Texto: «Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios.» Mateo 5:8
Nadie puede ver a Dios con los ojos de la cara, porque Dios es Espíritu. La relación que existe entre nuestros ojos y Dios es la misma de los ojos del ciego en relación con la luz del sol. Podemos, sin embargo, ver a Dios con el alma, y la vemos en verdad.
El artista lleva el arte en su alma y lo comprende. Una pieza de música sublime, una obra maestra de las artes, una verdad espiritual, tienen esto en común: que no pueden ser apreciadas ni discernidas por el hombre profano. Es el hombre inspirado por delicados sentimientos, el de refinada sensibilidad, el de potencias espirituales, el que tiene facultad de mirar lo que otros no ven.
Pilato no vio en Cristo sino a un hombre inocente y perseguido. Un hombre, y nada más. Algunos miraban en él a un profeta. Otros le juzgaban impostor. Los demonios miraban en él a uno que había venido a atormentarlos y a destruirles antes de tiempo. Los escribas veían en él a Beelzebub. Tomás le vio, y gritó: «¡Mi Señor y mi Dios!»
La limpieza de corazón, según el texto, es el secreto para poder ver a Dios. Y la palabra en el texto griego significa: unidad de propósito. Y ese propósito único debe ser el de servir a Dios. El que guarda en su corazón este único fin se purifica, se acerca a Dios y le ve. Todo lo contrario de éste es «el hombre de doble ánimo que es inconstante en todos sus caminos,» es decir «semejante a las olas del mar, impelidas por el viento y echadas de una parte a otra.» (Sant. 1:6-7).
Estas personas cambiadizas, livianas, que vagan al empuje de la desconfianza, no pueden tener sino la más absurda idea de cómo es Dios.
La limpieza de corazón significa también aborrecer el pecado. Los pecadores están apartados de Dios. La maldad está de por medio. El pecado obscurece la visión del alma. Así podemos entender bien el significado de aquellas inmortales palabras de la Escritura: «La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado.» Esto es lo mismo que decir: Así como el Señor dio vista a los ciegos, así nos da vista a nosotros. Con su sangre preciosa derramada en la cruz, quita nuestras rebeliones, borra nuestros pecados, y capacitándonos para ver a Dios, nos hace dueños para siempre de la bienaventuranza del texto: «los de limpio corazón, ellos verán a Dios.»
I. DIOS ES VISTO EN SUS OBRAS
Para el profano la maravillosa creación del universo no encierra revelación ninguna. Para el hombre de corazón limpio aun la flor más pequeña habla de la sabiduría y bondad del Padre.
Se oye la voz de Dios en el trueno, se sienten sus pisadas en la tormenta, se ve su sonrisa en las tardes apacibles del verano. Para muchos hombres el cielo es una extensión azul, pero el dulce cantor de Israel veía allí a Dios y decía: «Los cielos cuentan la gloria de Dios y el extendimiento manifiesta la obra de sus manos.»
En algunos condados de Texas se pueden ver en mayo millones de margaritas silvestres cubriendo los campos con una verdadera alfombra de flores. Es imposible dar un paso sin hollar bajo nuestros pies docenas de ellas. Y una sola de estas miniaturas es una maravilla en la inmensa creación de Dios. Cristo nos enseña a meditar en las cosas de la naturaleza y a verlas con cuidado para descubrir en ellas el mensaje de Dios. «Mirad las aves del cielo, como ellas no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta; ¿no valéis vosotros mucho más que ellas?» «Considerad los lirios del campo, como crecen; no trabajan, ni hilan; mas yo os digo que ni aun Salomón en toda su gloria fue vestido como uno de ellos.»
II. DIOS VISTO EN LOS HOMBRES
Los de limpio corazón ven a Dios en la humanidad. Hay hombres tan degenerados por los vicios que más que hombres parecen bestias. Nos inspiran asco y huimos de ellos. Sabemos ser egoístas y menospreciamos al negro por negro; el chino y el indio nos parecen inferiores; el borracho es peor que un apestado; la mujer caída no merece sino nuestro desprecio y nuestra condenación; y de este modo, razas de hombres, o individuos que nos son despreciables nada representan ante nuestra vista.
