Hay verdades permanentes, aplicables a la humanidad en todas las épocas. Por eso una de las exhortaciones más importantes que se le puede hacer a cualquier nación en el siglo XX es aquélla que recibiera Israel como nación, siglos antes de Cristo, cuando todavía estaba en período de formación: “Cuídate de no olvidarte de Dios” (Deut. 6:12).
Sin principios morales fuertes y elevados toda nación tiende a desintegrarse. ¿Qué nación puede florecer, por ejemplo, si el pueblo persiste en el vicio, o si prevalecen el engaño, el egoísmo y la falta de honradez en la administración pública o en el simple trato entre los ciudadanos?
Pero reconocida la importancia de la moral, no faltan, sin embargo, quienes traten de buscarle otro fundamento que la fe en Dios. ¡En vano! Los esfuerzos de la filosofía moral resultan estériles si no van acompañados de una firme fe en Dios. La moral se vuelve demasiado relativa; no se encuentran verdades permanentes ni absolutas, ni principios que puedan ser aplicables a todos los hombres en todas las épocas y lugares; el resultado final es que la moral
desaparece.
¡Cuánta verdad hay en las palabras del salmista: “Dice el necio en su corazón: no hay Dios. Se han corrompido, e hicieron abominable maldad”! La secuencia aquí no es casual; es decir, la corrupción y las obras abominables no vienen detrás de la falta de fe por mera casualidad. Son la consecuencia natural de la incredulidad.
Pero no olvidemos que esa misma corrupción está presente en naciones que profesan ser cristianas. ¿Por qué? Sencillamente porque en la práctica estas naciones no se han acordado de su Dios; no le han reconocido en todos sus caminos, ni han procurado hacer Su voluntad en la vida diaria.
Israel recibió la amonestación de no olvidarse de Jehová en conexión con el recordatorio de cumplir los mandamientos. Acordarse de Dios, por lo tanto, es algo más que creer en la existencia de Dios; es tratar de vivir en armonía con Su santa y perfecta voluntad.
Si las naciones “cristianas” prestaran atención a lo que el Señor Jesucristo quiere decirles en el momento actual, creo que resaltarían Sus palabras: “¿Por qué me llamáis Señor, Señor, y no hacéis lo que os digo?” Y por eso, porque nos hemos olvidado de nuestro Dios, es que hay tanta corrupción, y por eso también es que hay tantos conflictos sociales, raciales, etc.
El Peligro de Los Buenos Tiempos
La vida moral y espiritual de muchos individuos y naciones parece estar en mayor peligro cuando llegan los buenos tiempos. Deuteronomio expresa ese temor en cuanto a Israel: “Cuando Jehová tu Dios te haya introducido en la tierra que juró a tus padres… y casas llenas de todo bien … luego que comas y te sacies, cuídate de no olvidarte de Jehová”.
Es decir, individuos y naciones parecen acordarse más de Dios en tiempos de angustia y menos en tiempos de bonanza. Por eso no faltan quienes piensen que para que se produzca algún gran avivamiento religioso es necesario que ocurra algún gran desastre, como una gran crisis económica, o una persecución de la Iglesia, para que así las gentes se den cuenta de su necesidad de Dios y acudan a El en su angustia.
Pero, ¿tiene que ser así? ¿No podía el pueblo de Israel ser como su padre Jacob que cuando le llegaron los buenos tiempos se acordó de hacer “altar al Dios que le respondió en el día de su angustia”? ¿No puede el pueblo cristiano aprender a ser fiel en todas las circunstancias y decir como San Pablo: “Sé vivir humildemente y sé tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado, así para estar saciado como para tener hambre, así para tener abundancia como para padecer necesidad”?
La abundancia y los buenos tiempos podrán tener sus peligros y tentaciones para la vida espiritual (como los tienen la escasez y los malos tiempos), pero nada hay en una condición o en otra que tenga que conducir necesariamente a la indiferencia religiosa.
Ciertamente los pueblos que estén gozando de abundancia material, en la medida en que progresen en el espíritu de Jesucristo, aprenderán a usar su abundancia como instrumento de servicio, para bendición material y espiritual de otros pueblos. Es decir, que lo que muchos consideran como factor determinante para que una nación se olvide de Dios, el espíritu de Cristo puede transformarlo en glorioso instrumento para servir a Dios.
¿Cuál es Nuestra Tarea?
Para nosotros, los cristianos, que no solamente sentimos nuestra propia necesidad de Dios, sino que sentimos como una carga la indiferencia de los que se olvidan de Dios, hay una tarea que realizar.
Esa tarea consiste en ayudar a otros a sentir su necesidad de Dios, de manera que no busquen a Dios ocasionalmente, por lo que El pueda darles, sino que puedan decir con el salmista: “Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo”.
Cuando mi hija mayor era muy pequeña (de tres o cuatro años), acostumbraba a tocarme a la puerta de mi estudio: y cuando le preguntaba que deseaba, me decía: “Nada; solamente estar aquí contigo”. Si llegamos a desear la presencia de nuestro Padre Celestial por El mismo, y no por las bendiciones materiales que pueda concedernos, lo mismo será para nosotros la escasez que la abundancia en cuanto a fervor espiritual.
Ante la indiferencia religiosa de muchos en nuestra nación (cualquiera que ésta sea), sentimos como cristianos la necesidad de realizar una labor educacional. Como en el referido pasaje en el libro de Deuteronomio, hemos de comenzar en nuestros hogares, enseñando a nuestros hijos a amar a Dios, a no cometer el gran pecado de olvidarse de su Creador y Redentor.
Sentimos, además, una responsabilidad evangelística, una necesidad de hablar a otros de Cristo, “mientras estamos en el camino”, para ver si despiertan y se dan cuenta de que Dios es la suprema necesidad de sus vidas.
Sentimos necesidad, también, de caer de rodillas y orar por nuestra nación, para que no se olvide de Dios. La nación puede ser infiel, pero nosotros, como el profeta Samuel, debemos sentir que es un pecado contra Dios dejar de orar por ella.
Y como son tantos los que parecen haberse olvidado de Dios, oremos sin cesar por un avivamiento que venga a todas las naciones.
Puerto Rico Evangélico, abril 1967