Evidentemente el autor no se desespera de hallar entre estos hebreos cristianos a quienes le han de escuchar y comprender, porque aquí, después de los solemnes avisos contra los peligros de la pereza espiritual de todos y de la apostasía de algunos, vuelve al tema del sacerdocio de Cristo según el orden de Melquisedec, que había dejado por el momento al final del capítulo 5 con el fin de adelantar las amonestaciones y exhortaciones expuestas en el cap. 6. Podemos pensar que la mayoría harían caso de los inspirados avisos; y que estarían dispuestos a seguir por el camino de la plena comprensión de la Persona y obra del Hijo.
Antes de entrar en el detalle de este pasaje, queremos indicar las líneas generales del argumento, pues los pormenores, bien que hermosos y provechosos en extremo, presentan ciertas dificultades de interpretación, y es importante que los consideremos en su debida perspectiva.
La clave de la interpretación se halla en el ya citado versículo 4 del salmo 110, y hemos de recordar que los judíos –fuesen o no cristianos– solían meditar y comentar este salmo juntamente con el cap. 14 del Génesis al que hace referencia. Los pasajes eran conocidos, pues, y el carácter mesiánico del salmo 110 era admitido, pero, ¿qué interpretación se había de dar a la divina declaración respecto al Mesías: «Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec». Si el Mesías había de ser el príncipe del pueblo, ¿cómo podría ser su sacerdote? Si había de levantarse otro sacerdote, ¿en qué lugar quedaría la familia de Aarón, a la que se había entregado el sacerdocio según los preceptos levíticos?
Ahora bien, estos hebreos habían reconocido a Jesús como Mesías, y el escritor les hace ver que la declaración jurada de Dios en el salmo 110 –escrita muchos siglos después del nombramiento de Aarón– indicaba claramente que el sacerdocio aarónico era temporal y parentético, habiendo de pasar al Cristo para el cumplimiento de sus conceptos fundamentales, al par que los elementos secundarios y materiales caducaban y cesaban de existir. Sobre la tierra los hijos de Aarón habían de ser los sacerdotes, pero en la esfera celestial y permanente el sacerdocio volvería al orden más antiguo y permanente de Melquisedec, reuniéndose otra vez las funciones de «Rey» y «Sacerdote» en la persona del Mesías, no importando ya que fuese éste de la tribu de Judá. No solo eso, sino que, en vista de la calidad de la Persona y la eficacia de la obra del Sacerdote Real, el nuevo sacerdocio no tendría que interrumpirse jamás, sino quedaría siempre en las manos del Hijo según las indicaciones sacadas del misterioso tipo de Melquisedec. Por lo tanto podría salvar eternamente a quienes acudieran a Dios por su medio, llevando a cabo una obra mediadora eterna, perfectísima y sumamente eficaz, en marcado contraste con la flaqueza y la temporalidad del servicio de Aarón y de sus hijos. Se nota además que el cambio de sacerdocio implica también el cambio de la «ley», y más tarde se verá que todo el Pacto se renueva sobre una base permanente.
Antes de estudiar esta porción es importante que el estudiante se familiarice con la historia del encuentro de Abraham y Melquisedec tal como se relata en Gén. 14:17-24, notando el carácter obviamente histórico del incidente y la manera tan natural en que Abraham reconoce al sacerdote del Dios Altísimo (El Elyon), aceptando de sus manos el pan y el vino al par que le entrega los diezmos del botín tomado de los reyes.
No era «teofanía». En vista de las declaraciones del v. 3. «sin padre, sin madre, sin genealogía, que ni tiene principio de Días ni fin de vida, sino hecho semejante al Hijo de Dios», algunos han llegado a pensar que aquí no se trata de una persona humana, sino de una manifestación del «Ángel de Jehová» como en el capítulo 18 del Génesis, etc. La opinión es respetable, pero la presentación de Melquisedec a Abraham difiere en todo de la del «Ángel de Jehová» como también es diferente la manera en que Abraham trata con él. Además de lo cual, la última frase del mismo versículo 2 excluye por sí este concepto, pues dice que Melquisedec fue «hecho semejante al Hijo de Dios», y obviamente nadie puede ser «hecho» semejante a sí mismo. Del título, «el Hijo de Dios», hablaremos más abajo.
