legítimas? Careceríamos de la evidencia de las profecías, y del registro de su cumplimiento; echaríamos de menos el argumento de la unidad de designio que ahora tenemos en una serie de documentos escritos por hombres cuyas vidas han separado muchos siglos, y nos haría falta el testimonio confirmatorio de Aquel que obró milagros para comprobar su divina comisión.
En suma, no podríamos disponer de las evidencias que tienen por objeto probar la autoridad divina de las Escrituras. No habría temeridad en decir que la forma que a la Biblia se le ha dado, es esencial. Así es, entre otras razones, porque nos viene como una serie de tratados escritos por diversos hombres, y sin embargo caracterizados en su conjunto por una unidad fuera de toda duda; y dichos tratados se corroboran entre sí de tal manera que irresistiblemente nos vemos conducidos a reconocer su histórica valia y su divina autoridad. Según se ha observado ya, llega la Biblia a manos del estudiante como una serie de documentos literarios, y debe juzgarse como libro humano, sujeto por lo mismo a la crítica común. Es menester que pueda sostener la ordalía de la crítica histórica antes de que los hombres le tributen el homenaje debido a una divina revelación. ¿Resucitó Cristo de entre los muertos? Deseamos un testimonio a este respecto, y tenemos el que de una manera independiente nos dan los que le vieron después de haber triunfado del sepulcro, es decir, tenemos el de Mateo, el de Marcos, el de Lucas y el de Juan.
Ahora, es indudable que robustezca nuestra fe el hecho de que en las páginas de los evangelistas, juzgándolos como historiadores comunes, hallemos un acuerdo esencial con variaciones circunstanciales. Bajo un punto de vista evidente, fue asunto de grande importancia el que se conservase la individualidad de los autores de la Escritura, a fin de que la Biblia pudiera llevar consigo el testimonio intachable de testigos independientes, en cuanto a los hechos cardinales del evangelio. ¡Cuanto no faltaría de evidencia corroborativa concerniente a la vida de Jesucristo, si los cuatro evangelios hubieran sido vaciados en el mismo molde!
La Biblia fue escrita por los hombres, y todo lo que ordinariamente se halla implicado en una autoridad humana, excepto la falibilidad, puede atribuirse sin empacho a los escritores sagrados; fue asimismo escrita bajo la influencia directa del Espíritu Santo, y por lo tanto, la infalibilidad es inherente a todas sus palabras.
Estas dos conclusiones, colocadas lado a lado, constituyen la suma de nuestros conocimientos relativos a la composición de las Escrituras. Nos sería por demás pretender formular una teoría que explicase el modo con que lo divino y lo humano concurren en la expresada composición de las mismas. No sabemos cómo se une lo divino y lo humano en la persona de Cristo; podemos solo establecer el hecho de que Cristo es “Dios y hombre, con dos naturalezas distintas y una sola persona por toda la eternidad.” No sabemos tampoco cómo se unen lo humano y lo divino en el procedimiento de la santificación; pero sí sabemos que se implica una verdadera unión por el estilo en la plática que Pablo dirigió a los Filipenses, “Obrad vuestra propia salud con temor y temblor; porqué Dios es el que en vosotros obra así el querer como el hacer, según su buena voluntad.”
La conclusión a que hemos llegado respecto del asunto que ha sido discutido en estas páginas se expresa admirablemente en las palabras de dos autores modernos. Westcott dice, “Tenemos una Biblia a propósito para tranquilizar nuestras dudas y hablar a nuestra debilidad. Es autoritativa, porque es la voz de Dios; y es inteligible, porque está en el lenguaje de los hombres.” Garbett dice, “A la vez que las palabras de la Escritura son de un modo cierto y característico las palabras de los hombres, son al mismo tiempo de un modo completo y concurrente las palabras del Señor.”