«No me ruegues que te deje y me aparte de ti: porque donde quiera que tu fueres, iré yo; y donde quiera que vivieres, viviré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios. Donde tú murieres, moriré y allí seré sepultada» Rut 1:16, 17
El hambre vino como azote a la tierra de Canaán. Elimelec acompañado de su mujer y sus dos hijos emigraron de la tierra de Belén y llegando a los campos de Moab entraron allí.
La historia breve de esta familia ocupa todas las páginas del libro de Rut que es un libro encantador. No relata milagros ni leyes, ni guerras ni victorias, ni golpes de estado ni revoluciones, sino sólo el sufrimiento primero y después la consolación de Noemí; y primero la conversión y después la preferencia y decisión de Rut.
Es un libro que atrae por su belleza y sencillez.
Nos enseña los caminos de la Providencia Divina. Nos conduce a Cristo el que desciende de la línea de David teniendo por antecesora a Rut. Se refieren de una manera llena de encanto los padecimientos de Noemí y Rut quienes sufren con profunda resignación, y en medio de las pruebas revelan una industria admirable y una humildad eminentísima.
Una vez establecidos en Moab, el círculo doméstico se disminuyó con la muerte de Elimelec y más luego se aumenta con el casamiento de sus hijos Mahlón y Quelión. Orfa y Rut son las nueras de Noemí. Ahora la familia se compone de tres mujeres y dos hombres.
Noemí, la madre, es una mujer noble y buena, ferviente y temerosa de Dios. Su nombre significa «hermosura». Logra ganarse el afecto de sus nueras y estas la colman de atenciones y cuidados. En breve tiempo las hijas enviudan también. Y solo quedan en el hogar tres mujeres. Las tres son pobres y viudas. Orfa y Rut podían haberse alejado de su suegra yendo a ampararse en la casa de sus padres para gozar de la tranquilidad y abundancia en el seno de sus familias; pero el amor, que es más fuerte que la muerte, ha ligado aquellos tres corazones con lazos de dolor y parece que nada ni nadie las puede separar.
Noemí recibe informes de que el hambre ha pasado ya en su tierra y resuelve volverse a Belén. Sus dos nueras se levantaron para acompañarla. Ella, después de diez años de hallarse ausente de su patria, siente en su corazón el ardiente deseo de volverse a los suyos. Desde su viudez ha sentido más hondo dolor al verse tan lejos de su pueblo. Cuenta las horas como días y los meses como años. La ausencia de diez años le parece de diez siglos. Toma una determinación firme y se decide a partir.
Después de haber andado buen trecho del camino se detiene para despedir a sus nueras y las insta a volverse a la casa de «sus madres». Les expresa su gratitud por su cariño, las alaba por el cuidado que tuvieron de ella y por el amor con que amaron a sus esposos; les habla de su dicha en poder volver al seno de sus familias para gozar de las caricias de sus madres, las encomienda al cuidado de Dios y de su misericordia, y las besa para sellar así su dulce amistad. Aunque ellas retenían sus ídolos y Noemí su Dios, esto no impidió que se amasen con creciente afecto de la una para la otra.
Las nueras se oponen a la separación. Se resisten con firmeza. Quieren continuar el camino con ella. Noemí insiste. Les dice que ellas tienen un hogar feliz donde refugiarse y que ella camina sin saber qué esconde el porvenir. Orfa se persuade, besa a su suegra y se vuelve a Moab. Rut se queda. Noemí sigue luchando con Rut. Le señala a Orfa qua ha vuelto las espaldas y emprendido su regreso. Y le insta para que la siga.
Aquí llega para Rut el momento supremo de la decisión. Noemí con el más noble desinterés le ha explicado las penurias que amenazan su vida en el futuro, le ha pintado con los colores más vivos la conveniencia de quedarse en su propia tierra en donde puede hallar quizá otro marido, y con toda dulzura le constriñe a separarse de ella.
Rut toma una resolución extraña. Sus palabras son una joya de la literatura. Respondió:
«No me ruegues que te deje y me aparte de ti: porque dondequiera que tú fueres, iré yo; y donde quiera que viviereis, viviré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios. Donde tú murieres, moriré yo, y allí seré sepultada: así me haga Jehová, y así me dé, que sólo la muerte hará separación entre mí y ti».
Los caldeos lo parafrasean así:
— Rut: No me ruegues que te deje porque yo quiero ser de tu pueblo.
— Noemí: Nosotros tenemos que guardar los sábados y no podemos caminar en ese día sino dos mil codos que es «camino de un sábado».
Rut: Yo iré donde quiera que tú vayas.
Noemí: Se nos ha mandado no andar ni quedarnos con los gentiles.
Rut: Yo moraré en donde tú morares.
Noemí: Tenemos que guardar 613 preceptos de la ley.
Rut: Lo que tu pueblo guarde lo guardaré yo.
Noemí: Tenemos prohibido adorar dioses extraños.
