La eterna invitación

A todos los sedientos: Venid a las aguas; y los que no tienen dinero, venid, comprad y comed. Venid, comprad sin dinero y sin precio, vino y leche.
¿Por qué gastáis el dinero en lo que no es pan, y vuestro trabajo en lo que no sacia? Oídme atentamente, y comed del bien, y se deleitará vuestra alma con grosura.
Inclinad vuestro oído, y venid a mí; oíd, y vivirá vuestra alma; y haré con vosotros pacto eterno, las misericordias firmes a David.
(Isaías 55:1-3)

Entre los profetas de Israel, tal vez ninguno fue tan evangélico como Isaías el profeta del exilio. Es él quien nos da ese mensaje, anticipo del evangelio, contenido en el capítulo 53. Pero nadie puede ser verdaderamente evangélico sin ser también un evangelista. y así el autor del capítulo 53, nos brinda también el mensaje que contiene el capítulo 53, que propongo a vuestra consideración esta mañana.

Bien pudo Isaías haberlo encabezado con las palabras del Salmista: «Rebosa mi corazón un tema excelente.» La hermosura de la forma con que se expresa no oculta la inmensidad de su contenido.

I

Comienza su mensaje con la palabra «Ven»; que es la síntesis no sólo de todo este capítulo, sino también de todo el mensaje de la Biblia. En esta palabra se ponen de manifiesto la profundidad de nuestra tragedia, y la inmensidad del amor de Dios.

Dios dice: «Ven», porque Dios es amor. De ahí que esta palabra se halla reiterada en la Biblia de principio a fin. Ella, en efecto, nos muestra a Dios salvando todas las distancias que nuestro orgullo ha Puesto entre nosotros y él; y buscándonos en todos los abismos en que nuestro pecado nos ha hundido. El mensaje que, como un eco, repiten todos los profetas, en el nombre de Dios, es precisamente éste: ¡Ven! De una y mil maneras presentan ellos a la conciencia de su pueblo esta invitación eterna. «Venid todos» dice nuestro texto. Toda la historia del pueblo de Israel es la historia de un pueblo a quien Dios dice: Ven.

¿Y qué significa la venida de Cristo al mundo, sino que Dios da alcance universal a esta invitación, y vino a buscarnos y decirnos en el lenguaje elocuente de los hechos (y de un hecho inmenso): «Ven»?

Y cuando la Biblia está por cerrar sus páginas, y el autor del Apocalipsis por dejar de lado la pluma, repite una vez más esta eterna invitación de Dios: «Y el Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven! ¡Y el que oye, diga ven! ¡Y el que tiene sed, venga! ¡Y el que quiera beba del agua de vida de balde!»

Todo está encerrado en esa breve palabra: ¡Ven! Todo el Evangelio, todo el mensaje de Dios al alma humana está contenido en ese breve vocablo. Toda la Biblia ha sido escrita para décimos: ¡Ven!

¿Y para qué existe la Iglesia si no es para salir a los caminos del mundo y decir a los lisiados y a los fuertes, a los sabios y a los ignorantes, a los ricos y a los pobres, a los enfermos y a los sanos, a los malos y a los buenos: «Ven»? Cada templo abierto en las calles de nuestras ciudades o en los caminos de nuestros campos, dice a cada hombre y mujer que pasa delante de ellos: «¡Ven!» Cada Iglesia viva de Jesucristo sabe que su misión esencial es decir a los hombres: «¡Ven!»

Y además de estar escrito en la Biblia, y de decirlo la iglesia, ¿no sabemos, acaso, que está la invitación escrita en nuestras conciencias? ¿No oímos en lo más íntimo de nosotros mismos a Dios decirnos: «Ven»? Cristo nos llama y dice: «Ven en pos de mí», y en cuanto nos proponemos seguirle vemos que nos lleva derecho al corazón de Dios.

«¡Venid todos!» dice el profeta. Y en este vocablo «todos» está expresada la amplitud universal de la invitación de Dios ¡Todos! ¡Nadie, absolutamente nadie, está excluido de la invitación divina! Esa palabra «todos» te incluye a ti y a mí; y nos abre de par en par las puertas del Reino de Dios. Es algo, pues, que nos toca de cerca, ya que a todos y a cada uno de nosotros nos es dirigida la invitación de Dios. «Venid, todos» es lo que está escrito en el dintel de la Casa de Dios.

