“Y el príncipe de los maestresalas no se acordó de José, mas olvidóse de él”. Gén. 40:23
Estos versos forman parte del corazón de la historia incomparable de José. Contienen un episodio singular de ese carácter de vida famoso, y presentan el cuadro de un hombre que olvidó. El joven José había sido echado en la prisión con un cargo falso; pero aun en la prisión fue imposible humillarlo. Era hombre de influencia entre los otros prisioneros, y el guardián confió su bienestar en las manos de José. Aconteció que el jefe de los coperos y el jefe de los panaderos estaban prisioneros y tuvieron un sueño extraño que les atormentaba. Viendo turbados sus rostros, José les preguntó la razón. Le contaron sus sueños y José dio las interpretaciones. El dijo al principal de los coperos que su sueño significaba su restauración al favor de Faraón, y al principal de los panaderos que su sueño presagiaba la pérdida de su vida.
José hizo una súplica muy natural y razonable al maestresala. Le pidió que cuando recuperara su libertad y su oficio, que le recordara e hiciera mención de su caso al rey para que le relevara de una prisión injusta. Al debido tiempo el maestresala fue restituido a su alta posición, pero olvidó a José que siguió prisionero dos años más. Entonces Faraón tuvo un sueño que le preocupó sobremanera. Durmió y tuvo un segundo sueño que añadió perplejidad al primero. Los magos y adivinos del reino fueron convocados, pero ninguno interpretó el sueño. En este momento crítico el copero se presentó al rey diciendo: “De mis pecados me acuerdo”. Entonces contó a Faraón la interpretación que había dado José a su sueño y al del panadero. Inmediatamente el rey envió por José, quien se alistó, apareció ante Faraón, oyó su sueño y lo interpretó completamente. Más aún, aconsejó al rey sabiamente en cuanto a su política futura con respecto al cumplimiento de ciertos eventos predichos por su interpretación. Desde esa hora le fueron conferidos a José alta honra y posición. Fue hecho segundo al rey en autoridad, y su fama se esparció por toda la tierra.
Sin embargo, no es José quien ocupa nuestros pensamientos en este estudio; sino la conducta extraña del hombre a quien ayudó. ¿Qué podemos decir de esa conducta? ¿Por qué olvidó el copero a José? ¿Fue porque su trabajo estaba acumulado que todo el tiempo lo tomó en ganar lo que había perdido mientras estuvo prisionero? ¿Es posible excusar que haya olvidado a José por la multitud de deberes ineludibles? ¡Difícilmente! No se puede concebir un hombre colocado bajo tales circunstancias onerosas, y continuamente rodeado de deberes que ahoguen el reconocimiento de una bondad como la que tuvo José con el copero.
¿Es que el copero no se ocupó de José por temor del rey? ¿Temía que por llamar la atención al caso de José perdiera su posición o posiblemente su vida? Eso es posible. ¿El copero no se ocupó de José porque le desagradaba quedarle obligado a ayudarle más cuando tuviera su libertad? O más aun, ¿es que el copero se creía un ser superior, aceptaba cada favor como una cosa corriente, y desterraba de su mente cualquier sentimiento de gratitud? Probablemente este fue el caso.
Estas son preguntas interesantes, aunque no podamos contestarlas. No sabemos precisamente por qué olvidó el copero a José, pero podemos estar seguros que no fue por falta de memoria. Un hombre puede olvidar llevar al correo una carta para su esposa, regresar un libro o un paraguas y acusarse de mala memoria; pero cuando un hombre olvida un favor, estad seguros que no consiste en su memoria. El pecado del copero consistió en la indiferencia, y este es el pecado más común en todo el mundo.
¡La raza humana es una familia de olvidadizos! Cuán numerosos son los aturdidos, los negligentes y descuidados. “No pensé”, “Se me olvidó”. “No me lo imaginé”. ¿No son las confesiones no sólo de miles, sino literalmente de millones de mortales? El pecado de la irreflexión es una debilidad manifiesta de la humanidad. ¡Qué prontos estamos para olvidarnos unos a otros! Hacemos promesas numerosas que nunca cumplimos. Anunciamos planes que nunca llevamos a efecto. ¡Qué presto olvidamos a aquellos que nos son más cercanos y queridos! Los amigos se separan y prometen una correspondencia regular. Por un tiempo las cartas se cambian cada semana, luego unas líneas cada mes, más tarde llegan con intermitencia, de allí se pasa a la rareza y finalmente se suspenden. A veces he encontrado un padre o madre que me informa que en alguna parte del inmenso mundo, donde ellos no saben, tienen un hijo de quien no han tenido noticias por muchos años. En otra parte hay una hija que se ha olvidado del hogar. ¡Olvidado! ¡Qué palabra tan patética! Hay otra palabra consanguínea a esta e igualmente triste: “abandono!”