Es mejor, pues, seguir el parecer de la gran mayoría de los expositores, y pensar que las expresiones hallan su explicación en lo que la Escritura dice y deja de decir del misterioso personaje. Aparecer por un momento en las páginas de la historia bíblica, llevando nombre y título bien significativos, sin indicación alguna de dónde viene ni adónde va, sin referencia a ascendencia ni a descendencia, pero, a la vez, revestido de una autoridad tal que Abraham se apresura a recibir tanto su bendición como sus provisiones, entregándole luego los diezmos.
Recordemos que el sacerdocio aarónico se basaba precisamente en una genealogía, y en condiciones materiales y temporales bien determinadas, pero todo aquello falta en el caso de Melquisedec y en la ausencia de las condiciones de sacerdocio temporal se halla el hondo significado del sacerdocio permanente. Juntamente con estos elementos negativos, vemos el acto positivo de Abraham al recibir la bendición y ofrecer los diezmos, que indica la superioridad del sacerdocio del Melquisedec sobre el patriarca (que representaba los propósitos especiales de Dios con Israel) y sobre el orden levítico que había de surgir más tarde de esta obra especial de Dios.
La importancia del orden que representa Melquisedec. Tenemos que dar todo su valor a la declaración de que Melquisedec era sacerdote del Dios Altísimo, siendo, por el significado de su nombre, «rey de justicia», y por el de su dominio, «rey de paz». Importa poco para el argumento si «Salem» era idéntico con «Jerusalén» o no. Hemos de ver en Melquisedec el representante más destacado de su tiempo del orden original de las cosas, cuando Dios era reconocido como «el Altísimo» y cuando los jefes de tribu y los reyes actuaban de sacerdotes frente a Dios y a favor de su pueblo. Hay ejemplos de este sacerdocio en la historia de los patriarcas mismos, y recordamos los casos de Noé (Gén. 8:20-21); de Abraham mismo en Gén. 12:8, etc.; de Isaac en Gén. 26:25; de Jacob en Gén. 35:7, etc., además del caso notable de Job, que no era judío sino gentil (Job 1:5 y 42:8). Tal unión de las funciones de rey y sacerdote se veía a menudo en las prácticas degeneradas de los paganos, hasta el tiempo de los emperadores de Roma quienes actuaban también como «Pontifex Maximus», pero sin duda esta forma degradada e idólatra reflejaba la forma antigua y pura de la adoración del Dios Altísimo, poseedor de los cielos y de la tierra.
La obra mediadora eterna. Ahora bien, hemos de remontar aún más alto, para comprender que la forma original y pura de la adoración de Dios, en la que funcionaba con toda naturalidad el «rey» como representante de Dios ante el pueblo, y del pueblo ante Dios, era trasunto de una realidad todavía más fundamental: la obra mediadora eterna del Hijo de Dios, el Verbo, quien siempre era el «Agente» de la Deidad y el que mediaba en todos los asuntos de los hombres, como Creador y Sustentador de todas las cosas. Medítese de nuevo la introducción a esta misma epístola, juntamente con Juan 1:1-4; Col. 1:15-17; Prov. 8:27-31, y se comprenderá que cuando el Hijo-Mesías asciende a la Diestra como Mediador, no hace sino renovar, sobre otra base, la función que siempre había sido la suya desde la Creación. A la luz de lo antedicho, podemos entender mejor la frase que Melquisedec fue «hecho semejante al Hijo de Dios», que no indica aquí que fue figura de Jesucristo, el Dios Hombre que había de ser manifestado, sino que su sacerdocio era el reflejo de la obra eterna del eterno Hijo de Dios, y por ende superior a toda obra parentética y temporal por la cual Dios, en su providencia, había de adelantar el plan de la redención.