Una invitación es algo comprometedor. Nos obliga, al menos, a responder. Y la respuesta nos define; hace que nos pronunciemos. Jesús nos dice que aceptarla será algo esencialmente gozoso, algo así como una fiesta de bodas o como un banquete. Es como un pastor que habiendo perdido una oveja ha salido a buscarla; y, cuando la halla, vuelve, gozoso al redil. Es como la alegría de una mujer que habiendo extraviado la dracma de su collar, barre afanosa la casa hasta dar con la moneda extraviada. Y entonces loca de alegría, comunica su regocijo a las vecinas. O es como el padre cuyo corazón ha sido quebrantado por una amarga separación, y que viendo un día divisarse allá lejos, en el horizonte, la figura del hijo que regresa, sale, fuera de sí, a encontrarle, abrazarle, besarle y restaurarle al hogar. Hay fiesta en el corazón del padre, hay regocijo en el corazón del hijo. «Venid todos.»

No obstante ser tan generosa esta invitación de Dios, hay quienes responden por la negativa. Es que aceptar una invitación es siempre indicación de estar dispuesto a trasladarse de sitio. Toda traslación significa dejar algo para ir a lo nuevo. Igual cosa ocurre con la invitación de Dios. Significa trasladarnos del sitio donde actualmente nos encontramos para ir al «hogar». Y muchos no quieren dejar sus «tierras lejanas», lejanas del amor y de la reconciliación con Dios.

Otros no se atreven a decir tan ostensiblemente: «no» a la invitación divina. Y se figuran que pueden engañar a Dios con excusas. No falta ironía en la parábola de Jesús cuando nos relata de aquel hombre que invitó a sus amigos a un banquete. Hizo el hombre sus preparativos; mas, a la hora citada, ninguno de los convidados compareció. Mandó el hombre a sus siervos a las casas de sus amigos invitándoles: «Venid, que todo está ya aparejado». Pero uno a uno se excusaron. Uno dijo que acababa de comprar un campo y tenía que ir a verlo, como si allá en la Palestina se comprara un campo sin verlo antes, y sobre todo, como si a la noche, a la hora de la cena, fuese el momento más apropiado para ello. Ni fue más feliz el segundo que salió diciendo que había comprado una yunta de bueyes y tenía que probarlos. ¡Claro está, el pobre hombre tenía que probarlos justamente a la hora de cenar! ¡Y el tercero dijo que acababa de casarse y la señora no lo dejaba ir! Así de absurdas y ridículas, son todas nuestras excusas ante Dios.

Pero, gracias a Dios, hay quienes aceptan la eterna invitación de Dios, y se lanzan a la gloriosa aventura del retorno al Padre. Demás está decir que ésta es la única respuesta que nosotros debemos dar. Es la única respuesta que Dios se merece, y es la única que responde a nuestra dignidad humana.

II.

Isaías, el exílico, nos dice que esta invitación responde no sólo a una necesidad interna de Dios, la de su amor, sino que responde también a las necesidades vitales de nuestra propia vida.

Así como Egipto descolló en el mundo antiguo por su cultura, y Fenicia por su comercio, Israel se distinguió por su religión, que se alza majestuosa a niveles inmensos por encima de las religiones llenas de sensualidad y degradación del paganismo circundante. En efecto, podríamos decir que adquirió Israel un genio religioso, gracias a la presencia en su seno de hombres como Abraham y Moisés, Samuel y David, Amós y Oseas, Jeremías e Isaías. Pero eso es ya cosa del pasado. El pueblo de Israel había caído vencido por las armas, y lo más granado de él trasportado cautivo a Babilonia. Y allá en aquella tierra oriental y extraña, sin su templo y sus tradiciones, que les recordasen la eternidad, comenzaron a interesarse en las cosas temporales. Su genio religioso se convirtió en genio comercial, y se enriquecieron y el oro fue la nueva divinidad ante la cual se postraron.

Isaías, el del exilio, ve el peligro y les advierte que las riquezas no pueden satisfacer las exigencias más profundas de la vida. Les dice que hay un hambre y una sed que no se puede colmar con las cosas que el dinero adquiere.

«A todos los sedientos: Venid a las aguas; y los que no tienen dinero, venid, comprad, y comed. Venid, comprad, sin dinero y sin precio, vino y leche. ¿Por qué gastáis el dinero no en pan, y vuestro trabajo no en hartura?»