¡Cómo olvidamos a Dios! Cuando éramos niños le recordábamos. Entonces nos parecía cercano. Le veíamos en la belleza de la mañana primaveral. Trazábamos su presencia en las nubes. Le contemplábamos en la gloria de la estrellada noche invernal. Le oíamos en el viento que pasaba por las copas de los árboles, y escuchábamos su melodía en las notas mágicas y salvajes de las aves marinas. Le oíamos en la música de la marejada azotando las rocas de la costa. Sentíamos su presencia cuando la madre cantaba sus arrullos y el padre leía con gracia patriarcal el Santo Libro, o elevaba su voz en oración.
¡Cuánta gente olvida a Dios! Hay cientos en nuestra propia ciudad hoy día que han olvidado al Padre Celestial. Recuerdan el deporte, los negocios, la sociedad, pero olvidan a Dios. Saben cuál es el último juego, pero no conocen a Dios. Nunca oran, nunca leen las Escrituras, no leen un libro religioso, no asisten al culto en la casa de Dios a menos que sea el servicio fúnebre de un amigo o vecino. Por lo que toca a Dios, viven como si éste no existiera. Son extraños a la dulce y triste música de la humanidad, nota que ninguno oye si no ha escuchado a Dios.
¡Cómo olvidamos a Jesús nuestro Salvador! Recordamos la historia maravillosa del descubrimiento de la América por Cristóbal Colón. Olvidamos las narraciones admirables de la revelación de Dios por medio de Jesús. Recordamos a Alejandro que lloraba por más mundos que destruir. Olvidamos a Jesús que derramó lágrimas porque Jerusalén rehusó ser salvada. Recordamos a Washington en el Valle Forge. Olvidamos a Jesús en el Getsemaní. Recordamos a Mad Antonio Wayne luchando en las alturas de Stony Point. Olvidamos a Jesús con su sereno rostro puesto como pedernal para ir a Jerusalén.
¡Cuán prontos estamos a olvidar los tres años del ministerio público de Jesús, sus enseñanzas sin igual, sus hábitos de comunión constante con el Padre, su amor por los niños, su cariño para los perdidos, su completa libertad de fórmulas artificiales, su simpatía para el pueblo, el golpe tras golpe que cayeron trágicamente en los últimos días de su carrera terrena, la traición de Judas, la negación de Pedro, los expedientes del juicio, las bofetadas crueles en su rostro, las burlas y los escupitajos, las ironías, el triste camino al Calvario, los clavos que traspasaron sus manos y sus pies al colocarlo en la cruz, el levantarle y ponerle entre dos ladrones, la misma vergüenza y degradación, las tres horas de tinieblas, el grito que partía el corazón —“Dios mío, Dios mío ¿por qué me has desamparado?”— el descenso de la cruz, el entierro, el sello de la tumba, las mujeres llorando en el sepulcro; luego, el joven de vestido blanco, la tumba vacía, y el Cristo victorioso sobre el sepulcro y reinante sempiterno. ¡Cuán prontos estamos a olvidar la Vida de las vidas, las Maravilla de maravillas!
¡Oh, somos una familia de olvidadizos! Pertenecemos a la gran compañía de irreflexivos, y el pecado de la indiferencia es el caso más frecuente en todo el mundo. “El príncipe de los maestresalas no se acordó de José, mas olvidóse de él”. El copero, y vos y yo, tenemos mucho de común.
