La hora de las tinieblas

exto: «Habiendo estado con vosotros cada día en el templo, no extendisteis las manos contra mí; mas esta es vuestra hora, y la potestad de tinieblas». (Luc. 22:53)

El mundo terrestre a pesar de los muchos encantos que nos ofrece, es no sólo el valle de las sombras de muerte, sino de la misma muerte. Satanás, el príncipe de las tinieblas, por aquí empezó su carrera, aquí ha sentado sus reales, y aquí desea librar la última batalla. Las palabras de la Biblia que nos lo pintan como el león rugiente, y como el monstruo que se da más prisa en su destructora obra cuanto más cercano está el tiempo de su encarcelamiento, confirman esta verdad.

Las humanas criaturas en su inmensa mayoría, por más optimistas que parezcan ser, tendrán que confesar que alguna vez en su vida, han sido envueltas en alguna racha del viento huracanado, que con frecuencia sopla sobre nuestras cabezas, cuando la negra nube de la tentación, dolor y de la angustia, nos rodea, y compungidos, nos hace exclamar como el Pedro en el Mar de Tiberias: «¡Señor, sálvame que perezco!”

Salomón tenía mucha razón al decir que para todo había su tiempo: uno es el tiempo de la alegría y otro el de la tristeza; uno es el tiempo del reír y otro el de llorar. La luz y las tinieblas obran en este planeta por riguroso turno; constantemente se alteran formando un notable contraste. Todos los grandes hombres a través de las edades han estado sujetos, muy a su pesar, a esta misma antítesis; algunas veces bebiendo el agua dulce y otras veces, amarga; algunas veces limpia y cristalina, y otras veces turbia y cenagosa. El Señor Jesús, el mismo autor de la vida se vio también sujeto a esta prueba, y nada extraño es, que desde el momento que se vio en manos de sus enemigos haya exclamado: «mas esta es vuestra hora, y la potestad de las tinieblas».

Ocupémonos de este importante asunto: mas como la palabra «hora» aquí debe referirse a los días de su pasión, dividiremos este lapso de tiempo, en cuatro intervalos que son los cuatro pasos que condujeron a nuestro Señor, hasta el borde de su tumba; y así veremos con cuánta razón el divino Maestro llama a los momentos de su intenso martirio “la hora de las tinieblas”.

1. PRIMER INTERVALO

Este se refiere al instante preciso de su aprehensión en el huerto de Getsemaní; desde ese momento que cayó en poder de sus verdugos, empieza para él el negro y horrendo eclipse de su vida.

Sus presentimientos de cercana muerte que hacía poco habían anunciado a sus discípulos, la traición cobarde del Iscariote y los sufrimientos morales intensísimos que acababa de sentir en el huerto, fueron por decirlo así la penumbra que anunciaba la proximidad del tenebroso abismo en que muy pronto iba a ser lanzado. Sin embargo, antes de estos acontecimientos el Señor Jesús no dice nada, enmudece, y sufre todo en silencio.

Pero cuando el mismo Judas le besa y ve la turba de sus furibundos aprehensores con antorchas, lanzas y palos que se precipita sobre él, sin poderse más defender a pesar de que con un ligero soplo de poder omnímodo podía haberlos confundido, no pudo menos que exclamar con desconsolador acento, pero resuelto a conformarse con su suerte: “¿Cómo a ladrón habéis salido con espadas y con palos?» Habiendo estado con vosotros cada día en el templo, no extendisteis las manos sobre mí; «mas esta es vuestra hora, y la de las tinieblas». Cristo, no hay otra palabra en el vocabulario humano. Cristo mismo da la clave; había llegado la hora del príncipe de este mundo, y era necesario resignarse a toda consecuencia, por dura y amarga que esta fuera. Satanás, el que le había tentado audazmente en el desierto, el que le había estorbado en toda su obra, el que ya había dominado decididamente en Judas, Satanás, el que hacía poco había pedido como bocado apetitoso a Pedro para zarandearlo, de nuevo se presenta aquí con toda su corte de engendros tenebrosos porque ha llegado su hora, y a todo trance, la reclama. Quiere cebarse en su víctima hasta la saciedad, y para esto, ha preparado todos los medios, ha escogido las personas para él más idóneas, ha movido todos los resortes, para el tormento, el escarnio y la misma muerte, de aquel que había venido a su imperio a deshacer y destruir sus diabólicas obras, de que había venido a sus dominios como un usurpador, intimándole rendición y obediencia. No habrá para Jesús ninguna consideración; no habrá amnistía de ninguna especie; la ejecución del que él llama su invasor, es inminente la venganza horrible, será inevitable; pero mientras los actores de esta horrible tragedia se preparan para entrar a la escena, cae el telón para volverse a levantar sin duda en él.

