Porque Jehová pasará hiriendo a los egipcios; y cuando vea la sangre en el dintel y en los dos postes, pasará Jehová aquella puerta, y no dejará entrar al heridor en vuestras casas para herir. Éxodo 12:23
Dios ha salvado siempre a su pueblo, pero esto ha sido solo por medio de la sangre de Cristo. Ha sido comprado con la preciosa sangre de Cristo. Nadie puede dañarle, porque «la sangre» está sobre él. Así pasó la noche en Egipto: Dios pasó adelante porque vio las marcas de la sangre en el dintel y en los dos postes. Y así sucederá con nosotros.
En el caso de los Israelitas fue la sangre del cordero pascual. En nuestro caso es la sangre del Cordero de Dios, —la sangre de una víctima divinamente señalada. Jesucristo no vino a este mundo sin ser designado. Fue enviado por su Padre. ¡Pecador! la sangre de Cristo es agradable a Dios; porque Dios mismo envió a Cristo para ser el Redentor; y puso sobre él la iniquidad de todos nosotros. Fue la voluntad de Dios que la sangre de Jesucristo fuera derramada. Jesús fue el escogido por Dios como el Salvador de los hombres. ¡Pecador! Jesús puede salvarte.
Cristo Jesús, como el cordero, no solamente es una víctima, sino que es inocente. Si hubiera algún pecado en Cristo, no hubiera podido ser nuestro Salvador; pero él fue sin pecado. Vuelve, entonces, tus ojos a la cruz, y mira a Jesús derramando su sangre y muriendo por ti. Recuerda que «él murió para expiar los pecados de otros.» La sangre de Jesucristo puede salvarte porque «murió el Justo por los injustos.»
Pero alguno dirá, «¿De dónde tiene la sangre de Cristo tal poder para salvar?» No solamente porque Dios designó esa sangre y porque era la sangre de un ser sin mácula, sino porque Cristo mismo era Dios. Si Cristo hubiera sido solamente un hombre, no habría en su sangre eficacia para salvar.
La sangre fue derramada una vez para la remisión del pecado. El cordero pascual era sacrificado cada año; pero Cristo una vez por todas borró el pecado ofreciéndose a sí mismo. Él dijo, «Consumado es.» Escucha bien estas palabras.
Por un momento procura imaginarte a Cristo en la cruz. Levanta tus ojos y mira las tres cruces que se levantan en la cumbre de una colina. Mira en el centro a Jesús con una corona de espinas en sus sienes. ¡Mira sus manos aseguradas con clavos en el árbol maldito! Mira su rostro desfigurado como el de ningún otro hombre. Mira ahora su cabeza doblada sobre su pecho en la agonía de la muerte. Recuerda que era un hombre verdadero. Que hubo una cruz verdadera. No creas que estas cosas son fantasías o romances. Era como cualquier otro hombre y murió como está descrito. Medita un momento y piensa: «ese Hombre, que ahora veo muriendo, hace mi redención; y si yo quiero ser salvo, necesito poner toda mi confianza en el que sufrió por mí. Dios dice, «Cuando viere la sangre, pasaré de vosotros.»
La sangre de Cristo—ninguna otra cosa—puede salvar para siempre un alma. Si algún insensato Israelita hubiera desobedecido el mandamiento de Dios, diciendo, «Yo rociaré otra cosa sobre los postes de las puertas;» o «Adornaré el dintel con joyas de oro y plata,» hubiera perecido; nada podía salvar su casa sino la sangre rociada. Y ahora, recordemos todos que «Nadie puede poner otro fundamento del que está puesto, el cual es Jesucristo.» Mis trabajos, mis oraciones, mis lágrimas, no pueden salvarme: la sangre, la sangre solamente, tiene poder para redimir. Los sacramentos no pueden salvarme. Fuera de la sangre de Jesús nada tiene el más pequeño poder de salvar. ¡Oh! vosotros que estáis creyendo en bautismo, confirmación o Santa Cena, os digo que sólo la sangre de Jesús puede salvar. No hay que poner tanto cuidado en lo recto de la ordenanza, lo verdadero de la forma, lo escritural de la práctica: estas cosas son vanidad si vosotros ponéis vuestra confianza en ellas para vuestra salvación. Dios prohíbe que digamos una sola palabra contra los mandamientos o contra las cosas santas; pero debemos dejarlas en sus lugares. Si vosotros hacéis de ellas la base de la salvación del alma, serán tan luminosas como una sombra. No hay fuera de la sangre de Cristo—lo repito otra vez—nada en que haya el más pequeño átomo de poder para salvar. Solamente la sangre tiene el poder de salvar, LA SANGRE que ha brotado de la sola roca de nuestra salvación.
