Acción de gracias

«Y sed agradecidos.» Col. 3:15

Cuando penetramos en un grande y bien cultivado jardín, y más si lo hacemos en los días de la estación propicia, la vista se deleita en la contemplación de una gran variedad de flores de distintas especies. Los cuales ostentan, las unas con orgullosa vanidad, sus corolas esmaltadas de vivos y brillantes colores, mientras otras, más modestas, creyéndose de poco valor, se esconden como avergonzadas entre el verde follaje, y necesitamos fijar mucho la atención y aún buscarlas con cuidado si es que deseamos gozar con su vista. Y ved, hermanos, una cosa muy singular, que hay flores que no deben buscarse con los ojos sino con las narices, o en otras palabras, que para hallarlas, no sirve tanto la vista como el olfato. Entre las de esta clase las hay tan pequeñas y tan modestas como la violeta, que todos conocemos, y la cual aunque oculta entre las hojas, esparce por el aire y aún a larga distancia su perfume delicado y delicioso.

Reunión en el templo

Aquí en esta casa de oración tenemos una multitud de cristianos de varios nombres reunidos para un día de fiesta. Acicalados y arreglados según su posibilidad, ocupan los asientos con semblantes más o menos risueños. Si observamos a estas personas, notaremos diferentes cortes de traje, variados colores y adornos, semblantes pálidos o sonrosados, ojos amortiguados por oculta pena o bien radiantes de felicidad. Esta alegría es como el perfume que exhala su corazón, embalsama la atmósfera, satura la oración y la alabanza y comunica cierto encanto a la reunión. ¿Qué motiva esta alegría? Joven que sonríes dulcemente ¿qué es lo que te alegra? Joven que estás triste y suspiras ¿qué pena es la que abate tu alma? ¿Qué falta a tu corazón? Dios, como buen jardinero ha dispensado a todas las plantas por él cultivadas el cuidado necesario, se pasea en medio del huerto como en los días del Edén, y él ve que hay cristianos que se levantan erguidos para ser descubiertos y admirados, mientras otros, como el publicano, bajan la vista y recogen su ser como queriéndose ocultar a las miradas de todos. Dios observa y ve. También huele. Aspira con delicia o siente repugnancia, según es el olor que esparcen fuera de ellos los corazones. ¡Quiera Dios que en este culto de acción de gracias, no haya olor de muerte ni en la más mínima proporción, sino olor de vida, perfume suave que ascienda en purísimas espirales hasta el trono del Altísimo, que él lo aspire con delicia y nos envíe su bendición! Dejemos a Dios que se ocupe de la parte interna e invisible que nos está vedado conocer a nosotros, pobres mortales, y ocupémonos de las manifestaciones externas que son las únicas que podemos observar.

Dar gracias

Acción de gracias es la manifestación externa que hace el hombre de la gratitud que se anida en su corazón. “Muchas gracias,” decimos cortésmente a la persona que nos hace un favor, y la fórmula varía según la clase de personas, la clase de favores y la apreciación que de ellos se hace. Para que un favor despierte la gratitud, se requiere que satisfaga, primero, una necesidad real y urgente, segundo, que se haga en el tiempo oportuno y, tercero, que se haga también con buena voluntad. Que se nos ofrezca lo que tenemos, o que el ofrecimiento se haga pasado el momento de necesidad, o bien de mala manera, ya no despierta la gratitud. Hay favores que lastiman, que no quisiéramos haberlos recibido; pero cuando el favor viene a satisfacer una necesidad urgente, en el tiempo oportuno, y se ofrece con la delicadeza de las personas cultas, hace desbordar el corazón de gratitud, y con los labios, y con los ojos y con el corazón decimos: “Muchas gracias.» Por supuesto tenemos que confesar que hay favores otorgados en tiempo de necesidad, oportunamente y con buenas maneras, y con todo no despiertan la gratitud en la persona que los recibe. No los aprecia y los olvida pronto. A esta persona la llamamos ingrata, y de ingratos está llena la tierra, y las lágrimas más amargas que se derraman en este mundo son aquellas que hace verter la ingratitud.

Ingratitud del hombre

El hombre es el animal más ingrato de la creación. El cultivador de la viña se preguntaba: “¿Qué más había yo de hacer a mi viña?» Nada más era necesario, todo estaba hecho. Tierra bien preparada, riego oportuno, cercado y vigilancia perfectos. ¿Cómo, pues, fue ingrata la vid?

