La brújula de la Palabra

Es difícil para nosotros apreciar debidamente el valor y el denuedo de nuestros antepasados que se lanzaron en sus frágiles embarcaciones a los mares sin la ayuda de la brújula. El terror de los mares –que, según la imaginación de Homero se hallaban bajo el caprichoso control del dios Neptuno– impregna todo el ambiente de la Odisea y el lector evangélico sabe por el dramático relato de Lucas en Hechos XXVII que aun las grandes naves del Imperio de Roma tenían que invernar en algún puerto cómodo antes de desatarse las tempestades otoñales, so pena de hallarse envueltas en un naufragio como el que tan magistralmente describe el autor sagrado. Los capitanes y pilotos podían orientarse por los astros cuando el cielo estaba despejado, pero si las nubes les robaban tan precioso auxilio, no les quedaba más que su recuerdo de la línea de las costas y la silueta de las cordilleras en lontananza. Les faltaba un medio constante de orientación que no fuese afectado por las fluctuaciones del tiempo.

Al parecer, los chinos conocían el principio de la brújula mil años antes de Jesucristo, pero los navegantes europeos no dispusieron de tan precioso auxilio hasta el siglo XII. El principio es sencillo en sí, pues una varita de hierro imantada (magnetizada), que puede moverse libremente en plano horizontal, se alinea bajo la influencia del campo magnético terrestre de tal forma que una punta señala el polo norte magnético y el otro el polo sur. Si frotamos una aguja con un imán y la engrasamos ligeramente después para que flote, colocándola luego en una taza de agua tranquila, adoptará esta línea, y habremos hecho una brújula primitiva. Hoy en día la brújula marítima se ha convertido en instrumento complicado, gracias a los refinamientos de la ciencia, pero siempre con el propósito de protegerla de influencias ajenas que podrían falsear la línea norte-sur. Los barcos modernos, construidos de diferentes metales y llenos de motores de toda clase, necesitan dispositivos que salvaguarden la brújula de influencias inmediatas más fuertes que el campo magnético terrestre. La brújula, al proveer una orientación permanente, permitió que los navegantes se echasen al océano, no sin riesgos, pero sí con la confianza de mantener un rumbo fijo y ello hizo posible los grandes viajes de exploración de Vasco da Gama, de Cristóbal Colón y sus sucesores. Los instructores de los pilotos-aviadores de hoy sabiendo que la mente humana puede estar influida por varias presiones psicológicas en circunstancias extremas, aconsejan a sus alumnos: «No hagáis caso de vuestras sensaciones al estar allí arriba, sino fiaos de los instrumentos».

Queremos que la brújula nos sirva de lección, pensando en el hecho manifiesto de que las mentes de los cristianos –verdaderos o nominales– han estado sujetas a las más variadas influencias desde que el Maestro y sus Apóstoles nos dejaron el precioso depósito de «la fe una vez para siempre entregada a los santos» (Judas 3) y que ahora -más que nunca- necesitan una orientación independiente de las fluctuaciones de las filosofías humanas como también de las modas y ambientes que cambian tanto y tan rápidamente con el fluir de los tiempos. Este Norte ha de ser siempre la Palabra de Dios reconocida como inspirada y autoritativa. Si el diablo, utilizando las lucubraciones de «teólogos cristianos», puede sembrar en las mentes humanas la idea de que los orígenes del cristianismo carecen de bases históricas, habrá falseado la brújula de tal forma que los engañados por sus argucias no podrán fijar un rumbo constante para su vida espiritual. Ha logrado esta nefasta obra en parte –pese a que los verdaderos estudios arqueológicos reafirman la historicidad de la Biblia– y por eso los hombres de hoy se caracterizan como «hombres sin rumbo», según se desprende de la novelística en boga. Este mal del siglo se ha erigido en sistema filosófico por los postulados del existencialismo. El sistema no carece de verdades parciales, pero si no se controla por la revelación divina, deja al pobre ser humano víctima de cualquier impulso momentáneo.

