Hoy, tienes que predicar

Hoy tienes que predicar. Es el día del Señor. Tienes que dar a la congregación, formada por convertidos e inconversos, el mensaje del Señor. Grande es tu privilegio y más grande aún tu responsabilidad. Naturalmente, no habrá nada de improvisado, ni de agitación con motivo de lo que tienes que hacer. Ya hace días que has elegido y preparado el mensaje con la dirección del Espíritu Santo; tienes la convicción que es así porque lo hiciste con oración y ruego delante de Dios. Además, al hacerlo no sólo pensaste en que tenías que predicar, sino en que tenías que predicar teniendo en cuenta las circunstancias, el público y la voluntad de Dios. Sabes que tienes un mensaje que dar.

Por eso te sientes tranquilo y seguro: No pretendes hablar tú sino que el Señor habla por tu intermedio; tu mensaje está basado en la divina Palabra y esperas la dirección del Espíritu.

Todo está listo: el bosquejo, los textos bíblicos, etc., etc. Más aún, el viernes o el sábado has elegido con tranquilidad la lectura bíblica y los himnos, y has preparado «el programa de la reunión» en papel aparte, inclusive los anuncios y motivos especiales de oración.

Bien hecho. Si no sucede nada imprevisto que te robe los minutos libres entre las distintas reuniones del día de hoy, podrás dedicarte a la preparación espiritual; pero si sucediera, como pasa a menudo en la vida pastoral: que tienes que atender a un alma pecadora que busca al Señor, conceder una entrevista a un hermano que tiene un problema, hacer una visita urgente a un enfermo, tampoco te excitarás. Todo está listo de antemano.

La verdad hermosa es que tienes que predicar. Puedes haberlo hecho muchas veces y seguir haciéndolo miles de veces en tu vida; pero eso no importa. No debes caer en la rutina o en el sentimiento «profesionalista» de quien va a dar un discurso. No. Cada vez tiene su sentido y su responsabilidad especial.

Por eso debe embargarte el sentimiento de que participas de algo sagrado. Un «algo» debe recoger tu alma con un sentimiento que te haga sentir al subir al púlpito que ese lugar «Tierra santa es».

Todo eso hace necesario que hoy huyas del bullicio, de la charla insulsa –aun de la que pueda improvisarse en tu hogar, de toda lectura profana y de sentimientos extraños. Si se trata del culto vespertino y esta tarde no tuvieras alguna actividad especial, aprovecharás para estar solo una parte de ella.

Por un impulso interior querrás encerrarte en tu estudio o en el lugar más tranquilo de tu casa. Leerás un trozo de las Escrituras en que se basa tu mensaje como asimismo los relatos que citarás y pasajes que intervienen directa o indirectamente en lo que tienes que decir. Repasarás mentalmente las principales ideas y su aplicación a las almas. Y orarás. Orarás por ti para que el Señor te dé «palabras al abrir de tu boca». Para que el Señor detenga las palabras que estén demás o fuera de lugar, las que sólo servirían para ostentación oratoria. Orarás por la congregación, por las almas perdidas, por los hermanos que esperan «algo» en el culto de hoy, por los que vienen por rutina no esperando nada, para que el Señor les dé por tu intermedio lo que necesitan.

No sé si en esos momentos t pasara lo que a veces me ha pasado a mí: terminando la parte formal de la preparación, quizá leerás, meditarás u orarás todo entrelazado como si fuera una sola cosa. Quizá descubras en algún momento que no te hayas haciendo específicamente ninguna de las tres cosas: pero sí estando en comunión con Dios. ¡Eso hace bien al alma y a la predicación!

Lógicamente vendrá a tu mente algún nombre, algún rostro. Puede ser algún alma a la que desearías ardientemente ver ganada. Algún joven que debiera consagrarse al servicio del Señor. Alguien que sabes está atribulado. Insensiblemente te hallarás orando por ellos.