Notemos que todo el énfasis recae sobre el orden del Melquisedec, y no sobre el ministerio de un solo hombre. Este «orden» es lo que hemos visto: el reflejo de la obra medianera y eterna del Hijo-Verbo en el servicio de los príncipes de los pueblos que sabían que tenían que gobernar en el temor de Dios y como representantes de Dios, sintiendo, por lo tanto, la obligación de dirigir el culto del Dios Altísimo.
El apartamiento de Abraham se debió a los estragos de la idolatría en la raza humana, pues cuando Dios le mandó salir de Ur de los Caldeos ya se habían manifestado los plenos efectos de la «espiral descendiente», tanto moral como espiritual, que Pablo señala con tanta claridad y fuerza en Rom. 1:18-32. En vista de la desviación de la gran mayoría de los hombres hacia los sistemas idólatras, con todas sus funestas consecuencias, por entregarse a sus propios razonamientos carnales en lugar de someterse a la revelación de Dios, se produjo la necesidad apremiante de formar una raza aparte para la conservación de la verdad en cuanto al Dios único, y como medio de revelaciones futuras. A Israel Dios se dio a conocer como JEHOVÁ, el Dios de los pactos de gracia, pero el apartamiento de Israel no fue un fin en sí, sino un medio muy especial que había de desembocar, en el cumplimiento del tiempo, a la bendición de todas las familias de la tierra, y la restauración del culto de Dios Altísimo. El sistema levítico era un paréntesis aún más limitado dentro de este propósito especial en cuanto a Abraham y sus descendientes, y por eso este pasaje que estudiamos enseña la subordinación de Abraham a Melquisedec, y, con mayor razón, la subordinación del régimen levítico al «orden de Melquisedec». Todo el plan de Dios en relación con el llamamiento de Abraham se cumplió en la «Simiente», o sea, el Cristo, en cuya bendita Persona todo pensamiento de Dios había de lograrse y perfeccionarse, de modo que, una vez manifestado el Hijo y consumada la obra de expiación, el «paréntesis abrahámico» queda incorporado en Cristo, y, con mayor razón, el sacerdocio levítico pasa de la escena para dar lugar al sacerdocio eterno del Rey Sacerdote.
Esta subordinación del orden abrahámico y levítico con respecto a todo cuanto representaba Melquisedec adquiere mayor relieve en los versículos 4-10, donde vemos que Melquisedec bendijo al patriarca como de mayor a menor, a pesar de las maravillosas bendiciones que Abraham había recibido, y había de recibir, de Dios. No sólo eso, sino que el antecesor de Leví, cuyos hijos habían de recibir el diezmo bajo la ley, dio diezmos a Melquisedec, de modo que, «por decirlo así», el descendiente de Abraham, o sea, Leví, también dio diezmos, por el principio de solidaridad racial, al mismo Rey-Sacerdote. La deducción sorprende un poco, pero pone de manifiesto en forma dramática la inferioridad y la subordinación del sacerdocio levítico al orden sacerdotal eterno, entonces representado por Melquisedec y recogido por el Hijo cuando subió a la Diestra de la Majestad en las Alturas.
EL CAMBIO DEL SACERDOCIO 7:11-22
La necesidad del cambio, 7:11-12
Según se destaca de estos dos versículos, el cambio de régimen llega a ser de pura necesidad en vista de la falta de perfección del orden levítico, juntamente con todo el sistema legal que sobre él se basaba. Estúdiense cuidadosamente los versículos 11, 12 y 18, notando la traducción de la versión H. A., para el paréntesis del versículo 12. La declaración del salmo 110:4 – «Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec» – se explica por la flaqueza del sistema entonces existente, y el claro anuncio profético de lo nuevo, o, mejor dicho, del retorno a lo antiguo sobre una base firme, lleva implícito en sí la ineficacia de aquello que había de ser reemplazado. ¡Qué locura, pues, la de los hebreos, al querer volver a aquello que se había probado como flaco e inútil, y mayormente después de haber profesado su lealtad, a Jesús el Mesías, establecido por Dios como Sacerdote del orden permanente!
