Acabas de predicar

A mi joven amigo que comienza el pastorado:

Acabas de predicar. Anuncias el último himno. Oras. Te dispones a bajar del pulpito. Ha sido sagrado el momento de empezar: debe serlo el de terminar. Un espíritu de humildad y recogimiento debe embargar tu alma.

Conforme a la costumbre —muy buena por cierto– te colocaras a la salida del templo para saludar a la gente. Pocas palabras, en voz baja, bastarán. ¡Cuánto bien le hace a muchas personas ese apretón de manos! Trata de no hacerlo mecánicamente: si puedes, saluda pensando en cada uno. La verdad es que algunas veces, cansado, uno da la mano a alguien y mira a otro que le habla simultáneamente. Tenemos que procurar evitarlo. Hay personas muy susceptibles que
lo notan, ¡y hasta se ofenden!

Muchos saludan y dicen algo de sí mismos o de sus familiares. A otros hay que decírselo uno mismo. Una palabra interesándose por el ausente, o por el enfermo de la casa, o un recuerdo de que —a raíz del mensaje que le afectaba— en oración nos acordamos de ellos: «Dios le bendiga, hermano, sigo orando por usted». Si sabemos que alguno ha venido al culto a pesar de tener dificultades o de no estar muy bien de salud, hagámosle notar que lo apreciamos: «Cuídese, hermano, que se mejore», etc.

Es decir, hay mil y una circunstancias distintas en la vida de los creyentes o de las personas nuevas; y una palabra o un gesto, al terminar la reunión, puede hacerles tanto bien como el sermón mismo. Quizá hemos hablado con alguien y conocemos sus problemas, sus luchas. No es el momento de renovar la conversación, ni hay necesidad que nadie lo sepa; pero un «¿Qué tal, cómo va eso?», bastará para que se dé cuenta de que nos acordamos y simpatizamos con sus problemas.

Siempre hay un grupito que quiere acaparar para sí la atención del pastor y de su esposa. Son los que por alguna razón son más amigos o se creen con derechos a atenciones especiales. No es momento de hacer distingos; al contrario: los tales son, quizá, los que menos necesitan que nos ocupemos de ellos inmediatamente antes o después del culto. El continuo y evidente trato con algunos pocos, delante de los demás, da la idea de favoritismo. Y aun cuando no lo fuera así, nuestro interés debe ser general. Con delicadeza debemos hacérselo comprender a los que quieran acaparar la atención pastoral. Quizá podamos enseñarles que deben despojarse de ese egoísmo que, con cariz de amistad, hace que no podamos ocuparnos de otros y que ellos estén pensando en sí mismos en lugar de pensar y hablar con los perdidos o necesitados. Hay otro aspecto que siempre todos los pastores tenemos que afrontar. Lo he afrontado yo y lo afrontarás tú. Con los años deja de ser problema porque uno ya está «curtido» y le va dando cada vez menos importancia a algunos aspectos de las cosas. Pero siempre subsiste el problema. Me refiero no a lo que nosotros podemos decir a la gente, sino a lo que la gente nos dice a nosotros, especialmente acerca de lo que hemos predicado.

El espíritu humano —y muchas veces llega a ser carnal— puede llevar a un predicador a esperar felicitaciones al terminar su sermón. Nunca lo esperes tú. Sin embargo, es natural, por otra parte, que quien ha sido bendecido se vea impulsado a expresarlo.

Me parece que es de Moody de quien se dice que cuando alguien lo felicitaba al final del culto con un «estuvo muy bien», o algo parecido, él le contestaba: «Eso ya me lo dijo antes el diablo». Recuerdo que cuando empecé a predicar lo tomé bien en serio, y una vez no lo dije como cosa propia; pero lo cité a alguien que tenía la costumbre de decírmelo. Quizá también en esa actitud puede encerrase algo de humildad vanidosa.

Lo importante en el asunto me parece que no es lo que la gente pueda decirnos, sino nuestra reacción interior: el peligro puede estar en que nos acostumbremos a un halago que sólo le corresponde al Señor.

Hay distintos tipos de agradecimiento después de la predicación. Por regla general los que vienen a decirnos: «Lo felicito», no son los creyentes de vida más profunda, no lo hacen por una impresión espiritual, sino simplemente humana. Hay que estar muy en guardia por despertar tales sentimientos.

