Los patriarcas y los profetas del pueblo hebreo, los sacerdotes de Egipto y Caldea, los filósofos y los poetas de Grecia y Roma habían hablado mucho acerca de Dios, manifestando en lenguaje bello, fervoroso y grandilocuente su infinito poder, su ilimitada sabiduría y su perfecta santidad. Sabíamos por ellos que Dios era el Ser Supremo, el Creador y Legislador del Universo, el Rey y Juez de la Humanidad, siendo tan puro como poderoso, tan justo como sabio.
Mas todas estas grandiosas nociones no eran más que vagos resplandores de la Antorcha Inextinguible, brillantes luciérnagas que en larga noche de los tiempos precristianos difundían tenue claridad entre los hombres sumidos en la ignorancia y el pecado. Cuando Jesús apareció en la fértil Palestina, no contemplamos una luciérnaga que nos hiciera presentir o adivinar el manantial inagotable de la luz espiritual, ni tampoco una esplendorosa estrella que reflejaba sobre la tierra de los hombres la luz que de astro lejano recibiese; contemplamos al Sol Divino sobre el horizonte de la humana historia, e intuitivamente nos postramos ante él, adorándole con dulcísimo arrobamiento, como los parsis se postran por la mañana mirando al astro del día que sale. Se necesitó un Moisés para llamarlo Adonai (el Señor,) un pueblo escogido para que lo designase como el nombre de Jehová, un Aristóteles para que lo reconociese como la causa, y todo un Cristo para que nos lo presentase con el dulcísimo nombre del Padre Celestial, el más adecuado para expresar su poder y su amor, significando que es rey del cielo y padre del hombre.
El gran genio sueco Emanuel Swedenborg, quien sólo se titula «siervo del Señor Jesucristo,» dice en su extensa obra “La Verdadera Religión Cristiana:” «Sin revelación no se puede obtener conocimientos acerca de Dios y los conocimientos, referentes al Señor, no se pueden obtener sino por medio del Verbo, que es la corona de las revelaciones; porque por medio de la revelación, dada en él, el hombre puede acercarse a Dios, recibir su influjo, y de ser meramente natural, llegar a ser espiritual.»
Y Jesús mismo decía: «Todas las cosas me son entregadas por mi padre; y nadie conoció al Hijo, sino el Padre; ni al Padre conoció alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo le quisiere revelar.» (Mat. 11:27) «El que me ha visto, ha visto al Padre. Las palabras que yo os hablo, no las hablo de mí mismo; mas el Padre que está en mí, él hace las obras. Creedme que yo soy en el Padre, y el Padre en mí.» (Juan 14:9-11)
Creo que la misión reveladora de Jesús es doble. La primera, la antecedente, consiste en la revelación de Dios a los hombres; la segunda, la consecuente, en la revelación del hombre al hombre. La primera la llamo antecedente, porque nadie puede conocerse a sí mismo, si antes no ha conocido a Dios. Dice uno de los proverbistas: «El temor de Dios es el principio de la sabiduría.” He ahí en pocas palabras el axioma de los axiomas, el fundamento de la filosofía y de la ciencia verdaderas.
Si las plantas estuviesen dotadas de sentidos corporales y de inteligencia, ¿podría la que vegeta en la oscuridad de profunda cueva conocer la palidez de sus hojas? ¡No! Sólo la que, hallándose sobre la superficie de la tierra recibiendo los ardientes, fecundizadores y luminosos rayos del sol, se daría cuenta del verdor de sus hojas o de la marchitez de sus pétalos. Así como la luz solar revelaría la planta a sí misma, así también el conocimiento de Dios revela a la planta humana el estado de su alma, la responsabilidad de sus actos, las infinitas posibilidades bienhechoras de su vida, el encanto indestructible de sus virtudes y la trascendencia de su destino.
Los pescadores galileos no sabían que ellos estaban llamados al glorioso ministerio de pescar hombres. Si Jesús no les habla del Padre, habrían muerto oscuramente como simples pesadores, sin haber pensado nunca que ellos estaban dotados de un poder divino capaz de establecer un reino cual jamás lo habían soñado Sesostris en Egipto, Salomón en Palestina, Nabucodonosor en Babilonia, César en Roma, Alejandro en Grecia.
Si Andrés no lleva su hermano a Jesús, Pedro hubiera fenecido sin adivinar siquiera que, a pesar de su carácter impulsivo y voluble, había en el fondo de su alma, el lugar santísimo del espíritu, un tesoro de paciencia y firmeza.
Fue preciso que el ladrón penitente viera resplandecer sobre el sereno rostro de Jesús la luz de Dios, para que confiara en alcanzar un sitio humilde en el gran Reino de los Cielos, justamente el mismo día en que la sociedad humana le desterraba a las regiones de ultratumba, expulsándole de la tierra de los vivos.
Nada estaba más lejos del pensamiento del loco de Gadara que él fuera a ser el primer misionero cristiano entre los gentiles, el apóstol de la libertad y la salvación entre aquellas gentes que le consideraron condenado a una desgracia irremediable y contra quien emplearon las cadenas y los grillos, los instrumentos clásicos de la esclavitud.