Muchas veces tendrás alguna tarea específica que realizar en la tarde: en alguna reunión de evangelización, o de la unión de preparación, etc. Pero si no la tienes te diré lo que me ha hecho mucho bien a mí: hacer algo para la evangelización aunque sea muy poco. Puedes tomar una porción de «tratados» o evangelios y salir a caminar unas cuadras. Lo harás con tranquilidad. Eso te hará mucho bien, pues despejará tu mente, templará tu cuerpo y preparará tu espíritu. Dando un «tratado» o folleto aquí y otro allí; dejando alguno debajo de una puerta (perdona la interrupción, pero recuerdo que hace unos años ganamos un matrimonio de esa manera. Al volver a hacerlo siempre oro para que eso se repita), hablando con uno y con otro unas pocas palabras; y aseguro que volverás tonificado espiritual y físicamente. Caminar lentamente hace mucho bien. Mejor es sólo; salvo que lo hagas con alguien — como tu esposa — que sepa mantenerse dentro del espíritu que te lleva a esa salida y participe de tarea. Pero si físicamente hace bien, mucho más espiritualmente; pues ese contacto con «el mundo», con las almas, mantiene alerta nuestra propia alma y la hace arder en deseos de ganar a los perdidos.

Al regresar querrás comer temprano. Nada de inquietud ni de angustias. Si tienes el hábito de comer antes de predicar: respétalo. Algunos prefieren ni hacerlo. Recuerda que un veterano predicador decía, con el espíritu jocoso que le caracterizaba: la Biblia manda ayunar y orar; pero no ayunar y predicar. Pero ese predicador era muy frugal y tú debes serlo. Quizá es necesario comer algo liviano.

A este respecto, naturalmente, la señora del pastor da la clave. Ella ha de cuidar el detalle. Que haya una hora fija en que tú sabes que puedes ir a la mesa y «todo está listo». Tiene que ser con tiempo suficiente como para no predicar con la comida en la boca. Esto perjudica la salud; pero lo que es peor: perjudicará la predicación, pues embota la mente. Ni en casa propia ni en la ajena debiera aceptar festines, comilonas desacostumbradas, etc., antes de predicar.

Recuerdo que cuando yo era un muchacho iba a atender cierta Escuela Dominical y luego me quedaba en el pueblo para la predicación de la noche. La muy buena hermana, como cocinera italiana, me dio una noche, media hora antes del culto, unas albóndigas de rey y señor mío. ¡Nunca las olvidaré! Me pareció que durante todo el tiempo del culto me subían y bajaban del estómago a la garganta. Aprendí la lección: no más comida pesada antes de predicar.

Bueno, nos hemos desviado. Volvamos al camino: Antes del culto querrás estar solo otra vez por algunos minutos. Solo: esa media hora no te pertenece: pertenece al Señor y a los oyentes. Tu estudio será posiblemente el mejor lugar … si es el más tranquilo. Con el tiempo quizá prefieras recostarte un poco; pero estarás meditando lo mismo. Los años nos hacen cambiar en la forma algunas cosas: el fondo y el propósito debe ser el mismo.

Lo importante es estar solo, solo con Dios. Tu buena esposa –esposa de pastor– te comprende perfectamente. Ella cuidará tu quietud, cuidando si es necesario que nadie te interrumpa: ¡ni ella misma! Quizá le gustaría contarte algo, participar contigo algunanoticia; pero sabe que es muy sagrado lo que tienes que hacer y, lo mismo que en las horas anteriores, observará un agradable «recato pastoral» a tu respecto. También ella está cumpliendo su misión en ese día. Una de las más importantes es velar por ti para que puedas dar al Señor el cien por ciento de tu eficiencia.

Se acerca la hora del culto. Antes de salir para la reunión, tu esposa entrará sigilosamente y te querrá dar un beso casto en la frente y te dirá –expresa o implícitamente–: «Querido, que Dios te bendiga esta noche. Oraré por ti».

