La deidad de Cristo y la experiencia como prueba

Un escritor declaró recientemente que la verdadera convicción de la deidad de Cristo no depende “de ciertos pasajes bíblicos ni de argumentos gastados que se derivan de ellos, sino del hecho generalizado de la manifestación total de Jesucristo y de la impresión que él produjo en el mundo”. Es indudable que esta antítesis resulta demasiado brusca y que, posiblemente, deje entrever una desconfianza infundada en las evidencias que ofrecen las Sagradas Escrituras. Con el fin de presentar con mayor justeza el argumento aducido, podría leerse de esta otra manera: Nuestra convicción de la deidad de Cristo no descansa solamente en ciertos pasajes escritúrales que la sustentan, sino también en la impresión total que produjo en el mundo. O, quizás, podríamos decirlo todavía de este otro modo: Nuestra convicción depende tanto de las declaraciones escriturarias como de todas las manifestaciones de Cristo. Los dos caminos evidencióles son válidos, y trenzados, forman una cuerda indestructible. Los textos y pasajes bíblicos demuestran que los que acompañaron a Jesús le consideraban divino; que él se consideró a sí mismo divino; que los que fueron enseñados por el Espíritu Santo le reconocieron como divino y que finalmente, él es divino. Pero por encima de todo este cúmulo de evidencias bíblicas, Jesús dejó en el mundo una impresión que constituye un testimonio independiente de su divinidad, y es muy posible que para muchas mentalidades ésta sea la más concluyente de todas las evidencias. En realidad de verdad, es muy apropiada e impresionante.

LA EXPERIENCIA COMO PRUEBA

La justificación que alega el autor recién citado para deshacerse de la evidencia escritural y plegarse a la impresión que Jesús produjo en el mundo, también se halla expuesta a la crítica. “Jesucristo”, dice nuestro escritor, “es una de esas verdades esenciales que resultan ser demasiado grandes para ser demostradas, tales como Dios, la libertad o la inmortalidad”. Pero resulta que, al parecer, estos factores descansan sobre pruebas y no sobre la experiencia. No necesitamos detenernos a demostrar que la misma experiencia constituye una prueba en sí. Más bien deseamos indicar que, según parece, se ha producido una cierta confusión entre la capacidad de desplegar la prueba mediante la cual quedamos convencidos, y nuestra capacidad para intuirla. Es bien cierto que “las conclusiones esenciales de la mente humana son mucho más amplias y potentes que los argumentos que las sostienen”, y que las pruebas “siempre varían, mientras que las creencias permanecen”. Pero esto no resulta por el hecho de que las conclusiones en cuestión no descansen sobre bases firmes sino porque, al hacer nuestra presentación argumentativa, no hemos tenido la capacidad suficiente como para aducir las pruebas verdaderas sobre las cuales descansan.

RACIONALIDAD INCONSCIENTE

El ser humano reconoce el rostro de su amigo a simple vista, o su propia escritura. Preguntadle cómo sabe que ese es el rostro de su amigo o la escritura que tiene ante sí, y permanecerá mudo o, si trata de contestar, hablará incoherencias. Sin embargo, su conocimiento descansa sobre bases sólidas, aunque le falte la capacidad analítica para aislarlas y fundamentarlas. Nosotros creemos en Dios, en la libertad o en la inmortalidad, y tenemos buenas bases para ello, aunque no podamos analizar satisfactoriamente estos hechos. No existe ninguna convicción verdadera que no tenga alguna base racional con que sustentarse. De igual modo, si nos sentimos completamente seguros de la deidad de Cristo, será porque pisamos sobre fundamentos adecuados que apelan a la razón. Pero también puede suceder que nos apoyemos en fundamentos que no hayan sido analizados, o que no estén a nuestro alcance analizarlos, como en el planteo de un análisis lógico.