Dios crio al hombre según su propia imagen, le dotó con ricos dones, abrió ante su vista amplios horizontes y le rodeó de toda clase de comodidades y atenciones. Le preparó con tierna solicitud, sabiduría y ternura, un mundo para que se enseñorease de él. Hizo el sol para que le calentara y alumbrara de día y a la luna para que alumbrara de noche. Ovejas, bueyes y otros muchos animales le entregó para su servicio, y puso su temor en las fieras de los bosques para que huyesen a lo más intrincado de la selva y no perjudicaran al hombre. Ahora bien, el hombre ha usado de todo hasta donde ha querido y podido, y en nuestros días le contemplamos enseñoreándose casi de todo el mundo, dominando la tierra, el aire y el mar, y es digno de risa ver a este pigmeo que llamamos hombre, que levantándose sobre la punta de sus pies para aumentar su raquítica estatura, y parodiando a Nabucodonosor, dice: “¿No es esta la gran civilización que yo inventé para la satisfacción de mis necesidades, con la fuerza de mi poder y para gloria de mi grandeza?» Con razón el profeta nos consideró muy inferiores a los animales cuando dijo: “El buey conoció a su dueño y el asno el pesebre de su señor. Israel no conoce; mi pueblo no tiene entendimiento.»

Los favores divinos

Los favores que Dios dispensa a su pueblo reúnen los tres requisitos de que hemos hablado. Satisfacen necesidades urgentes que si no fueran satisfechas serían causa de nuestro aniquilamiento; las satisface oportunamente, en el momento preciso, y muchas veces, casi siempre, con tiempo anticipado; y por último, Dios lo hace con amor, con largueza, sin esperar recompensa. Pensemos detenidamente en la providencia divina que nos cuida en cada momento de nuestra existencia, y veremos cómo los socorros que nos vienen de la mano de Dios, son como la arena de la mar, una multitud que no se puede contar ni narrar, y que estamos tan acostumbrados a recibirlos, que ya ni despiertan nuestra atención, y en nuestra vanidad casi llegamos a considerarlos como deberes de parte de Dios, y por lo tanto ya no reconocemos en ellos la naturaleza del favor al cual no tenemos ningún derecho, y casi nos sentimos tentados a decirle a Dios: “Bien está, siervo fiel, has cumplido con tu deber.»

No todo es ingrato

Hemos dicho que el hombre es un ser ingrato, orgulloso y vano, que llega a presumir que todo lo debe a su inteligencia y esfuerzo, imitando al hijo ingrato que olvida el tiempo que fue llevado en brazos, alimentado por el seno de la madre y cuidado en sus primeros pasos con tierna solicitud, y después cuando se ve grande y fuerte olvida cuánto debe a sus padres. Pero debemos añadir que lo hace el hombre terreno, carnal, endurecido en su ceguedad. El cristiano, el hombre regenerado a quien Dios dio un corazón de carne sensible, ese no es ingrato. Estima su necesidad, aprecia su impotencia, valora el socorro, admira la oportunidad y observa la buena disposición de la mano de Dios, y entonces su corazón se inflama de noble gratitud y no puede callar, si callara estallaría como la caldera que repleta de vapor hasta no más, le falta una válvula de seguridad o de escape por donde pueda salir el exceso de vapor. Sí, la acción de gracias es como una válvula de seguridad, pues cuando el hombre calla las piedras hablan, si los hombres no mencionan las obras de Dios, las canta la naturaleza. David dice: «Los cielos cuentan la gloria de Dios y la expansión denuncia la obra de sus manos. El un día emite sabiduría al otro día, y la una noche a la otra noche declara sabiduría.» Sal. 19:1, 2.

Cómo se dan gracias

La acción de gracias puede hacerse por medio de palabras más o menos armónicamente enlazadas, puede ir acompañada de la mímica que añadirá interés a esta demostración externa, y la que bien puede limitarse a una modificación en el aspecto del semblante, a movimientos de los brazos, o bien puede llegar hasta el salto y la danza. Puede ser la frase corta, lacónica, o tal vez todo un largo discurso, todo cuanto sea necesario, hasta que se dé completa salida a la emoción que embarga el alma. Otras veces esta acción de gracias pide a la música su encanto y a los instrumentos musicales su concurso; unas veces será hecha por una sola persona, otras por una familia o iglesia o bien por todo un pueblo. Todo será según las circunstancias que concurran en el caso.

