La palabra escrita ha tenido gran influencia sobre la historia de la humanidad. Algunos historiadores dividen la historia de la humanidad en «antes de Gutenberg» y «después de Gutenberg». Gutenberg fue el inventor de la imprenta. Junto con su invención vino la producción y venta de libros. Otros inventos de esta índole son la maquina de escribir y, más recientemente, la computadora.
El progreso quedó estancado durante la Edad Media. Fue un lapso de más o menos mil años, durante el cual la gran mayoría no sabía leer ni escribir. Cuando es así, el aprendizaje consiste en nada más que aprender a hacer cosas con las manos. Resultó que, para ellos, la vida consistía en una lucha por conseguir lo suficiente para satisfacer las necesidades básicas de la vida humana. Ellos aprendieron a cultivar un pequeño terreno y criar algunos animales. Hicieron ropa de cuero y techos con ramas de árboles. Era una existencia miserable.
Gracias a Dios, la gran mayoría en nuestro alrededor sabe leer y escribir. Tienen una educación básica. Lo que es lamentable es que hay tantos que no aprovechan de la palabra escrita. Hay una puerta abierta a la satisfacción de aumentar nuestro conocimiento. Algunos dicen, «Ah, pero los libros son caros y tengo pocos recursos». Pero, ¿estás leyendo la Biblia? Si su iglesia tiene una biblioteca ¿está disfrutando de ella? No cuesta nada pedir un libro prestado de la biblioteca. Lo ideal sería que cada joven y mayor de la iglesia tenga siempre un libro para leer en su tiempo libre.
Algunos dicen, «Pero no tengo tiempo de leer». Casi todos tienen tiempo para mirar la televisión. Hay tiempo para el entretenimiento. El gran misionero, Guillermo Carey, trabajaba como zapatero mientras se preparaba para salir y servir al Señor. Para facilitar sus estudios él tenía un libro abierto sobre su mesa de trabajo mientras trabajaba. El que quiere leer encuentra tiempo para hacerlo.
Jesús dejó a sus discípulos con el mandamiento: «Id y haced discípulos a todas las naciones». (Mateo 28:19) El cumplimiento de este mandate ha sido facilitado en gran manera en los últimos años por la palabra escrita. Tenemos que ir y hablar, pero podemos dejar tras lo hablado algo escrito que va a seguir testificando de Cristo en nuestra ausencia. Es nuestro deber salir, testificar y repartir literatura. A veces tengo temor de algunos, que salen para repartir literatura que ellos mismos no se molestaron en leer. ¿Cómo podemos pedir que otros lean si nosotros no estamos dispuestos a hacerlo?
En Colosenses 1:9-14 tenemos una de las oraciones de Pablo por el pueblo de Dios. Es así: «Por lo cual también nosotros, desde el día que lo oímos, no cesamos de orar por vosotros, y de pedir que seáis llenos del conocimiento de su voluntad en toda sabiduría e inteligencia espiritual, para que andéis como es digno del Señor, agradándole en todo, llevando fruto en toda buena obra, y creciendo en el conocimiento de Dios; fortalecidos con todo poder, conforme a la potencia de su gloria, para toda paciencia y longanimidad; con gozo dando gracias al Padre que nos hizo aptos para participar de la herencia de los santos en luz; el cual nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados».
Nuestro hacer está perjudicado por nuestra falta de saber. No hay mérito alguno en la ignorancia. No nos sirve para nada. No es así con el conocimiento. Es cierto que no todo nuestro conocimiento va a ser útil pero una gran parte, sí. Tenemos que unir el hacer con el conocer. Sin conocer no vamos a hacer, pero el conocer, en sí, no es suficiente. Tenemos que poner por obra lo que aprendemos. Únicamente así tendremos una vida fructífera.