Fácil es ver que este tema se tomó de Hebreos 8:12 y 10:17. El apóstol Pablo cita aquí a Jeremías 31:33-34, y tal vez también a Isaías 54:13 y a Zacarías 8:8.
Las textuales palabras del Apóstol son: “De sus iniquidades no me acordaré más. Y nunca más ya me acordaré de sus pecados e iniquidades».
No acordarse o no tener memoria de una cosa, en el lenguaje ordinario, es confesar olvido o extinción de la memoria. Esto es muy común en el hombre, ya por no cultivar esta valiosa facultad del alma; ya porque los acontecimientos son de años atrás, y las atenciones posteriores han hecho más honda impresión; bien sea porque lo olvidado no dejó una huella profunda en el ánimo, o por otras muchas causas, el hombre olvida. Pero que Dios olvide, en el sentido que el hombre olvida, no es posible.
Y como Dios mismo es el que afirma, en los pasajes citados, que él olvida nuestras iniquidades, es muy sencillo comprender que el Señor habla en un sentido figurado, muy común también en nuestro lenguaje diario, como cuando hablamos de “echar al olvido». “sepultar en el olvido,” “entregar al olvido,» «estar olvidada ya una cosa,» no porque realmente lo esté, sino significando que aquello ya es viejo, o que deliberadamente no queremos pensar en ello, como si ya se nos hubiese olvidado, o como si tal cosa no hubiera sucedido.
Así, pues, cuando la Palabra de Dios nos habla del olvido de nuestras iniquidades por parte de nuestro bondadoso Creador, se nos habla en un sentido hermosamente figurado, y es una figura que, a la vez que retrata el carácter misericordioso y perdonador de nuestro buen Dios, infunde ánimo, consuelo y estimación de nuestro munificente e inagotable Bienhechor, cuya misericordia es un torrente de bienes para los pobres pecadores.
Nos falta, pues, sólo señalar los hermosos sentidos en que podemos entender este glorioso olvido de nuestro Padre Celestial, y es lo que haré, a la medida de mis fuerzas.
Dios olvida nuestras iniquidades, por su amor, como nuestro Padre Celestial. Las ofensas de un hijo a su padre, son las más fáciles de perdonar, porque el amor paternal las ve a través del cariño. Las faltas de un hijo no pueden exagerarse, ni levantan sentimientos de venganza. Al contrario, el padre las aminora, descubre las causas atenuantes, las disculpa y las dispensa de tal manera, que no quiere volver a hablar de ellas, y las trata como si no hubieran pasado, o como si habiendo hecho tan insignificante impresión en su ánimo, se le han borrado de su recuerdo. Y esto, no porque realmente sea así, sino porque el amor quiere deliberadamente echarlo al olvido, o en otras palabras, hace esfuerzos por olvidarlas.
Dios, nuestro amoroso Padre Celestial, no puede ser menos que un padre terrenal en este respecto. “Dios es amor, » y este Dios de amor es nuestro Padre Celestial. En la Escritura se nos habla de su amor como de un padre tierno, como el de una madre cariñosa, como el de un fiel esposo, como del que el águila tiene a sus polluelos, y en Sal. 27:10 e Is. 49:15, como de un amor más intenso y sano que el amor de un padre o una madre, pues dice que un padre o una madre, pueden, y se ha visto que olvidan a sus hijos; pero Dios nunca. Cuando Pedro, en su primera Epístola, 4:8 dice: “y sobre todo, tened entre vosotros ferviente caridad, porque la caridad cubrirá la multitud de pecados», está hablando de este santo poder del amor, olvidador del pecado.
Pablo sublima este divino poder del amor, en ese noble capítulo del amor, I Cor. 13, cuando dice: “Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”.