La tribu es diferente, 7:13-14
La naturaleza radical del cambio queda manifiesta por el hecho de que el nombramiento del salmo 110 recae sobre el Mesías, y éste, tanto profética como históricamente, era de la tribu de Judá, que nada tenía que ver con el sacerdocio en el Antiguo Testamento. Y la diferencia es aún más evidente cuando se considera que Melquisedec, cuyo orden se restaura, no pertenecía siquiera al pueblo escogido (15).
El modo del nombramiento es diferente, 7:15-17 con 7:20-21.
Aarón y sus sucesores se establecían según un «mandamiento carnal», o sea, por la descendencia natural confirmada por ritos externos que les separaba físicamente del resto del pueblo para el ejercicio de su ministerio, que se llevaba a cabo, además, en una esfera material aquí en la tierra. Tal modo de nombramiento no podía significar un orden permanente, pues «carne» y «materia» no pueden durar por su misma naturaleza.
En vivo contraste con lo antedicho, el nombramiento del Sacerdote Rey es: a) según el poder de una vida indisoluble (16), y b) por el juramento de Dios (20, 21). Una parte principalísima de la «flaqueza» del orden levítico consistía en que la muerte impedía que el sumo sacerdote siguiera en el ejercicio de sus funciones, pasándose éstas al heredero de generación en generación (23). El Hijo, en cambio, después de haber agotado el pecado y la muerte por todos en la Cruz, se manifestó por la Resurrección y la Ascensión en la plenitud de su vida humana y divina, y tal VIDA es «indisoluble», pues el espíritu, alma y cuerpo del «Principio y Fin» nunca más podrán separarse, siendo infinitamente alejada su Vida del dominio de la muerte que Él mismo venció. En virtud de esta Vida es nombrado Sacerdote para siempre, siendo tan eterno su ministerio como indisoluble e inmortal es la Vida que lo mantiene.
El otro elemento que media en el nombramiento es el juramento divino y, como ya hemos visto al estudiar la frase en 6: 13-18, éste es la garantía total que el Dios Eterno y Omnipotente aporta en Su gracia para disipar toda duda y establecer Su propósito firmemente sobre el valor de Su Propia Persona. El juramento, desde luego, es el del Salmo 110:4 «Juró el Señor y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote para siempre…» Así se da estado permanente, intangible e inconmovible al sacerdocio según el orden de Melquisedec.
La mejor esperanza, 7:18-19
Estos versículos continúan el argumento de 11 y 12, es decir: la abrogación del mandamiento precedente, que organizaba el régimen levítico, a causa de su «flaqueza e inutilidad», ya que «la ley nada perfeccionó». La Ley moral del Sinaí exigía lo que la «carne» no podía dar. La ley ceremonial con ella asociada, hacía provisión, por medio de figuras, para que Dios pudiera morar entre el pueblo y para que éste, de forma parcial e incompleta, pudiera acercarse a Dios; pero ni la una ni la otra era capaz de establecer una base firme sobre la que el adorador pudiese acercarse confiadamente al Santuario. Esto sólo se consigue por la introducción de la «mejor esperanza», «por medio de la cual nos acercamos a Dios»: concepto que se expresa magistralmente en el v. 25, y se desarrolla en detalle más adelante.