David

La Biblia nos habla de varias manifestaciones de gratitud hechas por diferentes siervos de Dios, y entre ellos podemos decir que David ocupa el primer puesto. Es en verdad digno de llamar nuestra atención el hecho de que en aquel guerrero, que por tantos años llevó una vida que bien pudiera llamarse aventurera, la acción de gracias haya llegado a obtener un lugar tan prominente. A solas consigo mismo invita a su alma diciéndole: “Bendice alma mía a Jehová, y no olvides ninguno de sus beneficios.» Nos dice también cómo pasaba una parte de la noche meditando en los favores de Dios, analizándolos, valorizándolos y tratando de llevar la cuenta exacta de ellos, cosa que al fin halló enteramente imposible de hacer.

Cuando piensa en las ventajas y dulzuras que ha experimentado con esta práctica, escribe: «Bueno es tributar alabanzas al Señor y cantar a tu nombre oh! Altísimo. Anunciando por la mañana tu misericordia, y tu verdad en las noches, en el decacordio y en el salterio, en tono suave con el arpa, por cuanto me has alegrado, oh Jehová con tus obras. En las obras de tu mano me gozo.” Salmo 92:1-4. En otra parte dice: “Venid, celebremos alegremente a Jehová; cantemos con júbilo a la Roca de nuestra salud.» Sal. 95:l. En otra vez considera esta buena disposición hacia la alabanza como una grande bendición, y nos dice: «Bienaventurado el pueblo que sabe alabarte. Andarán oh! Jehová a la luz de tu rostro. En tu nombre se alegrarán todo el día.» Sal. 89:15, 16. Él fue el hombre que olvidándose de su carácter real y de la circunspección que le correspondía como rey, bajó del trono para mezclarse con el pueblo en la danza delante del Señor, empequeñeciéndose así a los ojos de su esposa. . . . pero no ante aquel que mira el corazón y discierne las intenciones del alma.

Pablo

Es notable también que otro batallador semejante a David, filósofo que se enreda en los enmarañados senderos de los razonamientos y demostraciones, interrumpe a veces su discurso para prorrumpir en una acción de gracias. El hombre a que me refiero, como ya lo habréis comprendido, es aquel luchador con las bestias en el circo y con toda clase de peligros, guerrero audaz que por treinta años peleó la buena batalla como pocos lo habrán hecho, y que nos ha dejado cartas que son unos tratados doctrinales que revelan un autor escolar, intelectual, que pone la sabiduría humana al servicio de su Dios. Este hombre fue Pablo. Abramos su epístola a los Romanos, e inmediatamente después de poner los títulos que dan autoridad a lo que va a escribir, principia: «Primeramente doy gracias a mi Dios por Jesucristo acerca de vosotros.» Romanos 1:8. En otra parte, cuando llevado en alas de su poderosa inteligencia ayudada por la sabiduría divina analiza los caminos de Dios, repentinamente pliega sus alas y cae sobre su rostro exclamando: “¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus juicios e inescrutables sus caminos! Porque ¿quién entendió la mente del Señor? o ¿quién fue su consejero? o ¿quién le dio a él primero para que le sea pagado? Porque de él, y por él, y en él son todas las cosas. A él sea gloria por siglos. Amén.» Rom. 11:33-36. A los Corintios también les dice: «Gracias doy siempre a mi Dios por vosotros.» 1 Cor. 1:4. En la 2 Cor. 1:3 dice: “Bendito sea el Dios y Padre del Señor Jesucristo.» Más adelante, añade: «Gracias a Dios por su don inefable.» 2 Cor. 9:15. En la epístola a los Efesios escribe: “Bendito el Dios y Padre del Señor Jesucristo, el cual nos bendijo con toda bendición espiritual.» Efes. 1:3. En otra parte dice: “Y a aquel que es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, por la potencia que obra en nosotros, a él sea gloria en la iglesia por Jesucristo, por todas las edades, del siglo de los siglos. Amén.» Efes. 3:20, 21. No acabaríamos ahora si siguiéramos citando todos los pasajes en los cuales Pablo da gracias. Son muchos, lo cual manifiesta cuán dispuesto estaba su corazón para la alabanza, y por tanto no debe extrañar que recomiende a la iglesia que celebre culto de acción de gracias.

