Ningún oficio sobre la tierra es tan complejo, tan glorioso, tan mal entendido y tan frustrante como el de ser un ministro de Dios, pastor de una iglesia local, pregonero de la verdad eterna.
Habiendo sido ministro por 48 años y pastor por 25, (más 5 años de ayudante) creo estar cualificado para ser portavoz de nuestro grupo. Puede haber una desilusión en algunos lectores cuando lean algunas observaciones básicas que hago acerca del hombre de Dios.
Él es un hombre que predica a pecadores, tanto salvados como perdidos, pero lo que es más espantoso, es que él también es un pecador. El carácter de santo, percibido por los pensadores místicos ha eludido a los más grandes y más fuertes entre nosotros.
Si somos objetivamente honestos con nosotros mismos, nos daremos cuenta de que fallamos tanto que llegamos a cuestionarnos si somos o no dignos del título “Ministros de Dios”. Sí, sé que algunos hermanos orgullosos y arrogantes, se ofenderán ante mi franqueza. Ellos guardan profundos temores de que su imagen sea manchada por la realidad. De que si la congregación se entera de sus motivaciones interiores, deseos secretos, tentaciones y pretensiones, seguramente perderán prestigio o sufrirán críticas terribles.
Pablo, aquel príncipe de predicadores, no pensó en sí mismo más de lo debido. Se autocalificó como “el más pequeño de los apóstoles” y cuando progresó en su vida espiritual, declaró ser “menos que el más pequeño de todos los santos”. Llegando al final de su vida, confesó ser “el primero de los pecadores”. Recordó haber sido perseguidor de la gente de Dios. Su memoria siempre le humilló. El orgullo no era el mayor problema de su vida.
Un conocimiento de lo que somos encarado en los momentos profundos de oración y meditación junto con un examen del alma y una confesión personal, es uno de los más altos logros de santidad.
Un hombre de Dios es llamado por Dios. El llamado de Dios al corazón del futuro hombre de Dios es muy similar a otros llamados al ministerio. El llamamiento puede ser una convicción creciente, una experiencia emocional, una realización repentina, una circunstancia de la vida, una terrible tragedia, una experiencia espiritual especial. Dios puede y hace llamamientos por medio de éstas y miles de otras formas diferentes. Pero una cosa es siempre igual. La convicción interior de que Dios ha hecho una cita espiritual para servirlo. Para algunos esto llega temprano en la vida, como a este escritor, a los 14 años; y para otros más tarde, a los 40 o 50 años.
Como Pablo, nuevamente debemos reconocer que es Dios quien “Nos tuvo por fiel, poniéndonos en el ministerio”.
Un pastor es un hombre de Dios, llamado por Dios, pero aun es un ser humano que nunca llega a la perfección. La magnitud del llamado, cuando uno reconoce que es un hombre de Dios, es santo, magnífico, solemne, real, profundo. Un Pastor habla con la autoridad de Dios, pero puede ser que él mismo necesite el mensaje que predica a los demás. Por lo tanto, no se atreve a permitir crecer su orgullo. El balance de este sentido de su responsabilidad y autoridad divina, con humildad verdadera, es un proceso de toda la vida.
Mientras me acerco a los 50 años en el ministerio, aun siento la magnitud santa del llamado y la falta de mérito innato que se encuentra en mí.
Me duele cuando un hombre joven o de edad se enorgullece y aún más cuando este orgullo lo lleva a pensar que puede guardar pecados no confesados sin tener que dar cuenta.
Me duele cuando un joven predicador se pavonea intentando (casi siempre en vano) impresionar a los demás con su importancia, olvidando que su llamado en sí, es más importante que sus bufonadas.
Me duele cuando un viejo predicador, debido a un cerebro entorpecido por los años de negativismo no confesado, se hace obstinado y terco contra todos. Se imagina que defiende su fe exhibiendo una actitud arrogante y amarga.
Ruego que Dios no me permita ser un predicador amargo, egoísta, crítico, negativo, de mal humor, obstinado. Sería un destino peor que una salida temprana hacia la presencia de Cristo. Tal espíritu causaría oprobio a mi llamamiento y ensuciaría mi testimonio.
Como hombre de Dios con un llamamiento de Dios quiero terminar mi carrera con fe y ardor, con entusiasmo y coraje, con visión y esperanza, con gozo y amor.
De alguna manera creo que cada pastor, en cualquier punto de su ministerio debe sentir lo mismo.
“Y ahora permanece la fe, la esperanza y el amor, estos tres, pero el mayor de ellos es el amor”.
–El Escudo de la Fe
Usado con permiso