Rut: Tu Dios será mi Dios.
Noemí: Tenemos cuatro clases de muerte para los que delinquen: apedreados, estrangulados, quemados y pasados a cuchillo.
Rut: Donde tú murieres, moriré yo.
Noemí: Tenemos casas de sepulcro.
Rut: Y en ellas quiero yo ser sepultada.
Su decisión era inquebrantable. Si hubiera imitado a Orfa, su cuñada, la memoria de Rut se habría perdido para siempre. Pero su resolución vino a unirla a la familia de Cristo mismo y a presentarla como un ejemplo elocuente de una mujer que abraza la fe de Dios renunciando a las costumbres y devociones de los paganos. En el libro de los Jueces vemos a Israel haciéndose pagano por sus pecados contra Dios; en Rut vemos a una pagana que por su fe, su amor, su adhesión a la justicia de Dios y su firme decisión, se convierte en una sincera, pura y verdadera israelita. Esta es una historia de amor y aparte de eso es una historia de religión. Orfa se convence fácilmente y se vuelve a su casa. Pero Rut se rinde incondicionalmente al Dios de su suegra y su determinación es final y completa. Deja su casa, sus amigos, su patria, su religión y todo, por adoptarla ciudadanía de Israel y porvenir a ampararse «bajo las alas de Dios».
Rut es una heroína. Sus palabras son una declaración decisiva y perfecta de su amor. Constituyen un pacto de amistad lleno de la más firme voluntad y sin rival en los anales del mundo. Ilustran el poder y las posibilidades de que es capaz el corazón humano. Son el eco de la extraña adhesión de un afecto verdadero y profundo. Muchos siglos más tarde oímos a Pablo diciendo también que está pronto a morir en Jerusalén y a entregar su vida por Cristo. Las palabras de él vibran con la misma fuerza que las palabras de Rut. Ambas declaraciones son dictadas por el mismo afecto. ¡Dios ha puesto en el corazón humano esa admirable expresión de apego, ese sentimiento purísimo que nace del amor hacia lo bueno y lo santo!
Muchas veces he meditado en la historia de Rut y he leído con deleite las cuatro páginas de su libro. El primer capítulo comprende la decisión de Rut, y su fe, esperanza y amor en Dios. El segundo, sus trabajos. El tercero, su descanso. El último, su recompensa. Y en el último término de mis meditaciones, me pregunto ¿tienen las mujeres más disposición para la religión que los hombres? ¿Son ellas más aptas para amar a Dios? ¿Son más inteligentes para obedecerle y para servirle? ¿Son más dóciles? ¿Son menos rebeldes y mejor dispuestas para recibir la palabra de Dios?
Un hombre dijo en cierta vez, en son de burla, que siempre había en las iglesias más mujeres que hombres. Y una mujer le contestó: «Sí; y en las cárceles hay más hombres que mujeres».
No parece sino que la mujer está dotada de una alma más sensible, y se halla mejor preparada para abrigar en su corazón todos esos dulces encantos que encierra la religión cristiana. María sentada a los pies de Jesús ha sido siempre el tema inagotable en que se inspiran los ministros para exponer la devoción, la fe y el interés que anidan en el pecho de la mujer cristiana. Lidia convertida por la atención con que oyó el evangelio predicado por Pablo es un ejemplo elocuente y fecundo de las mujeres que creen y aman. La mujer fue la última en la cruz, y la primera en el sepulcro que acude a buscar al Señor resucitado. Y la primera que lleva las noticias a los discípulos.
Las mujeres siguen a Cristo y lloran en pos de él cuando va a ser crucificado. Ellas le sirven y le asisten de sus haberes.
Una mujer le unge con ungüento de nardo de mucho precio y enjuga sus pies con sus cabellos.
Ellas vienen a él trayendo a los niños para que él los bendiga.
Una mujer lo sorprende y lo vence con su fe, y esa, es una gentílica.
Otra mujer se acerca para tocar el borde de su manto, y establece así un hecho histórico de fe que no tiene precedente.
Los hombres le molestaron siempre con preguntas necias y le proponen cuestiones para hacerle caer en el enredo de palabras y de redes de maldad. Pero no se sabe de ninguna mujer que haya hecho tal cosa.
Ellas no le molestaron ni tomaron parte en esas cuestiones enojosas con que Cristo era provocado por los hombres.
Una congregación de niños sería una compañía celestial. Ellos hace tan poco que han venido de Dios que si se reuniesen a formar una congregación representarían una iglesia de inocentes.
Una compuesta de hombres exigiría del pastor un trabajo activo y enérgico. Ellos representan el elemento más fuerte de oposición y de dureza. Son más deliberadamente inclinados al mal. Los sermones para ellos habrían de tener un tono parecido a las denunciaciones de Jeremías o las advertencias del Bautista y de Cristo mismo cuando hablaba a los fariseos.