Atentos a los dos ejemplos que acabamos de citar, podemos concluir que para prorrumpir en alabanzas y acciones de gracias se necesita sentir gratitud, de otra manera el “muchas gracias» o “gracias te doy, Señor,» no serán sino puramente vanas fórmulas que engañarán, a lo más, a los hombres; a Dios, nunca.

El orgullo

Uno de los obstáculos para que se desarrolle la gratitud o que la empañan cuando existe algo de ella, es el orgullo. Aquel hombre estaba de pie, y alzando su rostro al cielo, prorrumpió en estas arrogantes palabras que resonaron por todo el templo: “Gracias te doy, Señor, porque no soy como los demás hombres.” ¡Vaya un motivo de gratitud que se transforma en una alabanza propia! El orgullo nos hace perder de vista lo grande de nuestras necesidades, y por consiguiente, lo valioso de los socorros, o bien nos conduce a pensar que el favor lo debemos a otros para no sentirnos obligados a confesar nuestra deuda al verdadero autor del socorro a quien por algunas otras razones no queremos dar ninguna honra. Este es el caso en muchos hombres. Su existencia, el socorro de las necesidades de su vida lo deben a la naturaleza, dicen ellos. Esta les da todo, no necesitan de Dios para la lluvia, para la producción del calor, fertilidad de la tierra, etc. La naturaleza tiene todas las provisiones; su inteligencia y esfuerzo suple lo demás. Si no trabajan, no hay quien les dé; si no se cuidan, no hay quien los defienda, dicen en su estulticia.

Un error

Hay ocasiones en las cuales no vemos, como se dice vulgarmente, más allá de nuestras narices, y debido a esto equivocamos la fuente de nuestro socorro.

Necesitábamos $10.00 y un amigo nos los prestó; a ese debemos el favor y a nadie más. Nuestra gratitud no va más allá de esa persona. Nos caemos del tren, y en lugar de caer sobre la vía y ser triturados, fuimos arrojados del peligro más inminente, y entonces decimos ¡qué casualidad! La casualidad es una divinidad muy adorada y reverenciada y la cual fue inventada por el orgullo del hombre para negar la intervención de Dios en la vida de cada individuo. Elías recibió el pan del pico de los cuervos; pero sabía perfectamente que ellos eran sólo siervos del Dios a quien servía y quien cuidaba de su profeta. Nosotros no somos sino aves negras que llevamos pan o algún otro servicio a cualquier Elías a quien Dios quiere socorrer. Dios es el que pone en nosotros el deseo y el poder para ayudar a los que demandan nuestro auxilio.

Otro error

El romanista pide algo al santo de su devoción, y Dios que da sin que se le pida, hace el servicio; sin embargo, no es reconocido por el servidor del santo como la única fuente de toda buena dádiva. El agraciado hará un milagro de plata: un brazo, una cabeza, etc., y lo colgará de la imagen del santo de su devoción, y así estas divinidades mentirosas. hechura de los hombres, ostentan orgullosamente en los templos romanistas, milagros que les han colgado, pero que no han hecho ni harán nunca, por que como dice el salmista: “Tienen ojos y no ven, oídos y no oyen, pies y no andan.” No los temáis ni les paguéis gratitud porque no son intercesores de ningún agradecimiento.

Lo que valemos

Se necesita, pues, discernir bien, con espíritu de humildad, lo que somos, lo que valemos, lo que podemos hacer. Un hombre inspirado pesó a los hombres con el peso divino y declaró que: “Pesados todos ellos en una balanza, pesan menos que la vanidad.” ¡No puede darse juicio más humillante! Otro hombre inspirado dijo: “Yo sé que en mí (es a saber, en mi carne,) no mora el bien: porque tengo el querer, mas efectuar el bien no lo alcanzo.” Rom. 7:18. Otro autor también inspirado escribe: «Y no conoces que tú eres un cuitado y miserable, y pobre y ciego, y desnudo.” Rev. 3:18. Esto es lo que piensa Dios de nosotros, y lo que siente el alma regenerada es que todo lo que tiene lo debe a Dios, que toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, y esto lejos de desagradarle lo llena de alegría, y entonces canta lleno de gozo: “Alzaré mis ojos a los montes de donde vendrá mi socorro, mi socorro viene de Jehová que hizo los cielos y la tierra.» Salmo 121:1. Así es que el cristiano, pagando a cada hombre lo que debe, al que honra, honra; al que gratitud, gratitud, su corazón va más allá, hasta el verdadero origen, de donde como catarata continua le llueven las bendiciones día y noche, verdaderamente hasta que ya no le caben.

