Nosotros encontramos en la naturaleza una revelación de Dios del mismo modo que en la Biblia encontramos su revelación. El único punto de divergencia que actualmente existe entre las escuelas de opiniones filosóficas, se refiere a la cuestión de armonía entre las dos revelaciones. Muchos de los que manifiestan un cuidado suficiente para leer el nombre de Dios grabado en sus obras, no penetran el problema de la inspiración hasta el punto que les permita establecer completa armonía entre el hecho y el documento bíblico. Esta es la razón por la cual no es raro oír a personas de cultura académica, sustentar que la Biblia y la ciencia se hallan en contradicción. Los que admiten la existencia de contradicciones entre la ciencia y las Escrituras, aceptan la primera como más autorizada y prontamente atribuyen los errores a los escritores de la Biblia.
No es pequeño el egoísmo manifestado por esta actitud mental del impugnador. El conocimiento incipiente alcanzado por el hombre en el mundo de la ciencia no pretende ser considerado infalible, porque la controversia se entabla, en último análisis, entre la credibilidad de esas dos autoridades. El verdadero estudiante es aquél que se aproxima al problema de los supuestos errores y contradicciones en su campo de correlación, en humilde actitud mental. Tal vez el engaño no haya sido cometido por los escritores de la Biblia. Podrá suceder que sea apenas el fruto de nuestra mala comprensión.
¡Cuántas veces hemos leído, en los últimos meses, acerca de extraordinarios descubrimientos científicos, sensacionalmente publicados bajo aparatosos títulos, los cuales, se aseguraba, vendrían a refutar las viejas enseñanzas del cristianismo! Más tarde, entretanto, cuando las investigaciones proseguían y la razón serena tenía oportunidad de analizar las pretendidas bases de tales descubrimientos, surgían dudas en cuanto a la credibilidad de aquellas publicaciones. Finalmente, cuando se presentaba, en términos fríos y científicos, la edición de la tarde de aquella revelación tan ampliamente anunciada, ahora expurgada de la historia del sensacionalismo periodístico, ¡se verificaba que las conclusiones primitivas no se fundamentaban sobre la verdad, y de este modo el hecho se transformaba en fantasía!
Hace algún tiempo, oímos de un eminente teólogo la siguiente «explicación» de las Escrituras: «Hay, de cierto, errores científicos en la Biblia. Entretanto, debemos disculparla basados en la convicción de que la Biblia no es un compendio de ciencia, razón por la cual no nos es lícito esperar de ella exactitud científica».
Una premisa del argumento de este culto caballero es cierta, más su conclusión es absolutamente indefendible. La Biblia, en verdad, no es un compendio de ciencia. Estamos de acuerdo en un todo con esta premisa. Si esto no fuese un hecho, necesitarían las Sagradas Escrituras ser revisadas, por lo menos una vez en cada generación. Un compendio de ciencia se torna anticuado dentro de diez años. Los descubrimientos hechos por una generación están supeditados a investigaciones más amplias por la generación siguiente, y así el conocimiento científico está en constante estado de fluctuación. Por esto, si poseemos un libro que permanece inmutable a través de múltiples siglos y ejerce aún influencia sobre la raza humana que se familiarizó con su contenido, tenemos que reconocer que no estamos delante de una obra tan contingente y falible como un compendio de ciencia.
El doctor R.A. Milikan, director del Laboratorio Norman Bridges del Instituto de Tecnología de California, formuló la siguiente declaración: «El propósito de la ciencia es desarrollar el conocimiento de los hechos, de las leyes y de los procesos de la naturaleza, sin ninguna especie de prejuicio o preconcepto. A su vez la tarea aún más importante de la religión es promover el desenvolvimiento de las conciencias, de los ideales y las aspiraciones de la humanidad».
Los «errores» de la Biblia
¡Cuán pocas obras científicas están constituidas enteramente de hechos, y escritas sin alguna parte de prevención o parcialidad! ¡Cuán pocas leyes y procesos de la naturaleza han sido cabalmente aprehendidos por la mente humana!
La Biblia, entretanto, se coloca por encima de las mudanzas constantes, porque no evoluciona por la acumulación gradual de nuestra propia sabiduría, más es, antes bien, una involución de la mente de Dios en el pensamiento del hombre. Aunque no nos preocupemos con el propósito de la Biblia, ella es la Palabra de Dios. Y siendo esto un hecho, los errores, cualesquiera que sean, se tornan inexcusables. No se admite ninguna clase de error en un libro que debe su origen y autoridad a la sabiduría perfecta de Dios. Dios, el Omnipotente, conoce los hechos, en todos los casos, independientemente de la finalidad con que se escribió la Biblia. Por consiguiente, si se encuentran en ella errores de ciencia, queda automáticamente probada la falsedad de su pretendida inspiración y refutada su autoridad divina.