Salomón, siglos antes, habló de este divino olvido, diciendo: “El que cubre la prevaricación, busca amistad. El odio despierta las rencillas: mas la caridad cubrirá todas las maldades”. Prov. 10:12; 17:9. En otras palabras: el amor tiende un manto sobre las faltas, para que no sean vistas, y facilitar así su olvido.
En este sentido, pues, el amor divino quita de su vista nuestras iniquidades, y las trata como si nunca hubieran existido, o como ya olvidadas por completo.
Por eso Isaías dice a Dios: “Mas a ti te plugo librar mi vida del hoyo de corrupción; porque echaste tras tus espaldas todos mis pecados”. Is. 38:17. ¡Qué hermosa figura para significar el divino olvido de nuestros pecados, en virtud de su amor celestial!
También Dios «olvida nuestras iniquidades” en el sentida de su completo perdón, en virtud de los méritos de Cristo, en la forma de una reconciliación entre el Creador ofendido y la criatura ofensora. En toda verdadera conciliación se sobreentiende un olvido completo de las ofensas. Aun entre los hombres es así. Cuando dos personas de buen juicio se reconcilian, no sólo no vuelven a hablar de la causa de su anterior disgusto, sino que se tratan con el mismo cariño y confianza que antes, y como si nunca hubiera mediado dificultad alguna entre sí.
Con infinita más razón, tratándose de una reconciliación entre Dios y el hombre; tiene que ser sincera, amplia y perfecta; hasta parecer borrar por completo toda huella de la ofensa. Así es el perdón de Dios; así es la reconciliación de nuestro Padre Celestial, por medio de Jesucristo. Así lo expresó Pablo en 2 Cor. 5:18-20: «Y todas las cosas son de Dios, el cual nos reconcilió consigo, por Jesucristo, y nos ha dado el ministerio de la reconciliación. Es a saber, que Dios estaba en Cristo, reconciliando el mundo, no imputándoles sus pecados, y ha entregado a nosotros la palabra de la reconciliación. Así es que embajadores somos de Cristo, como si Dios os rogase por nosotros: os suplicamos de parte de Cristo, que os reconciliéis con Dios». Esta reconciliación por Cristo, por fuerza trae el olvido de las faltas pasadas y la nueva real y sincera amistad con Dios.
Para significar este olvido divino de nuestros pecados, por medio de Cristo, se usan varias frases y figuras, que dan la idea de completo olvido. Por ejemplo: No imputar nuestros pecados; perdonar nuestros pecados; remitir el pecado; cubrir el pecado; lavar el pecado; emblanquecer, raer, echar los pecados en lo profundo de la mar; quitar, hacer pasar, borrar, deshacer, ponerlas tan lejos como está el oriente del occidente, y como la altura de los cielos. Todas son figuras de la Biblia para indicarnos en qué sentido Dios se olvida de nuestras iniquidades.
El aspecto más halagador de esta simpática figura es la indicación de que por lo mismo que Dios se olvida, en esos sentidos, de nuestros pecados, nunca más nos los echará en cara, no temiendo que después de su perdón, recibiremos sus terribles reprensiones o recuerdos recriminosos de nuestro pasado.
¡Qué hermoso es este aspecto del divino olvido de nuestros pecados! ¡Cuánto consuelo infunde el creer que nuestro Dios olvida por completo todos nuestros pecados, alejándolos de sí, cuanto lo está el cielo de la tierra, el oriente del occidente, sepultándolos hasta el fondo de la mar, raídos, lavados, limpiados, emblanquecidos, quitados, echados a la espalda; esto es hermoso, sublime, gloriosamente grandioso!
Demos gracias, con toda el alma, que tenemos un Dios de perdón, de amor y reconciliación, listo a olvidar por completo nuestros pecados, y a borrarlos perfectamente con “la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha, y sin contaminación: ya preordenado ciertamente, antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postrimeros tiempos por amor de vosotros”.
¡Tienda el Señor el manto de su divino olvido sobre todos nuestros pecados! ¡Así sea!
El Faro, 1908