No es necesario formular el análisis del fundamento de nuestras convicciones antes de que se transformen en tales, del mismo modo que no necesitamos analizar los alimentos antes de que puedan nutrirnos; y podemos creer perfectamente en evidencias que estén entremezcladas con errores, así como podemos vivir mediante alimentos que están lejos de ser químicamente puros. La alquimia mental, a igual que la del aparato digestivo, sabe cómo extraer de la masa aquello que le sirve de sustento; y del mismo modo que podemos vivir sin la posesión de ninguna clase de conocimientos químicos, de igual manera podemos poseer convicciones sinceras, basadas en la razón más sana, sin conocer los rudimentos de la lógica. Para que la convicción que el cristiano posee de la deidad de su Señor sea sana, no depende de la habilidad con que pueda presentar de un modo convincente los fundamentos de su convicción. La evidencia que ofrece puede ser totalmente inadecuada, mientras que aquella sobre la cual se funda, es absolutamente inconmovible.

EL TESTIMONIO DE UNA FORMULA

La abundancia de evidencias persuasivas de la deidad de Cristo aumenta en gran manera la dificultad de expresarlas debidamente. También lo es cierto en cuanto a la evidencia escrituraria, precisa y definida como es. Porque la observación que formulara el Dr. R. H. Dale en el sentido de que los versículos específicos que se emplean para probar la deidad de nuestro Señor, están muy lejos de constituir la totalidad real o de ser los más impresionantes; y la observación es muy atinada. El compara a esos textos con los cristales de sal que quedan en la arena de la playa después que se ha retirado la marea, y agrega: “Los cristales no constituyen la prueba más acabada de la realidad de que la mar sea sal, aunque podría ser la más aparente. Cada balde de agua marina contiene sal en solución”. La deidad de Cristo se halla en solución en cada una de las páginas del Nuevo Testamento. Cada una de las palabras referentes a él; cada palabra que se nos dice ha sido pronunciada por él, habla en la suposición de que él es Dios. Esta es la razón porque, “la crítica” que se ha propuesto eliminar el testimonio de la deidad de Cristo de las páginas del Nuevo Testamento, acomete una empresa imposible de realizar. Tendría que eliminar la totalidad del Nuevo Testamento. Nosotros tampoco podemos ir más allá de este testimonio. Como cada palabra del Nuevo Testamento presupone la deidad de Cristo, es imposible seleccionar palabras del Nuevo Testamento para componer con ellas documentos anteriores en los que no aparezca la deidad de Cristo. La firme convicción de la deidad de Cristo es coetánea con el cristianismo mismo. Jamás existió un cristianismo ni en el tiempo de los apóstoles ni posteriormente, en que no haya sido éste un postulado primordial.

UN EVANGELIO SATURADO

Observemos en uno o dos ejemplos cuán saturadas se hallan las narraciones de los evangelios con la asunción de la deidad de Cristo, al punto que surge aquí y acullá en los lugares menos esperados y del modo más imprevisto.

En el evangelio de Mateo existen tres pasajes que relatan las palabras de Jesús del modo más familiar y natural del mundo, y en los que se refiere a “sus ángeles” (13:41; 16:27 y 24:31). En los tres él mismo se designa como “el Hijo del hombre”, y en los tres aparecen sugestiones agregadas y relacionadas con su majestad. “Enviará el Hijo del hombre sus ángeles, y cogerán de su reino todos los escándalos, y los que hacen iniquidad, y los echarán en el horno de fuego”.

¿Quién es este Hijo del hombre que tiene ángeles a su disposición y los emplea como instrumentos para ejecutar el juicio final de acuerdo a las órdenes que les imparte? “Porque el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces él pagará a cada uno conforme a sus obras”. ¿Quién es este Hijo del hombre rodeado de sus ángeles, en cuyas manos están los destinos de la vida? El Hijo del hombre “enviará sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán sus escogidos de los cuatro vientos, de un cabo del cielo hasta el otro”. ¿Quién es este Hijo del hombre a cuyas órdenes sus ángeles escogen a los hombres? El análisis de los pasajes revela que el Hijo del hombre no se refiere a una legión especial de ángeles, sino a los ángeles como grupos, quienes son suyos para servirle a la voz de su mandato. En una palabra: Jesús está por encima de los ángeles (Marcos 13:32) — tal como se argumenta explícitamente al principio de la Epístola a los Hebreos: “¿A cuál de los ángeles dijo jamás: Siéntate a mi diestra?”, etc. (1:13).