Todavía, nos apresuramos a recordar al lector, que solamente la ciencia libre de cualquier error, concordará con una traducción exacta y fiel del texto de la Biblia. Hace algunos años la «Scientific Research Bureau» (Oficina de Investigaciones Científicas) ofreció la suma de cien dólares a quien señalase una contradicción incuestionable entre cualquier hecho de la ciencia y una declaración de las Escrituras. Coleccionamos en nuestro archivo elevadísimo número de cartas, conteniendo objeciones y aspiraciones al premio, formulados por aquellos que imaginaban haber encontrado engaño científico en el Viejo Libro. Se verificó después, por el análisis, que todas las alegaciones señaladas como errores en la Biblia se derivaban de la ignorancia de sus adversarios.
Para ilustrar, citaremos la carta de una joven de Detroit, graduada en la Universidad de Michigan. Nos escribió afirmando que ganaría los cien dólares ofrecidos por la indicación de un error científico en las Sagradas Escrituras, y presentó el siguiente argumento: «Se infiere de las Sagradas Escrituras que el jardín de Edén se ubicaba en la Mesopotamia. Ahora bien, la ciencia demostró recientemente que las manzanas no se desarrollan en el clima de aquella región. Entre tanto, la Biblia declara que Adán y Eva fueron expulsados del Edén porque comieron una manzana, y esto en un clima donde no podrían encontrarla, como la ciencia lo acaba de demostrar». Y sobre esa base reclamaba los cien dólares.
La comisión le respondió solicitando simplemente la cita del párrafo escritural que declara haber sido una manzana el fruto que determinó el delito de Adán. Es claro que la Biblia no emplea, en lugar alguno, la palabra «manzana» en conexión con la caída de nuestros primeros padres. El texto de Génesis dice apenas fruto y hay muchas variedades de frutos que se desarrollan en la Mesopotamia.
La joven replicó, después de considerable demora, diciendo: «No consigo descubrir, en Génesis, el versículo que nos informa haber sido aquel fruto una manzana, pero continúo sosteniendo mi punto de vista, porque esto fue lo que nos enseñó nuestro maestro en la Escuela Dominical! … «. Mas la Sociedad Científica no paga cien dólares por aquello que un maestro de Escuela Dominical piense o deje de pensar sobre el texto de las Escrituras. Su posición es clara, simple, sincera y explícita. Donde quiera que se encuentre en las Escrituras, la afirmación categórica de un hecho, las últimas conclusiones de la ciencia lo demostrarán más allá de cualquier sombra de duda.
Hace algunos años atrás el anciano Dr. E.E. Slosson, un alto exponente de la ciencia de esta generación, escribió un pequeño e interesante volumen intitulado: «Los sermones de un químico». Dice el Dr. Slosson en el prefacio de este libro: «La ciencia está mudando las plumas, y precisamente ahora presenta un aspecto cómico. Mas deseo que el mundo comprenda que esta fase de mudanza constituye un índice de desenvolvimiento, y no de decadencia».
Tenemos aquí una declaración expresada con felicidad y que sirve para estimular nuestro pensamiento. Algún tiempo después, ocupando una tribuna con el Dr. Slosson, le llamamos la atención a aquella sentencia contenida en la introducción de su interesante obra. Recordando el hecho sonrió diciendo: «Continúo pensando del mismo modo». Entonces nosotros le observamos: «Dr. Slosson, aquella declaración expresa perfectamente el caso, más nos place observarle que la ciencia puede estar desenvolviéndose, ¡pero la Biblia ya terminó de desenvolverse!».
El erudito hombre de ciencia levantó los ojos con vivo interés, y dijo: «¿Qué quiere decir con esto?»
«Quiero decir», replicamos, «que para una ciencia que está creciendo, critique una revelación que alcanzó completo desarrollo, es necesario que tenga la audacia de una criatura de siete años que quiera enseñar cómo se crece a un anciano de setenta. ¡Y esto es realmente absurdo!».
En cualquier técnica admisible, probamos lo menor por lo mayor. La pasión modernista, entretanto, invierte el orden natural para probar las Escrituras por las ciencias. Cuando la ciencia llegue a adulta, alcance la mayoría de edad y demuestre su carácter infalible, de buen grado probaremos la exactitud de la Biblia por ella. En la actualidad, no obstante, es falso este proceso, y significa una inversión de técnica. Después de 25 años de investigaciones sobre este asunto, asumimos esta actitud mental, y llegamos a admitir que donde la ciencia y las Escrituras armonicen de un modo absoluto, ¡tal armonía establece la veracidad de la ciencia!
No nos olvidemos que hay errores en el pensamiento científico. Múdanse tan rápidamente las opiniones de los hombres de ciencia que, según estamos informados, hay, en la biblioteca de Louvre, en París, seis kilómetros de estantes conteniendo volúmenes de ciencia ¡que se volvieron anticuados en el término de cincuenta años!