Este es el mensaje que pronuncia a gente atada a un credo materialista, credo que aun hoy muchos profesan. Los tales piensan que el dinero es todo y todo lo puede. ¡Algunos, acostumbrados a abrir con él cuanta puerta los hombres cierran, se sorprenden no poco cuando descubren que esta llave no funciona en las puertas del Reino de Dios! Pero hay incluso puertas humanas que el dinero no puede abrir. Yo he visto a gente rica, tener en sus rostros las señales de una profunda tristeza. ¡Y cuán grande es la soledad de las cosas, cuando el alma suspira por algo superior a las cosas! Un gran dolor, la muerte de un ser querido, una desilusión, o el sentido de vaciedad de la vida, bastan para hacernos sentir absolutamente solos, aunque nos rodeen las cosas que hemos comprado con dinero. En esa hora descubrimos que las cosas materiales no tienen, en sí, con qué responder a las vibraciones del corazón.

Se llega al colmo cuando se piensa que las cosas pueden satisfacer al alma. ¿Recordáis la otra parábola de Jesús, acerca del hombre que almacenó sus granos, y derribó sus graneros para dar cabida a sus cosechas cada vez más abundosas? ¿Recordáis como le habló a su alma? Le dijo: «Alma, muchos bienes tienes para muchos años; repósate, come, bebe, ¡huélgate!» Y Dios le dijo: «Necio!» Y muy bien dicho, también.

El credo materialista no responde a la realidad. Cuando un hombre debe exclamar como el salmista: «¡Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía! ¡Mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente…! ¡Mi alma sigue ardorosa en pos de Dios!» nada que esté más acá de Dios la puede satisfacer. ¡Y el dinero y las cosas están mucho, pero mucho más acá de Dios!

«Venid todos los sedientos». ¡Los sedientos! Hace un instante decíamos que nadie estaba exceptuado de la invitación de Dios. Y aquí aparece dirigida únicamente a los sedientos. Es que los satisfechos se exceptúan a sí mismos. Ese es el pensamiento detrás de la primera bienaventuranza del Maestro: «Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos». Dichosos los que tienen conciencia de su pobreza interior, de su necesidad, porque ellos estarán prontos a recibir. ¡Dichosos los sedientos, pues ellos están prontos a beber! La invitación pues va dirigida a los conscientes de su necesidad espiritual; y también ¡cuán grande la misericordia de Dios! a los que aún no tienen conciencia de su necesidad, pero a quienes esta misma invitación puede despertarles a esa conciencia de necesidad.

Porque pobres y cuitados lo somos todos. Solo que algunos no se dan cuenta o hacen como que nos no se dan cuenta; y en ese caso son unos hipócritas, como diría Unamuno. Para Dios somos nacidos. ¡No con solo pan vive el hombre! ¡Mas vive con la Palabra que sale de la boca de Dios! ¡Sin su Palabra nos morimos de hambre y de sed! Sí, como unos pobres, necesitados; estamos en la miseria sin Dios.

Por eso Dios nos invita a ir a él, a escucharle, a comer lo bueno y a regocijarnos de su abundancia que nos comunica vida verdadera. «Oídme atentamente, y comed del bien, y deleitaráse vuestra alma con grosura. Inclinad vuestros oídos y venid a Mí; oíd y vivirá vuestra alma; y haré con vosotros pacto eterno, las misericordias firmes a David.»

III.

Isaías, el profeta del destierro, agrega una nota de insistencia al subrayar la urgencia de la invitación de Dios. Es que esta eterna invitación tiene sus solemnes profundidades y sus significados inagotables. No es ella cosa baladí. A Dios, pronunciarla, le costó una cruz; y para nosotros significará la transformación total de nuestra personalidad. «Buscad al Señor mientras pueda ser hallado, llamadle en tanto esta cercano.»

¿No advertís la urgencia que mueven estas palabras? La Biblia en otras partes lo expresa mediante el uso de las palabras hoy y ahora. «Si hoy oyereis su voz no endurezcáis vuestro corazón.» «Ahora es el tiempo aceptable, ahora es el día de salvación.» Frente a la invitación eterna, lo decisivo es el momento de ahora. Ahora es aquel instante inmenso en que nos vemos frente a Dios. Sabe el profeta y sabe la Biblia que postergar la respuesta es contestar ya y contestar negativamente. Sabe el profeta y sabe la Biblia y lo saben dolorosamente millares de seres humanos, que tratando de postergar se penetra en un camino en el cual se va endureciendo el corazón. En ese camino de endurecimiento podemos llegar al punto en que no nos es posible percibir la palabra de Dios, sin la cual se nos muere el alma.