LOS PRIMEROS SIGLOS

Contrariamente al pensamiento de la mayoría de los expositores, es probable que la pequeña parábola de la levadura indique, no el éxito del cristianismo, sino la rápida corrupción de la pura doctrina apostólica. Análogamente, el grano de mostaza que se convierte tan rápidamente en árbol, refugio de las aves del cielo, muy bien podría significar el desarrollo del gran sistema eclesiástico que tan pronto cambió la sencillez de las iglesias locales de la época apostólica en una organización que había de llegar a las fantásticas dimensiones de la Iglesia romana, afectada por muchas influencias políticas completamente ajenas al Reino de Dios. Sea ello como fuere, el hecho histórico es notorio, y nos hallamos ante la disyuntiva de aceptar el principio del desarrollo dentro de la Iglesia -que nos lleva indefectiblemente a Roma –o de fijarnos en la brújula, esforzándonos por volver a la sencillez de los Evangelios y de las Epístolas. Ya en segundo siglo –pese al valor y a la fidelidad de la mayoría de los creyentes– la influencia de los «misterios» oriental-griegos, juntamente con una exégesis pobre del Antiguo Testamento, habrían introducido en la Iglesia la idea «sacramental» o sea, del valor en sí de las ordenanzas cristianas, que dejaban de ser preciosos símbolos de realidades espirituales e internas para convertirse en obra de magia. Así los cristianos empezaban a considerar que el bautismo en sí «regeneraba», en lugar de ser el símbolo de la regeneración, y que el pan eucarístico no sólo significaba el hecho del sacrificio único de expiación, sino que era su continuación. Análogamente los siervos de Dios –sencillos ancianos-pastores en la era apostólica– llegaron a constituir una clase sacerdotal aparte, con atribuciones espirituales que les distinguían y situaban por encima de los laicos. El «episcopos» se hacía jefe de los presbuteroi, y a éstos servían los diáconos; muy pronto el episcopos no sólo regía una iglesia local, sino también una diócesis modelada al estilo de las divisiones civiles del imperio. Por fin el episcopos más importante –por la sola razón carnal de residir en la metrópoli de un imperio pagano– asumía atribuciones que le hacían «cabeza» de sus colegas y de toda iglesia.

Todo eso no sucedió en un momento dado, ni era igual el desarrollo humano y carnal en todas las regiones, pero la brújula se escondía bajo un montón de conveniencias y de tradiciones locales –que llegan a aceptarse con espantosa rapidez– hasta el punto de sembrarse, aun en la época de los mártires, toda la semilla que había de producir tan amargo fruto en la Edad Media. Las «justificaciones» de la sucesión apostólica y del valor de las tradiciones orales se sacaron a la luz más tarde para legitimar los cambios que ya se habían producido. Una y otra vez hombres que estudiaban seriamente las Escrituras querían que la Iglesia siguiera el rumbo marcado por la brújula de la Palabra, fuese proponiendo reformas internas en el sistema ya remante, fuese separándose de él en movimientos disidentes de variado valor espiritual. Es probable que muchos de los herejes de los primeros siglos fueran de hecho hermanos que querían seguir la norma de la Palabra, pero como sus propios escritos fueron destruidos y la información sobre ellos nos llega a través de sus enemigos, es imposible ya aquilatar la medida de verdad y de error que prevalecían en los movimientos de separación. Prisciliano de España es denunciado como un hereje maniqueo, pero documentos más recientes presentan un cuadro muy diferente, percibiéndose mucha verdad neotestamentaria en el movimiento que inició. «The Pilgrim Church» por E. H. Broadbent analiza muchos de los movimientos denominados «herejes» desde este punto de vista.

LA REFORMA

El lema de sola escriptura proclamado por los reformadores, se aplicó a medias, ya que la presión de tantos siglos de tradición y de costumbres arraigadas, interponía un prisma entre la visión de los reformadores y la claridad del Nuevo Testamento, persistiendo también la floja exégesis en el punto crucial de las relaciones doctrinales entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Lo que convenía era la multiplicación de iglesias locales formadas según el patrón del Nuevo Testamento, con las manifestaciones de intercomunión que fuesen del caso, pero hacía falta repudiar, totalmente la idea de la Iglesia visible formada no -sólo de personas regeneradas por la fe sino también por otras que no pasaban de ser la «cizaña» de la parábola de Mateo XIII: almas adheridas exteriormente a la organización por los sacramentos, sin ser de Cristo ni estar «en Cristo». Eso no se hizo, de modo que Lutero pensaba en iglesias que dependían en gran parte de los príncipes de los estados del Imperio; la Iglesia anglicana aceptó al rey por «cabeza», mientras que Calvino influía en las decisiones del Consejo civil de Ginebra por medio del consistorio de ministros y de presbíteros, procurando que la disciplina, considerada como cristiana, se extendiera a todos los ciudadanos, creyentes o no creyentes, según el concepto de la «Iglesia Visible». Pablo establecía normas espirituales e inspiradas para las congregaciones de los santos, de modo que este intento de legislar para el mundo –llámese como se llame– no sigue la orientación de la brújula de la Palabra. Hemos heredado los problemas de una reforma parcial, lo que explica la gran confusión de nuestros tiempos y la proposición de soluciones que quieren remediarla por unificar la confusión en lugar de volver sencillamente al Norte de la Palabra. La gran obra duradera de la Reforma fue la traducción y difusión de las Escrituras, con lo que, por lo menos, se puso «la brújula» a la vista de quienes quisieran hacer caso de ella.