Bendiciones superiores

Pero el pan, el vestido y la preservación de nuestro cuerpo mortal es poco, cuando pensamos en las necesidades de nuestra alma, y cuando consideramos la imposibilidad de que ellas sean satisfechas ya por los hombres o por la naturaleza. Y Dios nos ha dado todo de balde, sin dinero, sin precio, y lo que es más, sin que se lo hubiéramos pedido. Muertos en nuestros delitos y pecados, imposibilitados para hacer lo más mínimo para nuestro bien espiritual, nos dio vida, adornó nuestra inteligencia con el conocimiento de Cristo, perdonó nuestros pecados, lavó nuestras conciencias de las obras muertas y abrió ante nuestra vista admirada las puertas libres del paraíso celestial. ¡Cómo entonces no reunirnos con aquellos que cantan: “Señor, digno eres de recibir gloria y honra y virtud, porque tú criaste todas las cosas, y por tu voluntad tienen ser y fueron criadas:” y luego, con aquellos millones de millones, decir: “El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder y riquezas y sabiduría y fortaleza y honra y gloria y alabanza, . . . y nos has redimido para Dios con tu sangre de todo linaje y lengua y pueblo y nación: y nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes . . . Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la bendición, y la honra y la gloria y el poder para siempre jamás!»

Tiempos difíciles

Con todo hermanos, no siempre nos sentimos dispuestos a prorrumpir en alabanzas. Hay tiempos crudos y terribles para el cristiano, el cual se siente como el marino cuando en medio del océano se encuentra sin brújula y sin una estrella que le conduzca al buen puerto, y que en esa situación angustiosa no se pueda ver con claridad dónde está la misericordia de Dios. El cristiano tiene épocas difíciles en las que las largas y penosas enfermedades u otros pesares que le agobian, parece que le prohíben sentir gratitud hacia Dios. Sin embargo, siente la gratitud en lo más profundo de su corazón. Pasará la tempestad, aquellas negras nubes, se desgarrarán, y por los claros abiertos en medio de ellas, dejará ver el radiante cielo del amor de Dios, y entonces esa alma será iluminada, y el hecho mismo de no ser destruida por aquella tribulación, será el argumento más poderoso para dar gracias a Dios porque no la dejó sola en el horno de fuego ardiendo, ni en la cueva de los leones, sino que en toda tribulación y angustia fue su fiel compañero.

Conclusión

Ahora, hermanos míos muy amados, permitidme que para terminar este pequeño y mal trabajado sermón, os recuerde las palabras del texto mencionado al principio, palabras dichas por Pablo a los Colosenses y en las que les recomienda que sean agradecidos. “Y sed agradecidos,» dice él. Sí, hermanos, sed agradecidos, seamos agradecidos, como individuos, como iglesia, como nación. Bajo cualquiera de estos tres aspectos tenemos mucho que agradecer a Dios. No seamos ingratos, porque si lo somos nos hacemos nosotros mismos inferiores al buey y al asno de que nos habla el profeta. Detengámonos a contar y a valorizar los innumerables beneficios de Dios, y cuando sintamos que nuestra alma se conmueve henchida de la más noble gratitud enviada de lo alto, digamos: “Bendice alma mía a Jehová, y no olvides ninguno de sus beneficios;” digamos entonces a nuestros hermanos: «Venid, celebremos alegremente a Jehová, cantemos con júbilo a la Roca de nuestra salud: Lleguémonos ante su acatamiento con alabanza: aclamémosle con cánticos.» Salmo 95:1. Y todos reunidos en un solo amor, rebosando de gratitud, acompañando nuestra alabanza con los tonos sonoros del órgano, cantemos a Dios con alegría y sencillez de corazón, y que nuestras alabanzas suban como perfume de olor suave hasta el trono de nuestro buen Padre Celestial, el cual los recibirá de buena voluntad y no apartará de nosotros su misericordia, ni ahora ni en ningún momento de nuestra existencia.

El Faro, 1907

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