Es doloroso comprobar que millares y millares de creyentes en todo el mundo duermen en los lechos de la indiferencia y la pereza. Miles de cristianos viven ajenos a los problemas espirituales propios y de toda la humanidad. No tienen experiencias positivas, no tienen voluntad ni decisión para la lucha no tienen ni amor ni desesperación por las almas que se pierden. Son miembros de la iglesia «rutinarios.» Van a las reuniones por costumbre, y cantan por costumbre, oran por costumbre, escuchan el sermón por costumbre, y contribuyen a la tesorería también por costumbre. Todo en ellos es un hábito, todo lo hacen mecánicamente, de la misma manera que el chofer experimentado conduce el automóvil o el dactilógrafo avezado opera en su máquina de escribir. A veces, es cierto, despiertan a la realidad, pero ¡ay! son tan breves, tan pasajeros esos instantes, que muy pronto caen otra vez en la modorra espiritual.
Este mal colectivo, esta enfermedad del desgano, es un «frente interno» que Satanás ha creado para sabotear el trabajo de nuestras iglesias. Cuando las reuniones de oración son poco concurridas, cuando la escuela dominical flaquea, cuando las contribuciones a la tesorería faltan, cuando no hay espíritu de evangelismo, cuando los miembros no se interesan en el estudio de la Biblia, ¡cuidado! … El diablo abre una brecha en la defensa de la iglesia, y hay que aprestarse a la defensa.
Tan serio problema, demasiado frecuente pero siempre grave, dejaría de preocuparnos si produjera el esperado y necesitado avivamiento. Sin un despertar real en nuestra vida espiritual, será imposible tener plena conciencia de nuestra responsabilidad como cristianos.
Isaías recién comprendió su propia impureza y la del pueblo que le rodeaba, cuando vio al Señor en su trono y en su gloria (Isaías 6:5). Pero Dios purificó sus labios y le hizo profeta, para que anunciase la primera venida de Cristo. E Isaías, henchido su corazón por la gloriosa visión del Señor en su trono, y por la esperanza de la venida del Mesías, comprendiendo también la urgente necesidad de un mensaje para el pueblo en tinieblas, consagró su vida al servicio de Dios.
La visión del Trono Celestial y la certeza de la venida del Mesías, provocaron en Isaías un auténtico y vigoroso despertar espiritual, y un notable avivamiento personal. Veintisiete siglos después de este acontecimiento, confiamos que causas semejantes podrán producir iguales efectos. En tal sentido, el Apocalipsis, nueva visión del Trono y notable anuncio profético de la segunda venida de Cristo, es uno de los libros de la Biblia más indicados para encender la chispa de un avivamiento.
Estamos ciertos de que nadie dormiría en la indiferencia espiritual, nadie permanecería en la pereza, nadie quedaría amodorrado, si a través de la mirada de la fe tuviera estas gloriosas visiones. ¿Cómo podríamos continuar en la frialdad y el desgano ante la admirable gloria del Señor y ante la inminencia y realidad de su Segunda Venida? …
La primera visión
Cuando a fines del siglo primero de nuestra era el anciano apóstol Juan escribió en el destierro de Patmos su Apocalipsis, los primeros pero fuertes vientos de la persecución habían desatado ya sus furias contra el cristianismo. Las hordas de Nerón, y —años después— las de Domiciano, se habían lanzado cruelmente sobre los seguidores de Jesús. Centenares y centenares de ellos caían en la sanguinaria matanza, entregados a las fieras del anfiteatro o convertidos en antorchas humanas, quemados vivos, por los secuaces del César.
La hoguera que Nerón encendió en Roma fue el símbolo de millares de hogueras en que perecerían los cristianos, y el humo de ellas subía hasta el cielo, y el cielo se cubría de obscuros nubarrones y negros presagios. Densas tinieblas creaban la angustia, la desesperación y el desaliento en los espíritus de los creyentes de entonces.
Quizá muchos cristianos de aquella época (como muchos de hoy) habían olvidado que Cristo no era sólo un personaje del pasado histórico, sino el Hijo de Dios triunfante y viviente. No era un Maestro que había quedado en el ayer, sino un Rey magnífico ocupando su Trono en la plenitud de su poder. La falta de esta visión del Trono sumió en tristeza a los creyentes de muchas partes, que se sintieron derrotados y sin valor para continuar la dura batalla de la fe.