II. SEGUNDO INTERVALO

Este lapso de tiempo se refiere a su proceso. Los soldados y sacerdotes que en el huerto le habían aprehendido, ahora lo conducen bajo rigurosa custodia, ante el sumo sacerdote Anás. Este no teniendo nada sustancial que preguntarle, sólo quiere saber qué doctrina enseña o cuáles son sus pretensiones; mas como Jesús lo confundió con su respuesta, uno de los que allí estaban le dio una bofetada; y aunque el Divino Maestro repele esta agresión con dignidad, no dejaría de ver que allí donde la suprema autoridad permite que un intruso maltrate en su presencia a un acusado, no hay mucha ni poca justicia que esperar. De la presencia de Anás, pasa como un reo criminal atado a la presencia de Caifás sumo-sacerdote efectivo de aquel año. Ya delante de este hombre, lo primero que se procura, son testigos que lo acusen de algo, mas como estos tardasen, se presentan a la postre dos, pero falsos, afirmando que Cristo había dicho, que derribaría el templo de Jerusalén y en tres días lo levantaría. Jesús nada respondió a esta acusación, a pesar de los insultos que se le profieron y de las bofetadas que se le lanzaron al rostro. Pero Caifás, cansado del silencio abrumador que guardaba el Señor, se levanta de su asiento, y con juramento solemne, quiere arrancar de Jesús una ligera confesión que pudiera comprometerlo y esto fue cuando le preguntó en nombre del Dios viviente si él era el Cristo; Jesús no sólo lo afirma, sino que le hace ver que en el porvenir sería visto por todo el mundo y los ángeles coronando su gloria.

El Pontífice al oír esta declaración, rompe sus vestiduras; no necesita más testimonio; consulta el parecer de aquellos que por él ya estaban sugestionados, y estos a la pregunta de Caifás ¿Qué os parece de este hombre? Contestan unánimes, “¡culpado es de muerte!» y aunque no hubo testigos de descargo, lo ata con cadenas, y lo manda con Pilato magistrado del poder civil del imperio romano. Pilato no queriendo condenar a Jesús porque lo considera inocente, busca un pretexto para salvarlo; oyó que era galileo, y entonces lo remite a Herodes, gobernante de la comarca de Galilea que a la sazón estaba allí en Jerusalén en la fiesta anual de los judíos. Herodes, al ver a Jesús se alegró en gran manera, porque pensaba divertirse con él, como si Jesús fuera un bufón, de la corte, o acaso un malabarista o un hábil prestidigitador. Muy pronto vio el superficial monarca que nada podía conseguir de Jesús por lo cual se indignó sobremanera y escarneciéndolo, lo devolvió a Pilato colocando un manto de grana sobre sus hombros, y simulando de esta manera, un ridículo pretendiente al trono. En cambio de todo esto, Herodes y Pilato quedan amigos desde aquel día reanudando la amistad perdida gracias a la condenación de un inocente.

Cuando Pilato volvió a ver al acusado, creyó que podría convencer más fácilmente a los judíos de la inocencia de Jesús; pero muy pronto comprendió que lo que el pueblo tenía, era una sed insaciable de la sangre de aquel justo, y ningún medio sería suficiente para disuadirlos de su negro intento. Así que, a las repetidas y fatídicas voces de ¡crucifícale! ¡crucifícale! por fin lo entrega cobardemente en manos de los judíos, habiendo perdido toda esperanza de salvarlo; desde aquel momento Jesús sintió que se precipitaba más y más al abismo de las tinieblas porque estas más densas y desastrosas, aleteaban como aves de rapiña en su derredor.