Hermano, hermana, si en este instante tú te sientes en la presencia de Dios, y oyes en tu corazón que Él dice: «Ven, detente acá mismo,» no sigas escuchando ni una palabra más de las que yo pueda decir, que carecen de importancia. No puede ocurrirte nada más grande que verte cara a cara con Dios y escucharle a Él.

A los demás diré, entre tanto, que nadie puede volver como si tal cosa. Nadie puede venir como si nada hubiera ocurrido. Para volver a Dios hay que hacerlo en arrepentimiento. «Deje el impío su camino, y el hombre sus pensamientos; y vuélvase al Señor.» Como veis, para el profeta, como para toda la Biblia, el arrepentimiento no es cuestión sentimental, no es mero remordimiento: es cambio de frente, cambio de actitud, es: metanoia. Todo arrepentimiento es un retorno. El arrepentimiento es la respuesta a la invitación de Dios: «Ven.» La oferta tiene, pues, su exigencia. Conociendo Dios nuestra humana debilidad, en su misericordia nos estimula a volver a él, dándole la seguridad de que no será en vano.

Cuenta Rice que en un portal había una luz incesantemente encendida. La cuidaba un anciano cuyo corazón había sido quebrado por un hijo que hizo abandono del hogar. Hizole saber el anciano al pródigo que mientras hubiese una luz encendida en el portal, ella era señal de la buena voluntad del padre para recibirle. Esa luz decía sin cesar: «Ven.» Dios también ha encendido esa luz en lo alto de una Cruz. La Cruz de Cristo es la señal de la eterna buena voluntad de Dios para con nosotros. Desde ella Dios nos dice: «Ven.» «Vuélvase al Señor, el cual tendrá de él misericordia y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar.»

Sí, Dios es un Dios que perdona, nos declara la Biblia. Y éste es un hecho inmenso. Es un hecho que no hubiéramos podido nosotros adivinar, ni siquiera imaginar, pues es un hecho imprescindible a nuestra pobre razón humana. «Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dice el Señor. Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos y mis pensamientos más altos que vuestros pensamientos.» Sí, sus pensamientos de perdón son más altos que nuestros pensamientos de venganza y sus caminos de amor más altos que nuestros caminos de odio. Por todo esto Dios nos dice: «¡Ven!» ¡Ah, si verdaderamente comprendiéramos la inmensidad insondable de este amor suyo quedaríamos anodados y el alma nuestra postrada en adoración exclamaría:

¡Señor, cuán infinito es tu divino amor!
¡No alcanzo a comprenderlo, profundo es tu valor!

El resultado de esta respuesta a la eterna invitación de Dios, es glorioso. Hay gozó en nosotros, y nos dice el Evangelio que hay gozo en Dios Ello será para nosotros una bendición, y nosotros seremos de bendición para el prójimo. Por cuanto el prodigo que regresa a Dios, egresa como evangelista. «He aquí llamarás a gente que no conociste, y gentes que no te conocieron cerrarán a ti; por causa del Señor tu Dios, y del Santo de Israel que te ha honrado.»

Nuestra vida estará puesta al servicio de su Causa. No solo ello, sino que además sabremos que bien valdrá la pena hacerlo. Saldremos a sembrar la simiente preciosa y sabremos que nos asiste la preciosa promesa: «Porque como desciende de los cielos la lluvia, y la nieve, y no vuelve allá, sino que harta la tierra y la hace germinar y producir, y da simiente al que siembra y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, antes hará lo que yo quiera y será prosperada en aquello para que la envié.»

Veremos, en consecuencia, si perseveramos en la tarea de sembrar la buena simiente, cómo se transforman las vidas. Donde había ayer yuyos espinosos, hoy se yerguen cipreses majestuosos; donde solo había ortigas, hoy se levanta vigoroso el arrayán. Los desiertos se vuelven en manantiales. Las vidas desoladas de egocentrismo, reverdecen en la ciudad de Dios.

Esta obra será esencialmente gozosa a nuestro corazón. ¿Cómo expresarlo mejor que en las poéticas palabras de Isaías?

Porque con alegría saldréis
Y con paz seréis vueltos.
Los montes y los collados
Levantarán canción delante de vosotros.
Y todos los árboles del campo
Darán palmadas de aplauso!

Y todo ello: su invitación y nuestro retorno; nuestra misión y el fruto de esas labores, será para su sola gloria. Y será el Señor por nombre, por señal eterna que nunca será raída. Amén.

El predicador Evangélico. Enero-marzo de 1950

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