Cualquiera que pueda leer el capítulo 12 de la segunda epístola de Pablo a los Corintios, desde el primer verso hasta el noveno, sin sentir nada en el fondo del alma, tiene corazón de roca. El apóstol comienza por afirmar que si algún hombre tiene derecho a gloriarse, de gozar revelaciones maravillosas e íntimas de Dios, él es ese hombre. Para afirmar su dicho comienza a describir su experiencia rara. Dice que fue “arrebatado hasta el tercer cielo;” que vio el paraíso, que “oyó palabras secretas que el hombre no puede decir”. Y después de hacer la descripción de estas glorias incomparables y de su éxtasis espiritual, se refiere a una enfermedad terrible. Habla de ésta como de “un aguijón en la carne”. Hace notar que “tres veces ha rogado al Señor” que se lo quite y que sus súplicas no han sido contestadas como él quería, sino que solamente se le ha dado fuerzas para soportarlo.
Superficialmente, este acontecimiento de la exaltación espiritual de Pablo y el origen de su gran calamidad casi al mismo tiempo, es como las melodías de un dulcísimo preludio interrumpidas por el tumbo de un estruendo, o como la descripción de Naamán, comandante en jefe del ejército de Siria, honrado por su rey, amado por sus siervos, adorado por los hombres, cubierto de joyas y medallas, y que a pesar de todo esto, era un leproso; o como la experiencia de aquel que dijo: “Yo poseo todo hasta donde podáis ver en ambas direcciones,” y que unos cuantos momentos más tarde exclamaba con tristeza: “¡Mi hijo es un inválido…” Esta experiencia del apóstol es igual a mi experiencia y es igual a la experiencia vuestra. Por un lado, la gloria, la exaltación, la belleza, la dulzura, el amor; en el opuesto, la ansiedad, el sufrimiento, los contratiempos desconsoladores que se nos presentan donde quiera.
“Me es dado,” escribe el apóstol, “un aguijón en mi carne, para que no me enaltezca sobremanera”. Pensad por un momento en esto. El “aguijón en la carne” de Pablo era más que un aguijón. La palabra en el original es más precisa y más fuerte que en la traducción. Literalmente es una “estaca”. Y se refiere a uno de esos instrumentos terribles de tortura con los que, en una época, los mártires eran martirizados duramente. Así que, cual quiera que fuera su experiencia y cualquiera que fuera aquella enfermedad, el aguijón de Pablo era más cruel que un aguijón cualquiera rasgándole la carne; semejaba más bien una terrible estaca, de punta muy aguda, que se encajara en las carnes temblorosas de la víctima y que se dejara ahí para causarle sufrimiento por horas y aun por días.
Es interesante conocer la opinión de los grandes conocedores de la Biblia acerca de la naturaleza de la enfermedad a que Pablo se refiere figuradamente, cuando dice: “Un aguijón en la carne.” El Arzobispo Lightfoot opinaba que el aguijón de Pablo era epilepsia y explica esto, diciendo que en el curso de su trabajo, el apóstol había sido víctima de un ataque de naturaleza epiléptica, que lo había incapacitado por completo para hacer servicio activo. Es un hecho bien conocido que algunos de los grandes personajes históricos sufrieron semejante enfermedad. Por ejemplo, Julio César la sufrió, y de igual manera la sufrieron el Petrarca, Pedro el Grande y Napoleón. En una palabra, la conjetura del Arzobispo antes citado es, que el “aguijón” de Pablo era epilepsia.
Sir William Ramsay, quizás la autoridad más eminente de la época, en cuanto a la vida del apóstol Pablo, y el autor de varios libros acerca de la vida y la carrera del mismo, es de opinión que “el aguijón en la carne” de Pablo, era la malaria, y viene a esta conclusión mediante una ingeniosa interpretación de una referencia que se encuentra en Gálatas, haciendo notar el hecho de que la malaria prevalece en nuestros días en la parte del territorio de Galacia por donde anduvo Pablo.