El lector debe recordar aquella famosa lista de cincuenta y un hechos científicos, publicados por la Academia Francesa de Ciencias, en 1861, todos los cuales contradecían alguna declaración de las Escrituras. Pasáronse estas pocas veintenas de años sin que en la Biblia se alterarse siquiera un vocablo. En tanto, en ese mismo período, evolucionaron de tal modo los conocimientos científicos que ningún sabio, actualmente, defiende alguno de aquellos cincuenta y un hechos supuestos, presentados, un día, para refutar la inspiración de las Escrituras.
Estamos seguros de que un examen cuidadoso de la opinión científica, durante los últimos sesenta años, demostraría que entre las escuelas de interpretación científica si ha entablado una batalla tan reñida como jamás se verificó en los campos de las diferentes creencias denominacionales.
Tenemos la certeza de que será fácil establecer la armonía entre la ciencia y las Escrituras. Procuraremos resumir, en cuatro proposiciones simples y claras, un cúmulo de pruebas en este terreno que podrían producir muchos volúmenes del tamaño del presente, en el caso que fueran desarrolladas.
La Biblia contiene verdades científicas
La primera proposición es que la Biblia contiene verdades científicas, aunque sus hechos no se presenten revestidos con el lenguaje de las ciencias. Hace algún tiempo oímos hablar de un culto caballero que había renunciado a la posición que hasta entonces sustentara en cuanto a la veracidad científica de las Escrituras. Basaba toda su actitud mental en alegar que la Biblia no estaba escrita en lenguaje científico. Y de ahí concluía que ello no podía ser científicamente digna de crédito.
Ciertamente admitimos de inmediato el hecho de que la Biblia no está escrita en ese lenguaje, y mucho nos alegramos por ello. Como expresión del pensamiento humano, el lenguaje es recurso que se inventa y se transforma constantemente para atender las necesidades de las sucesivas generaciones. La terminología de la ciencia moderna es tan reciente como la ciencia misma. Su aparición en un libro cuya edad alcanzase de dos a cuatro mil años, constituiría una evidencia tan chocante de anacronismo que bastaría esto para quitarle cualquier pretensión de autoridad.
Si tomásemos un volumen que pretendiese ser antiguo, admitido como obra escrita en el siglo décimo quinto y en él encontrásemos referencias a piezas mecánicas modernas, tales como carburador, magneto, diferencial, trasmisor, etc., nosotros lo arrojaríamos a un lado, con una sonrisa de burla seguros de que no podría haber sido escrito en la fecha pretendida. La ilustración se aplica, de manera exacta, a la objeción arriba mencionada. El lenguaje científico fue creado para atender a las necesidades de una generación, siglos después de haberse concluido la redacción de la Biblia.
Aún más: si la Biblia hubiese sido escrita en el lenguaje característico de la ciencia moderna, estaría por encima del uso y de la comprensión del hombre común. La terminología de la ciencia no sólo nos causa admiración mas también algunas veces se torna misteriosa. El hecho de que los profanos manifiesten gran placer en burlarse del vocabulario polisilábico de los hombres de ciencia, tiene, sin duda, un fundamento práctico y razonable que justifica todas las expresiones técnicas.
Nos acordamos de una ocasión, años atrás en que nos encontramos sentados en torno a la fogata de un campamento, en cierta región donde nos ocupábamos en exhumar reliquias más o menos antiguas de los sepulcros en que yacían desde muchos siglos. Durante el descanso de la tarde, un joven médico que formaba parte del grupo propuso una ingeniosa distracción. Distribuyó a cada uno de los concurrentes una línea de la célebre y familiar canción de Stephen Foster, que comienza con las siguientes palabras: «Había un anciano moreno, cuyo nombre era Ned, que murió hace muchos años». La regla de la competición exigía que cada uno redujese al más puro lenguaje científico a su alcance el verso que le tocase.
El competidor que ganó el premio recibió la siguiente frase: «Él no tenía cabellos en lo alto de la cabeza, en el lugar que ellos deben crecer».
El habilidoso joven, después de revestir su frase del más bello estilo científico posible, leyó lo siguiente: «Él no poseía apéndices foliculares en el ápice cutáneo de la estructura craneana que comprende la sutura sagital hasta la posterior romboidal, donde habitualmente crecen tales apéndices foliculares». Cuántas cosas para decir que un hombre era calvo. ¿Consideraría el lector, con seriedad, el estudio de una Biblia escrita en semejante lenguaje? La ilustración puede parecer ridícula, pero sirve para mostrar la necesidad de aquella crítica formulada a las Escrituras.
Naturalmente la Biblia no está escrita en el lenguaje de la ciencia, pero contiene hechos científicos. La ausencia de terminología científica no implica, por tanto, un argumento contrario a su inspiración. La Palabra de Dios revela extraordinaria sabiduría y alcance al mostrarse capaz de expresar las profundas y maravillosas verdades de la ciencia de manera tan simple que hasta una criatura las puede leer y comprender. Desde que nos es posible discernir en la Biblia el hecho científico, no importa la clase de lenguaje que acompaña la expresión de sus enseñanzas. Y que esos hechos allí se encuentren, tendremos ocasión de demostrarlo a la saciedad, antes del fin de este volumen, al lector inteligente y honesto.