Tan celoso es Dios acerca de esto, que cualquiera cosa que alguno ponga con Cristo, por buena que sea, viene a ser, por el solo hecho de ponerla con él, cosa execrable. ¿Y qué cosa queréis poner con Cristo? ¿Cuáles son vuestros mejores trabajos? Vuestra justicia es «como trapo de inmundicia» [Isaías 64:6] ¿y queréis que un trapo de inmundicia esté asociado con la pureza de Cristo? No puede ser. Confiad en Jesús solamente, y no pereceréis; pero no queráis añadirle otra cosa, porque entonces seréis condenados como si hubierais confiado en vuestros pecados. Jesús tan solo es la roca de nuestra salvación.
«Oh,» dice uno, «yo confiaría en Cristo si sintiera más mis pecados.» Yo le digo ¿es tu arrepentimiento una parte del Salvador? La sangre es para salvarte a ti, no tus lágrimas; la muerte de Cristo, no tu arrepentimiento. Tú estás invitado este día a creer en Cristo; no en tus sentimientos respecto al pecado. Muchos hombres han caído en la gran angustia de alma porque han mirado más a su arrepentimiento que a Cristo:
«Aunque fuese siempre fiel,
Aunque llore sin cesar
Del pecado no podré
Justificación lograr:
Sólo en ti teniendo fe
Deuda tal podré pagar.»
«Pero,» dirá otro, «yo siento que no podré apreciar la sangre de Cristo como debo, por lo tanto tengo miedo de creer.» Amigo mío, esta es otra forma insidiosa del mismo error. Dios no dice, «cuando vea la estimación que tienes a la sangre de Cristo, pasaré de ti;» no, sino, «cuando vea la sangre.» No es la estimación de esa sangre, sino la sangre lo que salva. Como dije antes, esa sangre magnífica, única, necesita estar sola.
«Sin embargo,» dice otro, «si yo tuviera más fe entonces tendría esperanza.» Esta es una sombra mortal del mismo mal. No vais a ser salvados por la eficacia de vuestra fe, sino por la eficacia de la sangre de Cristo. Yo os invito a creer: pero no a mirar la creencia como el fundamento de la salvación. Ningún hombre puede ir al cielo si confía en su propia fe. Su fe necesita tratar con Cristo pero no consigo misma. La fe no puede depender de sí misma; necesita depender de Cristo. No necesitáis creer en la fe, sino en Cristo. La fe viene de la meditación en Cristo. Volved los ojos, no sobre la fe, sino sobre Cristo. No os salva el que toméis a Cristo, sino el que Cristo os coja a vosotros. No es la eficacia de la creencia en él; sino la eficacia de su sangre aplicada a vosotros por medio del Espíritu.
Yo no sé cómo seguir a Satanás en todos los rodeos que hace al corazón humano; pero, una cosa sé —y es que él siempre trata de ocultar esta grande verdad. La sangre, y solamente la sangre, tiene poder para salvar.
«Oh,» dice otro todavía, «si yo tuviera tal o cual experiencia, entonces creería.» Amigo, no es tu experiencia; es la sangre. Dios no dice «cuando vea tu experiencia,» sino «cuando vea la sangre de Cristo.» Adquirid experiencia, cultivad los dones espirituales, pero oh, no los pongáis donde la sangre de Cristo debe estar.
«Y yo también mi pobre ser
Allí logré lavar;
La gloria de su gran poder
Me gozo en ensalzar.
¡Eterna fuente carmesí!
¡Raudal de puro amor!
Se lavará por siempre en ti
El pueblo del Señor.»
El Faro, 1912
hola me parece muy edificante este estudio me gustaria aprender mas sobre la pascua