Jesús, Fiador del Mejor Pacto, 7:20-22
Lo que Dios garantiza por medio del «juramento», Cristo Jesús nos lo asegura como «Fiador del Nuevo Pacto». Hemos de traducir la palabra «diatheka» por «pacto» en casi todos los casos donde ocurre en el Nuevo Testamento, bien que es necesario tener en cuenta que, en un pacto de gracia, es DIOS quien lo otorga todo, y la parte humana se limita a recibir con fe sumisa lo que Dios ha provisto por su propia iniciativa y su poder infinito. El «Nuevo Pacto» (del cual se hablará mucho más en el cap. 8) es «mejor» precisamente porque queda descartado todo esfuerzo humano en su cumplimiento, y descansa sobre la base firme de la Obra de la Cruz, administrándose por «el Fiador, Jesús». Es hermoso el uso aquí del tierno Nombre humano de «Jesús»‘ que recuerda, para nuestro consuelo, que el que administra la: Obra de Dios a nuestro favor a la Diestra de la Majestad en las Alturas como Sacerdote Rey, es Aquel que nació de madre humana en Belén.
La norma de justicia que Dios reveló al pueblo hebreo en el Sinaí es en sí «santa y justa y buena», y, frente a los pecados de los hombres, queda firme siempre como la manifestación de las exigencias de la justicia divina; así que, siempre que duren las condiciones actuales de vida humana, será una necesaria escuela de rectitud (1 Tim. 1:8-11). Pero no puede hacer más que señalar el pecado y ordenar su castigo, de modo que, frente a una raza pecadora, no puede dar vida ni llevar nada ni a nadie a la perfección. Quizá los versículos que citamos se refieren en primer término a los preceptos levíticos, pero todo lo que Dios ordenó en el monte es un todo, como se echa de ver claramente en el v. 11 cuyo sentido exacto se da en la versión H. A.: «Pues a base de él, –del sacerdocio levítico– recibió el pueblo la ley que tiene». Cronol6gicamente el Decálogo se promulgó antes de establecerse el sacerdocio, pero es evidente que la Ley se dio teniendo en cuenta la provisión temporal del régimen levítico –que habla simbólicamente de la Cruz– sin el cual la manifestación de la justicia de Dios frente al pueblo pecador y rebelde habría resultado en su total destrucción (Ex. 19:21; 24 con el capítulo 32).
Bajo el Nuevo Pacto la justicia de Dios se manifiesta eficaz y perfectamente a través de la Persona y la Obra del Hijo, y se refleja de una forma práctica en la vida del creyente que se deja guiar por el Espíritu Santo (Rom. 10:4; 8:3, 4; 6:14; Gál. 2:19, 20; 5:22-23, etcétera). La «Ley de Cristo» es la manifestación del amor de Dios en la potencia del Espíritu Santo, cuyo «fruto» en la vida del creyente viene a ser la manifestación de la semejanza de Cristo. Contra estas cosas, dice Pablo, «no hay Ley», pues los requerimientos del Decálogo se superan por revelarse en el creyente la misma vida de Cristo.
CONCLUSIÓN: TENEMOS UN SUMO SACERDOTE PERFECTO Y SU OBRA ES ETERNAMENTE EFICAZ. 7:23-28
He aquí un hermoso resumen de cuanto el escritor ha adelantado en el curso de esta sección sobre el valor del sacerdocio del orden de Melquisedec, que se halla ya en las manos del Mediador eterno. Es el «broche de oro» de todo el pasaje, y, a riesgo de alguna repetición, hemos de destacar las lecciones más sobresalientes.
Este sacerdocio es inmutable 7:23, 24
Los sacerdotes antiguos «no podían permanecer» por hallarse sujetos a la muerte, pero, a los ojos de Dios la rápida sucesión de sacerdotes ha terminado, y la sagrada función se ejerce por el Sacerdote eterno en la esfera celestial sobre la base de la vida indisoluble de la resurrección de Cristo.