La Biblia no contiene los errores de la época en que fue escrita
El segundo punto de evidencias, quizás aún más importante que la anterior proposición, es que la Escritura no contiene errores ni fallas científicas propias de la época en que fue escrita. Estamos todos más o menos familiarizados con el argumento modernista, que pretende explicar la Biblia como simple resultado de diversos tipos de cultura. Algunos de los últimos profetas vivieron bajo la influencia de la cultura persa, otros bajo la babilónica, y aún otros de la caldea. El argumento modernista consiste en sostener que los varios escritores incorporaron, en las respectivas secciones de las Escrituras que le son atribuidos, los conocimientos aceptados de la época en que cada uno escribió. Los libros de esos profetas sobrevivieron a sus días, apenas porque coincidió, que las cosas que escribieron eran verdaderas.
He aquí una teoría fascinante pero que está falseada por dos errores. El primero es que ella es falsa. El segundo es que no hay en toda esa teoría la menor apariencia de verdad.
Evidentemente, hubo hombres que vivieron bajo diversas culturas; no registraron, no obstante, en los libros que llevan sus nombres, la ciencia contemporánea. Moisés, por ejemplo: «era instruido en toda la sabiduría de los egipcios». Este hombre fue exaltado a la categoría de príncipe heredero de Egipto. Adoptado por la hija de Faraón, se constituyó presunto heredero del trono. Asimiló la más refinada educaci6ó que le brindó la ciencia egipcia y habiendo sido dotado por Dios de una mentalidad singularmente brillante, robustecida por una fuerte personalidad, se tornó uno de los líderes de su generación.
Parece que los comentadores se han olvidado de notar que, cuando Moisés respondió al llamado de Dios y se presentó como emancipador de sus hermanos esclavizados, renunció al cetro de un reino que equivalía, prácticamente, al dominio universal, juzgando preferible a esto sufrir, por algún tiempo, con el pueblo de Dios a fin de reinar con él, para siempre, en un reino eterno. Así, pues, Moisés, educado en las mejores escuelas de la tierra de los faraones, «era instruido en toda la sabiduría de los egipcios».
Entre tanto, es justo que nos enorgullezcamos de la ciencia y de los conocimientos que él poseía en su generación. Por medio de los maravillosos descubrimientos de la arqueología podemos, hoy, leer aquellos mismos textos en que Moisés y sus contemporáneos estudiaron, en las escuelas del Egipto de entonces. Esa «ciencia» estaba constituida de magia, no tenía el menor fundamento en los hechos y se formaba de algunas de las más bárbaras e increíbles elucubraciones que el mundo jamás conoció.
Por ejemplo: los antiguos egipcios creían que la tierra había sido originada de un huevo alado que voló por el espacio hasta completar el proceso de mitosis, surgiendo finalmente la tierra del ovoide volador. Téngase ahora en cuenta que Moisés fue instruido en toda la ciencia de los egipcios. La ciencia geológica de ese pueblo se resumía en lo que acabamos de exponer. Ahora bien, el propio capitulo inicial que introduce la sección de Moisés, en el Antiguo Testamento, se abre con una declaración al respecto de la geología y otra, acompañando la presentación de esta ciencia, sobre cosmogonía sistemática. La teoría modernista afirma que Moisés escribió lo que aprendió en las escuelas de Egipto.
Se advierte un sabor humorístico en esta misma controversia cuando nos recordamos de que hace bien pocos años los modernistas sostenían, con seguridad dogmática, que la escritura sólo fue inventada quinientos años después de Moisés. Ahora, tranquilamente y con igual certeza, se contradicen y declaran que él escribió justamente lo que aprendió en las escuelas de su tiempo.
Volvamos entonces a los escritos del gran legislador para verificar lo que él nos dice sobre ese huevo alado. Ante la teoría de la crítica quedamos algo sorprendidos al verificar que ese huevo no es mencionado ni siquiera una vez desde el principio al fin de su cosmogonía. En lugar del bárbaro artificio de la ignorancia antigua, encontramos las diez palabras más completas que el hombre podría combinar en una sentencia: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra». La ciencia moderna aún no ha sido capaz de demostrar o de indicar un punto que esté en divergencia con esta máxima de Moisés y que repudia completamente los conocimientos aceptados en su generación.
Los egipcios poseían también una ciencia antropológica. Esta es la ciencia que trata del hombre; en ella los súbditos de los faraones se revelaban ingenuos evolucionistas. Pensaban que el hombre había sido, originalmente, generado de ciertos gusanos blancos que se encontraban en el lodo debajo por el Nilo después de la creciente anual. Pensamos que ellos habían presenciado la metamorfosis de la oruga en mariposa, y fundamentaron su hipótesis evolucionista sobre este fenómeno observado.
