«Enséñanos a contar nuestros días, y traeremos al corazón sabiduría.»
Salmo 90:12
Nosotros contamos nuestra vida aquí en la tierra, por años; pero en el cielo debe llevarse otra cuenta distinta porque dice la Escritura que «un día delante del Señor es como mil años, y mil años son como un día.»
Esta idea debiera inducirnos a considerar la importancia y el valor del tiempo de nuestra vida no por períodos anuales, ni por meses, ni por semanas, sino por días. Así debe haberlo juzgado Moisés, el autor de nuestro texto, al hacer esta ferviente petición a Dios: «Enséñanos a contar, nuestros días. No nuestros años, ni nuestros meses, sino nuestros días. Jacob numeró su vida por días, diciendo: «Pocos y malos han sido los días de mis padres.» David hace referencia a las bendiciones que Dios derrama sobre sus hijos, y no las cuenta por años, sino por días, cuando dice: «Bendito el Señor, que cada día nos colma de mercedes.» El Señor Jesús dijo: «No os afanéis por el mañana; porque el mañana traerá consigo su congoja. Bástale al día su propio mal.» Y también está escrito: «Como tus días será tu fortaleza.» Nuestra vida comenzó en un día y va a acabar en otro el cual no nos es dado conocer para que consideremos uno por uno como si fuera el último. El consejo de San Agustín es que trabajemos como si fuésemos a vivir siempre y que vivamos como si hubiéramos de morir mañana.
Como un libro
Moisés, acostumbrado a escribir, compara la vida humana con un libro, cuando dice en este mismo Salmo: «Todos nuestros días declinan a causa de tu ira: acabamos nuestros años como la palabra.» Los segundos son las letras en la composición de nuestra existencia. Los minutos, las palabras. Las horas son las frases, Los días, los párrafos. Las semanas, las páginas. Los meses los capítulos. Y los años, los libros. Así pues, al finalizar el año de 1917 todos nosotros, sin excepción, hemos terminado un tomo más en la serie de obras de la vida. El hombre de veinte años lleva escritos otros tantos volúmenes, y otros llevan treinta, y cuarenta, y cincuenta, y sesenta, ¡y hasta setenta! Y los viejos que pasan de esa edad abarcan toda una biblioteca y la cadena de sus años representa una variadísima enciclopedia. Considerada así la vida es una obra voluminosa, editada por entregas, y que jamás llega a completarse. Porque al llegar a la conclusión de nuestros días sobre la tierra hemos escrito solamente el prólogo, y lo mejor queda aún por escribirse, se continuará en la vida eterna.
Y ese prólogo ¡qué variado y qué terrible! ¡qué corto a veces, y a veces qué largo! ¡qué feliz a ocasiones, y en otras qué trágico! Contiene palabras de fuego, y palabras de calma; frases de gozo, y frases de tormento y de dolor; párrafos de adversidades, y párrafos de incomparable dicha; páginas de dulzura, y páginas de amargor; capítulos de caída, de culpa, de vergüenza, de pecado, de debilidad y de derrota, y capítulos de arrepentimiento, de perdón y paz. Y cada libro ¡qué lleno de bruscos cambios, de espantosas luchas, de cantos y de ayes, de risas y de lágrimas, de alegrías y de tristezas, de amor y de odio, de olvidos y recuerdos, de esperanzas y desengaños, de salud y enfermedades, de hambre y de miseria, y de consuelo y gloria! Porque vivimos rodeados de contrastes y nosotros mismos somos el medio entre los extremos. Nos hallamos entre el día y la noche, entre el bien y el mal, en la vigilia y el sueño, entre la vida y la muerte. Estamos entre el pasado y el porvenir. Y a nuestro derredor vemos lo blanco y lo negro, la virtud y el vicio, al viejo y al niño, la calma y el ruido, lo grande y lo pequeño, al sabio y al necio, la tierra y el cielo, la mentira y la verdad. Y en medio de estas violentas transiciones y de estas fuerzas que luchan y se despedazan como dos tormentas que se empujan furiosas la una contra la otra, nos encontramos nosotros en tanto que se escribe con signos inalterables nuestro destino eterno. La vida es lo que nosotros hagamos de ella: es una feliz introducción para pasar a la eternidad de la gloria, o una introducción desgraciada para entrar a la ruina del eterno tormento. Feliz mil veces para el creyente que confía en Cristo, y que ha hallado refugio en la gracia soberana de Dios. Y mil veces miserable para el infiel, para el impío, que rechazando esa gracia y desoyendo la voz de la misericordia divina, avanza sin fe, ¡y vive sin Dios y sin esperanza en el mundo!
