Toda la atención se ha fijado en el hijo pródigo de la parábola que se fue del hogar, derrochó la hacienda entre mujeres perdidas y en toda suerte de placeres mundanos, y se vio reducido a la miseria llegando en sus andanzas a aceptar un oficio repugnante para todo judío; el ser cuidador de puercos. La condición de este hijo pródigo no dejaba de ser una situación angustiosa, pero a pesar de todo, todavía quedaba en él una deuda de amor y una nostalgia hogareña que fueron capaces de redimirlo. Este hijo pródigo fue la suficientemente honrado para reconocer su pecado y lo suficientemente grande para levantarse de su postración y encaminarse por rutas de arrepentimiento. Pero es raro pensar que el hermano mayor de este pródigo era todavía más pródigo. Es cierto que nunca tomó la actitud del hermano menor, que nunca abandonó el hogar, que cumplió sus deberes con estricto apego a normas morales, que vivió una vida rígida y austera, que jamás dilapidó un centavo de su padre, que se comportó como un hombre decente y respetable, pero su santidad era una santidad farisaica. En el alma se le había secado la compasión, se le había marchitado el amor, no podía estremecerse de gozo cuando su propio hermano era el hombre perdido que había sido hallado, el hombre que habiendo estado muerto en sus pecados, había resucitado para vivir una vida en plenitud. Nos dice el Señor Jesús en su parábola que cuando este otro pródigo regresaba del campo y escuchó la música de la fiesta e inquirió el motivo de ella, puso el ceño adusto, su sentido religioso rígido se rebeló hasta el punto de desconocer los lazos familiares que lo unían con su hermano; y cuando su padre sale con el rostro iluminado por la inmensa alegría que no le cabe en el pecho, para rogarle que entre a gozarse con él por el retorno del hijo amado, le lanza el reproche al rostro: «He aquí tantos años te sirvo, no habiendo traspasado jamás tu mandamiento, y nunca me has dado un cabrito para gozarme con mis amigos; mas cuando vino este tu hijo, que ha consumido tu hacienda con rameras, has matado para él el becerro cebado».
Ningunas otras palabras podían haber pintado mejor la mezquindad espiritual de un alma ni retratado de una manera más perfecta el sentido farisaico de la santidad. Cuando un hombre se siente perfecto y piensa que los pecadores son los otros, y reduce su vida religiosa a deberes estrictos y a prácticas rituales desprovistas de toda compasión y de todo amor, cuando llega hasta el punto de no poder hacer fiesta por la Salvación del hombre perdido y la ira le demuda el rostro y le envenena el corazón por el retorno del hermano que llega buscando una oportunidad para rehacer su vida en plan de humildad y de arrepentimiento, el tal hombre está más lejos del reino de Dios, que el hijo pródigo sucio y miserable que sentado en medio de los puercos vuelve en sí un día y se dice a sí mismo: «Cuantos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan y yo aquí perezco de hambre. Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros». Aunque aparentemente fue la abundancia de pan el motivo del retorno, yo creo que fue el hambre de amor, el sentido de soledad, la nostalgia del hogar, el verdadero motivo que impulsó al apacentador de puercos a volver a su padre. La frase clave aquí es: «He pecado contra el cielo y contra ti, ya no soy digno de ser llamado tu hijo.» La oportunidad de redención de un hombre es tanto mayor en la medida en que es capaz de colocarse en plano de humildad, reconocer que es pecador, arrepentirse, y emprender el regreso al hogar del Padre.
Por eso el hermano mayor de la parábola de Jesús es más pródigo que el pródigo; porque está convencido de que nunca ha traspasado el mandamiento; porque se siente superior; porque ha llegado al punto en que se ha cerrado la puerta del reino de Dios. Y aunque parece que nunca se ha alejado del hogar, lo cierto es que nunca ha estado en él. Y aunque parece un hombre justo, honrado y decente, lo cierto es que ha convertido el jardín de su alma en un yermo estéril, desolado y vacío, donde el amor ha dejado de florecer hace mucho tiempo.
El otro pródigo es un virtuoso a la manera pagana; virtuoso que Mackay define como «un ser de horizontes estrechísimos, falto de calor humano, intransigente para con el descaminado, incapaz de sentir alegría cuando éste vuelve a la senda recta. No cree en la regeneración humana. Inconsciente de un abismo en su interior, no clama nunca a Dios; poco conocedor de su propio corazón, siente poca simpatía pare los problemas ajenos. Ciego a la existencia de un infinito abismo de misericordia en lo alto, queda de hecho incapacitado para apreciar la efervescencia que bulle en un corazón reconciliado con Dios y con el Bien.»
Por ello el otro pródigo, y los otros pródigos como él, se han cerrado el camino a la esperanza de un florecimiento de vida. El satisfecho de sí mismo sólo puede ver el pecado que está en los otros. Eso le incapacita totalmente para reconciliarse con Dios, y para ser un verdadero hermano de los demás hombres.
Revista Evangélica, enero 1953