Invocación de los santos

“Uno de los mayores estímulos, como también uno de los más poderosos motivos de perseverar en la vía estrecha que conduce a la vida, que el cristiano puede tener, es el ejemplo que se ha dejado en el mundo por los santos de Dios, — por esa multitud innumerable que habiendo pasado al través de las tempestuosas olas de este mundo trabajoso, se hallan en salvo sobre las benditas playas del Canaán celestial, y están ahora gozando de aquel descanso que aguarda al pueblo de Dios”.

“Como los primeros de una grande expedición, o la vanguardia de un poderoso ejército, han ido delante de nosotros, y después de sacar de nuestro camino muchos obstáculos y piedras de tropiezo, han dejado un sendero de luz y de promesa para que nosotros caminemos en él, y para hacer que nuestra jornada se cumpla con tanto menos trabajo que lo que hubiera costado de otra manera”.

San Pablo, al hablar de la posición ocupada por los cristianos en el mundo, les llama “epístolas vivientes,” queriendo decir, que deben por sus vidas puras y por sus santos ejemplos hacerse notables entre los hombres de tal manera que tengan estos que “glorificar a nuestro Padre que está en los cielos”.

El conocimiento que poseemos acerca del efecto que ya ha tenido esta influencia en reformar los hábitos y en elevar la moralidad del mundo basta para mostrarnos la propiedad de esta semejanza, como también de otras muchas usadas en la enseñanza de Jesucristo, pues él ha dejado a sus creyentes en el mundo para ser los testigos de su poder salvador; — para ser “la sal de la tierra” y “la luz del mundo.”
Sin embargo aunque gustosamente admitimos todo esto y mucho más, que no tenemos lugar ahora para expresar, como debido a la influencia y a las enseñanzas de los santos, estamos obligados, en obsequio a la verdad, a mencionar los principales errores que cometen aquellos quienes rinden a algunos de los santos, el homenaje que es debido solo a Dios.

En primer lugar se nos manda expresamente, en muchas partes de las Sagradas Escrituras, que no adoremos a nadie sino a Dios, y la maldición del Todopoderoso se pronuncia en ellas contra los que ponen su confianza en el brazo de carne. El hacer así da a entender que preferimos la criatura al Creador, y que dudamos acerca de la voluntad o de la habilidad de Dios para darnos todo lo que necesitamos. Tenemos además, el ejemplo del mismo San Pablo, que no quería permitir que el pueblo le ofreciera sacrificios como quiso hacer en una de las ciudades que visitó, donde creían que él y su compañero fuesen dioses que habían bajado a la tierra, — como les exhortó encarecidamente que se convirtiesen de semejantes vanidades a la adoración del “Dios vivo que hizo el cielo y la tierra.”

Así también tenemos el ejemplo de San Pedro, quien no permitió a Cornelio que se postrase delante de él para adorarle, como quiso este hacer cuando se encontraron por primera vez. De igual modo vemos que cuando San Juan, a quien fueron revelados los misterios del Apocalipsis, tuvo la debilidad de postrarse a los pies del ser exaltado que le había hecho la revelación, este le dijo: “Mira que no lo hagas; porque yo soy consiervo tuyo, y de tus hermanos los profetas, y de los que guardan las palabras de este libro: adora a Dios!” Y finalmente tenemos las palabras del mismo Jesucristo, donde dice: “Adorarás al Señor tu Dios, y a él solo servirás.” De todo esto se desprende que por alta que sea nuestra admiración de las virtudes y caracteres de los santos, es un acto de impiedad tributarles cualquier homenaje parecido a aquel que debemos a Dios, nuestro Creador y nuestro único Salvador.