Sus mismos discípulos, aquellos que había amado hasta el fin le habían abandonado.

Judas, lo entregó, los demás en el momento de su aprehensión lo dejaron y huyeron; y el que parecía más fiel lo acababa de negar. ¿Qué le quedaba ya? ¿Qué debía esperar en tan angustiosa situación sino el martirio y la muerte? Con razón había dicho: “esta es vuestra hora y la potestad de las tinieblas».

III. TERCER INTERVALO

Jesús ya puesto definitivamente en manos de sus enemigos, es conducido fuera la de la ciudad a un lugar llamado la Calavera, pero él no puede recorrer la vía dolorosa sin sentir que se desploma bajo el peso excesivo de la cruz: era natural: la noche anterior, no duerme ni se alimenta; ha sido también escupido, abofeteado y azotado, los sufrimientos físicos, y morales son muchos, de aquí que al pretender llevar su propia cruz, cae en la arena exhausto de vigor; pero era necesario llegar hasta el Calvario, y por eso le dan a Simón Cirineo, la cruz que él ya no puede soportar. Ya en la cumbre del monte, se procedió desde luego a crucificarlo en compañía de dos bandidos condenados a la misma muerte por robo. Colocado ya en la cruz teniendo en cada uno de sus lados a uno de estos ladrones, comienzan a escarnecerlo sus enemigos de un modo tan cruel e inaudito, que aun uno de los mismos compañeros de tormento le escarnecía y le denostaba; y en medio aquella situación horrible y angustiosa, Jesús comenzó a proferir algunas palabras o frases de dolor, de encargo, y de perdón. Serían las 12 del día, hora en que precisamente el sol debía brillar con luz meridiana, cuando según la Escritura, fueron hechas tinieblas en toda la tierra de Palestina.

Ahora las tinieblas de que se ve rodeado el cuerpo moribundo y exangüe de Jesús son de dos clases; las tinieblas morales, y las tinieblas físicas, las primeras diremos que son las que proyecta Satanás sobre el alma de Jesús para cumplir así las profecías; las segundas, son las que el mismo Padre manda desde el cielo sobre el rostro de su hijo, como si de este modo quisiera encubrirlo, de las miradas infernales de todos aquellos que lo crucificaron.

La tierra misma, parecía gemir y vestirse de luto por no presenciar tanta ignominia e iniquidad; algunos muertos salieron de sus tumbas para ser testigos en el último día, en contra de las manos derramadoras de la sangre inocente. Después de este asombroso fenómeno que duró como tres horas, Jesús solo tuvo aliento para decir a gran voz: «¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?» y luego entregó el espíritu. Su obra como él mismo lo expresó quedaba consumada.

Desde ese momento el cuerpo de Jesús pendiente del árbol de la cruz y derramando por las heridas su sangre gota a gota, presenta a la faz del mundo, un doble efecto: por una parte, se contempla el dolor; y por la otra, la alegría eterna, el dolor, por el conjunto de sus sufrimientos físicos y morales; la alegría, porque aquel sacrificio cruento efectuado una sola vez sería la mejor garantía de nuestra perenne redención.

Sin embargo, las fatídicas sombras de la muerte no acaban allí, pues le seguirán como monstruos infernales, hasta el fondo de la tumba donde el eclipse que se inició al principio, llegará al punto máximo de la oscuridad más absoluta.

IV. CUARTO Y ÚLTIMO INTERVALO

Esta última parte de la hora de las tinieblas se refería a la inhumación del cuerpo de Jesús; para cumplir este requisito debería estar perfectamente muerto, y no simplemente aletargado como algunos escépticos suponen. El valor efectivo de nuestra redención estriba en gran parte, en la verdadera muerte de nuestro Señor; que murió, no cabe la menor duda, por las siguientes consideraciones que es necesario tomar en cuenta, el mal trato que había recibido desde su aprehensión, el tormento y el martirio inauditos de la crucifixión, el testimonio imparcial de los soldados diciendo que no le habían quebrado las piernas por haberlo encontrado bien muerto, la lanzada que le dio el soldado interesándole el corazón juntamente con el agua sangre que brotó de la herida, todas estas son razones irrecusables apoyadas en la ciencia y la experiencia, demuestran que Jesús efectivamente murió.