Pero si tenemos «limpio corazón» veremos a Dios en todas las razas, y descubriremos su imagen en todos los individuos. Cada pecador, por bajo que esté en la escala social, es una oportunidad de servicio para nosotros, para el uso de nuestras facultades espirituales; y es una posibilidad para el ejercicio de la gracia de Dios por medio de sus siervos.
Cristo nos enseña este modo de ver a Dios compadeciéndose de la mujer quien echó fuera siete demonios; de Mateo el publicano; de los leprosos; del endemoniado que habitaba en los sepulcros; de la mujer extranjera que le pedía la salvación de su hijita moribunda; del ladrón en la cruz. En todos ellos miraba la chispa divina de la vida impartida por Dios. Cada ser, por abyecto que sea, puede llegar a estar en armonía con Dios, recibiendo la vida del espíritu mediante la gracia.
Esa «limpieza de corazón» descubrió con claridad a Pablo su misión entre los gentiles. Y envió a Pedro a la casa de Cornelio de Cesárea.
III. DIOS VISTO EN LA VIDA DE CADA DÍA
Los de limpio corazón ven a Dios continuamente. Sienten su presencia in facto. En los momentos de la más dura aflicción, «el Señor está cerca.» En los ratos de amargo desaliento Él está en medio de nosotros como estuvo con los discípulos que iban por el camino de Emaús.
Esta facultad establece una diferencia muy grande entre los cristianos y los hombres no convertidos. Estos, en el desaliento apelan al suicidio, o maldicen y blasfeman: el cristiano ve a Dios y se consuela; confía y espera.
Ciertamente hay dos clases de hombres que agradan a Dios; los que le sirven de todo corazón porque le conocen y le ven; y los que le buscan de todo corazón porque no le conocen y desean verle. Para los primeros el texto es una felicitación; para nosotros, es una promesa.
IV. DIOS VISTO EN LAS ESCRITURAS
En la Palabra revelada es donde descubrimos las perfecciones absolutas de Dios, sus atributos, su sabiduría, su omnipotencia, su verdad, su justicia, su santidad, sus planes eternos e inmutables, y su gracia y gloria que fueron manifestadas en su Hijo Jesucristo.
Esta visión espiritual nos ayuda a ver a Dios como Dios de perdón, Dios paciente y lleno de misericordia. «Tú empero eres Dios perdonador, clemente y misericordioso, lento en iras y abundante en bondad» (Neh. 9:17).
Le vemos como Dios que borra las transgresiones, que perdona nuestras deudas, que quita el pecado del mundo, y que da libertad. Dios es la única respuesta a nuestras necesidades del alma. Ningún hombre puede salvarse a sí mismo. Ninguna mujer, por astuta que sea, puede arreglar planes para su propia salvación. Los santos nada pueden hacer. No hay más que un medio: Dios por medio de su Hijo que murió en la cruz por nosotros. La respuesta de Pablo al carcelero de Filipos brilla como un faro que alumbra a todas las almas en todos los siglos pasados y futuros: «Señores, ¿qué haré para ser salvo?» «Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo tú, y tu casa.»
Le vemos como Dios de luz. «Dios es luz y no hay en Él ningunas tinieblas.» (1 Juan 1:5). La luz fue el primer destello del cielo sobre la tierra. Esa luz de la naturaleza, lo mismo que la luz de la razón, son meras tinieblas, ha dicho un eminente comentador, si se las compara con la luz refulgente de la verdad que emana de la Palabra divina. Antes de la luz, el caos; después todo fue embellecido y la naturaleza se revistió del manto luminoso del primer día. En nuestros corazones todo es suciedad y miseria antes que penetre en ellos la luz de Dios. Después de recibir a Cristo, bañados en su luz, tenemos paz, andamos en novedad de vida y nos cubrimos con el manto de su santidad. Entonces hemos alcanzado un corazón limpio.