Una congregación compuesta exclusivamente de mujeres sería un cuerpo piadoso, sensible, reverente y cerca no a la santidad. El instinto de la mujer es altamente moral y religioso. Sus sentimientos están a un paso de la perfección y mezclados a la más bella pureza y candor.
Pero la congregación mixta formada de hombres, mujeres y niños, es la congregación más regular y perfecta. Allí están los niños para suavizarla con su encantadora presencia. Para animarla con sus rostros dulces y con sus voces angelicales. Allí están los hombres para impulsarla con su carácter fuerte y con el poder de sus facultades y sus propiedades que la mujer no le puede disputar. ¡Y allí están las mujeres con su gracia, con su devoción, con el encanto de su personalidad para inspirar con su ejemplo, con su constancia y con la firmeza y adhesión de su fe inquebrantable y pura!
Rut es un ejemplo y una inspiración para todas las mujeres de la tierra. Se desprendió de todo lo que era querido para ella, de los afectos tiernos del hogar, y de su pueblo, y de su raza, y declaró con la más firme voluntad: «Tu Dios será mi Dios!» De allí proviene ese nimbo de grandeza y de distinción que adornan a su persona y que la han hecho inmortal en la memoria de todas las generaciones. Booz la saludó con estas palabras: «Se me ha declarado todo lo que tú has hecho con tu suegra después de la muerte de tu marido, y que dejando a tu padre y a tu madre y la tierra donde naciste, has venido a pueblo que no conociste antes. El Señor galardone tu obra y tu remuneración sea llena por Jehová Dios de Israel, que has venido para cubrirte debajo de sus alas».
El ejemplo de Rut ejerce una influencia que es imposible medir, o siquiera calcular. Su historia llena de suavidad y de dulzura es un tema fecundo para la poesía, para la pintura, para la música; y los detalles de su vida llenan de encanto por igual a los hombres, a las mujeres y a los niños. La mujer ejerce un dominio tremendo en la sociedad, en el hogar, en la iglesia y en el mundo. Ellas son la poesía de la tierra. Y esto es estrictamente cierto hablando de la mujer cristiana. Porque una mujer buena construye, pero una insensata derriba y arruina. Las mujeres forman el carácter de sus hijos. La madre de Walter Scott era una mujer superior, de refinada educación y cultura. Pero la de Lord Byron era orgullosa y violenta. La de Napoleón era hermosa y enérgica. La madre da Washington, era piadosa, pura y verdadera. La de Wesley era inteligente y hábil. La madre de Nerón era criminal.
Los hijos reflejan invariablemente las cualidades que han adornado a sus madres, o son los reproductores de sus defectos y debilidades más prominentes.
El pobre Voltaire y Mirabeau revelan en su vida la aridez y la frialdad moral del corazón de sus madres. En cambio Lincoln dice: «Debo a mi madre todo lo que soy». Rafael es el fruto del amor incomparable de su madre Magia que lo guía y lo educa mejor que cien maestros y lo inicia en los templos maravillosos del arte.
¡Oh! ¡Que la mujer mexicana llegue a comprender sus grandiosas posibilidades y se ponga a la altura de ellas formando una decisión heroica como la decisión de Rut! Si las madres se amparan «debajo de las alas de Dios» sus hijos serán distinguidos y eminentes en los dominios del bien como lo fue David el descendiente de Rut la moabita.
Mientras las mujeres de nuestra raza estén sujetas a la humillante fuerza de Roma y se entreguen en cuerpo y alma a las absurdas devociones del paganismo moderno del papa y de los sacerdotes que lo representan en México, no hay esperanza para la patria. La mujer que se confiesa con el cura ofende a Dios y ofende ella misma su propio honor y decoro. La mujer que cree en méritos de santos y amengua el poder y la gracia de Cristo mismo apartándose de él para refugiarse en el poder mezquino y miserable de los hombres, y de las imágenes, no es la mujer que ha de salvar a México ni la que le dará su influencia y el poder de sus encantos y de su carácter. Esa honra está reservada para la mujer cristiana, para la heroína que se levante llena de fe en Cristo y rompa con las tradiciones del pasado, con las amenazas de Roma, con las ligas del vergonzoso fanatismo, del intransigente cura, del degradante dominio del Papa, y diga llena de voluntad y de valor, como Rut: «Dios será mi Dios!» «Su pueblo será mi pueblo!» No dudamos que México sea ganado para Cristo. Así lo pedimos a Dios y lo esperamos de su gracia. Y no pedimos una cosa imposible ni esperamos un milagro. Es una cosa que se halla dentro de los límites de lo natural. Sólo se necesita que los hombres trabajemos con fidelidad en esta gran campaña, y que las mujeres cristianas hagan su parte que ellas y solo ellas pueden desempeñar con las cualidades que les son propias y con que Dios les ha dotado para formar el carácter de sus hijos y para elevar al mundo influyendo en la sociedad y en la familia.
El Faro, 1917 *Ruth en el artículo original ha sido cambiado a Rut.