En cambio hay otros hermanos que se han sentido bendecidos por el mensaje y, agradecidos, no quieren dejar de expresarlo. Lo hacen casi instintivamente y con mucha sinceridad, y se nota. Uno nos dirá al darnos la mano: «Gracias, pastor». Y nada más. Otro, en cambio, lo hará a la inversa: «Dios le bendiga». Y aun otro nos apretará de manera distinta la mano o aun nos estrechará con ambas manos en silencio. Quizá es el más significativo lenguaje. Hay recato y agradecimiento. Hay humilde prudencia y expresión de haber sido bendecido. Eso hace bien al alma.

Como siervos del Dios alto, y con la convicción de que es Dios quien nos ha dado el mensaje, siempre me ha resultado doloroso que el pastor o su esposa comenten después de la reunión, en forma poco seria —salvo que lo hagan para expresar alguna bendición- los términos del mensaje. Debe haber un «no sé qué» de íntimo y reservado en el asunto.

Tú mismo estarás en condiciones de ser, a la luz de la experiencia de la predicación hecha, el crítico de la misma: ¡y debes tratar de serlo muy severamente!, teniendo en cuenta el efecto espiritual conseguido: la conversión, o no, de almas, etc.

Una retirada a tiempo al final del culto es siempre prudente. Algunos querrán arrastrarte hasta la calle, a la acera, y tratar contigo, o tu esposa, cosas profanas. Evítalo: ni cuentas, ni vestidos, ni modas, ni paseos, después del culto, especialmente en el día del Señor. Si puedes, saluda al último, quédate con el último que desee hablarte: ¡y hasta la próxima!

Muchas veces aparecerá alguien que desea hablarte después del culto, pidiéndote una entrevista para exponerte sus problemas. Algunas veces será un creyente, o muchas veces una persona nueva que es la primera vez que asiste. De manera particular en este caso, nunca trates de evitarlo. Por cansado que esté el siervo de Dios no debe negarse a escuchar a un alma que busca la verdad. Quizá esa conversación valga por ciento y un sermón. ¿Recuerdas al Señor, cuando estaba «cansado del camino», junto al pozo de Jacob, con cuánta paciencia e interés habló con la samaritana? ¡Y qué grande obra hizo!

Vuelves a tu hogar, y naturalmente no tendrás, salvo que estés enfermo, deseo de acostarte en seguida, si se trata de un culto nocturno. Ni quizá sea conveniente. Necesitas un poco de calma y aun de conversación lenta y tranquila: hay que relajarse.

Una vez me preguntó un hermano de otra iglesia donde solía ir a predicar de vez en cuando: «¿Usted termina muy cansado cuando predica?» No se me había ocurrido pensarlo, pero luego de un momento debí confesarle: «Sí, la mayor parte de las veces, bastante cansado». Me dijo que le parecía que debía ser así por lo que daba de mí mismo. Perdóname que te diga esto; pero si no te lo digo a ti, ¿a quién abriría mi corazón sobre estas cosas?

Tú también algunas veces estarás cansado cuando lo hayas dado todo. Cuando el corazón y el alma se va detrás de nuestra palabra y el anhelo de salvar un alma arde en el corazón; cuando llegamos a sentir algo de la angustia del Señor por redimir al pecador «cumpliendo así lo que falta a los sufrimientos de Cristo» (misterio profundo del ministerio cristiano), es inevitable cansarse. Es Cristo quien lo hace y es Cristo quien lo da; pero si él realmente nos está utilizando como instrumentos suyos, yo no veo cómo se puede dar descanso a nadie, consuelo, vida, sin perder algo de nosotros, de nuestra propia vida. Todo alumbramiento es doloroso salvo que —a la moderna— sea con anestésico, cosa que nunca le desearía a un ministro de Cristo, pues debe estar dispuesto, como el Apóstol, a «estar otra vez de parto» con todo lo que ello significa conscientemente de angustia de amor. ¡No conozco mayor gozo que el alumbramiento de un alma, por más trabajo y cansancio y desgaste que haya causado a nuestra propia alma!

Quizá en algunas épocas de mayor desgaste te hará bien una breve caminata antes de dormir. Un médico cristiano me dio ese consejo hace muchos años, en ocasión de estar muy agotado: caminar lentamente durante media hora, despacio y con tranquilidad. Lo hice durante algunos meses y me hizo mucho bien. Una lectura fácil, aun en la cama, facilita el relajamiento después de la tensión del día domingo. ¡Y buenas noches sean, con Dios a nuestro lado!

El Pastor Evangélico, 1957

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