Esta es, ciertamente, la técnica seguida por la corriente evolucionista. También observa un hecho científico concedido por todas las escuelas de pensamientos, y sobre ese único grano de arena levantar una cadena inmensa de suposiciones. Si la teoría evolucionista fuese verdadera, preferiríamos entonces adoptar la idea egipcia. ¡Nos parece mucho más agradable pensar que tuviésemos como antepasados ancestrales gusanos limpios y bonitos, que monos por cientos de una selva primitiva!
Más cualquiera sea la hipótesis, el hecho es que permanece el punto que nos interesa, es a saber, que Moisés «era instruido en toda la sabiduría de los egipcios».
Siendo así, cuando tomó la pluma para escribir sobre el origen del hombre, de cierto que debería narrar la metamorfosis de aquellos gusanos hasta el ser racional; ¿no es verdad? ¡Sí, es verdad!
Con lenguaje sublime, que la pluma humana jamás superó desde aquel día hasta el presente, Moisés escribió al respecto de un Dios infinito, inclinándose sobre una esfera finita, para formar, con sus propias manos, un cuerpo para el hombre. En ese cuerpo el Creador Omnipotente, alentó el soplo de vida y la criatura se tornó alma viviente. Una vez más repetimos que también las conclusiones de la antropología mosaica nunca fueron refutadas con éxito por ninguna escuela científica, en el transcurso de los últimos cuatro milenios. Lo que hemos hecho con estas dos ciencias, a título de ilustración, podríamos hacerlo con todas las demás, enseñadas en las escuelas de Egipto, en el mismo tiempo que Moisés vivió.
En lo que se refiera a esta economía, los maestros egipcios enseñaban que el sol refleja la luz de la tierra. Moisés, entre tanto, invirtió sus conclusiones académicas, estableciendo perfecto acuerdo entre la cosmogonía que nos legó y los hechos observados por la ciencia, tal como lo recibimos del conocimiento moderno del sistema solar.
Es una verdad indiscutible que hubo profetas que vivieron bajo la cultura caldea. Y es verdad igualmente que ellos jamás introdujeron aquella cultura en sus escritos, ni siquiera en un solo caso. Los caldeos, creían, en cierto período de su desarrollo cultural, que la tierra era un ser vivo. Enseñaban que este monstruo vivo y adormecido se cubría de plumas y de escamas bajo la forma de vegetales y rocas. Creían también que los hombres eran simples gusanos que vivían sobre la piel del monstruo somnoliento, a semejanza con las pulgas en la piel de un perro. La concepción no era muy elevada; no obstante, constituía el objeto de sus convicciones. Enseñaban además que, si alguien cavase muy hondo en la piel del monstruo, en forma de herirlo, ¡él se sacudiría, y las construcciones se derrumbarían! Los hombres «cavaron» la tierra en procura de metales preciosos, vinieron los terremotos y las construcciones fueron destruidas». Tal raciocinio constituía para ellos argumento científico suficiente para demostrar la corrección de tal teoría.
Admitimos, como lo hemos dicho, que hubo profetas que escribieron bajo esa cultura. Pero, ¿podría el lector hacernos el favor de señalarnos en las Escrituras, el lugar en que tales puerilidades caldeas hayan sido incorporadas en las obras de esos profetas? Si fuera capaz de citar cualquier ejemplo de esa naturaleza, el autor del presente volumen estará pronto a ofrecerle mil dólares por la referencia, acompañada de la respectiva prueba. Confesamos, con franqueza, que no poseemos los mil dólares, pero estamos también absolutamente convencidos de que llegaríamos a poseer millones antes que tal ejemplo fuese descubierto!
Ciertamente hubo escritores que vivieron bajo la cultura babilónica, siendo Daniel, tal vez, el más célebre de ellos. Daniel, sin embargo, no recibió ninguna enseñanza de los sabios de Babilonia, mas fueron éstos los que aprendieron de él. Reyes y conquistadores estuvieron pendientes de su palabra y le obedecieron a las más ligeras sugestiones. Uno de los libros más importantes de la Biblia, fue escrito por la pluma de ese hombre, que, según la teoría de la crítica, se habría limitado exclusivamente, a reproducir los conocimientos comunes de su época.
El lector debe recordarse de una de las muchas leyendas babilónicas de la creación, que narra la batalla entablada entre el monstruo Tiamate, que dominaba sobre el caos, y el gran dios Marduque. La batalla terminó con la victoria de Marduque, que mató a Tiamate. Como no quisiera desperdiciar aquel enorme cuerpo, Marduque enrolló el cadáver de Tiamate, amarrándolo con la misma cola de este dios, y lo pisó, dejándolo achatado como una plancha. Nos dice la leyenda que entonces, el dios Marduque, comenzó a escupir; en el lugar donde escupía, nacían hombres que se presentaban de pie y completamente crecidos ya. A su vez, los hombres empezaban también a escupir, e inmediatamente, de la tierra donde escupían, surgían mujeres, a semejanzas de soldados que nacían de los dientes del dragón mitológico sembrados por Jasón. Cuando ya había mujeres en número suficiente para todos los hombres, cesaron éstos de usar este método inigualable de creación y a su vez, comenzaron a escupir las mujeres. Y, como en los otros casos, en el lugar en que escupían surgían los animales, como seres vivos, habiendo sido éste el proceso por el cual se crio y pobló la tierra.