Le vemos como Dios de salvación. «He aquí que Dios es mi salvación; confiaré y no tendré temor» (Isaías 12:2).
No nos cansaremos de repetir que la salvación es de Dios. Así lo dijo Jonás en su canto y oración, desde las entrañas del pez: «La salvación pertenece a Jehová.» (Jonás 2:9). Y así lo han dicho los profetas, y los apóstoles. El cura engaña, los santos papistas tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen. Nadie puede ayudarnos sino nuestro Padre porque Él es Dios de salvación.
Le vemos como Dios de paciencia y de consuelo. «Y os conceda el Dios de la paciencia y de la consolación que seáis de un mismo ánimo entre vosotros» (Rom. 15:5).
En muchas partes de la Escritura leemos de Dios que es paciente y misericordioso, lleno de consolaciones y de bondad.
En la poesía antigua se pinta a un héroe de Troya revestido de su armadura y sus armas. Cuando se acercó a despedirse de su tierno hijo, quiso tomarle en sus brazos, pero el niño lo miró con miedo y huyó de él, temblando y bañado en lágrimas. El héroe se despojó de sus arreos militares y vino a donde estaba su hijito acobardado y asustadizo. El niño le echó los brazos al cuello y le besó. Los hombres temen a Dios cuando no le reconocen. Lo ven en su majestad y su poder, y tiemblan. Es el Dios de justicia, y de juicio; Dios de santidad, y de verdad. El hombre tiembla y acobarda por instinto al sentirse culpable. Pero Dios en esta dispensación vela su terrible majestad para manifestarse a los hombres en paciencia y en consolación, para que ellos se acerquen a Él y sean salvos.
Le vemos como Dios de amor y de paz. «El Dios de amor y de paz estará con vosotros» (2 Cor. 13:11). Y como Dios de esperanza. «El Dios de la esperanza os llene de todo gozo y paz» (Rom. 15:13).
¡Qué dulces palabras de vida! Amor, gozo, paz, esperanza.
Luego reconocemos en ellas los frutos maduros del Espíritu. Nuestro Dios imparte estos sazonados frutos en nuestras almas cuando nos da su Espíritu y entonces se hace manifiesta la verdad del texto: «Bienaventurados los de limpio corazón porque ellos verán a Dios.»
Y, finalmente, le vemos como Dios de toda gracia. «El Dios de toda gracia» (1 Ped. 5:10). ¿Qué es gracia? Gracia se puede entender como sinónimo de bendición. Dios es el dueño de la gracia, o de toda gracia, es decir, de todas las bendiciones y las reparte como Él quiere. El trono de Dios se llama «trono de la gracia» (Heb. 4:16) porque Dios es la fuente de donde dimanan todas las gracias, dones o beneficios, que nosotros recibimos.
Gracia no es pues una palabra vacía, o de significado pequeño. No hay palabra vana en la Escritura de Dios. Estos dones nos vienen por Cristo, «porque la gracia y la verdad por Jesucristo vinieron y de su plenitud nosotros todos hemos recibido, y gracia por gracia» (Juan l:15-16).
Por ser pequeños y humanos no podemos tener una perfecta visión de Dios y de las cosas del cielo. El texto tendrá su cumplimiento perfecto cuando pasemos a la vida mejor. «Ahora vemos oscuramente, como por medio de un espejo, mas entonces cara a cara.» Pablo nos dice que después de ser transformados «veremos al Señor tal como Él es.»
«Cosas que ojo no vio, ni oído, oyó, y que jamás entraron en pensamiento humano — las cosas grandes que Dios ha preparado para los que le aman.» O sea, la visión maravillosa del cielo de la gloria, la presencia del Señor real y verdadera entre sus llamados y escogidos. Amén.
El Atalaya Bautista, 1930