LA ERA CONTEMPORANEA

El panorama religioso-eclesiástico doctrinal de nuestros días es sumamente complejo. La proliferación de sectas –que aprovechan el libre examen de las Escrituras sin someterse a rectas normas exegéticas y sin el debido estudio de la historia de la Iglesia que revelaría el origen de muchos errores doctrinales y fallos eclesiásticos– parece justificar el nuevo ecumenismo; pero muchos líderes ecuménicos no quieren enfrentarse con el problema primordial de que la «Iglesia» de hoy no es la de la Epístola a los Efesios ni admiten la necesidad de volver a la doctrina apostólica en su pureza. Los estudios de los últimos siglos han arrojado clara luz sobre el pensamiento apostólico, pero la mayoría de los líderes sólo quieren admitir las facetas que concuerdan con su sistema histórico o con la supuesta «luz» del humanismo. La aguja de la brújula señala cualquier punto de la «rosa de los vientos» por estar sujeta a fortísimas influencias extrabíblicas. En cuanto a la doctrina, el barthianismo pareció poner un freno a los excesos del liberalismo antropológico, pero movimientos derivados de esta raíz (pensamos en Bultmann, Tillich, Bonhoeffer, etc.) no sólo minan las bases históricas del Nuevo Testamento, sino que abogan por un cristianismo no-religioso que adapte aun la idea de «Dios» a los conceptos de los científicos materialistas, tan satisfechos con las «soluciones» de esta edad científica que prefieren prescindir de un Dios trascendental. Estas ideas han llegado a popularizarse por medio del libro Honest to God (Honrados frente a Dios) escrito nada menos que por el obispo anglicano de Woolwich, quien, sin duda, firmó antes de entrar en su ministerio los Treinta y Nueve Artículos de la Iglesia anglicana que niega escandalosamente en este libro. Con la extensión de un cristianismo que prescinde de todas las doctrinas fundamentales de la Fe –inclusive del concepto bíblico de Dios– hemos llegado al reductio ad absurdum de todo movimiento que se aparta de la revelación de Dios, enfocada en Cristo y su Obra, y presentada a nosotros por medios del Libro inspirado. Desde luego, hay muchos grados de desviación, pero la gran lección de hoy es que la desviación no puede retenerse en un punto dado, pues una vez que la mente humana empieza a trabajar sobre los postulados bíblicos «a su manera» o que el Libro se confina dentro de sistemas históricos que han de mantenerse a toda costa, la aguja de la brújula deja de ser útil. Los navegantes de los mares y de los aires van perfeccionando los métodos para fijar su Norte y su rumbo con toda precisión hasta tal punto que pronto podrán maniobrar sus naves tanto de noche como de día, lo mismo en las más densas tinieblas que con el cielo despejado; al mismo tiempo los que profesan ser los pilotos que guían la nave de la Iglesia se fían de cualquier factor subjetivo y fijan su vista en cualquier accidente histórico y tradicional antes que enfrentarse con la necesidad de volver al Libro inspirado que solo puede determinar el rumbo a la luz de la revelación divina. El Verbo encarnado y el Libro inspirado están tan íntimamente unidos que es imposible dudar de éste sin ser infiel a aquél. Llamamos a todos a volver a aquella «Luz que, entrando en el mundo, alumbra a todo hombre» [Jn. 1:9]. El Verbo encarnado dijo de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, mas tendrá la luz de la vida» [Jn. 8:12].

Pensamiento Cristiano, 1965. Originalmente apareció en el Boletín de la Alianza Evangélica Española

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