El predicador del evangelio, por la naturaleza de su trabajo, está obligado a vivir en asociación estrecha con otras personas. Por el carácter de su misión se le confían ciertas intimidades y se le fían asuntos confidenciales. El predicador del evangelio debe tener un concepto tan elevado de su ministerio que no debe permitir que se le ponga en circunstancias comprometedoras. Aunque debe ser cariñoso y afable en su trato con los demás, debe siempre guardarse libre de toda sospecha y murmuración. Su conducta debe ser tal que pueda cumplir libremente su ministerio en toda ocasión sin temer que se ponga en tela de duda su carácter moral. El poder de la predicación del evangelio no consiste tanto en la elocuencia del predicador como en la consagración de su vida diaria al Señor. Fuera del pulpito, su conducta debe ser tal que sea un ejemplo de piedad y que inspire la confianza en todos logrando así ser un guía espiritual de su pueblo. Un predicador subió a un tranvía y recibió cambio de más al pagarle al conductor. Después de luchar consigo mismo, el predicador decidió devolver el dinero que no le pertenecía, y al llamarle la atención al conductor, éste le replicó: «No fue un equívoco; antes lo hice a propósito, porque el domingo le oí predicar sobre la honradez y quería estar seguro de que usted practica lo que predica». ¡Cuántos buenos sermones han perdido su poder por la torpeza del predicador en su conducta diaria! De esto se cuidaba diligentemente el Apóstol Pablo, y nos dice: «Antes hiero mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre; no sea que habiendo predicado a otros, yo mismo vengo a ser reprobado» (1 Cor. 9:27). Claro que no hay predicador que sea perfecto; pero el predicador, para que cumpla fielmente su ministerio, debe ser consciente de la magnitud de su responsabilidad impuesta por el carácter de la misión que desempeña.
Es precisamente esta falta de sentido de responsabilidad lo que ha causado tanto perjuicio al ministerio
cristiano. Cuidemos con diligencia y con gran empeño que el ministerio que Jesucristo nos ha dado no sea vituperado por nuestras causas; y Dios nos dará la gracia necesaria para que nuestro servicio sea fructífero y redunde en honra y gloria de su Santo Nombre.
En esta ocasión queremos considerar el asunto del predicador como pastor. La Escritura dice que Cristo dio dones diferentes a los que llamó a su ministerio: «Y él mismo (Cristo) dio unos, ciertamente apóstoles; y otros, profetas; y otros, evangelistas; y otros, pastores y doctores…» Y según el plan de Dios esos obreros fueron puestos en la iglesia con un propósito bien definido; pues la Escritura agrega, diciendo: «Para perfección de los santos, para la obra del ministerio, para edificación del cuerpo de Cristo.» (Efesios 4:11, 12). Fácilmente podemos ver que el ministerio en la iglesia es vasto, y su programa tan amplio que para ello son necesarios varios obreros además de la cooperación liberal de la congregación. En el Nuevo Testamento hay iglesias que tuvieron en su seno varios predicadores; pero siempre hubo solamente un pastor. A decir verdad, son pocos los predicadores que están dotados de virtudes y cualidades que los capaciten para enseñar, evangelizar y pastorear. Aunque todo pastor debe hacer trabajo de evangelismo y de enseñanza, no todo predicador está debidamente capacitado para desempeñar el puesto de pastor. Muchos buenos predicadores han fracasado en el pastorado no por falta de preparación y de aptitudes para predicar, por cierto, sino más bien por la falta de cordura y de sabiduría para ayudar a solucionar sabiamente los problemas serios que son propios del pastorado. Alguien dijo en cierta ocasión lo siguiente: «Para satisfacer las necesidades y las exigencias del pastorado, el predicador debe tener la fortaleza del buey, la rapidez de un antílope, la tenacidad de un perro de presa, el valor de un león, la agilidad de un leopardo, la paciencia de un asno, la coz de una mula, la industria de un castor, la versatilidad de un ruiseñor, la mansedumbre de un cordero, la piel de un rinoceronte, la disposición de un ángel, la resignación de un incurable, la lealtad de un apóstol, la ternura de un mártir, la fidelidad de un profeta, el fervor de un evangelista, y el afecto de una madre.» Todo esto tiene que ver con el carácter del pastor y la disposición con que desempeñe su misión.
Ser pastor no es tan fácil como parece; pues es la tarea más pesada y difícil a que pueda dedicarse una persona. Son muy raras las iglesias que han sido enseñadas a asumir su responsabilidad; en algunos casos los pastores son víctimas de las imprudencias de su propia congregación. Consideremos algunas de las muchas cosas a que se dedica el pastor en su trabajo diario: la preparación constante de sermones; el programa educativo de la iglesia con los planes de trabajo para cada uno de los departamentos; la preparación de maestros y de directores; el programa de finanzas de la iglesia; (a veces la dirección del coro y algún programa semanal de radio); la visitación a los enfermos y a los desalentados; el trabajo con personas inconversas; la responsabilidad de vigilar y guiar a su congregación; y como si todo esto fuera poco, tiene también que luchar con la oposición de elementos contrarios y con los problemas morales que son comunes en toda congregación. Todas estas actividades que en las iglesias grandes se llevan a cabo por los diferentes departamentos y por varios obreros, los pastores de iglesias que no son grandes las tienen todas en sus manos y procuran servir al Señor de la mejor manera posible. No es el propósito de este artículo el despertar lástima y compasión por el pastor; sino más bien el procurar sacudir la conciencia adormecida de muchos cristianos que, como miembros de su iglesia, no han cumplido su deber. Pues las iglesias no crecen por arte de magia. Donde hay bendición y crecimiento los hay porque tanto el pastor como la congregación se han consagrado y dedicado fielmente a servir a su Señor.
El Pastor Evangélico, 1958