¡Qué formidable y ridícula insensatez constituiría la mera admisión de la posibilidad de que, en un Libro que revela a los hombres la existencia de Dios así como su misericordia y gracia, pudiese figurar tal ciencia babilónica! Ahora bien, si existe una obra cuya producción ocupó un periodo de dos mil años y si todos los errores científicos de ese largo período fueron religiosamente excluidas de sus páginas, tenemos que concluir por este hecho que en ella se reflejan sabiduría más que humana. El Espíritu de Dios no solamente reveló a los escritores aquello que era cierto, mas los hechos testifican, de manera creciente, que también les hizo rechazar todo lo que estaba errado. Por causa de esa providencia y sabiduría de un Autor omnisciente, se conserva la Biblia en armonía con los descubrimientos de nuestra generación, para que la podamos considerar aún más aceptables, en el día en que una ciencia verdaderamente moderna nos revele alguno de los secretos más íntimos del universo.
La Biblia está en contra de los errores modernos
La tercera razón por la cual afirmamos que la Biblia está en armonía con la ciencia de nuestros días, se desprende por la manera notable en que está en desacuerdo con los errores modernos, exactamente como se opuso a las falacias antiguas. Y aquí tenemos en verdad la fuente de las controversias presentes. Hay ciertos hombres, cuya sabiduría sobrepuja todo lo que está escrito y que se enamoran de sus propios super-conocimientos. Jamás vacilan en sustentar meras probabilidades y teorías en términos de certeza dogmática. Sus conclusiones (que pueden ser, en verdad, basadas en hechos), deben ser recibidas como infalibles, bajo riesgo de herirles en su dignidad. Cuando los representantes de esta clase se hallan cara a cara con las enseñanzas de las Escrituras, asumen siempre esta actitud mental: «¡Afuera con el libro que osa contradecirnos!».
Todo estudiante que cursó una universidad debe haberse encontrado repetidamente con esta actitud, en el caso de que haya hecho un curso en un instituto típico de enseñanza superior. Solamente porque la Biblia no concuerda con las teorías y conclusiones de hombres falibles, la tachan de anticuada, absurda, falsa, anticientífica y depósito de errores. Surgieron hombres, en otros tiempos, que también pensaron que la Biblia debería ser redactada de nuevo, de modo que se conformarse con sus conclusiones. Entre tanto, si los hijos de otra generación, hubiesen desfigurado la Santa Palabra de Dios para hacerla concordar con aquello que apasionadamente creían ser un hecho indiscutible, la habrían tornado inútil a nuestros contemporáneos. Por la misma razón, si reeditásemos hoy la Biblia para acomodarla al concepto de los ilustres maestros de aquellos mismos establecimientos, dentro de veinticinco años el mundo se divertiría a costa de las Escrituras que hubiésemos mandado a reimprimir.
Es verdad que la mayor parte de las divergencias proceden únicamente del capítulo que trata la cuestión del origen. De entrada bien podemos decir que es crasa temeridad hablar al respecto de una ciencia de origen. En la ciencia no tratamos del origen. Antes, tal asunto pertenece a la esfera de la filosofía. Y a su vez, la filosofía depende enteramente de conclusiones humanas. Por esto, a menos que estemos preparados para sostener que la generación presente alcanzó la perfección absoluta, no podemos alimentar la esperanza que nuestra filosofía no necesite ser revisada por las generaciones futuras.
Sugerimos al lector, para ilustrar este pensamiento como una cuestión práctica, que considerase la incompatibilidad existente entre las dos teorías actuales que tratan del origen del hombre. En la primera, Moisés sostiene la creación específica. A ella se opone la teoría filosófica de la evolución orgánica. Todo estudiante diligente tendrá que hacer su elección entre las dos corrientes. Es verdad que también oímos hablar de aquellos que afirman que pueden creer en la evolución y en la creación al mismo tiempo. Tal escuela es generalmente conocida como la de los «creyentes de la evolución teísta».
La realidad, entre tanto, es que las dos teorías se hallan en flagrante oposición, de manera que no se puede creer que la Biblia sea la palabra infalible de Dios y aceptarse, simultáneamente, la doctrina de la evolución orgánica. Hay hombres capaces de cabalgar en dos corceles al mismo tiempo. Es una escena común en los circos y que puede ser también frecuentemente presenciada en los «rodeos» del lejano oeste, cuando los vaqueros se entregan a sus diversiones. Es un espectáculo más electrizante que el que ofrece la caballería de cualquier ejército, cuando está sometida a los ejercicios de campo. Hemos notado también que cuando alguien cabalga en dos corceles al mismo tiempo, tiene cuidado de conservarlos bien juntos, ¡haciéndolos avanzar en la misma dirección! Jamás vimos un jinete que tuviese la habilidad de correr a un mismo tiempo, dos animales que avanzasen en direcciones opuestas!