Tampoco imaginaría la hija degradada de Siquem que ella pudiera ser el instrumento eficaz para guiar a los hombres de Samaria hacia aquel gran profeta que estaba sentado junto al pozo de Jacob, y en quien bien pronto reconocieron el Salvador del mundo. La Samaritana ignoraba, como ignoran casi todos los pecadores, que en el fondo de la inmunda cloaca de sus pasiones egoístas, de sus vicios, yacía invisible el diamante del bien, aguardando que la fe y el arrepentimiento purificasen y diafanizaran la pútrida corriente, para entonces iluminar con luz celestial las aguas renovadas. Y de ahí que la mujer de perdición: la pecadora sensual se convierte en la mujer de salvación, la misionera.
Es inmensamente triste, es infinitamente lamentable que mientras los hombres arrancan secretos al cielo y a la tierra, extrayendo fuerza del vapor sutil, medicina de las plantas, blanco papel del sucio harapo, luz de las aguas, tintas y perfumes del carbón de piedra, etc., vivan y mueran sin conocerse, sin descubrir los grandes secretos que encierra el corazón humano. Por medio de su ciencia domina en la tierra, en las aguas y en el aire; pero, a pesar de tantos triunfos, de victorias tantas, el hombre tiene que lamentar lleno de vergüenza y desesperación, la más cruel de las derrotas, el más deplorable de los fracasos. El instinto predomina en él sobre la razón, el capricho sobre la voluntad, la bestia sobre el ángel, la carne sobre el espíritu, las tinieblas sobre la luz, el mal sobre el bien. A ese hombre, conquistador de la naturaleza por la ciencia, le falta aun ser conquistador de sí mismo por la fe. La primera conquista se llama civilización: la segunda, la suprema. Cristianismo o Evangelio.
La escuela, el templo del saber, y el taller, el templo del trabajo, nos harán reyes de la naturaleza. Pero sólo Cristo, el Revelador de Dios y del Hombre, nos hará reyes de nosotros mismos.
Jesús es el Gran Revelador. En la naturaleza nos mostró toda una teología. El pajarito que raía muerto en la espesura del bosque, el lirio que abría sus rojos pétalos en el jardín de una señorita, las avecillas que cruzaban en rápido vuelo el espacio, la fecunda simiente que caía en el terreno, el pez que se agitaba en las aguas del tranquilo lago, el menudo grano de mostaza, etc., todo esto le hablaba al Padre y su Reino, y él se constituyó en el intérprete de tan misterioso lenguaje.
Reveló al niño, tan despreciado en el paganismo y tan desconocido en el mosaísmo, como el ciudadano del Reino de Dios y como el maestro del hombre. No es de extrañar que el inmortal pedagogo alemán Froebel, amoroso educador cristiano, dijera: «Que el niño sea siempre para nosotros un gaje vivo de la presencia, de la bondad y del amor de Dios.»
Jesús fue el que reveló, de una manera clara y hermosísima, el valor de la mujer, la santidad del matrimonio y la indisolubilidad del amor cuando dijo a los fariseos: “Lo que Dios juntó no lo aparte el hombre.” (Mal. 19:6)
Jesús fue el que reveló la base de la libertad verdadera cuando exclamó en las calles de Jerusalén: “Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres.” (Juan 8:32)
Jesús fue el que nos dio la clave de la inmortalidad en aquellas consoladoras palabras pronunciadas frente al sepulcro de su amigo Lázaro: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque esté muerto vivirá.” (Juan 11:25)
Jesús fue el que reveló el secreto de la salvación, dando la sencilla y gráfica solución siguiente: “Yo soy el camino y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí.” (Juan 14:6)
Jesús, por último, revela al hombre la divinidad de su origen, la excelsitud de su misión en la tierra y la glorificación de su destino en el cielo.
Él es la encarnación de todo lo bello, de todo lo verdadero, de todo lo justo y de todo lo bueno que existe.
Él es la vida y la luz: él es la fe, la esperanza y la caridad: él es la paz, la justicia, la libertad, el bien supremo.
Jesús es el único punto de vista desde el cual el hombre puede apreciar justamente lo pasado, lo presente y lo porvenir, su origen, su naturaleza y su destino, el pecado y la salvación, la historia y la religión, la humanidad y Dios.
Si en Jesucristo hallamos a Dios haciéndose semejante al hombre, por medio del cuerpo es con el fin de que el hombre, mediante el espíritu, se asemeje a Dios. Él es la inmensa escala espiritual que une al cielo con la tierra, por la cual Dios desciende hasta el hombre y el hombre asciende hasta Dios.
Creer en Jesús y amarle es conocer a Dios y conocerse a sí mismo. Cuando no se cree en él ni se le ama, es como si el alma perdiera el instinto de la propia conservación; se trata de un suicidio espiritual, comparado con el cual el suicidio del cuerpo no es más que una mera sombra.
Lejos de él los hombres estarán sumidos en el profundo abismo de la ignorancia, de la degradación y de la muerte. Cerca de él, por el contrario, se alzarán sobre la augusta y coruscante cumbre de la sabiduría, de la santificación y de la inmortalidad.
El hombre sin Jesús es como un viajero sin guía, un navegante sin brújula, un astrónomo sin telescopio. Continuamente hallará a su paso el extravío, el naufragio, la oscuridad impenetrable.
Confía en él, lector amado, y el sendero de la vida terrenal será recto, el rumbo de la eternidad seguro y las estrellas del mundo espiritual aparecerán visibles y deslumbrantes con la luz de Cristo, nuestro Salvador, que es la luz de Dios, nuestro Padre Celestial.
Puerto Rico Evangélico, 1914