Pero lo más interesante de todo, es la creencia de Canón Farrar, de que el “aguijón en la carne” era oftalmia, una afección de los ojos; y sostiene su creencia con un argumento interesante, si no convincente. Por ejemplo, en Gálatas hace mención el mismo apóstol de una enfermedad de la carne, de la que asegura a los cristianos de ese lugar, que si se pudiera hacer, se habrían sacado los ojos para dárselos a él. Farrar llama la atención también a otra porción de dicha epístola en que dice: “Mirad en cuán gran des letras os he escrito de mi mano”. Parece que esta es la única, epístola que escribió él mismo; todas las demás las dictó a un amanuense. Y en esta carta, escrita por su propia mano, trazó las letras muy grandes; indudablemente tuvo que hacerlo así, a causa de lo pobre de su vista. Farrar explica todavía más la respuesta indignada al Sumo Sacerdote y su apología de que no reconoció que quien hablaba fuera el Sumo Sacerdote, diciendo que no vio la figura vestida de blanco, porque estaba ciego.
Sea que el aguijón en la carne fuera la epilepsia, o la malaria, o cualquiera enfermedad penosa de los ojos, no se agrega nada al hecho de que era una enfermedad que molestaba e incapacitaba grandemente al apóstol. Tan grande era así su sufrimiento, que finalmente llevó su carga en una oración sencilla, al Señor.
Hay algo de hermoso y exquisitamente tierno en el hecho de que tres veces le pidió al Señor que le quitara aquella enfermedad. Observad cuán de cerca siguió el ejemplo de Jesús en el Getsemaní. En medio de aquella terrible lucha, se nos dice que Jesús pidió tres veces que pasara aquella copa; y que aunque la copa no fue pasada, sí fue fortalecido por el poder divino para beberla hasta las heces. Así fue con Pablo, el siervo de Jesús. Pidió tres veces que el Señor quitara de su carne el aguijón. Este incidente es un caudal de luz sobre oración. En su agonía y dilema, esta gran alma se comunicó con Dios: le habló del “aguijón en la carne” y del sufrimiento que le producía y pidió le fuera quitado. Es digno de notarse que Pablo hace su petición directamente a Cristo mismo. Decir a Cristo lo que hay en nuestros corazones es un ejemplo noble de una vida intensa de oración. Dios nos parece tan poderoso, tan grande y tan lejano que no nos atrevemos a acercarnos a Él; pero el gentil Jesús, el árbitro de Job, el mediador de Pablo, el Cristo de toda alma que confía en él está muy cerca. Acerquémonos a Él.
Pablo pidió que fuera removido el aguijón, y el aguijón no fue quitado. La Biblia abunda en casos en que parece que las oraciones no han sido contestadas. Moisés pidió entrar a la Tierra prometida y murió en la cumbre del Monte Pisga. El rey David pidió el alivio de su hijo y su hijo falleció. En el Salmo XXII el salmista exclama: “Dios mío, clamo de día, y no oyes; y de noche, y no hay para mí silencio.” Dios no satisfizo los deseos de Pablo, pero contestó dando una gran contestación: “Bástate mi gracia!” “Gracia” he aquí una palabra que encontramos frecuentemente en el Nuevo Testamento. ¿Qué significa esta palabra? Significa el favor que Dios nos concede como sólo él puede hacerlo. Denota poder. Significa fuerza. “Bástate mi gracia.” El “aguijón en la carne”, fuera lo que fuera, tenía que quedarse en donde estaba. Pablo sufrió el rigor de este aguijón durante todo el tiempo de su viaje terrenal; pero el Señor le dio las fuerzas necesarias para soportarlo, la gracia para resistir, el poder para superarlo. Y así sucede frecuentemente con nosotros y con nuestras oraciones.
Dios nos contesta a nosotros, no a nuestras peticiones. Pedimos una cosa a Dios y Dios nos da en lugar de ella una oportunidad.