He aquí, pues, el lado flaco de la escuela filosófica de la evolución teísta. La Biblia presenta una descripción completa y simple de la creación del hombre, en términos que están al alcance del entendimiento de un niño. Por medio de un fíat posible sólo a la Omnipotencia, el Todopoderoso crio al hombre por un proceso sobrenatural.
La palabra usada en el Viejo Testamente hebraico para describir este acto de la creación, es bará. Todo comentario o léxico que trata del texto, nota cuidadosamente, que el vocablo bará significa formar alguna cosa de nada, o llamar a la existencia aquello que no tiene forma o sustancia anterior. La descripción mosaica de la creación afirma que el hombre fue creado perfecto, según la imagen y semejanza de Dios. Pero que, de la elevada posición de compañero de Dios, cayó en un abismo de pecado y degradación más profundo que la condición de las bestias del campo. Nunca se levantó de esa baja posición por su propio poder, inteligencia, sabiduría o espíritu. Estaría verdaderamente condenado para siempre a su estado de caída, si Cristo no lo viniese a levantar.
En resumen, la teoría de la creación comienza con el hombre en un nivel tan elevado como sería posible, y describe su caída en el más profundo abismo. La teoría de la evolución orgánica se opone a todo esto. El hombre, de acuerdo con esta escuela, comienza con una masa de sustancia protoplasmática infinitamente pequeña, demasiadamente mezquina e insignificante hasta para ser vista con nuestros ojos. Por efecto de un número infinito de mudanzas graduales, el hombre ascendió de esa baja condición, sin el auxilio de ninguna fuerza externa, hasta la situación que ocupa hoy a saber, del ser viviente más elevado en el reino biológico.
He aquí, pues, las dos teorías opuestas.
Una dice que el hombre fue creado perfecto y después cayó. La otra sostiene que aconteció que el hombre comenzó a existir, y si algún día cayó, fue una caída hacia arriba, en el camino de su secular ascensión.
Naturalmente, comprendemos la razón por que determinados educadores y ciertos hombres, llenos del orgullo de la carne, deben rechazar el modo en que el Génesis explica la creación. Ha de parecer claro al lector que analice cabalmente los hechos que, si la historia de la creación es verdadera, la caída en estado de pecado lo es igualmente. Si aceptamos el hecho de la caída en pecado, estamos obligados a reconocer, también, la realidad de nuestra propia culpa e iniquidad. Ahora, si admitimos esto, no nos queda posibilidad de librarnos a no ser por el camino que nos franquean las Escrituras.
Los únicos medios por los cuales podemos alcanzar la redención de los efectos de la caída consisten en humillarnos ante la Cruz del Calvario y limpiarnos con la sangre allí vertida.
Es esto lo que los corazones orgullosos y obstinados de aquellos que encuentran satisfacción en sí mismos no están dispuestos a hacer. Por lo tanto, a fin de evitar la necesidad de confesar los pecados y la humilde súplica de perdón en el nombre de Jesús, el hombre niega el hecho básico y procura alterar aquello que las Escrituras afirman. Mas, cuando cese el tumulto y se haya silenciado el alarido, y los magos de la ciencia y los reyes de la educación hayan partido para el descanso eterno y final, el hombre volverá otra vez a la investigación verdaderamente científica de las pruebas del origen humano. En esa hora, la Palabra de Dios se levantará triunfante porque se opone, valerosamente, a las falsas teorías de una filosofía errónea.
La Biblia se adelantó a la ciencia moderna
Adelantaremos a un una última y cuarta razón por la cual decimos que la Biblia está de acuerdo con las ciencias de nuestros días. Podemos presentar la siguiente sentencia: la Biblia está en armonía con la ciencia moderna por el hecho de que se le ha adelantado, en muchos de sus descubrimientos, en los últimos siglos.
Nos acordamos de una corresponsal exaltado y dogmático que nos escribió, hace algún tiempo, para señalar un ridículo error científico, que Isaías habría cometido en sus profecías. Declaraba el corresponsal que el profeta afirmaba que la tierra era plana, cuando la ciencia moderna ya probó que es redonda. Le pedimos que citase el pasaje a que se refería, porque no conocíamos ningún texto en el libro de Isaías en que el escritor hiciese semejante declaración. Después de alguna demora, él nos contestó diciendo que el texto se encontraba en Isaías 11:12. Naturalmente, el versículo nos era familiar, porque forma parte del bagaje de citas de todo crítico e impugnador ateo de las Escrituras.
Nuestro corresponsal, citando el verso de Isaías: «Y levantará pendón a las gentes, y juntará los desterrados de Israel, y reunirá a los esparcidos de Judá de los cuatro cantores de la tierra». Afirmó, triunfalmente, que si el profeta dice que la tierra tiene cuatro cantones, demostraba, por esto mismo, creer que su conformación era plana. Enseguida nos hacía esta pregunta: «¿Tendría usted confianza de embarcarse en un navío cuyo capitón creyese que la tierra tiene cuatro cantones?»