Los siglos
Cada siglo tiene su historia. El primero es el siglo de Cristo y de la fundación del cristianismo. Siglo de persecuciones y siglo de triunfos. El siglo de Nerón y de Domiciano, y el siglo de los apóstoles. El segundo, es el siglo de los emperadores buenos, de Antonino y de Marco Aurelio. El tercero, el siglo de Clemente, de Orígenes y Cipriano. El cuarto, el siglo de las herejías y del papado y época en que figuraron el noble Ambrosio y San Agustín. El quinto, el siglo de Jerónimo y Crisóstomo, y el siglo de la caída del imperio romano. El sexto, el siglo de Gregorio el Mayor, de los francos, los lombardos y los ostrogodos. El séptimo, el siglo de los monjes y de las conquistas musulmanas. El octavo, el siglo de las guerras de los papas y sus luchas por el dominio temporal. El noveno, el siglo de Carlomagno. El décimo, el siglo de las tinieblas, de feudalismo, de hambre y muerte. El once, y el doce, los siglos de las Cruzadas. El trece, el siglo de las albigenses, y de la Magna Carta. El catorce, el siglo de la literatura, y de la verdad religiosa, el siglo de Dante, de Petrarca y de Wiclifo. El quince, el siglo de Juan Huss, de la invención de la imprenta, del descubrimiento de América y de Juana de Arco. El dieciséis, el siglo glorioso de la Reformación, el siglo de Lutero, Calvino, Melanchton, Knox y Savonarola. El diecisiete, el siglo de las victorias protestantes, y del puritanismo, el siglo de rebelión en Inglaterra y siglo de Richelieu en Francia. El dieciocho, el siglo de las ondas conmociones políticas, siglo de emancipaciones, siglo de repúblicas en América y en el mundo, y siglo de las misiones evangélicas. El diecinueve, el siglo de los inventos, de la ciencia, del tráfico mundial, de las máquinas, y de la electricidad. El veinte, el siglo de la guerra, de la sangre y el lodo. En que la acepción de las palabras más notables está alterada. En que se desprecia la justicia, el orden y la tranquilidad, y en que se atropella impunemente, al parecer, al derecho de gentes, y la soberanía de los pueblos. En que los hombres reducen su afán y consagran sus energías en la prosecución del dinero y del placer, en tanto que la guerra arma a treinta y ocho millones de soldados que se acometen y se despedazan con furia. Siglo de vergüenza y de atraso, en el que evoca con entusiasmo la patria, el amor, la caridad, y la paz, ¡se pone en el más penoso ridículo!
Años y meses
Cada año tiene su historia que resultaría interminable si se quisiese escribir. El 93 en Francia, el 76 en los Estados Unidos, el año del hambre en Irlanda, el año de Corbie, años de abundancia, años de miseria, años de turbulencia, años marcados por algún evento maravilloso, y años de luto, de vergüenza, de oprobio y de salvajismo.
Cada mes tiene su historia. En Enero nacen Cicerón, Edmundo Burke, Herschell, Lineo, Edmundo Halley, Mozart, y Federico el Grande; y mueren, Galileo, Catalina de Médicis, Jorge Fox, Carlomagno y Enrique Octavo.
En Febrero nacen Carlos Dickens, Melanchton, Washington, Longfellow y Carlos Quinto; y mueren, Benvenuto Cellini, Miguel Ángel, y el duque de Guisa.
En Marzo nacen Juárez, Bach, Laplace, Haydn y Descartes; y mueren, Beethoven, Livingstone, Newton, Goehte, Jonathan Edwards y Juan Wesley.
En Abril nacen Irving y Kant, y mueren Séneca, Diógenes, Alejandro el Grande, Magallanes, Shakespeare y Roberto Raikes.
En Mayo nacen el Dante, Felipe Segundo, el duque de Wellington y Durero; y mueren Colón, Savonarola, Calvino, Zinzendorf y Schiller.
En Junio nacen Sócrates, Diego Velázquez, Blas Pascal, Rubens, Henry Ward Beecher y la emperatriz Josefina; y mueren Mahoma, Nerón, Ariosto y Jerónimo de Praga.
En Julio nacen Isaac Watts, La Fontaine, y Juan Newton; y mueren Loyola, Iturbide, Marat, Carlota Corday, Roberto Burns, Wilberforce, Benito Juárez, y Don Miguel Hidalgo.
En Agosto nacen Calígula, Carey, Locke, Walter Scott y Napoleón; y mueren trece papas romanos, y Lope de Vega, Balzac, San Agustín, Bunyan, y Guillermo Wallace el Guillermo Tell de Escocia.
En Septiembre nacen Píndaro, Ariosto, Humboldt, Bossuet y Nelson; y mueren Oliverio Cromwell y Jorge Whitfield.