Ahora ella te ha precedido para ir a ocupar su lugar, saludar a la gente que va llegando, y luego estar orando en espera del momento de iniciar el culto.

Tú, naturalmente, te sientes tranquilo y seguro. Al llegar al púlpito oras brevemente. Anuncias los himnos, oras, lees. Haces todo eso con perfecta seguridad; pues no hay nada de improvisado. Pero sobre todo, sientes la dirección del Espíritu; pues lo has invocado.

Vas a predicar ya. Se produce un pequeño alto en el culto. Sin embargo, nadie lo percibe, pero tú sí; acabas de elevar tu corazón a Dios: «Señor, ayúdame, como tantas veces los has hecho. Glorifícate a ti mismo. No mires a mis flaquezas; hazlo por las almas».

Y ya que estamos en tren de confidencias te diré lo que me pasaba al principio. Recuerdo las primeras veces que prediqué en el púlpito de la iglesia, en domingo, de noche; ya lo había hecho mucho en otros lugares, pues sentía un real «temor y temblor». Al subir al púlpito, antes de sentarme, me arrodillaba y oraba brevemente. Sentía necesidad de hacerlo. Luego me di cuenta que eso atraía la atención sobre mí desde el principio del culto y no me creí con derecho a desviar la atención de la gente hacia mi persona. Luego, mientras la congregación cantaba un himno inmediatamente antes del sermón yo me sentaba y oraba. Me hacía mucho bien y hasta creo que muchos creyentes sentían que era «la hora del perfume». Pero –quizá me haya equivocado– con el correr del tiempo, salvo raras excepciones, he preferido suprimir también eso que hacía fijar sobre mí la atención de alguien, quizá de quien más necesitaba fijarla en el Señor. Por eso, desde hace mucho lo hago silenciosamente mientras se canta un himno y aun mientras la gente se apronta para escuchar. Me parece que debo acordarme de orar solo antes de subir al púlpito … aunque no debo olvidarme de hacerlo al subir a él.

Estás predicando: Sientes que el Señor está contigo. El «temor y temblor» han desaparecido para ser sustituídos por un sentimiento de santa confianza que llena toda tu alma. La congregación no sabe ni sabrá nunca lo que ha pasado en ti en este día; pero lo sentirá en la unción de tus palabras y en el poder del Espíritu; fácilmente se dará cuenta de que «no es palabra de hombre» solamente lo que está oyendo.

Te olvidarás, como por encanto, de todo lo que has hecho y pensado para prepararte; y dependerás completamente de la dirección del Espíritu Santo. Verás y sentíras que algunos hermanos están orando por ti; entre ellos estará tu esposa. No te preocuparás por observar eso; pero al sentirte «liviano», como levantado por una mano invisible, al sentirte con «completa libertad de espíritu» gozarás de esa completa comunión espiritual que da la certeza de que «tenemos comunión entre nosotros y que esa comunión es en el Padre y en su Hijo Jesucristo».

Muy lejos estará de ti pensar en tu reputación como predicador, ni en lo pulido y florido de tu mensaje; otro pensamiento te llena: llegar a los corazones, salvar las almas, edificar el pueblo de Dios. Pensar que nunca como en ese momento eres para vida o para muerte del pecador; pero que Dios te puede utilizar para vida: ¡Qué gloria predicar así!

Perfil biográfico del autor

Santiago Canclini es graduado en la Universidad de La Plata, Argentina; se especializó en ciencias biológicas. Recibió el llamamiento a predicar y no fue «rebelde a la visión celestial». Está considerado como uno de los más elocuentes predicadores y evangelistas de la América del Sur. Con notable éxito ha desempeñado varios pastorados y puestos directivos y ejecutivos entre los bautistas de Argentina. Ha escrito unos diez libros y numerosos folletos sobre diversos asuntos cristianos. Ha sido rector del Seminario Bautista de ese país. Su labor como obrero del Señor tiene carácter internacional.

Pensamiento Cristiano, Septiembre 1959

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