De esta inmutabilidad se saca una consecuencia de importancia primordial en el conocido versículo 25: «Por lo cual puede también salvar eternamente (o «hasta lo sumo») a los que por Él se allegan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos». Ya no median flaquezas humanas ni limitaciones del tiempo ni de lugar de modo que la «salvación» es perfecta y eterna. La intercesión se basa sobre la Obra consumada de la Cruz, y así ha de ser necesariamente eficaz para quienes «por Cristo se allegan a Dios». En el acto de «allegarse» a Dios se sobreentiende el deseo de buscar a Dios y hacer su voluntad, que ha de expresarse luego por medio de la fe sumisa y la obediencia: indicios del estado de corazón que Dios no puede por menos que bendecir. El problema del hebreo de la antigua dispensación, quien temblaba de lejos al ver el resplandor «de la gloria de Dios encima del Lugar Santísimo, se ha solucionado ya. El camino se ha despejado, y a la Diestra de Dios el creyente halla siempre al Sacerdote compasivo y omnipotente quien le introduce al Padre. Al pueblo al pie de Sinaí Dios tuvo que decir: «¡Que no traspasen el término por ver a Jehová!», pero en este cumplimiento de sus designios de gracia «el que se allega a Dios» halla salvación segura y eterna.
El carácter del Sumo Sacerdote se detalla en el versículo 26, pues en el nuevo régimen ha de haber una consonancia perfecta entre la Persona y el cargo. Antiguamente no se daba este caso, pues el sacerdote estaba rodeado de enfermedades, y su «apartamiento» fue según el «mandamiento carnal» de las observancias externas que ya hemos notado. Podría ser que la conducta de un sacerdote mereciera el castigo ejemplar de Dios por deshonrar escandalosamente su cargo, como en el caso de los hijos de Elí, pero normalmente las condiciones eran más bien externas y físicas. No así en la nueva dispensación, que es espiritual por excelencia, perdiendo lo externo todo su valor después de la muerte consumada de la Cruz; así que el carácter del Sumo Sacerdote ha de concordar exactamente con la función que ejerce. Tal Sumo Sacerdote «nos convenía», pues el que nos santifica y nos lleva a la presencia del Dios tres veces santo, ha de ser Él mismo la perfecta imagen de la santidad. Nótense las pinceladas que dibujan la fisonomía moral del Salvador: es «santo» para con Dios, cuya santidad intrínseca comparte, guardándola sin tacha a través de la experiencia de su ministerio en la tierra; es «inocente» también delante de los hombres, quienes, a pesar del odio de muchos en contra suya, no hallaban en Él culpa; es «incontaminado» en su propia Persona que se guardó perfectamente «aislado» contra el mal del ambiente mundano que le circundaba aquí abajo. La frase «apartado de los pecadores» podría extrañarnos algo en vista de que los fariseos alegaban con razón que «recibía a los pecadores y con ellos comía» en el curso de misión de «buscar y salvar lo que se había perdido», pero si calamos un poco más hondo, comprenderemos que este contacto social con «pecadores» no afectaba para nada Su separación total de todo movimiento pecaminoso del corazón de ellos. El «aislamiento» espiritual fue perfecto en todo momento y «comiendo» con hombres pecadores no hubo comunión alguna con ellos como «pecadores», sino solamente el amoroso cuidado del Pastor que buscaba la oveja perdida.
Aun siendo ello verdad, es probable que aquí la frase «apartado de los pecadores» se refiera a la esfera donde el Hijo ejerce su ministerio; no ya en el mundo, tan manchado moralmente, como Aarón en medio de otros pecadores parecidos a sí mismo, sino en el Cielo, donde la esfera conviene exactamente al carácter de quien lleva a cabo su bendita obra salvadora y mediadora a favor del nuevo pueblo de Dios.