Pero hubo un día de despertamiento para el copero. Por dos años contuvo y acalló la voz de la conciencia. Por varias razones olvidó a José. En esto vino el sufrimiento de su soberano. Ninguno podía interpretar tan extraño sueño. ¡Oh, si José hubiera sido conocido del monarca! Las ventanas del palacio fueron cerradas. Faraón se acostó. Las voces de la música se apagaron. Los siervos caminaban de puntillas por los corredores. La atmósfera se sentía densa por la aflicción. ¡Oh, si alguno pudiera interpretar el sueño del rey! Los adivinos y astrólogos resultaron inútiles.
Entonces ¡gracias a Dios! el copero volvió en sí. Se presentó ante el rey diciendo: “De mis pecados me acuerdo”. Contó la historia de José en la prisión. Me imagino que desde ese tiempo el copero pudo dormir mejor en la noche. Desde ese día hubo un nuevo poder en su vida. El había confesado su pecado de indiferencia e hizo enmiendas a su personalidad. Habló, formuló una súplica a favor de José. José fue recompensado. Faraón estaba contento. Para el copero había huido la noche y el alba resplandecía por todas partes.
Si el pecado de la indiferencia es el más común en el mundo, gracias a Dios que la hora del despertamiento puede venir y son muchos los medios utilizados para hacernos pensar. Algunas veces las aflicciones con sus sombras y las agonías del corazón tienden a hacernos reflexivos. El misterio de la muerte a menudo destruye, como el día a la noche, la actitud descuidada, negligente y despreocupada de hombres y mujeres. Algunas veces se debe al incidente más insignificante —los versos de un canto no oído por muchos años, la fragancia de una flor, el contacto de una mano infantil, el sonido de una voz, la nota de un ave. Otras veces lo que nos parece casual, nos conmueve extrañamente por medio del recuerdo y como el copero confesamos: “De mis pecados me acuerdo”.
En ningún reino es la tendencia al indiferentismo tan implacable y poderosa como en lo espiritual. Por eso la Biblia desde el principio hasta el fin, en historia, en ley, en oraciones, en parábolas, en profecía, en proverbio, renglón tras renglón, mandamiento tras mandamiento, un poquito aquí y un poquito allá, se esfuerza en recordarnos nuestro deber hacia Dios y el hombre. Los “textos de recordación” de la Biblia son muchos y excesivamente elocuentes. En la vehemente y brillante parábola de Lázaro y el rico, flamea como bifurcado rayo las palabras terribles de Abraham a uno cuyo pecado fue el de la indiferencia, «¡Hijo recuerda!» En un pasaje solemne Jesús emplea una alusión oscurecida por la tragedia, “Acordáos de la mujer de Lot”. Escribiendo desde la prisión, y quizá encadenado a un soldado mientras dictaba una carta, San Pablo dice a los Colosenses, “Acordáos de mis cadenas”. A Timoteo le recomienda, “Acuérdate de Jesucristo”. La referencia de Pedro en su segunda epístola a la necesidad que tiene de recordar a sus oyentes para que el pecado de la indiferencia no labre su ruina, tiene un significado especial. “Porque tengo por justo, en tanto que estoy en este tabernáculo de incitaros con amonestación, sabiendo que brevemente tengo que dejar este tabernáculo, de excitaros por medio de recordamientos. »
La iglesia es el gran medio de Dios para recordarnos nuestro deber hacia él y los demás. Considerad las instituciones poderosas que nos legó y sus monumentos de gracia. Mirad a sus ordenanzas: bautismo, un recuerdo de la muerte, entierro y resurrección de Jesucristo; un símbolo de la muerte del creyente al pecado y la resurrección a una nueva vida en Jesús. La Cena del Señor instituida por Cristo para sus discípulos. De esta institución él dijo: “Haced esto en memoria de mí”. El pan, emblema del cuerpo de Jesús, el fruto de la vid emblema de su sangre, el uno partido, la otra derramada para que nosotros pudiéramos vivir. Además, esta Cena memorial nos recuerda nuestra identidad con el cuerpo de Cristo y el alimento espiritual con que hemos de alimentar nuestras almas diariamente. El Día del Señor nos recuerda siempre a Cristo, su triunfo sobre el sepulcro, su victoria sobre el pecado. Por todos lados Dios nos ha rodeado por detrás y por delante de recuerdos de su misericordia y amor. ¿Cómo podemos ser despreocupados e indiferentes ante el peligro de nuestras almas inmortales? Digamos con el copero: “De mis pecados me acuerdo”.
El Faro, 1918