En cada rayo de luz blanca se nos dice que hay todos los colores del arco iris. En esta parte tenemos una revelación de siete aspectos reveladores del carácter del Señor Jesucristo.
I. Su sabiduría. “Id a la aldea de enfrente, y al entrar en ella hallaréis un pollino atado, en el cual ningún hombre ha montado jamás; desatadlo, y traedlo” (Luc. 19:30). Si los ojos de nuestro Señor no tuvieran más luz que la de los mortales comunes, ¿cómo podría asegurarles a los discípulos que encontrarían un pollino atado en un lugar determinado? A través de la fe, habló como alguien dotado con la omnisciencia. La distancia no es nada ante los ojos de Dios.
II. Su poder. Todas las disculpas que debían ofrecer al quitarle el pollino al hombre fue, “El Señor lo necesita” (Luc. 19:31). Con esta simple declaración emanó tal influencia del Cristo ausente que no se podía ofrecer resistencia. Tendrá un pueblo dispuesto en el día de su poder. Todos los que salen adelante, como estos discípulos en su nombre, para hacer su voluntad, no pueden dejar de tener la autoridad de su Maestro con ellos (Mat. 28:18-19).
III. Su humildad. “Y lo trajeron a Jesús; y habiendo echado sus mantos sobre el pollino, subieron a Jesús encima” (Luc. 19:35). ¡Aquí aparece el Rey de la gloria sentado sobre un asno prestado! No había nada demasiado humillante para el Hijo de Dios, si solo las Escrituras pudieran cumplirse. “Alégrate mucho, hija de Sion; da voces de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí tu rey vendrá a ti, justo y salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna” (Zac. 9:9). El que se humilla a sí mismo seguramente será exaltado (Fil. 2:8-9). El orgullo del hombre se opone por siempre a la voluntad revelada de Dios.
IV. Su regia dignidad. “Diciendo: ¡Bendito el rey que viene en el nombre del Señor; paz en el cielo, y gloria en las alturas!” (Luc. 19:38). ¡Jesús era un rey, aunque su rostro estaba más estropeado que el de cualquier hombre! Estaba sin lecho y sin dinero; sin embargo, cada una de sus palabras y actos fue sellado con la majestad soberana del cielo (Luc. 19:37). La gloria de su carácter real se manifestó en la montaña sagrada cuando estalló con un poder abrumador a través del velo oculto de su carne, revelando, “¡Bendito el rey que viene en el nombre del Señor; paz en el cielo, y gloria en las alturas!” (Luc. 19:38).
V. Su compasión. “Y cuando llegó cerca de la ciudad, al verla, lloró sobre ella” (Luc. 19:41). Si tuviéramos los ojos y la compasión de Jesucristo, nos veríamos obligados muchas veces a llorar por lo que los demás se regocijan. Cristo, como el Hijo de Dios y el Redentor de los hombres, solo puede ver lugares y personas en relación consigo mismo. Las piedras del templo pueden ser grandes y majestuosas, ¿pero qué valor hay en tales cosas si no hay bienvenida para él en su casa (Luc. 19:45)? Para él, el corazón de la ciudad era el corazón del ciudadano; si esto era falso y cruel, todo lo demás era desolación. “Lloró sobre ella”. “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Jn. 15:13). ¿Qué de esa ciudad dentro de nuestros propios corazones? ¿Qué ve allí el compasivo Salvador?
VI. Su fidelidad. “Diciendo: ¡Oh, si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que es para tu paz! Mas ahora está encubierto de tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, cuando tus enemigos te rodearán con vallado, y te sitiarán, y por todas partes te estrecharán, y te derribarán a tierra, y a tus hijos dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación. Y entrando en el templo, comenzó a echar fuera a todos los que vendían y compraban en él, diciéndoles: Escrito está: Mi casa es casa de oración; mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones” Luc. 19:42-46).
Debe haber sido con un corazón muy cargado cuando nuestro Señor pronunció estas solemnes palabras registradas en Lucas 19:42-46, porque él no quiere la muerte de nadie, sino que vengan a él y vivan. Pero incluso su compasión entre lágrimas no le impide pronunciar estas terribles palabras de advertencia y de perdición. Es algo temeroso caer, como incrédulo, en las manos del Dios vivo. Ni la ciudad, la nación, ni el individuo pueden finalmente prosperar, quienes rechazan los reclamos y resisten las súplicas del Señor Jesucristo. “Entre tanto que tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de luz” (Jn. 12:36), porque este mismo Jesús que lloró y murió juzgará a los vivos y a los muertos.
VII. Su influencia. “Y enseñaba cada día en el templo; pero los principales sacerdotes, los escribas y los principales del pueblo procuraban matarle. Y no hallaban nada que pudieran hacerle, porque todo el pueblo estaba suspenso oyéndole” (Luc. 19:47-48). Para algunos era el aroma de la muerte, para otros el de la vida. El sol que derrite la cera endurecerá la arcilla. Todo depende de la actitud de nuestro corazón hacia Cristo en cuanto a si su influencia nos ablandará para salvarnos o nos endurecerá para juzgarnos. La predicación de la cruz es tropezadero o locura para nosotros o es el poder y la sabiduría de Dios (1 Cor. 1:23-24).