Mas si a todo lo dicho tomamos en consideración también el odio sangriento que los profesaban a Jesús, nos convenceremos de que a nadie más que a ellos les convenía persuadirse de que Jesús al ser llevado a la tumba estaba perfectamente muerto. No acaba aquí todo: el sepulcro debería ser sellado con el sello del Gobierno y un grupo de soldados cuidaría de que ni Jesús ni nadie abriese la tumba si humanamente hablando hubiera sido dable esto. Así que el cadáver de Jesús ya sepultado reposaría como todo muerto bajo el peso y las paredes de la tumba fría.

Entre tanto, ¿qué sucede con sus discípulos? ¿A dónde se han ido que ni siquiera vienen a depositar sus restos en su última morada sobre la tierra?

Es probable que todos ellos hayan visto en la muerte de Jesús la pérdida de todos sus esfuerzos e ilusiones acerca del rango y jerarquía que esperaban obtener, cuando se consolidara el nuevo reino y el trono que ellos habían soñado. Las reiteradas promesas que Cristo había hecho de su resurrección, no parecen tener eco en sus entenebrecidos entendimientos y resfriados corazones, todo seguramente olvidan y están como avergonzados de lo que podían llamar una quimera, una triste aventura que terminó con la muerte positiva del Maestro. Sigue, pues, la potestad de las tinieblas ejerciendo su sombrío dominio, no sólo en Jesús que yacía sepultado, sino también en el ánimo de sus discípulos que creen que todo ha sido un fracaso, una derrota, con la consiguiente pérdida de su tiempo e intereses.

APLICACIÓN

El Divino Maestro dormía aun silenciosamente en el sepulcro, cuando se oyó la primera campanada en el reloj del tiempo y de la eternidad. Esta anunciaba jubilosamente la proximidad de la refulgente aurora de un nuevo día y que el Divino Redentor después de haber sufrido con resignación incomparable su triste bautismo de sudor, lágrimas y sangre, se levantaría glorioso y triunfante del sepulcro, cuando también la hora de la potestad de las tinieblas hubiera pasado, y si así había de ser, ya las tempestades de esta vida no causarían ningún efecto mortal y desastroso sobre los sencillos y ardorosos creyentes del evangelio; porque si había de resucitar la cabeza, Cristo, resucitaría también el cuerpo, su iglesia. San Pablo dijo muy bien cuando penetrado del poder del evangelio, exclamó en son de triunfo y desafío: «¿dónde está oh muerte tu aguijón? ¿dónde está sepulcro y tu victoria?»

La naturaleza, la ciencia y la historia, nos han enseñado a través de cíclicas edades, que ningún mal dura para siempre, y que tras la tempestad viene la calma, tras la borrasca de las fieras tempestades de la vida, se presentará hermosísimo y radiante el iris bendito de la paz y la dicha.

Ahora podemos comprender todo valor de las palabras de Jesús cuando dijo: «de cierto de cierto os digo que si el grano de trigo no muriere, él solo queda; mas si fuere sepultado, mucho fruto del lleva.»

Pronto llegaría el momento glorioso en que los mismos ángeles del cielo, anunciarían la resurrección de Jesús y desde ese momento se obtendría el más grandioso triunfo que hayan presenciado y conmovido a las edades, porque eso querrá decir que vencida la muerte, el sepulcro, y el poder de Satanás, quedarían solamente abiertas las puertas del cielo para dar la bienvenida triunfal a todos los creyentes que de aquí en adelante, mueran en el Señor. El pecado, la muerte y todas las miserias de este mundo, en presencia de verdades tan grandes, desaparecen como el humo en el aire, y de hecho no existen al lado de la suprema dicha que espera a todos aquellos que perseveren hasta el fin.

La hora horripilante de las tinieblas por la que todo cristiano sin duda, tiene que pasar, será como un ligero túnel en el que al mismo tiempo comienza a oscurecer empieza también por el extremo opuesto a vislumbrarse la luz indeficiente del horizonte sin límites, en que serán bañadas las almas de los redimidos cuando se vean ostentar la palma de la victoria al lado del gran Caudillo vencedor.

El Faro, 1911

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