“Y subió Abraham por la mañana al lugar donde había estado delante de Jehová. Y miró hacia Sodoma y Gomorra, y hacia toda la tierra de aquella llanura miró; y he aquí que el humo subía de la tierra como el humo de un horno” (Gen. 19:27-28). Este era un lugar sagrado para él. Aquí el Señor se encontró con él, y aquí él intercedió por los justos en Sodoma. Ahora desde este lugar santo contempla el juicio de Dios. Esas columnas de humo que encadenan llamas declaran el cumplimiento de su palabra y revelan su carácter horrible al tratar la justicia con el pecado y la culpa. “Nuestro Dios es fuego consumidor” (Hebreos 12:29). Cuando nos paramos como Abraham en estos lugares altos y celestiales, caminando por fe en la comunión con el Señor y en el espíritu de intercesión, es cuando vemos y entendemos cuan santo es el Dios que adoramos, y cuanto aborrece el pecado. Mientras en la imaginación no paramos con Abraham contemplando la ruina ardiente de Sodoma, reflexionemos sobre lo siguiente:
I. La barbaridad del pecado. Esto obligó al Señor a bajar del cielo para tratar con ello (Gn. 18:20-21). El clamor de Israel en Egipto hizo que el Señor descendiera. El clamor de Sodoma lo llevó a destruir. El clamor de la necesidad del mundo trajo a Jesús nuestro Señor del cielo para que él pudiera lidiar con ello. Cuando Dios viene en gracia, él trata con el pecado, quitándolo por el sacrificio de sí mismo. Cuando viene en juicio, trata con el pecador y lo quita. “La paga del pecado es muerte” (Rom. 6:23).
II. La certeza del juicio. “Vamos a destruir este lugar” (Gen. 19:13); “…he aquí que el humo subía de la tierra como el humo de un horno” (Gen. 19:28). Más vale que un hombre espere escapar de su propia sombra que de la culpa y el castigo, siempre y cuando sus pecados no sean perdonados. El juicio de Dios puede demorarse, y el sentido de culpa puede levantar su cabeza altiva y desafiante; pero el juicio (1) es cierto; (2) puede ser repentino; (3) será completo.
III. La soberanía de su gracia. Cuando Abraham miró con los ojos llenos de lágrimas sobre el humo de Sodoma que perecía, se podría haber preguntado: “¿Por qué no estoy allí? ¿Cómo me salvé de esto? ¿Por qué fui llamado desde Ur? ¿Cuánto mejor era yo que los muchos dejados en su pecado?” La respuesta es: “Por gracia sois salvos” (Ef. 2:8).
IV. La seguridad de los creyentes. “Nada podré hacer hasta que hayas llegado allí” (Gen. 19:22). “No la destruiré, respondió, por amor a los diez” (Gen. 18:32). Dios no destruirá a los justos con los impíos. Todos los que le pertenecen están bajo una providencia especial. Dios le dijo a Moisés: “Apartaos de entre esta congregación, y los consumiré en un momento” (Núm. 16:21). Antes del diluvio, los justos fueron encerrados en el arca. Antes de que los juicios se derramen sobre la tierra, la iglesia será arrebatada al cielo. “Nadie las arrebatará de mi mano” (Juan 10:28).
V. La importancia de dar testimonio. Los sodomitas, como los hombres de este mundo, estaban bajo condenación, pero no lo creían. Dios no nos ha dejado en ignorancia de nuestra perdición si rechazamos a su Hijo. “El que no cree, ya ha sido condenado” (Juan 3:18).
VI. El valor de la oportunidad presente. Pronto terminará nuestro día de testimonio. Pronto aquellos entre quienes vivimos serán vestidos con túnicas blancas ante Dios, o cautivados en el humo del tormento. Los veinte años de Lot en Sodoma fueron infructuosos para Dios. Ahora el día de su privilegio se ha ido y sus propios compañeros perecen en sus pecados. He aquí, ahora es el tiempo aceptable, tanto para la salvación como para el servicio (2 Cor. 6:2; Judas 1:20-23).