EL CIELO VIENE A LA TIERRA

En el capítulo 15 de Lucas se narran tres parábolas pronunciadas por nuestro Señor para defenderse contra las murmuraciones de los fariseos, por el hecho de recibir a pecadores y comer con ellos. La esencia de la defensa que ofrece el Señor de sí mismo es que hay gozo en el cielo por el arrepentimiento de pecadores. ¡Cómo! ¿En el cielo, “delante del trono de Dios”? Pero, ¿presenta Jesús el juicio del cielo frente al del mundo, o indica en qué consistirá su reivindicación futura? De ninguna manera. Representa la acción como propia de sí mismo, y recibe a los pecadores y busca a los perdidos porque la conducta que manifiesta es la conducta normal del cielo. Él es el cielo que ha descendido a la tierra. Su defensa descorre el velo de la verdadera naturaleza de la transacción. Recibe a los perdidos que se allegan a él porque éste es el camino trazado por el cielo mismo, y él no puede actuar de otra manera. Tácitamente asume como propia la tarea del Buen Pastor.

POSICIÓN ÚNICA

Él no afirma las grandes designaciones sino que, más bien, las asume para sí mismo. Él no se llama profeta a sí mismo, aunque acepta de otros esta designación; él mismo se coloca por encima de todos los profetas, aún de Juan el Bautista, el más grande de entre todos ellos, como si fuera a él que miraran todos los profetas. Si él se llama a sí mismo Mesías, actúa como tal y cumple lo que el término supone al mismo tiempo que le imprime un significado más profundo, y demuestra siempre cuál es la relación que le une a Dios como Mesías, en su carácter de Hijo y de representante. Tampoco se muestra satisfecho al representarse como manteniendo una mera relación única con Dios: él se proclama como el recipiente de la plenitud divina, el participante de todo cuanto Dios tiene (Mateo 11:28). Habla libremente de sí mismo como de la contraparte de Dios, la manifestación de Dios en la tierra, y declara que quien le ha visto a él, ha visto a Dios, porque él es quien hace las veces de Dios en la tierra. Abiertamente reclama prerrogativas divinas: lee el corazón de los hombres; les perdona sus pecados, y ejerce toda autoridad en el cielo y en la tierra. En realidad, todo cuanto Dios tiene y es, él afirma que tiene y es: omnipotencia, omnisciencia y la perfección que pertenece al Uno también pertenece al Otro. Y no sólo realiza todos los actos divinos: su propia autoconciencia se confunde en la conciencia divina. Si sus seguidores tardan en reconocer su deidad, no se debe a que no sea Dios o porque no la haya manifestado claramente. Se debe a que ellos son torpes y duros de corazón para creer lo que se halla patente ante sus ojos.

Todo cuanto hemos dicho quiere decir que las Sagradas Escrituras ofrecen las evidencias de que Cristo es Dios. Pero la Biblia está muy lejos de proporcionarnos todas las evidencias que poseemos. Está, por ejemplo, la revolución que Cristo ha realizado en el mundo. Si se preguntara, en realidad, cuál es la prueba más convincente de la deidad de Cristo, es probable que lo mejor sería contestar: el cristianismo. Por lo menos las dos credenciales más palpables de Cristo son la vida nueva que ha traído al mundo, y la nueva creación que él, por medio de su vida y de su obra ha producido en la humanidad.

