I. Ciertamente, no hay para que decir que la conversión del pecador viene, en primer lugar, de la gracia de Dios y de su bondad divina; porque las palabras del apóstol Pablo a los Filipenses son terminantes: «Dice; porque Dios es el que nosotros obra así el querer como el hacer, por su buena voluntad». Y la razón de esto es muy sencilla, no sólo porque Jesucristo ha dicho, «sin mi nada podéis hacer», (Juan 15:5); sino porque el que está en pecado tiene su alma muerta para Dios; esto es, para la gracia santificante y para la salvación; y por consiguiente, un muerto no puede, naturalmente, resucitar, y sólo Dios puede hacerlo. Nuestra conversión, pues, y nuestra justificación vienen de Dios, y a él hemos de rogar que nos convierta y resucite a la vida de la gracia. Nosotros podemos morir en el espíritu sin Dios, pero no podemos convertirnos ni ser justificados sin el mismo Dios: y por eso dijo Jeremías: Lamentación 5:21: «conviértenos a vos, Señor, y nos convertiremos: renueva nuestros días como desde el principio».
¿Por qué moriréis?
II. Sentada esta verdad, decimos: Aunque nosotros seamos grandes pecadores, Dios quiere que nos convirtamos, o mejor dicho, desea ardientemente la conversión del pecador, según aquellas palabras del Maestro divino: «No he venido a llamar justos sino pecadores». Mateo 9:13. Es decir que Cristo quiere que todos nos convirtamos y nos salvemos, sin distinción de razas, judíos y gentiles y en una palabra todos los pecadores. Somos criaturas suyas, somos seres racionales, somos redimidos con su sangre divina y a todos dirige aquellas palabras de los Proverbios 23:26: «Dame, hijo mío, tu corazón: y en el profeta Ezequiel 30 y 3:11, dice: «Convertíos de vuestros malos caminos». Pues bien, siendo esto así, queriendo Dios nuestra conversión, mandándonos con tanto encarecimiento que nos convirtamos, llamándonos con tan dulce y amoroso acento para que lo realicemos, y siéndonos dicha conversión tan fácil, tan útil y tan necesaria, abrir interrogación porque, lectores míos, porque permanecemos en nuestros pecados y jamás acabamos de convertirnos entera y absolutamente?
¿Por qué moriréis?
III. Si en la conversión el alma resucita con la gracia, si sale del pecado y recobra la virtud, si comienza a vivir para Dios en vez de vivir para el diablo, si queda hermoseada con la gracia santificante y enriquecida con el amor divino, si recupera la amistad de Dios y el título de hija suya, si el Señor la levanta a honores divinos y a obra sobrehumanas, si la desprende de la tierra y la ofrece el cielo, si la saca del temor le da el amor con promesas infalibles, y eternas … ¿Por qué hemos de morir pudiendo convertirnos y vivir?
¿Por qué moriréis?
IV. ¡Oh! ¡Lectores, amigos y hermanos! Moriremos en el pecado porque queremos; somos desdichados porque no queremos ser felices, no nos convertimos por nuestra mala voluntad. Dios no nos convierte porque resistimos a sus gracias divinas, porque nos hacemos sordos cuando nos llama, porque le cerramos la puerta de nuestro corazón cuando él quiere entrar a convertirle. Dice el Señor en Apocalipsis 3:20: «He aquí que estoy a la puerta y llamo: si alguno oyere mi voz y me abriere su corazón, yo entraré en él y yo con él cenaré, y él conmigo». ¿Es posible que haya hombres que no se conviertan, que no quieran convertirse, que desprecien el llamamiento divino y que prefieran vivir en la muerte, pudiendo entrar en eterna vida feliz? ¿Será posible que haya también cristianos que se abstienen en rebelión como los judíos, que tengan ojos y no vean, oídos y no oigan y que se inclinen cada vez más hacia la tierra, despreciando o teniendo en nada los bienes del cielo? ¿Por qué moriréis, o casa de Israel?
Ya veis lectores amados
V. ¡Cuán necesaria y cuán importante es para los judíos y para todos los pecadores la conversión a Dios nuestro Señor! ¡Cuántas y cuán asombrosas maravillas obra en las almas de una conversión verdadera! Desde el momento mismo en que el pecador se convierte, Dios no se acuerda ya más de sus pecados, sino que le perdona, le ama, le adopta por hijo, le transforma, como aconteció al apóstol Pablo, quien dice de sí mismo que persiguió a la iglesia de Cristo, y que después quedó transformado en apóstol, y uno de los grandes apóstoles. Dios en Ezequiel no desechó a los judíos, antes les preguntaba con acento cariñoso y dice: ¿Por qué moriréis? Así Cristo no desecha a nadie sino que dice «venid», pues él no desecha por completo a ningún pecador, por grande que sea, sino que soporta, espera, calla, llama, torna a llamar, y de tal suerte, que sólo deja de ver a Dios y de oír su llamamiento divino aquel que voluntariamente se haga ciego y sordo, y diga: no quiero ver ni oír. ¡Qué desdicha para el que esto diga! Por el contrario, ¡cuán dichoso es el que se convierta! Dios mismo dijo por Isaías 35:4-6: «Decid a los de corazón apocado: confortados, no temáis: he aquí que vuestro Dios viene con venganza, con pago; el mismo Dios vendrá, Dios salvará. Entonces los ojos de los ciegos serán abiertos, y los oídos de los sordos se abrirán. Entonces el cojo saltará como un ciervo, y cantará la lengua del mudo: porque aguas serán cavadas en el desierto, y torrentes en la soledad».
Pues que realmente ciego, sordo, cojo y mudo es el pecador antes de su conversión, o sea antes que el agua de la gracia revive en el desierto de su alma.
¿Por qué moriréis?
Por último: Convirtámonos, pues, de todos nuestros pecados, defectos, y miserias, y confiados en la infinita misericordia de Dios acordémonos de las palabras de Ezequiel 18:21 al 28. Es decir, que tendrá paz y tranquilidad en esta vida, y después, en la otra, corona y gloria sempiterna. Amén.
P.D. Vielma
El Bautista, 1911