«Este Jesús que ha sido tomado arriba de vosotros, al cielo, así vendrá, como lo habéis visto ir al cielo». Actos 1:11
La vida de Cristo puede dividirse naturalmente en seis puntos principales para ser estudiada en orden y de una manera sencilla y clara.
- Su nacimiento o primera venida
- Su vida sobre la tierra
- Su muerte
- Su resurrección
- Su ascensión a los cielos
- Y su segunda venida
Estos grandes y sublimes acontecimientos forman la parte esencial de la historia de Jesús, que es la más bella y la más interesante que se puede conocer en el mundo. Es de suprema importancia para cada mujer, cada hombre, y cada niño de los mil ochocientos millones que pueblan la tierra. Del conocimiento y la aceptación de esa historia por medio de la fe, depende la dicha eterna o la eterna ruina de todos los seres humanos, pues que así está escrito: «El que cree en el Hijo de Dios, tiene vida eterna; mas el que al Hijo es incrédulo, no verá la vida; sino que la ira de Dios queda sobre él».
Su nacimiento
Su nacimiento es un hecho que acaeció hace veinte siglos. Fue presenciado en visión por los profetas, y por hombres como Abraham, que «lo vio y se regocijó,» y fue visto por los que vivían en el tiempo de su venida al mundo, como los pastores de los campos de Judea, y por los magos, quienes vinieron del Oriente trayendo al Niño, dones, oro, incienso y mirra. Y es observado y conocido por todos los cristianos de nuestros días y de todos los siglos de nuestra era, por medio de la fe.
Desde el tiempo de Adán se anunció que Jesús nacería de la simiente de la mujer. A Abraham se le dijo: «En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra.» Jacob profetizó que el Cristo nacería de la tribu de Judá. Isaías predijo que él sería buscado de los gentiles. Miqueas nombró el pueblo en donde debería nacer el Señor. Daniel señaló el tiempo de su venida. Los ángeles lo anunciaron al mundo. Un ángel habló a María indicándole expresamente el modo cómo nacería el Cristo. Y anunció que su nombre sería Jesús. La estrella publicó el lugar en donde se hallaba el Niño. Los cielos y la tierra se pusieron en movimiento al cumplirse la fecha en que debería realizarse la profecía. Y de ese modo el nacimiento de Cristo se reviste de una grandeza sin igual y se convierte en el hecho más maravilloso que se ha registrado en el mundo.
Jesús nació en una casa común de huéspedes en donde todo el mundo tenía derecho a entrar. Todos tuvieron acceso a él desde el momento de su venida al mundo hasta el instante mismo de su partida.
Un vivo resplandor, «la claridad de Dios» iluminó los campos de Judea en torno a Belén. Las tinieblas de la media noche se tornaron en la claridad del medio día. Un coro de ángeles vino del cielo a la tierra para cantar en el mundo el himno de la gloria. Era el canto del Evangelio. Anunciaban que había venido el Rey de los cielos a salvar a los pecadores.
Es extraño que ese coro no haya sido escuchado ni entendido por todos los habitantes de Palestina, y del mundo. Pero es igualmente extraño que después de predicarse el evangelio por estos veinte siglos, todavía haya una inmensa mayoría de hombres que no quieren ver ni oír a Cristo, y que se oponen a él, dudan de él, le desprecian y le rechazan sus enseñanzas.
Los buenos se alegraron al tener noticia del nacimiento del Mesías prometido. Pero los malos se enojaron. Así un mismo acontecimiento que llena de regocijo a unos, confunde y hace airarse y maldecir a otros. Los creyentes se regocijaron mucho de gran gozo. Pero los perversos como Herodes, se turbaron, y toda Jerusalén también con él.
Su vida terrenal
Su vida terrenal la pasó Jesús «haciendo bienes». Algunos dijeron de él: «Jamás ha hablado hombre ninguno así como este hombre habla.» Y nosotros podemos añadir: Ninguno ha podido orar como él oraba, ninguno ha podido predicar como él, ni trabajar como él, ni amar como él, ni simpatizar con los pobres como él, ni servirles como él les servía, y nadie puede perdonar sino sólo él, ni nadie puede salvar sino él y él solamente, porque así lo declaró él mismo, diciendo: Yo soy el camino, la verdad, y la vida: nadie viene al Padre sino por Mí.