Encaremos ahora el problema objetivamente. Leamos una obra como la del doctor Adolfo Harnack, La Expansión del Cristianismo, o la del doctor Ernest von Dobschütz, La Vida Cristiana en la Iglesia Primitiva, —ninguna de las cuales admite la deidad de Cristo—, y preguntémonos si tales acontecimientos pudieron tener lugar por medio de una potencia que fuera menos que divina. Además, tenemos que recordar que esos acontecimientos no tuvieron lugar solamente en el mundo pagano de hace dos mil años sino que se han repetido, vez tras vez, a lo largo de cada una de las generaciones transcurridas desde entonces; porque el cristianismo ha reconquistado al mundo en cada una de las que han ido pasando. Pensemos en la forma cómo se desparramó el cristianismo en el mundo, a semejanza de fuego consumiendo el pasto de una pradera. Pensemos cómo, a medida que se desparramaba, iba transformando vidas. Si tales acontecimientos tuvieran lugar en la actualidad, ya sea objetiva o subjetivamente, nos hubieran parecido increíbles. Carlos Darwin dijo que “si un navegante estuviera a punto de naufragar en una costa desconocida, oraría fervorosamente para que esa región ya haya recibido los beneficios del mensaje misionero. La lección del misionero sería el amuleto mágico”. Esta influencia transformadora que no ha perdido su potencia a pesar de los dos mil años transcurridos, ¿puede haber procedido de un mero hombre? Históricamente resulta imposible creer que el gran movimiento que llamamos cristianismo, que permanece incólume después de mil años, haya procedido de un mero impulso humano; o represente hoy la operación de un mero esfuerzo humano.

LA PRUEBA INTERNA

O encaremos el problema subjetivamente. Cada cristiano lleva dentro de sí la prueba del poder transformador de Cristo, y puede repetir el silogismo que empleó el ciego de nacimiento curado por Jesús cuando exclamó: “Por cierto, maravillosa cosa es ésta, que vosotros no sabéis de dónde sea, y a mí me abrió los ojos” (Juan 9:30). “Solamente las personas sensibilizadas exquisitamente pueden escalar altos ideales”. Un razonador elocuente pregunta con vehemencia: “¿Hemos de confiar en el tacto de nuestros dedos, en la visión de nuestros ojos, en la percepción de nuestros oídos, y no hemos de confiar en la profunda conciencia de nuestra naturaleza superior, que es la respuesta de la conciencia, la flor del contentamiento espiritual, el fulgor del amor espiritual? Negar que la experiencia espiritual es tan real como la experiencia física, equivale a insultar las facultades más nobles, de nuestra naturaleza. Es lo mismo que decir que una mitad de nuestra naturaleza dice la verdad, mientras que la otra miente. La proposición que sostiene que los hechos de la vida espiritual son menos reales que los del reino físico, está en contradicción con toda la filosofía”. El corazón transformado de los cristianos que registra “temperamentos afables, motivos nobles y vidas visiblemente vividas bajo el imperio de grandes aspiraciones”, es la prueba acabada de la divinidad de la Persona de quien surge toda esa inspiración.

Quiere decir entonces que la prueba suprema de la deidad de Cristo como poder transformador del corazón y de la vida del ser humano, es la experiencia que cada cristiano lleva en su propio ser interior. Toda persona que siente sobre su cuerpo el calor del sol, sabe que el sol existe. Del mismo modo quien ha experimentado el poder recriador del Señor en su propia vida, sabe que es su Señor y Dios. Tenemos que declarar que lo que acabamos de afirmar constituye la prueba más acabada y concluyente que cada cristiano posee de la deidad de Cristo; prueba de la que no puede escapar y a la que no puede menos que ceder con sincera e irrefutable convicción, ya sea o no capaz de analizarla o de inferir sus consecuencias lógicas. Ya sea que pueda o no estar seguro de otra cosa, él sabe que su Redentor vive. Porque este Redentor vive, nosotros también viviremos; ésta es la seguridad que el mismo Señor nos ha dejado. Porque nosotros vivimos, él también vive. Esta es la convicción imposible de arrancar de cuajo del corazón humano.

Traducido de The Fundamentals

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