Pero al manifestar que existe una consonancia perfecta entre la esfera del ministerio y el Sumo Sacerdote, no hemos llegado a toda la verdad, pues tal es la excelencia del Hijo que la palabra inspirada añade que es: «hecho más sublime (exaltado) que los cielos», y eso en primer lugar porque el Hacedor y Sustentador de todas las cosas ha de ser necesariamente más eminente que las mismas cosas que ha creado y sustenta. Pero seguramente aquí la exaltación se relaciona más aún con la victoria que ganó sobre Satanás y todo su dominio; victoria que tuvo sus repercusiones en todo el ámbito del universo y del Cielo. Paralelamente al pensamiento de Fi. 2:8-11, está exaltado «hasta lo sumo» precisamente por haberse hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz.
El sacerdocio se basa sobre el sacrificio que Cristo hizo de sí mismo como víctima expiatoria, v. 27. De este Sacrificio, base de toda obra de mediación entre Dios y el hombre, se hablará en profundas palabras en los capítulos 9 y 10, pero fue preciso la mención aquí, pues la presentación del sacerdocio «según el orden de Melquisedec» no pudo ser completa sin esta indicación de cómo el justo Dios había de admitir a hombres pecadores hasta su santa presencia. Vemos por lo tanto, que sobre el plano de la realidad eterna, el sacrificio de Cristo corresponde a lo que se efectuaba por el derramamiento de la sangre de las víctimas animales en el régimen levítico.
El contexto sigue adelantando contrastes entre las «sombras» y la «sustancia». Los antiguos sacerdotes confesaban prácticamente tanto su propia flaqueza como la insuficiencia de su ministerio por cuanto tenían que ofrecer víctimas primeramente por sí mismos antes de obrar a favor del pueblo, y no sólo eso, sino que habían de repetir incesamente los mismos sacrificios día tras día. En vivo contraste, el Hijo Sacerdote ofrendó un Sacrificio por los pecados una vez para siempre (ephapax) cuando se ofreció a Sí Mismo.
Fijemos nuestra atención en dos frases del versículo 27 que son de gran importancia doctrinal: «una vez para siempre» «…se ofreció a Sí Mismo». La primera señala de manera inequívoca el carácter único y final del Sacrificio de la Cruz, que no debe ni puede repetirse de la forma que sea (compárese 9:26). La segunda frase nos hace ver que todo el infinito valor del Dios Hombre estuvo presente en el Sacrificio. Es cierto que la humanidad del Señor fue elemento imprescindible para que el hecho de la muerte se consumara, pero no lo es menos que no podemos separar las dos naturalezas de la Persona bendita de nuestro Señor Jesucristo; fue Su deidad que le capacitó para aguantar el golpe de la muerte y volver a la vida de resurrección, y es aquella misma deidad que presta valor sin límites a la obra de expiación. Así llegamos a la reiteración del tema fundamental en el versículo 28 que finaliza el argumento de la sección: «La Ley constituye sumos sacerdotes a hombres que tienen flaqueza; mas la palabra del juramento (del salmo 110, desde luego), posterior a la ley, constituye al Hijo (sacerdote según el orden eterno), hecho perfecto para siempre». Estos términos se han analizado ya, y al concluir nuestra meditación sobre esta sublime sección de la Palabra, nos conviene apropiar para nosotros mismos toda la bendición de tener a nuestro favor a la Diestra de la Majestad en las Alturas al Hombre-Dios, al Sacerdote-Rey, quien se digna, en esfera tan gloriosa, seguir sirviendo a los suyos tan realmente como cuando lavó los pies a los discípulos en el Cenáculo. El corazón puede descansar con paz absoluta en su gloriosa obra, y es una locura y un pecado permitir que se apoderen de nuestro espíritu las ansiedades y las zozobras de la vida, cuando actúa a nuestro favor un Sumo Sacerdote tan compasivo y poderoso quien anhela mandarnos el «oportuno socorro». La mejor manera de honrarle es la de llegar a su presencia para que pueda hacer efectivo en nosotros su amoroso servicio sacerdotal.
Pensamiento Cristiano. Junio, 1956
Gracias al señor Jesucristo somos salvos el es nuestro gran sumo sacerdote que con su propia sangre nos limpio.