En Octubre nacen Cervantes, Fernando VII, Erasmo, y Carlos Martel el vencedor de los sarracenos; y mueren, Aristóteles, Zwinglio, Chopin, Barclay y Juan Ziska.
En Noviembre nacen Mahoma, Benvenuto Celini, Martín Lutero y Ricardo Baxter; y mueren Milton y Alejandro Cruden el Corrector.
Y en Diciembre nacen JESÚS, Gustavo Adolfo de Suecia, Képler, y Carlos Wesley; y mueren, Vasco de Gama, Tomás Bócket y Macaulay.
Semanas y días
Cada semana tiene su historia. Desde la semana profética, y la semana de semanas, hasta la Semana Mayor.
Pero de todas las medidas de tiempo que tienen historia, ninguna es de más interés que la de los días.
La historia del día primero del año que despierta un sin número de planes y de resoluciones de enmienda en el pecho de cada individuo sensible, y la historia del día segundo en que empiezan a quebrantarse esos buenos propósitos y a desvanecerse esos débiles planes forjados en un momento de excitación pero sin estar sostenidos por un deseo sincero de recibir la ayuda que sólo de Dios viene.
La historia del día de la matanza de San Bartolomé. La historia del 16 de septiembre, para nosotros. La historia del 14 de julio para los franceses. Del 2 de mayo para los españoles. Del 4 de julio para los americanos.
La historia del día de nuestra conversión a Dios. El día de nuestro bautismo.
El día en que nos fue contestada la primera oración. El día en que fuimos librados de la carga del pecado. La historia del día en que murió nuestra madre querida. O nuestro hijo querido. Cada día de esos que llevan una marca honda, y una historia que se escribió en nuestro corazón con señales imborrables, es un día de la vida, y un día cuya memoria nos acompañará hasta después de la muerte. Días buenos y noches buenas, y días malos y noches malas. Porque el día malo nunca tuvo una buena noche, ni el día bueno una noche mala. Día de ayuno y de tristeza, víspera de día de fiesta. Días que valen por dos, y hasta por tres. Días de corta duración y de mucho trabajo. Días que traen y días que se llevan lo traído. Días y días. Porque de días se compone la vida. Algunos hombres son infelices porque no viven al día; sino que se pasan el tiempo llorando por el pasado y suspirando por el porvenir. Y dejan escapar el presente con toda su corte de gloriosas e inmejorables oportunidades. Otros convierten el día en noche y la noche en día. Así contradicen la ley de orden que Dios impuso formando el día para trabajar y la noche para descansar; y se oponen a la máxima cristiana que nos recomienda dedicar ocho horas al sueño, ocho al trabajo, ocho al mundo, y todas al cielo.
Es tan difícil saber vivir bien, y ser sabios para aprovechar los días, que Moisés, en nuestro texto, hace esta ferviente petición a Dios: «Enséñanos a contar nuestros días, y traeremos al corazón sabiduría.» Y no olvidéis que Moisés era un sabio y grande hombre. Estaba bien instruido en toda la sabiduría de los egipcios. Estudió en sus instituciones las ciencias exactas, las artes y las letras que ellos cultivaban y monopolizaban en el mundo de su época. Pero aunque sabio, ambicionaba vivir bien, y por serlo, conocía que esto solo se aprende de Dios mismo, y por eso le rogaba: «Enséñanos.»
Los hombres pueden enseñarnos en su sabiduría, pero hay muchas cosas que no podremos aprender sino en la escuela de Cristo. La ciencia de los hombres nos hace hinchados y vanidosos; pero la sabiduría de Dios, la que pedía para sí Moisés, es la sabiduría que desciende de arriba, y la cual «es primeramente pura, después pacífica, amable, condescendiente, llena de misericordia y de buenos frutos, imparcial y sin fingimiento.»
En las palabras del texto no se trata de los días del pasado, sino de los días que van corriendo entretanto que se dice «hoy.» La aritmética no puede ayudamos a contar nuestros días sino de una manera imperfecta. Supón, querido lector, que tienes treinta o cuarenta años de edad. Bien; pues multiplícalos por 365 días que tiene el año, y el total será la suma de tus días. Eso es claro y sencillo. Pero hay algo que falta en tu cuenta, y es esto: ¿Puedes contar los días que te faltan sobre la tierra? ¿Puedes estar seguro de que vivirás mañana?