Se arguye muchas veces en extenuación de este error que no se invoca a los santos sino para que intercedan por nosotros ante el trono de la gracia celestial. Esto, sin embargo, encierra errores groseros y fatales, pues nos dice terminantemente San Juan, que “Si alguien pecare, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo, el justo,” quien es en verdad el único poseedor de méritos sobreabundantes, y por consiguiente el único en el cielo o en la tierra que puede cubrir nuestras faltas con méritos suyos propios. Ninguno de los santos, por perfectas que hayan sido sus vidas, pueden, o más bien podrían hacer esto, aunque fuera posible que escucharan y atendieran a nuestras peticiones, lo que no tenemos derecho de creer. La doctrina de la invocación de los santos es esencialmente una doctrina anti-cristiana. Es una de aquellas doctrinas de invención humana que se mencionan por nuestro Salvador, pues se opone directamente a todo el espíritu del cristianismo.

Esta enseña que Cristo solo es la propiciación por nuestros pecados; que su sacrificio de sí mismo en la cruz, presentó a su eterno Padre una oblación plena, completa y perfectamente satisfactoria por los pecados de todo el mundo.

Luego oímos exclamar a San Pablo, cual sí rechazaba todo mérito y toda confianza en sí mismo, “No quiera Dios que yo me gloríe sino en la cruz (queriendo decir el sacrificio) de nuestro Señor Jesucristo;” — y éste ha sido el testimonio y la enseñanza de los santos en todos los siglos. Nunca han profesado confianza alguna, sino en Cristo, y en él crucificado, y si estuviesen ellos con nosotros ahora, en la carne, como esperamos que lo están muchas veces en el espíritu, nos atrevemos a decir que todos de común acuerdo habrían de prorrumpir en la exclamación ¡No, a nosotros, no a nosotros! sino a tu nombre sean el honor y la gloria por los siglos de los siglos!”

Si deseamos pues, honrar su memoria, — si deseamos admirar e imitar a ellos como piedras hermosamente pulidas en ese glorioso edificio del cual es Jesús la preciosa piedra angular, hagámoslo como si ellos estuviesen aquí nos enseñarían a hacer, y aceptamos a Cristo como nuestro Salvador, nuestro único mediador, nuestro Señor y nuestro Dios. Y aunque hay, sin duda, millares de santos cuyos nombres nunca se han escrito en ningún libro, sino en el libro de la vida eterna, hay muchos otros cuyas vidas y experiencias podremos estudiar con sumo provecho. Entre los principales de estos podemos mencionar a San Pablo, cuyos infatigables trabajos de amor, que se extendieron por casi todo el mundo entonces conocido, y que aun durante su vida conquistaron más grandes cosas para la iglesia de Cristo, que lo hicieron jamás las victorias de César y de Alejandro para sus imperios; — a San Pedro, cuya asombrosa vida de celo y de heroísmo cristiano, a despecho de su notable pecado, ha hecho que su nombre sea amado y reverenciado por todo el mundo cristiano; — a San Esteban, que muriendo en la mañana de su ministerio, no hizo sino romper la marcha del más noble ejército que jamás derramó su sangre por la regeneración de la humanidad; — y finalmente a San Juan, ese anciano bueno, cariñoso y amable, que al expresar los sentimientos de su propio corazón no hacía sino declarar ante su amada congregación la justicia de la ley y de los profetas.

Demos, pues, mientras profundizamos sobre sus vidas gloriosas y sus muertes triunfantes, gloria y honor a Dios por los ejemplos y las ayudas a la fe que él nos ha proporcionado de ésta manera, y tratemos mediante la ayuda que él nos da de dejar nuestra marca, y de contribuir nuestro pequeño óbolo hacia el mayor mejoramiento de la condición del hombre en el mundo, y hacia el estímulo de los que nos han de seguir. De esta manera no habremos vivido en vano, y al último cuando hayan pasado los trabajos y los disgustos y los sinsabores de ésta vida podremos nosotros añadir nuestro tributo de alabanzas y de acción de gracias al poderoso cántico que de diez mil voces felices se eleva continuamente en alabanza de aquel que nos amó, nos lavó de nuestros pecados en su preciosísima sangre, y que siempre vive para interceder por nosotros.

El Evangelista, 1878

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