Esta duda nos causó un gran placer porque acabábamos justamente de regresar de un viaje de miles de kilómetros por el océano, embarcados en uno de los mayores vapores que surcan el Pacifico. El capitán del navío no sólo era amigo del escritor, mas también uno de los más simpáticos compañeros que se pueden tener en un crucero por alta mar. Durante un recio vendaval que azotó al barco y nos sacudió de un lado para el otro, así como un perro ratonero atormenta una laucha, hicimos algunas referencias a la tormenta. Estas referencias divirtieron considerablemente al capitán que sonriendo decía: «Esto no es una tempestad; es apenas una fuerte brisa».
Como dejásemos entrever cierto escepticismo con respecto al conocimiento de las tempestades que él estaba revelando, el capitán se volvió y nos dijo vivamente: «Yo estuve en los cuatro cantones de la tierra y tuve oportunidad de presenciar tempestades en cada uno de ellos; esto es apenas una fuerte ráfaga». Desistimos de discutir porque nuestro único objetivo era estimular al comandante a hacer una declaración como ésta, arrancándole algún recuerdo del pasado, lo que constituye siempre una agradable experiencia. Mas cuando ese corresponsal protestó, indignado, contra el lenguaje de Isaías, ¡no pudimos dejar de pensar en el capitán que afirmó haber estado en los cuatro cantones de la tierra, mostrándose, de esta manera, tan ignorante como este profeta!
Hace algún tiempo recibimos también un boletín del gobierno de los Estados Unidos que ofrecía informaciones sobre el trabajo de la Marina Nacional. Nos llamó la atención la siguiente expresión del folleto: «Los marineros norteamericanos sirven hoy a nuestra bandera en los cuatro cantones de la tierra». ¿Qué pensáis de esto? El gobierno de los Estados Unidos cree que la tierra es plana y que su marina tiene una bandera enarbolada en cada uno de sus cuatro cantones! Es claro que tal conclusión sería falsa.
La frase: «los cuatro cantones de la tierra» es expresión poética y tiene exactamente el mismo sentido de esta otra: «los cuatro puntos de la brújula». Debemos recordarnos de que Isaías también era poeta y podía valerse de las licencias que gozan los de su clase, si quisiese usar del lenguaje peculiar de la poesía. Si Isaías hubiese dicho «los cuatro puntos de la brújula», no habría revelado mayor preocupación en definir la forma de la tierra de lo que demostró el escritor del estado mayor del gobierno de América del Norte al componer el referido boletín.
Entre tanto, la simple realidad es que Isaías nunca dijo «los cuatro cantones de la tierra». Esta frase es inglesa y ese profeta nunca habló ni escribió en inglés. Isaías escribió en hebreo, y cuando leemos el texto en esa lengua, verificamos que dice literalmente: «Dios juntará los dispersos de Judá de los cuatro cuartos de la tierra». Es hecho conocido que cualquier objeto redondo puede ser cortado en cuartos.
Aunque todo los ateos conozcan esta falla de la traducción inglesa de las palabras de Isaías, nunca encontramos en ellos la honestidad suficiente para citar el único texto del referido profeta en que él habla al respecto de la forma de la tierra. Ese texto se encuentra en Isaías 40:22, donde el profeta describe la grandeza y magnitud de Dios y dice: «Dios es aquel que está sentado sobre el círculo de la tierra (V. M.)» Una vez más debemos notar que la palabra «círculo» es traducción de un vocablo hebreo que significa, literalmente, «redondez». La traducción más fiel al original que hemos encontrado hasta el presente, es la de la Biblia sueca moderna. En lugar de la palabra «círculo» esta traducción emplea un vocablo rund que reproduce literalmente, la idea de Isaías.
Sin duda hubo, en la generación de Isaías aquellos que creían que la tierra era plana. Encontramos, en todas las generaciones, incluso la presente, algunos que creen en esta falsa idea. Mas, el punto que deseamos hacer resaltar es que Isaías no estaba limitado a la extensión de sus propios conocimientos cuando escribió. Cuando el Espíritu de Dios guiaba su pluma, él escribía inspirado, registrando para nuestra instrucción cosas que los hombres de sus días aún no habían discernido. Muchos siglos, o mejor, millares de años transcurrieron antes que el hombre estableciera el hecho de que la tierra es redonda. Más ved: cuando el hombre, por medio de búsquedas y estudios, de especulaciones e investigaciones, llegó a conocer esta verdad, ¡ya la Biblia, milenios antes, se le había anticipado en su descubrimiento! Por este método singular y notable de anticiparse a los descubrimientos científicos de los siglos futuros, el Espíritu de Dios preserva la armonía entre la Palabra de su verdad y la ciencia moderna.
Pensamiento Cristiano, 1953