Has hecho tu cuenta no más hasta hoy. O hasta ayer. ¿Puedes añadir a tu existencia un día más? ¡No! ¿Sabes si tendrás fuerzas para soportar las pruebas que traerá el día? ¿Tienes la paz de Cristo en tu alma para resistir serenamente los golpes arteros del maligno sin darte por vencido? ¿Tienes valor para afrontar las tremendas responsabilidades de cada día? ¿Y tienes la sabiduría que sólo de Dios viene, y la que pide Moisés en el texto, para gobernar tu corazón y para ser más fiel en el servicio que debes a tu familia, a tus semejantes, a la iglesia y a Dios? ¿Te hayas dispuesto a luchar contigo mismo para vencer tus propias inclinaciones, para corregirte, para elevarte, para aprender de Dios y para ser digno esposo, padre, hijo, amigo y ciudadano, o si eres mujer, para cumplir con las distintas y grandiosas obligaciones que te impone tu sexo siendo esposa fiel, hija obediente, hermana tierna, madre amorosa y amiga sincera y prudente?
En las páginas de la Escritura siempre se da importancia al tiempo presente. Es el único que tenemos a nuestra disposición. El pasado ya no es nuestro. Nunca volveremos a tener una mañana, ni una tarde, ni una hora, ni un segundo del año que ya pasó. Ni tenemos que contar con el futuro porque todavía no nos pertenece. El día de hoy es el nuestro. Una hora de este día vale por diez de mañana. Lo que hoy es fuego mañana será ceniza. Mañana nadie lo ha visto. Puede que el sol de mañana nunca salga para ti.
En todo el mundo mueren cien mil personas por día. Diez cada segundo. La muerte es la seguidora inseparable que nos acompaña en el camino de la vida. Es nuestra vecina más cercana, con ella nos levantamos por la mañana, y bajo su bandera nos acostamos por la noche. Por lo tanto, antes de añadir un día más en nuestra vida, esperemos a que pase, y sólo estaremos seguros de contar un día más, hasta después de oír que el reloj dio las doce de la noche.
«Vivamos como sabios y no como necios; redimiendo el tiempo porque los días son malos.» «La noche está muy avanzada, el día se acerca; desechemos pues las obras de las tinieblas y vistámonos las armas de la luz. Andemos como de día, decorosamente; no en orgías y borracheras, no en lujurias y disoluciones, no en pendencias y envidias; mas vestíos del Señor Jesucristo y no proveáis para las concupiscencias de la carne.»
Vale más un día de la vida de un sabio que toda la vida de un necio. El sabio es grande cada día, y cada hora, y es sabio en las cosas pequeñas; y el necio es pequeño en las cosas más grandes. Un sabio puede hacer mucho bien en un día; un necio puede vivir inútilmente todos los días de su vida, y causar con ellos inmenso mal.
Solo se quejan de la brevedad de la vida los que llegan a la muerte sin haber aprendido a vivir bien. Pero aquellos que llevan una vida pura y fiel, humilde y pacífica, transparente y luminosa, sujeta a Cristo en todo, llena de amor hacia Dios y de amor hacia el prójimo, esos bajarán al sepulcro con pleno contentamiento aunque no hayan pasado más allá de los linderos de la juventud.
Vivamos los días uno por uno. Y vivamos con cuidado, porque los días son cortos. Hay más tiempo que vida. El día es como una escalera de veinticuatro escalones y cada vez que pisamos uno nuevo el que ha pasado pasó para siempre. Cada día que pasa, pasa para siempre. Y con él se van las oportunidades que jamás han de volver. Y así vamos ascendiendo continuamente por esta inmensa escalera de horas, y encaminándonos paso a paso hacia la eternidad. Eternidad feliz para el creyente qué confía en Cristo, y que ha hallado refugio en la gracia soberana de Dios; ¡y mil veces miserable para el impío, para el incrédulo, que rechazando las invitaciones de esa gracia, y desoyendo la dulce voz de la misericordia divina, avanza sin fe, y vive sin Dios y sin esperanza en el mundo!
Es muy común oír a todos decir al terminar un año: «Ya cuento un año más, o ha pasado otro año más en nuestra vida …» Pero en justicia debería decirse un año menos. Porque en realidad de verdad cada año que pasa es un año menos en nuestra existencia aquí sobre la tierra … un año menos entre nosotros y Dios, tiempo menos que nos falta para encontrarnos en la presencia eterna del Señor.
El año nuevo está delante de nosotros. Comencémoslo bien y pidamos fervientemente a Dios que nos enseñe a contar nuestros días para traer al corazón sabiduría. Que viva cada uno de nosotros con más rectitud, con más sencillez, con más pureza, con más contentamiento, con más juicio y prudencia, y con más temor de Dios.
Amado lector, te deseo un feliz año nuevo; un año de más íntima comunión con Cristo, y un año de verdadera consagración a tu Señor, Maestro, Salvador y Rey.
El Faro, 1917