Primer Auto de Fe en Valladolid
«Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo y tome su cruz y sígame» eran las palabras con que Jesús invitaba. Iban dirigidas a los trabajados y cargados, pues así hallarían descanso; a los tristes, pues hallarían consolación; a los perseguidos por causa de la justicia, pues de ellos sería el reino de los cielos; pero con una condición: «tomar la cruz».
Cristo no quería en sus filas personas cobardes, que le siguieran sólo por comodidad y para recibir de su mano ayuda y consuelo, sino que buscaba a los que al seguirle lo harían incondicionalmente, afrontando todas las consecuencias que podría acarrearles la lucha contra el más poderoso dominador del mundo, Satanás, a quien habrían de perseguir en guerra sin cuartel.
La predicación del evangelio tropezó siempre en su marcha triunfal con una infininad de errores que fatalmente tendrían que caer a la luz de la verdad, y cayendo éstos, caerían también sus sostenedores. Tropezó también con una sociedad corrompida y llena de vicios que estaba en completa oposición a la vida pura y libre de todo pecado que era el ideal de los cristianos. Los errores no desaparecieron sin una lucha que costó miles de vidas, y los que practicaban el mal descargaron su furor contra las vidas puras y rectas de los cristianos que, por conrtraste, hacía aun más negra la sociedad que los rodeaba.
Uno de los intentos más notables por volver al cristianismo primitivo fue el que se desarrolló en España en el siglo XVI. Este movimiento es famoso por el heroismo de las víctimas y la ferocidad de los verdugos.
«Herejes» se tituló a los cristianos fieles que mantuvieron alto el nombre de Cristo y Santa Inquisición al tribunal que los juzgaba.
Algunas personas leyendo la Biblia comprendieron que la Iglesia Católica Romana no era ni remotamente la expresión del verdadero cristianismo y resolvieron apartarse de ella. Entre éstos se encontraban muchos sacerdotes y personas influyentes en la corte.
Su número aumentaba tan rápidamente que, para impedirlo, se organizó una persecución sistemática y cruel. Usando de las libertades ilimitadas que les concedió el fanático Felipe II, los tribunales encarcelaron, torturaron y mataron a muchos fieles cristianos.
En la ciudad de Valladolid tenía su asiento una floreciente iglesia de la que formaban parte personas ilustres relacionadas en la corte, sacerdotes insignes, militares de alta graduación y damas de la aristocracia, todos los que en unión de sus criados y de humildes artesanos se reunían para adorar al Dios del cielo.
Tenían que hacer sus reuniones ocultamente y en horas de la noche para no despertar sospechas. Se reunían en la casa de doña Leonor de Viero, dama de lo más ilustre de Valladolid que a pesar del riesgo que implicaba recibir a la iglesia en su casa, en ella efectuaron las reuniones hasta que el Señor llamó a su sierva a su presencia después de lo cual la iglesia pasó a la casa de una de sus hijas.
La acción baja de una pobre mujer, manejada por su confesor, hizo que la iglesia fuese descubierta y encarcelados todos aquellos que en una forma o en otra fueron sindicados como herejes.
Desde su detención pasó un año antes que se supiese la suerte que corrían los presos hasta que se anunció que el 22 de mayo de 1559 se llevaría a cabo un auto de fe. En la plaza principal de la ciudad se levantó un tablado apropiado para contener una multitud de espectadores. Entre los condenados había unas cuantas mujeres que dieron prueba de un valor sobrehumano y sus vidas merecen que las consideremos para aprender en su heroísmo el poder del evangelio.
La pena común a todos era la confiscación de los bienes, con lo que quedaron en la miseria millares de inocentes que nada tenían que ver con la fe de sus padres. Entre los condenados había familias riquísimas por lo cual los bienes que pasaron al poder de la iglesia fueron cuantiosos.
Cuando la iglesia reformada fue descubierta, la mujer, en cuya casa se reunía al principio, ya estaba con el Señor. Los perseguidores de la fe no pudieron desahogarse con ella, sacaron del sepulcro sus restos y los quemaron junto con una estatua que los representaba. La casa fue demolida y en su lugar colocada una lápida en la que constó hasta 1874 que en ella los herejes celebraban sus reuniones.
Muchas, y la suerte de estas era la más triste, compraron sus vidas con una retractacción. Los verdugos torturaron sus cuerpos y los jueces valiéndose de mentiras y engaños las sometían a un continuo suplicio. Se la separaba de sus familias, maltrataban los hijos delante de las madres y a los esposos delante de sus esposas y se les aseguraba que sólo volviendo al seno de la Iglesia Católica evitarían a los suyos el sufrimiento y se reunirían con ellos. Esta promesa era sólo una infamia, pues aquellos que negaron su fe, compraron con ellos su vida pero no su libertad y a sus seres queridos no volverían a verlos más, pues se les condenó a cárcel perpetua. Entre muchos citaremos el caso de doña Constanza de Vivero, viuda, madre de 13 hijos pequeños que quedaron en la miseria pues la Iglesia se apoderó de los bienes que le pertenecían, y en el más completo abandono, pues eran hijos de una hereje. Por volver al lado de sus hijos negó su fe pero sólo logró regresar a la cárcel donde siguió privada del cariño de los suyos.
Varias mujeres más valientes desafiaron las furias de la inquisición: no hubo consejo ni tormento que las conmoviera de su fe, confesaron al Señor y se manifestaron dispuestas a morir por él, por lo cual sus jueces no respetando ni edad ni condición las condenaron a morir en la hoguera. Beatriz de Vivero, Catalina Ortega, Catalina Román y Juana Blanquez hubieran salvado sus vidas con sólo decir que creían en la Iglesia Romana, pero prefirieron perderla con tal de ganar a Cristo. Esta última era criada de una familia ilustre que también perteneció a la iglesia, pero que no tuvo el valor que demostró su criada. Es ésta una demostración más que lo «flaco del mundo escogió Dios para avergonzar a lo fuerte».
El fanatismo parecía vencedor, pues de los cristianos muchos habían muerto y otros estaban en la cárcel, sus bienes los tenían la iglesia romana y sus casas no existían más, pero esto era sólo la apariencia, pues el evangelio demostró subsistir a tanta maldad.
A.V. de Canclini
El Expositor Bautista, 1928