“Bástate mi gracia”. Observad que Pablo está seguro de que la gracia de Dios es suficiente para él, no de que será. Y lo mismo es cierto con respecto a cada uno de nosotros. Su gracia es suficiente si nosotros descansamos en los brazos del Eterno, si simplemente obedecemos y confiamos. Su gracia es suficiente actualmente, si nosotros creemos, si nosotros queremos probarlo. Las promesas de Dios están en tiempo presente. No es necesario ir al cielo para conocer a Dios. Nosotros no necesitamos apoyarnos en la promesa de que hará esto y aquello otro, sino descansar en Él, ahora, y aquí, la oración de Pablo fue contestada y contestada grandemente. El “aguijón en la carne” permaneció, pero se le fortaleció para poderlo soportar.
Ahora, la enseñanza de este elocuente capítulo es, que la fortaleza más grande de Pablo vino de su mayor debilidad. La indiferencia de esta experiencia del “aguijón en la carne” es, que Pablo era más fuerte con el aguijón que sin él. Pablo dice más o menos, “estoy alegre por mi tristeza; este es un medio de crecimiento, este es un bien y no un mal”, cuando exclama: “Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis flaquezas, porque habita en mí la potencia de Cristo. Por lo cual me gozo en las flaquezas, en las afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias por Cristo; porque cuando soy flaco, entonces soy poderoso”. [2 Cor. 12:9-10 Reina-Valera 1909]
Hermanos míos, muchos de nosotros nos hemos acercado a nuestro Padre Celestial pidiéndole que nos quite el aguijón y, sin embargo, el aguijón sigue clavado en nuestra carne. Con todo, si hemos orado con fe sencilla y sincera, hemos hecho un gran descubrimiento: su gracia es suficiente para nosotros. Después de todo, nos oyó Dios. Él nos oye ahora. No hay oraciones sin contestación, no hay peticiones que no hayan sido satisfechas, ni hay súplicas sin fruto. Dios oye, Dios atiende y gracias a Él siempre nos contesta.
Yo no puedo creer que Pablo volvió a ocupar sus pensamientos en el aguijón después de su tercera petición. Desde entonces olvidó todo ante la gracia de Dios; y por sus meditaciones en la gracia de Dios, trabajó siempre por la salvación del mundo. Los trabajos de Pablo por la salvación del mundo le ayudaron a sobrellevar su enfermedad. Interesarse por el bienestar de los demás es un remedio espléndido para curar nuestras tristezas.
John Bright habló de una sugestión que se le hizo cuando su joven esposa murió y mientras la forma ya sin vida estaba aún ahí en su casa. Estaba sumido en el más hondo dolor, casi desesperado, porque la luz y el sol de su querido hogar acababan de extinguirse. Su amigo, Richard Cobden, le visitó y le dirigió palabras de simpatía. Un momento después miró hacia arriba y dijo: “En miles de hogares las esposas, las madres, y los niños están muriendo de hambre. Ahora, cuando el primer paroxismo de vuestra tristeza haya pasado, yo os aconsejaría que vinierais conmigo y no descansáramos hasta que se haya aprobado la ley que favorezca a esos seres desgraciados”. Bright aceptó la invitación y nunca cesó de trabajar por la resolución que ambos se habían formado; y haciendo esto, olvidó su soledad, su tristeza.
El Dr. Gerould de Cleveland, Ohio, perdió a sus tres hijos en un año. No teniendo a quien dedicar su pensamiento, su amor y su substancia, se decidió a ayudar a los niños que se encontraran en necesidad. Ayudó a muchos jóvenes a que hicieran su carrera, pagándoles sus estudios. Una joven se hizo cristiana y fue arrojada de su hogar. El Dr. Gerould la mandó al Colegio Betania, de West Virginia. Edificó un internado para Señoritas en Hiram, Ohio, que no pudieran pagar su colegiatura. Tenía pensado hacer todavía muchas cosas cuando el Señor lo llamó a lo alto. Los trabajos del Dr. Gerould en favor de la juventud lo mantuvieron joven, ennoblecieron su vida y le llenaron de placer inenarrable.
El Faro, 1918