Pero surge el Apocalipsis. Como un reguero de pólvora corre y se extiende velozmente el mensaje de la Revelación: ¡Cristo vive! ¡Cristo vive! … «Yo, Juan, vuestro hermano, y participante en la tribulación y en el reino, y en la paciencia de Jesucristo … vi siete candeleros de oro; y en medio de los siete candeleros, uno semejante al Hijo del hombre … y su rostro era como el sol cuando resplandece en su fuerza. Y cuando yo le vi, caí como muerto a sus pies. Y él puso su diestra sobre mí, diciéndome: «No temas: yo soy el primero y el último; y el que vivo, y he sido muerto; y he aquí que vivo por siglos de siglos. Amén.»
«He aquí que vivo» … dice Cristo, y la visión gloriosa de Juan se transforma en un magnífico mensaje de estímulo, de fe, de poder, para quienes sufrían y gemían. Y se produce el avivamiento. Los hasta entonces desesperados y desmoralizados, cantan, se gozan, van a la muerte con la sonrisa en los labios y la llama de la fe en el alma. El Evangelio es anunciado, el cristianismo avanza, cae uno y se levantan cien, mil que ocupan su lugar, y el Apocalipsis conmueve al mundo más que un tremendo terremoto.
¿Creemos hoy nosotros realmente en un Cristo vivo? ¿Tenemos la exacta noción de la gloria del Señor en su Trono? Si no es así, no esperemos un avivamiento. Si quedamos frente al mundo perdido sin ser conscientes de nuestra responsabilidad, sin comprender que no estamos anunciando el mensaje de un Redentor del pasado sino de un Cristo que permanece vivo, vamos camino del fracaso.
Una sola mirada al Trono de la Gracia, semejante a la de Isaías, o a la del apóstol Juan, será suficiente para encender en nuestro interior el fuego inextinguible de un real avivamiento. Una auténtica visión de la gloria del Señor, del Cristo Viviente, hará que lleguemos a manifestar con Pablo: «Vivo, no ya yo, mas vive Cristo en mí» (Gálatas 2.20).
La segunda visión
Pero el Apocalipsis contiene otro vibrante mensaje. El «vendré otra vez» del Señor Jesús es confirmado en la Revelación. Sí, Cristo viene. El gozo que Isaías experimentó al anunciar la primera venida del Mesías, es superado ahora por la nueva promesa: Nuestro Salvador vendrá otra vez, en gloria y en poder, para llevarnos con El.
¿Cómo le esperamos? ¿Continuaremos indiferentes y perezosos, cumpliendo mecánicamente —por rutina— con nuestra iglesia? ¿Estaremos dormitando cuando Él llegue? ¿Qué pasará con nuestros amigos y nuestros familiares inconversos cuando Cristo venga? ¿Estamos contribuyendo positivamente a que tanto ellos como todos cuantos nos rodean estén prontos y listos para recibir al Señor?
Cristo viene y viene pronto. Todas las señales se cumplen. Pero para que el gozo sea total, es necesario que Él nos encuentre velando, trabajando en su obra. No será posible un avivamiento sin que cada creyente comprenda que El viene y es necesario esperarlo.
Cuando comprendamos la importancia de la Segunda Venida, cuando haya la convicción —real y positiva— del pronto regreso de Cristo, cuando pensemos en lo terrible que será su llegada para quienes no lo estén esperando, cuando le estemos aguardando con todas nuestras ansias, entonces nada detendrá nuestra fe. Nuestras almas se inflamarán en un avivamiento glorioso, y miles y miles que gimen en tinieblas vendrán a los pies del Señor.
Nuestro Amigo viene. ¡Con cuánto gozo se espera a un ser querido! Si realmente amamos a Cristo debemos desear con alegría su ya próxima venida. No nos agradaría llegar a casa de un amigo al que hemos anunciado nuestra visita, y encontrarle durmiendo, con su morada descuidada y sucia. ¿Cómo nos hallará Cristo?
El avivamiento que necesitamos consiste en un real despertar de nuestra conciencia cristiana ante dos hechos fundamentales: Cristo vive y Cristo viene. Si ambas realidades se apoderan de nuestro corazón, ¡gloria a Dios! porque el avivamiento será un hecho. Que cuando el Señor venga, nos encuentre en un magnífico avivamiento. Amén.
El Promotor de Educación Cristiana, 1952