Su vida fue la vida de un Dios. La única vida de más pureza que la que es posible imaginar y la única de total y completa perfección que ha cruzado por el efímero dominio de los tiempos. Fue puesta por entero al servicio de las almas: para sanar, para consolar, para convertir, para enaltecer y para salvar y llenar de gracia. Su misión era sublime, y nadie podía substituirle. Ni ángeles, ni arcángeles, ni serafines, ni querubines, ni santos, ni reyes ni profetas. Los sacerdotes nunca tuvieron el atrevimiento de compararse a él, se sentían tan indignos, y se miraban a su lado tan pequeños y tan desairados como la luz de un fósforo al lado de la ingente y maravillosa fuerza del sol. Y sintiéndose envidiosos lo aborrecieron hasta la muerte. Estaba reservado para los falsos sacerdotes de nuestros días llegar al atrevimiento sin nombre de llamarse a sí mismos «cristos de la tierra!»
Su comisión se expresa con estas palabras del Evangelio: «El Espíritu del Señor es sobre mí, porque me ungió para anunciar buenas nuevas a los pobres, me ha enviado a proclamar libertad a los cautivos, y para dar vista a los ciegos, y para poner en libertad a los oprimidos, y proclamar el año propicio del Señor.»
Sus labios se describen come lirios que destilan mirra que trasciende, y sus manos como anillos de oro engastados de jacintos. Para describir la dulzura y santidad de cada palabra que fue pronunciada por él, la fuerza y verdad de cada una de sus sentencias y enseñanzas, y para ensalzar la gracia de sus manos bellas y compasivas que con igual ternura y poder daban vista a los ciegos, oído a los sordos, alivio a los cansados, o se posaban en las llagas y en la parálisis, y en la lepra de los moribundos y les devolvían salud restaurándoles el cuerpo sano y la carne limpia y pura como la carne de un niño.
Su Muerte
Si su vida fue la vida de Dios humanado, su muerte fue la muerte de un Dios vivo y verdadero. Había nacido en el mundo para deshacer las obras del diablo, para cerrar las puertas del infierno y para ser él mismo la puerta del cielo que admite en su seno a todos los creyentes; para coger en sus brazos a todos los escogidos y llevarlos en su pecho como el pastor lleva en sus hombros a la oveja perdida y descarriada que halla en los extraviados lugares de los montes. Fue el sacrificio único ofrecido en la cruz para pagar la enorme deuda de los pecados de la raza humana. Los sacerdotes de antiguo ofrecían primero sacrificios por sus propias culpas, y luego por las del pueblo, y esto tenían que hacerlo a diario, pero Jesús lo hizo una sola vez y para siempre, ofreciéndose a sí mismo. Porque la ley de Moisés constituía sacerdotes a hombres sujetos a flaquezas, mas la palabra del pacto y del juramento posterior a la ley, constituyó al propio Hijo de Dios, el único y real sacerdote hecho perfecto para siempre.
De un solo golpe derribó de raíz el duro roble de nuestros pecados, estableció la comunicación divina con las relaciones humanas, abrió la senda de la salvación para los que le aman, y en su muerte vemos al Justo que muere por los injustos, al sano que pone su vida por los enfermos, al inocente llevando en sí mismo la pena que merecían los culpables, al perfecto padeciendo por los imperfectos y los viles, y cargando sobre sus hombros nuestras dolencias y flaquezas.
Su resurrección
Su resurrección es el otro punto brillante de la historia de Jesús. Desde que él vino al mundo todas las cosas aumentaron en gloria, en valor y en hermosura, y las que nos parecen causa de aflicción y de horror perdieron su alcance y fortaleza. Por él el trabajo humano es una bendición, desde que sus manos lo honraron en la carpintería de Nazareth; las flores son más bellas desde que él las usó para ilustración de sus sermones; el domingo es más sagrado desde que él se levantó en ese día de entre los muertos; los hogares más puros desde que él se reunía con sus amigos de Betania; la mesa más llena de dignidad desde que nos enseñó a bendecir el pan y dar gracias a Dios por sus favores cotidianos; el agua más refrescante y limpia desde que él la bebió; el aire más diáfano desde que lo respiraron sus pulmones; la mar más poética y llena de sin par majestad y atractivo desde que él posó sus divinas plantas sobre ella, y los montes más llenos de misterioso encanto y de sublime grandeza desde que él se apartaba a ellos para orar, desde que predicó en la montaña, desde que se transfiguró en las cumbres del Tabor, y desde que murió en la del Calvario. Y así mismo, por él, la enfermedad se ha convertido en un canal de bendiciones desde que él tocó con sus manos la fiebre que afligía a la madre de Pedro, y desde que sanó a todos los que padecían dolencias; la pobreza se ha convertido en mayor bienaventuranza que las riquezas desde que él fue pobre, y la muerte, la muerte misma que es el mayor de los misterios, la mayor alarma, la más sombría amenaza para los vivos, la segadora de vidas que nos llena de inquietud y de zozobra, la muerte, «ya no espanta,» desde que él murió para vencerla, y desde que él resucitó como primicias de los que son llamados hijos de Dios, esto es, de los que creen en su Nombre y los cuales saben que así como él se levantó de los muertos, también ellos se levantarán en el día postrero y serán transformados a su semejanza y con cuerpos celestiales saldrán del abismo del sepulcro para pasar la eternidad en los cielos en la compañía de Jesús y rodeados de su gloria.
