La vida del hombre es el conocimiento de Dios. Pero este conocimiento vive y se mueve. No es algo muerto, embalsamado de una vez por todas en frases. El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros. Esta es tierra santa. Acerquémonos como Moisés lo hizo con la zarza ardiente. Aquí vemos:
I. Su encarnación misteriosa. “Y aquel Verbo fue hecho carne” (Jn. 1:14). El que estaba “con Dios” y quien “era Dios”, apareció repentinamente a semejanza de carne pecaminosa. ¿Cómo se habría sentido Elías si ese “silbo apacible y delicado” que le hablaba tan claramente a su corazón hubiera aparecido misteriosamente en forma de carne y hueso? Cristo como el Verbo no podía ser visto, y la carne como tal no podía ser oída, pero el “Verbo hecho carne” podía ser visto y oído a la vez. La carne sin la Palabra viva no tiene ningún mensaje o virtud en ella por los pecados y las llagas de este mundo necesitado. La unión de la Palabra y la carne es tanto un misterio como la unidad de la trinidad. “E indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne” (1 Tim. 3:16). Fue por gracia que Cristo tomó la simiente de Abraham en lugar de la naturaleza de los ángeles. El misterio de la encarnación es el misterio de la gracia.
II. Su profunda humillación. “Y habitó entre nosotros” (Jn. 1:14). No fue un saludo apresurado, como la visita de un ángel. Fue la adopción voluntaria de sí mismo en la familia de la humanidad. Dios, que habitaba en la milagrosa “columna de nube” y en el tabernáculo con Israel en el desierto, ahora se ha humillado al tomar la forma común de los hombres pecadores y morar entre ellos. ¡Qué inclinación, la imagen de Dios tomando la semejanza de carne pecaminosa!
III. Su manifestación divina. “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Jn. 1:18). El que estaba “en el seno del Padre” estaba bien preparado para hacer tal declaración. En la vida de Jesucristo, el carácter del “Rey de los siglos, inmortal, invisible, al único y sabio Dios” a quien ningún hombre ha visto o puede ver, se ha manifestado con gracia. Como “nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar” (Mat. 11:27). Se requiere de Dios el Padre para comprender completamente la grandeza del carácter de Dios el Hijo. Se requiere que Dios el Hijo dé una declaración perfecta de Dios el Padre, y que Dios el Espíritu Santo haga al hombre capaz de recibir y disfrutar de tal manifestación. ¿Qué revelación es esta? “He manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me diste; tuyos eran, y me los diste, y han guardado tu palabra” (Jn. 17:6).
IV. Su salvación provista. “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (Jn. 1:14). “La gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo” (Jn. 1:17). La gracia de Jesucristo es la gracia y la bondad de Dios, y él está “lleno” de ello. La gracia de Dios que trae la salvación a todos los hombres, ha aparecido en la persona de su Hijo. Pero esta gracia no ha llegado por sacrificar la verdad, porque esta “gracia y verdad” están ligadas. Es en él que la justicia y la paz se besan, como dos amantes de mente pura (Sal. 85:10). Aunque la salvación viene a nosotros como un ministerio de gracia, es al mismo tiempo “el ministerio de justificación”, a través de Cristo Jesús (2 Cor. 3:9). En él, Dios justifica a los injustos que creen en Jesucristo, su Hijo. Siempre debemos recordar que es la gracia del Dios infinito y eterno que ha venido a nosotros por Jesucristo.
V. Su testimonio bendito. “Vimos su gloria … de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia” (Jn. 1:14, 16). Una visión maravillosa: “su gloria”. Una posesión maravillosa: “de su plenitud”. Vieron su gloria en el monte de la transformación. Pero esta manifestación externa fue solo la expresión visible de la gloria interna de su gracia, al venir a sufrir en Jerusalén por el pecado del mundo. Es una gran maravilla contemplar la gloria de Dios ante Jesucristo, la gloria del unigénito del Padre. Aquellos cuyos ojos están abiertos para ver su gloria, tienen corazones preparados para recibir de su plenitud. Su plenitud es la plenitud de las riquezas divinas, las cuales son inescrutables. Fue después de que los hermanos de José vieron su gloria que tuvieron el privilegio de recibir de su plenitud. Fue después de que los discípulos vieron la gloria de su resurrección que recibieron la plenitud del don de pentecostés. Es cuando hemos visto la gloria de su gracia que buscamos la plenitud de su salvación. La gloria de Cristo es la gloria de la gracia. ¿Quién puede comprenderlo? ¿Quién ha visto el horizonte de su gloria? Esta es una gloria que aún se puede ver. Esta es una plenitud de la que aún podemos recibir. ¿Has visto su gloria? ¿Estás satisfecho con su plenitud?