Su ascensión
Su ascensión es sencillamente un episodio incomparable y eminentísimo. Es nada menos que su despedida y marcha hacia su lugar que había dejado en el cielo. Reúne a sus discípulos, les da sus últimos consejos y mandamientos, extiende hacia ellos sus divinas manos en las que se ven las marcas de los clavos, les colma de bendiciones, y mientras que les habla, sus pies se despegan de la tierra, y se aleja, como una paloma de infinita blancura, hasta que una nube le encubre de la vista de todos. No soy el primero en declarar que tras esa nube muchas nubes se habían congregado para recibirle. Quiero decir, nubes de ángeles. Siempre que medito en la vuelta del Señor de la tierra al cielo, me acuerdo del cuadro de la madona en Dresden en el que se veía la figura central rodeada de nubes y en esa forma apareció por muchos años. El cuadro se conservaba empolvado y sucio. Y un día, en que se comisionó a un artista para retocarlo, al quitar la tierra se vio, con gran sorpresa, que lo que habían parecido nubes eran miles de cabezas de angelitos, todas unidas, y con las miradas dirigidas al cielo. Y hay un pasaje de los Salmos que la nube que encubrió a Cristo de la vista de los discípulos era para encubrir al ejército celestial, o el mismo ejército que visto a la distancia y en la altura les pareció una nube pero eran sus siervos enviados para recibirle, para aclamarle y llevarle en triunfo, según la visión de Daniel hasta que llegó al Anciano de días, y le hicieron llegar hasta él, «y fuéle dado señorío, y gloria y reino.»
Su segunda venida
Su segunda venida es el punto que falta. Jesús ya vino, vivió aquí entre los hombres por espacio de treinta y tres años, murió en la cruz, resucitó al tercer día, ascendió a los cielos, y estamos en espera de su venida. Hay que notar bien esta parte. Cinco puntos de su vida han tenido ya claro, pleno y perfecto conocimiento, y un solo punto falta por realizarse. ¿Si cinco ya se han cumplido con una exactitud innegable, con una precisión maravillosa, con una multitud de detalles que reconocen todos los hombres de la tierra, el que falta no se cumplirá? ¿Hay algo que pueda estorbar su realización? Si las mismas profecías que refieren los puntos ya pasados, hablan de éste y lo anuncian por boca de dos testigos celestiales, ¿debemos esperar que Cristo venga? Ciertamente que sí.
Y, diremos en conclusión, nadie puede estudiar el Nuevo Testamento sin hallar en primera línea el anuncio de la Segunda Venida de Cristo. En los Evangelios, en los Actos, y en las Epístolas, y de un modo notable en la Revelación, es asunto de promesa, de esperanza viva, de consuelo y de exhortación. Es casi imposible hallar otra doctrina que esté afirmada y expresada con las mismas palabras por Pedro, Pablo, Santiago y Juan. Fue el tema de los apóstoles cuando se hallaban en el exceso de su pasión por la salvación de las almas. Nada ha ocupado más seriamente la mente de los cristianos desde el primer siglo hasta hoy. Después de su primara venida al mundo, lo más importante es la segunda venida de Jesús. Ya hemos visto para atrás ahora debemos mirar hacia adelante. Porque el Señor vendrá y no tardará. Preparémonos a recibirle dignamente. Ora estemos en la superficie de la tierra, ora en sus entrañas, ora en el fondo del mar bajo un sepulcro de aguas, y sin señal alguna que lo marque, que él nos halle listos como siervos que esperan la vuelta de su Señor. San Agustín decía: «Si morir es verte, o si verte es morir, déjame Señor, morir, para que te vea.» Y nosotros debemos desear como Pablo y decir como él: «que si vivimos para el Señor vivimos, y si morimos para el Señor morimos, así que, o que vivamos, o que muramos, del Señor somos.» Amén.
El Faro, 1917